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Ciudades mexicanas: Desafíos en concierto
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Ciudades mexicanas: Desafíos en concierto

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¿Hasta dónde las ciudades mexicanas están preparadas para desempeñar un papel protagónico en el crecimiento, la gobernabilidad y el bienestar? Este libro plantea un recorrido por estas y otras preguntas para explorar el fenómeno y los retos de las ciudades mexicanas.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 dic 2015
ISBN9786071634856
Ciudades mexicanas: Desafíos en concierto

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    Ciudades mexicanas - Enrique Cabrero Mendoza

    autores

    Introducción

    ENRIQUE CABRERO MENDOZA

    Las ciudades mexicanas enfrentan enormes desafíos. Esto se debe a que, en la actualidad, las urbes en general ―no sólo las mexicanas― están llamadas a desempeñar un nuevo papel. Cuando se habla de una economía globalizada, en realidad se está hablando de un sistema en el que la producción y distribución de bienes y servicios se realiza fundamentalmente a partir de circuitos de ciudades enlazadas que, más que los países, pasan a ser los auténticos nodos de conexión de la red. Este hecho modifica sensiblemente la lógica de planeación, desarrollo y ciudadanía, antes dominada por el horizonte del Estado-nación y que hoy se encuentra rebasada, tanto por alianzas de carácter supranacional como por necesidades, demandas e identidades que se procesan en el ámbito esencialmente local. Así, mientras que el Estado-nación parecería desdibujarse, las ciudades se transforman en los espacios de animación política por excelencia; en ellas deben resolverse los dilemas de la integración y la cohesión social, debe hacerse real el ejercicio de la ciudadanía y debe haber espacio para alojar nuevos patrones de la vida en sociedad con nuevos referentes culturales.

    En este contexto, se ha llegado a plantear la idea de una población urbana (Isin, 2000) anclada a la lucha por espacios y derechos que se lleva a cabo en las metrópolis; se sugiere que las ciudadesregión constituyen el lugar estratégico de la economía global y el eje para la descentralización de políticas públicas; se afirma incluso que las ciudades vuelven a tener el papel protagónico que gozaron en el Medioevo y el Renacimiento y que el mundo que viene es un mundo de textura global, tejido por ciudades más que por países. Así, la llamada economía postindustrial, que determina los progresos de la humanidad, se gesta en las ciudades, y la llamada sociedad del conocimiento, que despliega nuevos valores, nuevas visiones y nuevas aspiraciones, se cultiva en entornos urbanos donde, por cierto, habita ya casi 60% de la población mundial, de acuerdo con cifras de Naciones Unidas.

    Sin embargo, no todas las ciudades logran acoplarse a esta nueva dinámica. Los factores de competitividad que marcan el ritmo de la nueva economía mundial se articulan a partir de la conexión que una urbe es capaz de establecer entre empresas, gobierno y academia. A partir de redes de ciudades, de firmas, de profesionales, de gremios y de redes de tipo social y cultural, es como las ciudades asumen un protagonismo renovado. Además, para que las metrópolis se constituyan en nodos de convergencia de redes de todo tipo que hagan viable el crecimiento económico, la competitividad en las actividades empresariales y el bienestar social, se debe lograr la promoción de una acción pública intensa y cooperativa en torno al desarrollo y se deben poder configurar iniciativas que sean capaces de dar sustentabilidad y viabilidad al modelo urbano. Así, la ciudad contemporánea está llamada a ser un factor de promoción de la cohesión social, el espacio desde donde se visualice un proyecto de futuro y donde la diversidad social y cultural permita el equilibrio y la sostenibilidad en el largo plazo.

    Sin duda, el fenómeno urbano marca el entorno contemporáneo y el desafío que enfrentan las ciudades para modernizarse, para hacerse más vivibles, más equilibradas, más justas y más armoniosas, es muy grande. En todas las urbes del mundo se lucha día con día para ofrecer una mejor calidad de vida a sus habitantes, para erradicar la pobreza, generar bienestar social, dotarse de una economía en crecimiento y reducir sus efectos perniciosos. Pero la ecuación no es fácil, el repertorio de soluciones no se presenta a la misma velocidad que los retos; la capacidad de atención a las demandas ―siempre crecientes en cantidad y complejidad― es frecuentemente rebasada. Y en este contexto, es indudable que los núcleos urbanos de países en desarrollo sufren en especial para enfrentar los desafíos, porque hay rezagos acumulados, los desequilibrios sociales son mayores, porque los recursos financieros, técnicos y humanos son más escasos y las economías, más precarias.

    Particularmente en América Latina, las ciudades muestran enormes contradicciones, abismales desigualdades, graves carencias y dificultades políticas y sociales para emprender un nuevo modelo de ciudad. Se trata de urbes que han acumulado durante muchas décadas demandas insatisfechas, rezagos no atendidos y que, al mismo tiempo, enfrentan nuevos retos, nuevos requerimientos y dinámicas poblacionales y sociales inéditas. Metrópolis que ya viven los costos económicos, sociales y ambientales de la globalidad, sin gozar todavía de los beneficios en el bienestar y en la calidad de vida que ésta podría brindarles. Hoy por hoy, muchas de las ciudades latinoamericanas son lugares marcados por la segregación, los contrastes, un intenso drama social signado por la violencia, la contradicción económica, la degradación urbana y el deterioro ambiental.

    Efectivamente, es un panorama común observar ciudades latinoamericanas caracterizadas por el atraso en materia de infraestructura para la prestación de servicios públicos; la falta de equipamiento suficiente para atender las necesidades del crecimiento; el estrangulamiento de los sistemas de transporte, de distribución de agua potable, electricidad y manejo de desechos, así como la continuidad de instituciones débiles para regular el ordenamiento urbano y la cooperación con otros niveles de gobierno o entre gobiernos de la misma zona metropolitana. Además de la falta de infraestructura y de capacidades institucionales, en las ciudades de nuestra región se hacen más evidentes los problemas sociales: enormes desigualdades en los niveles de calidad de vida, la acumulación de franjas de pobreza en la periferia que fracturan a la sociedad a partir de la exclusión sistemática de grupos marginados de las oportunidades de la vida urbana; se trata de núcleos urbanos inmersos en la violencia y la inseguridad; ciudades sin rumbo claro, sin capacidad de planeación, sin redes de política pública para la gestión urbana, sin una acción pública en torno al desarrollo metropolitano que las dote de una capacidad de previsión y viabilidad a futuro. Y no menos importante, cabe también señalar que la mayor parte de las ciudades latinoamericanas presentan una grave situación fiscal sin autosuficiencia para satisfacer sus necesidades y que son altamente dependientes de transferencias de recursos de otros niveles de gobierno, con los consecuentes problemas para atender con oportunidad los retos y las dificultades, a fin de dar un sentido propio al proyecto de desarrollo urbano.

    En este contexto se ubica la reflexión de este libro. Las ciudades mexicanas son, a la vez que reflejo del desarrollo y la modernización del país, la síntesis de los desafíos enunciados. Muchas de nuestras ciudades desempeñan ya un papel central en los derroteros económicos, políticos, sociales y culturales del país y deben aprovechar en el corto plazo las oportunidades que el entorno nacional e internacional ofrece, pero, también, luchan día con día con las enormes contradicciones que generan los rezagos y la falta de recursos de todo tipo para atender dichos desafíos. ¿Cómo se construyó el desarrollo urbano en México y hacia dónde parece apuntar? ¿Es posible renovarlo? ¿Es aún tiempo de corregir los descuidos? ¿Qué costo puede generar al desarrollo nacional el estrangulamiento de las ciudades? ¿Hasta dónde están las urbes mexicanas preparadas para jugar un papel protagónico en el crecimiento, la gobernabilidad y el bienestar? Este libro propone un recorrido por estas y otras preguntas para explorar el fenómeno y los retos de las ciudades mexicanas. Como se plantea a lo largo de los diversos capítulos, los desafíos son enormes, muchos de ellos casi han rebasado la capacidad de reacción; sin embargo, queda claro que hay caminos por recorrer, hay políticas por emprender, soluciones por imaginar, capacidad innovadora que debemos activar cuanto antes.

    El primer capítulo trata de la configuración del tejido de ciudades en México y del largo proceso histórico que le ha dado lugar. Ésta es la esencia del recordatorio que nos hace Mario Bassols: para entender las metrópolis de hoy, es preciso rescatar, en cada caso, la presencia histórica de sus moradores, así como el urbanismo comunitario que se promovió a lo largo del tiempo y los proyectos culturales que influyeron en su devenir. A partir de estos tres referentes, Bassols realiza un rápido recuento de las principales transformaciones del territorio nacional y de su paisaje urbano, con el propósito de reflexionar sobre lo singular y lo común en la construcción del entramado urbano nacional. Sin duda, el trabajo de Bassols ayuda a entender la realidad citadina de nuestros días como un reflejo de historias, ajustes, crisis y acomodos que se han ido viviendo y han dejado secuela, que han dejado marca, como él prefiere denominarlo. Se trata, así, de un tejido urbano construido a través de siglos, que hoy se nos presenta como desorden metropolitano y, a la vez, como un reto complejo compuesto de hechos, vivencias, identidades y anhelos que no pueden ser ignorados.

    Saber de dónde venimos y cómo se configuró este tejido urbano nacional es fundamental. También lo es recapacitar sobre el lugar hacia el que vamos y hacia dónde apunta el proceso de urbanización en nuestro país. En el segundo capítulo, Jaime Sobrino nos ofrece una mirada al futuro, una visión prospectiva y exploratoria que nos permite visualizar cómo será el México urbano de 2030. Desde la perspectiva teórica de la ciencia regional, Sobrino analiza la urbanización diferencial, los ciclos del desarrollo citadino y las regiones policéntricas que surgirán en el país en las próximas décadas. En la conclusión de este capítulo, el autor sostiene que la nación seguirá avanzando en su proceso de urbanización y surgirán más ciudades millonarias, es decir, de más de un millón de habitantes. De nueve metrópolis de este tipo que hay actualmente, se pasará a 19, las cuales concentrarán los mayores retos del crecimiento, mientras que otras ciudades medias o pequeñas tenderán a perder crecimiento y población. Se prefigura también una realidad marcada por muchos desafíos debido al reacomodo de la urbanización, a las modificaciones en los patrones de vida, al incremento de demanda de servicios y vivienda, y a los cambios en las preferencias de los ciudadanos.

    No cabe duda, las ciudades han sido determinantes en la vida nacional. Pero no sólo en el desarrollo económico o social, sino incluso en la democratización de la vida política del país. El sistema político actual no podría entenderse sin el papel que han jugado las urbes como espacios de concientización política, de mayor participación, manifestación de demandas y organización ciudadana. En su capítulo, Ana Díaz Aldret comprueba y afirma que urbanizar y democratizar son dos caras del proceso de modernización de la sociedad mexicana. A partir del análisis de la creciente participación y competencia electoral que se ha venido dando en las ciudades y de la constatación de los movimientos urbano-populares y civiles, así como a través del estudio de experiencias de participación ciudadana en la gestión local, la autora muestra que, efectivamente, las ciudades no sólo han sido un factor fundamental para entender la transición democrática, sino que también han constituido la vanguardia misma del cambio político en México. Así, las urbes han sido clave en la revalorización del campo electoral, en la revitalización del asociacionismo y de la organización social autónoma y también han sido, innegablemente, espacios para incorporar la participación ciudadana. El balance es positivo, las ciudades sí han contribuido a la democratización del país. No obstante, este capítulo nos advierte sobre los riesgos de una caída en el vigor democrático de la vida urbana; por un lado están los datos electorales, por otro, el debilitamiento de los movimientos urbano-populares y la fragilidad institucional de las prácticas de participación ciudadana. Un desafío para los espacios urbanos en México será el mantener a las metrópolis como los bastiones del proceso democratizador.

    Si bien las ciudades son motores de la modernización económica y política en el país, también son las cajas de resonancia de las contradicciones del modelo de desarrollo y los espacios en que se manifiesta con crudeza la desigualdad y la exclusión social. En el cuarto capítulo, Carlos Garrocho analiza cómo la pobreza y la desigualdad afectan estructuras espaciales de la ciudad (sobre todo en la periferia urbana) y a su vez éstas inciden en la mayor persistencia de dichos fenómenos de pobreza y desigualdad. Así, en una determinación de carácter socioespacial que se reconfigura en el tiempo, tanto los procesos de falta de regularización de la propiedad de viviendas, como la lejanía de los centros de trabajo y la carencia de servicios urbanos suficientes y de calidad generan una situación de disminución de opciones para la población en situación de pobreza. La trampa de lo espacial y lo social se complementa para originar exclusión extrema en un sector de la población que difícilmente puede liberarse de ella. Es necesario encontrar políticas para ayudar a la población más humilde a salir de la trampa de la pobreza urbana.

    Pero no sólo la penuria y la exclusión social dan a las ciudades mexicanas una fisonomía preocupante, sino que, de un tiempo para acá, el crimen y la violencia hacen de los espacios urbanos zonas dramáticamente problemáticas. Como lo menciona Carlos Vilalta en su capítulo, la actividad criminal está siempre presente en las ciudades, aunque en formas y niveles diferentes. Vilalta comenta que en México nos encontramos en un momento particularmente grave y confuso; grave debido a que una alta proporción de la población ha sido víctima de la criminalidad (25% para la zona del valle de México), confuso por la carencia de información confiable y de calidad en torno a la seguridad pública y la impartición de justicia. En este capítulo, el autor presenta un examen minucioso del contexto empírico del crimen y la violencia en las ciudades mexicanas, para posteriormente analizar algunas de las políticas de seguridad pública que se están poniendo en práctica. Entre las conclusiones, Vilalta señala que se requiere del fortalecimiento de las policías y que se mantengan sistemas de supervisión, innovación y cooperación ciudadana contra el crimen.

    La relación entre ciudades y medio ambiente tradicionalmente ha presentado una complejidad enorme. De hecho, las ciudades en México han sido históricamente espacios de deterioro ambiental y degradación de las condiciones de sostenibilidad para los centros urbanos en el mediano y largo plazos. Vicente Ugalde nos presenta una caracterización de algunos de los problemas más importantes de la relación ciudad-medio ambiente. Se pregunta si son sostenibles los hábitos de consumo de energía y de otros bienes, los modos de uso de transporte y, en general, prácticas que son contaminantes y devastadoras del medio ambiente urbano. ¿Qué hacer con la contaminación atmosférica, del agua y la provocada por los residuos? Las conclusiones de Ugalde apuntan a poner mayor atención a los medios de acción de los que están provistos los gobiernos citadinos para hacer frente a dichos problemas. Es urgente revisar el entramado normativo e institucional para actuar y evitar la fragmentación de la acción pública que, hoy por hoy, debilita las formas de intervención en la materia.

    En este sentido, Rodolfo García del Castillo, en el capítulo La encrucijada de los servicios urbanos en las ciudades mexicanas, insiste en la preocupación del entrecruzamiento de las lógicas institucionales que dificultan la definición de espacios para la intervención pública en las ciudades. El autor ejemplifica esta problemática a partir de la prestación de servicios urbanos ―que corresponden al ámbito municipal― y que en la mayor parte de las ciudades se complica debido a la conurbación de varios municipios en un área metropolitana. Al cohabitar en un mismo espacio metropolitano gobiernos de diversos colores partidistas, se somete el marco institucional a fuertes tensiones, causando que los incentivos para cooperar se debiliten y se afecten la calidad y cobertura de los servicios urbanos. En este capítulo se presenta un diagnóstico sobre la inequitativa cobertura de servicios que actualmente muestran las ciudades mexicanas y se discute sobre las alternativas de prestación de servicios públicos en las ciudades; es decir, se muestra el dilema de decidir entre diversas mezclas para la prestación de servicios públicos posibles de acuerdo con los diferentes actores participantes: sector privado, asociaciones entre municipios o entre gobiernos estatales y municipales. Las conclusiones no son alentadoras: si bien la prestación de servicios en las ciudades ha avanzado de manera importante, sigue siendo insuficiente en cobertura e insatisfactoria en términos de calidad.

    Efectivamente, las ciudades son también estructuras de gobierno, de administración pública y de gestión urbana. En buena parte de los capítulos anteriores se hace referencia, de una u otra manera, a desafíos de diseño y de gestión de políticas urbanas. En el capítulo Gobierno y gestión pública en ciudades mexicanas, Enrique Cabrero y Dionisio Zabaleta presentan un análisis de los principales problemas y desafíos de los municipios urbanos, instancias político-administrativas en las que están montadas las ciudades en nuestro país. Se presentan los rasgos de un diseño institucional del municipio poco funcional para los retos enormes que enfrentan las metrópolis mexicanas y que pueden ser resumidos en los periodos de gestión absurdamente cortos y sin posibilidad de reelección, así como en la obsolescencia de cabildos pobremente equipados para atender los desafíos de un gobierno urbano. Aunada a la debilidad institucional, existen también retos en el funcionamiento de los gobiernos municipales: falta de recursos fiscales suficientes; bajos niveles de profesionalización de los servidores públicos, entre los que con frecuencia prevalecen la improvisación y la falta de compromiso; endebles sistemas de gobernanza urbana, de interacción con la ciudadanía. En las conclusiones del capítulo se insiste en la urgente necesidad de llevar a cabo reformas importantes para dotar al municipio urbano de mayores espacios de maniobra y para fortalecerlo institucionalmente. Mientras dichas reformas no se concreten, es evidente que las ciudades mexicanas seguirán adoleciendo de muchos de los males que hoy presentan.

    Finalmente, los núcleos urbanos en la actualidad son también los nodos de la globalidad, son los motores de inserción de los países a la nueva economía y a la sociedad del conocimiento. De hecho, las naciones que sorprenden por su acelerado desarrollo son en las que se ha configurado un grupo de ciudades de alto dinamismo, que aceleran la competitividad, que promueven el bienestar social y que han adoptado una visión innovadora de lo urbano, lo social y lo cultural. Más que un mundo de países, un mundo global, pero de urbes fuertes. En el último capítulo, Enrique Cabrero e Isela Orihuela llevan a cabo una reflexión en este sentido. Los autores presentan evidencias del papel que desempeñan las ciudades en la nueva economía y sociedad del conocimiento, se comentan algunos casos internacionales que ejemplifican este proceso y se analiza en detalle en qué medida las ciudades mexicanas son motores activos en este nuevo contexto. Entre las conclusiones resalta la observación de que éstas, si bien se modernizan y se insertan en una nueva dinámica económica y social, no son todavía motores de la competitividad y nodos de la economía y sociedad del conocimiento. Parecería urgente promover una visión estratégica en las ciudades del país para que éstas desempeñen el papel que las urbes del mundo están llamadas a jugar hoy en día. Si el retraso en ese proceso se prolonga, el país en su conjunto estará retrasando su opción de futuro y de bienestar, al menos así lo muestra el entorno internacional.

    Bibliografía

    Isin, Engin (ed. ), 2000, Democracy, Citizenship and the Global City, Londres, Routledge.

    México: la marca de sus ciudades

    MARIO BASSOLS RICARDEZ

    Bien sabemos que siempre alguien está detrás de esas historias de transformaciones definitivas del paisaje.

    ALEJANDRA MORENO TOSCANO

    INTRODUCCIÓN

    Las ciudades llevan la huella de sus habitantes a lo largo de su historia. La tierra que las contiene acumula las sucesivas capas en las que se cimentaron formas de vida muchas veces ancestrales y de largo alcance. Cuando llegan a desaparecer o son abandonadas por sus habitantes, la arqueología se hace presente y les asigna un lugar en la historia de la civilización humana. Así, cuando se examinan sus ruinas, aquí y allá, un observador inquieto se pregunta por lo que está detrás del palacio derruido, del perfil apenas dibujado de un acueducto antiguo, de los restos de una habitación destruida por el tiempo o acaso por un volcán en erupción. Cuando Pompeya comenzó a salir de sus escombros, en el siglo XVIII, fue posible reconstruir la forma en que los romanos vivieron hace unos dos mil años. La lava del Vesubio sepultó a la ciudad en la que miles perecieron ante el azoro de ese fenómeno natural. Pero, gracias a ese hecho, se pudo saber a detalle cómo vivían las familias de entonces, cómo estaba organizado el espacio urbano, qué actividades y oficios se desempeñaban y, en el momento del desastre, cómo fue que lo asumieron, considerando la carga cultural y religiosa identificada con el antiguo mundo grecorromano. Teotihuacan, una de las grandes ciudades de la Mesoamérica antigua, ha aportado a los arqueólogos un conocimiento enorme sobre las formas de vida de una civilización ancestral y es aún objeto de sugerentes hipótesis sobre las causas de su declive. Las ruinas del Templo Mayor de la destruida Tenochtitlan son apenas un fragmento de la capa enterrada de una ciudad antigua a la que se superpuso la novohispana en los tempranos años del siglo XVI.

    Muchas de las ciudades europeas, asiáticas y del Medio Oriente son orgullosas de su pasado milenario. Todas ellas registran la intervención consciente del hombre, agrupado socialmente, en la construcción del espacio urbano. En sucesivos momentos de su historia las élites dominantes harán prevalecer sus esquemas de organización de la sociedad en clases, sus modos y estilos de vida que predominarán en determinado momento y los mecanismos políticos e institucionales que les permitirán gobernar por un cierto periodo. También es cierto que coexisten otras formas emergentes o marginales de organizar el espacio, pero presentes en su devenir histórico. En tal sentido, la forma urbana de una ciudad es producto de múltiples factores: topográficos, legales, económicos o culturales que en ocasiones se ligan a una concepción de sociedad y territorio más o menos bien definida. Así se distingue entre la ciudad precolombina y la que se estructuró con la Conquista española en el continente americano. Si bien el modelo novohispano se mantuvo sin grandes modificaciones a lo largo del siglo XIX, hacia el final de éste comienza a cambiar y configurarse un nuevo modelo socioespacial que, sólo durante la segunda mitad del siglo pasado, se afirma como el dominante.

    En la sociedad actual, los proyectos de ciudad surgen de los agentes que, en el diario accionar en su territorio, plantean necesidades y demandas de grupos sociales; trazan los nuevos espacios de la periferia urbana; se proponen remodelar su centro histórico bajo ciertos patrones arquitectónicos y culturales; plantean nuevos emplazamientos industriales, comerciales o de servicios (culturales, educativos, lúdicos, etcétera); razonan sobre las leyes y normas que rigen la vida económica y social de una localidad o región urbana; dejan su huella al participar en la estética urbana de la ciudad (pintura, escultura, música, literatura); o bien, aquellos que, desde el gobierno local, discuten y toman decisiones, intervienen en los procesos de participación ciudadana y elaboran planes o programas de desarrollo urbano.

    No existe un solo caso donde la ciudad haya sido construida por un sólo agente económico o político. Valga decir, un grupo industrial, un partido político o una organización de tipo comunitario. En cualquier caso, si se habla de ciudad empresarial, ciudad progresista o ciudad del conocimiento, para referirse al tipo dominante de centro urbano, se entiende que existen otros espacios de interacción humana que se rigen y orientan sus acciones de manera distinta a la dominante. Así, en una ciudad básicamente empresarial se pueden encontrar espacios de resistencia cultural o de contra-cultura, dirigidos a frenar los procesos meramente regidos por los criterios económicos de la oligarquía local.

    Ugo Pipitone, al referirse a la centralidad de las ciudades en pleno Medioevo europeo, señala que:

    La ciudad es un cuerpo social complejo, mezcla de distintos intereses y visiones que conviven en una unidad en casi permanente conflicto consigo misma. En sus edificios, en el diseño de calles, mercados y palacios se va definiendo una nueva racionalidad en la cual lo cercano y lo lejano se entremezclan, la seguridad y la aventura establecen un nuevo equilibrio, la riqueza y el poder adquieren otras formas y construyen nuevas relaciones entre sí [Pipitone, 2003: 21].

    Por su parte, Peter Hall afirma que las ciudades son el crisol de proyectos urbanos diversos. Por ejemplo, Los Ángeles, en California, es el ejemplo típico de la ciudad del automóvil, prácticamente desde que éste adquirió un uso masivo en la década de 1920. A su vez, las ciudades de la eterna pobreza son aquellas metrópolis que nacieron de una base industrial, como Chicago en las postrimerías del siglo XIX, pero que hasta la fecha no han logrado eliminar las bases de una inequitativa distribución del ingreso (Hall, 1996). Otros críticos urbanos plantean que, por ejemplo, al París moderno no puede entendérsele sin la constante intervención de agentes públicos ligados a la planificación urbana, por lo menos desde la intervención del barón de Haussman, ingeniero civil y regente de la ciudad en tiempos de Napoleón III. Ni más ni menos que fue en esa ciudad, mucho tiempo después, en donde se levantó un enorme laboratorio de investigación urbana, con Henri Lefebvre, Manuel Castells y Christian Topalov, entre otros.

    Ver a las ciudades desde sus lugares, es decir, desde sus fragmentos territoriales y sus identidades culturales, tiene su riesgo y su mérito. El riesgo de esta lectura puede ser el no entender el movimiento de conjunto de la ciudad (sin el cual el urbanismo planificatorio perdería su razón de ser). El mérito consiste en rescatar la presencia histórica de sus moradores, sus afanes por reconfigurar su espacio local y las luchas territoriales que eventualmente aparecen. Allí tiene su pertinencia también el urbanismo comunitario y los proyectos culturales emergentes. México está poblado de estas experiencias, las cuales requieren ser documentadas y comparadas con sus similares en otras partes del país. Algunas de las conclusiones de este trabajo se concentran en esta dirección.

    Así se tiene un recuento muy rico de sucesos, políticas y acciones (a veces también de inacciones) en el plano urbano, que le dan un sentido profundo a la historia urbana de un país. Hechas estas apreciaciones generales, hay que dirigir la atención hacia el fragmento de planeta identificado como México, en un viaje de ida y retorno hacia el pasado de sus ciudades. Se trata de un rápido recuento histórico de las principales transformaciones del territorio nacional y de su paisaje urbano, con el propósito de reflexionar sobre lo singular y lo común en la construcción del entramado urbano nacional. El presente capítulo dista de ser una interpretación asumida desde el oficio del historiador. Nada más alejado de ello. Aspira únicamente a pensar los procesos de construcción del espacio urbano en una perspectiva histórica general, basado en la obra de algunos urbanistas, sociólogos e historiadores, quienes han publicado sobre el tema, bien en sus aspectos generales o de una ciudad o región en particular. La selección de lecturas resulta por ello un tanto arbitraria, al dejar de lado otros aportes y valiosos estudios sobre la historia urbana mexicana.

    CIUDAD NOVOHISPANA

    Con la Conquista española, simbolizada épicamente con la caída de Tenochtitlan, el modelo de ciudad precolombina debió ceder a un nuevo proyecto espacial basado en la economía minera y agrícola (Garza, 2005: 14). La dominación española supuso también el exterminio de la mayoría de la población indígena, la subyugación de la restante o su aislamiento en lugares remotos por siglos enteros. La formación de lo que Bonfil Batalla llamó el México profundo inició allí, dejando atrás la acumulación de sabiduría de los pueblos autóctonos, para imponer el nuevo orden religioso y secular a lo largo de tres siglos marcados por el mestizaje, la expansión territorial y la explotación social por los peninsulares españoles. Se perdió así la oportunidad de mantener un modelo distinto al europeo de sociedad y territorio. El último continente que, como ningún otro, se había formado sin la presencia de una yuxtaposición de culturas, ajenas a Mesoamérica, a lo largo de su historia (Bonfil, 1990).¹ Sobre la antigua Tenochtitlan se erigió la llamada Muy Noble, Insigne y Muy Leal e Imperial Ciudad de México, bautizada así en 1548, a pesar de que su población había descendido drásticamente de 200 mil habitantes a tan sólo 30 mil entre indígenas y españoles (Garza, 2005: 16). Fue ella un patente ejemplo de la férrea determinación de la Corona española para mantener el poder, a pesar de haberse roto el precario equilibrio ecológico, mantenido por quienes anteriormente la habían diseñado y edificado. Se desecaron progresivamente los lagos y lagunas que la rodeaban y la nueva ciudad estuvo a la merced de inundaciones que constantemente se convertían en catástrofes sociales. La peor de ellas ocurrió en 1629, cuando la ciudad quedó inundada por un lapso de cinco años.²

    La creación de ciudades novohispanas no sólo implicó el desplazamiento de oleadas de migrantes indígenas sometidos al trabajo forzado. Por ellos fue posible que se construyeran templos, casas y edificios para la élite española, así como las plantaciones, las minas, la ganadería y el trabajo agrícola en general. Durante los siglos XVI y sobre todo en el XVII se conformó el incipiente sistema de ciudades que privó durante la Colonia. Por lo general, su móvil inicial fue la extracción de recursos mineros a gran escala (como Guanajuato, Taxco, Zacatecas, Durango), o bien de la producción agrícola (como en el Bajío o en la península yucateca). Aunque el patrón común de toda ciudad latinoamericana se centraba en este principio (Morse, 1973: 98), en realidad, muchas de las nuevas ciudades tuvieron una existencia frágil durante sus inicios. En unos casos eran presa de ataques de grupos chichimecas en el noreste de la Nueva España. En otros casos, esas poblaciones asentadas en un territorio agreste e incomunicado fueron gravemente disminuidas por epidemias o desastres naturales. Así, en sus primeras décadas de existencia, Monterrey hizo frente a dos grandes inundaciones, la última de las cuales, ocurrida en 1636, obligó a reedificarla por completo (Garza et al., 2003: 139). Al ser territorios extensos y muchas veces de difícil acceso o de climas extremosos, la inconclusa conquista del norte dejó apenas su huella espacial en los territorios limítrofes de la Nueva España. Los presidios (una especie de fuerte militar con su torreón) funcionaban como avanzadas del proceso de colonización. Se conformó un urbanismo del miedo, como le llama Guillermo Boils (citado en Méndez, 2000: 67), que debió hacer frente a las hostilidades de grupos indígenas, como los apaches en Sonora. Pero al final, transcurrieron tres siglos sin que los gobernantes españoles lograran completar del todo la colonización de su vasto territorio.

    A diferencia del proceso de organización territorial en Europa Occidental, en el caso de América el factor determinante fue el espacio más que el tiempo (Morse, 1973: 121). Tal espacio fungió como frontera en expansión de las colonias. Reflejó la lucha por el territorio entre las grandes potencias de su tiempo (además de España, Portugal, Inglaterra, Francia, Holanda y aun Rusia).

    Se distinguen dos tipos fundamentales de ciudades en la Nueva España. La primera era aquella organizada como puesto de avanzada de la burocracia metropolitana, imperial y eclesiástica (ibid.: 113). Guadalajara o Valladolid ―hoy Morelia― son claros ejemplos de ello. A propósito, un estudioso de la historia michoacana señala a esta última como una ciudad eclesiástica por excelencia (Morin, 1979: 36), en cuyo caso, el clero se había apropiado de cuerpos y almas por igual. El segundo tipo de ciudades las integraban aquellas concebidas como puntas de lanza de la frontera, común por lo general a las colonias españolas del continente americano (Morse, 1973: 120). El carácter ambulante o de corta vida de las primeras ciudades coloniales no era inusual. Se pueden citar aquí la experiencia fundadora de Buenos Aires, las de varias ciudades peruanas y de La Habana, las cuales debieron ser reubicadas en sitios distintos al original. Están también los ejemplos de Panamá, Cali, Guatemala, San Salvador, León en Nicaragua y Puebla en México.

    En muchos casos, la supervivencia de largo plazo pudo deberse a una combinación exitosa entre localización estratégica en rutas comerciales, protección militar y un componente esencial: la evangelización de los grupos indígenas (que equivalió a su aniquilamiento progresivo). Aguascalientes es un ejemplo de esa precariedad inicial y asentamiento definitivo, que a la postre la convertirá en una pequeña ciudad comercial situada en un cruce de caminos. La pacificación de los territorios de la Gran Chichimeca no pudo ser concluida sino hasta principios del siglo XVII y con ella se aceleró la fundación de las ciudades del Bajío, como Celaya y León, que junto al descubrimiento de importantes minas en Zacatecas, desencadenó la fundación de nuevos enclaves en Sombrerete y Guanajuato, entre otros (Morin, 1979: 28-29). Pero tal empresa colonizadora requirió mano de obra indígena sobreexplotada, la cual era cada vez más escasa. Morin estima la desaparición de casi todo rastro de las culturas autóctonas durante el primer siglo de coloniaje español y señala que unas pocas, como la purépecha, lograron a duras penas sobrevivir con su cosmogonía tradicional y su organización comunitaria. Piénsese tan sólo que Vasco de Quiroga se inspiró en la Utopía de Tomás Moro (2003) para su misión educadora y comunitaria en Michoacán, algo que no pudo prosperar por chocar con la visión diametralmente opuesta de los peninsulares españoles. Pero nos preguntamos si acaso la obra de Quiroga podría haber ocurrido en otro lugar distinto al de las tierras purépechas.

    Dicho lo anterior, debe hacerse mención brevemente al proyecto de ciudad novohispana que, bajo los preceptos de las ideas renacentistas europeas,³ hizo posible concebir un modelo urbano que partía de un trazado de las calles en forma de damero (sin tomar en cuenta la organización barrial indígena), con un centro típico donde se asentaba la plaza pública, la Catedral y el ayuntamiento. Tres conceptos se ligan entre sí: espacio público, Iglesia y gobierno municipal; elementos definitivamente heredados de la Península Ibérica y que habrán de perdurar hasta hoy. Aquí resulta interesante plantearse la pregunta sobre el papel que jugó la naciente institución municipal como organizadora de la vida comunitaria y urbana en el virreinato. A contrapelo de lo que habían experimentado ciudades del renacimiento europeo, como Venecia, Florencia, Amberes o Brujas (Pipitone, 2003: 81), la ciudad novohispana estaba lejos de presentar rasgos de autogobierno urbano, en vista del carácter subordinado de la Colonia al imperio español. No fue, como en esos casos, un vehículo de modernidad en casi ninguno de sus sentidos. No hubo tampoco ejercicio de las libertades políticas, excepto para una reducida élite de base peninsular. Tampoco logró construir una cultura marítima de importancia, centrada en los litorales del Golfo de México o de la península de Yucatán, simplemente por la literal asfixia a que fueron sometidas sus colonias en América. Piénsese tan sólo el papel al que había sido reducido el puerto de Veracruz durante el virreinato: un puerto de enlace entre España y la ciudad de México. O más precisamente, como una simple escala entre dos grandes núcleos mercantiles hegemónicos: Sevilla-Cádiz y la ciudad de México (Souto, 1999: 11). De poco le había servido a Veracruz el privilegio de ser puerto monopolizador del tráfico de mercancías entre Colonia e Imperio. En otras circunstancias más favorables para el sistema de libre cambio, Veracruz podría haber tenido la misma importancia que Cádiz u otro puerto europeo de relevancia.

    Las misiones religiosas fueron otro componente cultural típico que tuvo una expresión espacial significativa con la construcción de hospitales, iglesias y templos. Finalmente, la ciudad novohispana se caracterizó (como en el Medioevo europeo) por carecer de normas básicas de higiene urbana, aunque ello cambió gradualmente con las reformas borbónicas de fines del siglo XVIII, bajo cuyos preceptos se introdujeron algunas normas sanitarias en la limpieza de calles y sistemas de drenaje más eficientes.

    El modelo urbano implantado desde Europa tuvo, evidentemente, que adaptarse al componente racial y tomar en cuenta la presencia física de grupos indígenas, bien sea en los alrededores de la ciudad o en barrios al interior de la misma. Ellos constituyeron, antes de la introducción de los esclavos africanos al continente, la fuerza de trabajo indispensable para levantar casas y edificios, así como para la explotación de las minas. Por citar un caso en el noroeste mexicano, Hermosillo es fundado hacia 1750, a cuyo núcleo urbano inicial se integraba el barrio de los indios (Méndez, 2000: 88). A su vez, Arizpe fue el primer centro urbano relevante, "reconfigurado

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