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Los mexicanos. Un balance del cambio demográfico
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Libro electrónico1512 páginas17 horas

Los mexicanos. Un balance del cambio demográfico

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Los capítulos de este libro cubren la mayoría de los aspectos relevantes de la dinámica demográfica y de su interacción con otras esferas de la sociedad. Se advierten diversos cambios en las tendencias de los procesos demográficos, nuevos ciclos que se inician, y también hay una mayor heterogeneidad en los comportamientos de las personas, en aquellos ámbitos en los que pueden tomar decisiones
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento25 jun 2014
ISBN9786071620958
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    Los mexicanos. Un balance del cambio demográfico - Cecilia Rabell Romero

    general

    Introducción

    Cambios en la dinámica demográfica y nuevos temas de reflexión

    CECILIA RABELL

    ¿Por qué hacer un nuevo libro sobre la situación demográfica en México, en 2013? Después de haber coordinado, junto con José Gómez de León, la obra La población de México. Tendencias y perspectivas demográficas hacia el siglo XXI, basada en las fuentes disponibles hasta 1995, había razones para hacer una actualización que diera cuenta del rumbo que tomaron los procesos demográficos en las casi dos décadas transcurridas desde entonces. No todos estos procesos siguieron los derroteros que podían preverse a finales del siglo XX. En esta obra los autores explicarán cuáles han sido los caminos seguidos, por qué en algunos casos se han modificado las tendencias de los procesos demográficos y hacia dónde nos llevan ahora.

    La dinámica poblacional forma parte de los procesos económicos y sociales de las sociedades y, aunque muchas veces no puedan establecerse relaciones causales, los nexos entre los comportamientos demográficos y el contexto socioeconómico son indudables.

    En los capítulos de este libro el lector puede encontrar un «estado del arte» de los diferentes temas abordados. A partir de una última lectura de los trabajos surgieron diversas reflexiones, que expondré a continuación, todas ellas relacionadas con las fuentes, los planteamientos y los hallazgos contenidos en los capítulos.

    CAMBIOS EN EL CONTEXTO SOCIOECONÓMICO

    Durante las últimas décadas, en este país se han vivido cambios en casi todos los órdenes, pero una de las transformaciones que han tenido un efecto significativo y directo en los procesos demográficos ha sido la adopción de un modelo económico basado en la apertura comercial y la producción para la exportación. Este viraje se dio hacia 1985, pero las consecuencias que tendría en la dinámica de la población apenas se esbozaron 10 años después, en 1995; ahora, pasados casi veinticinco años, los efectos del cambio económico son más claros. El lector encontrará, en los distintos capítulos, menciones al cambio de modelo económico al contextualizarse determinadas situaciones demográficas. A partir de las huellas que este nuevo escenario económico ha impreso se pueden hacer conjeturas sobre la dirección que seguirán muchos de los procesos demográficos.

    Según algunos de los autores de esta obra, a la luz del nuevo modelo económico, de las formas de poblamiento del territorio nacional y de otros factores económicos y sociales, la división entre localidades rurales y urbanas basada en el tamaño de la población tiene cada vez menos sentido. Esta constatación, que adquiere creciente fuerza, constituye un punto de quiebre en relación con los análisis en los que se suele hacer comparaciones entre poblaciones rurales y urbanas. Tras las comparaciones quedaba la certeza de que había un «mundo rural» y un «mundo urbano» que, de hecho, representaban estilos de vida y sistemas de valores a tal grado diferentes que esperábamos encontrar —y de hecho así sucedió— comportamientos demográficos disímiles. Por otra parte, las desigualdades en infraestructura y en servicios educativos y de salud eran abismales, y sustentaban esas diferencias. En muchos de los ámbitos las brechas se han ido cerrando pero, como se muestra en varios de los capítulos, aún persisten. Ahora, ante las distintas manifestaciones de la globalización, nos podemos preguntar si los mundos rural y urbano son tan diferentes; por ejemplo, una de las características más significativas del mundo rural era su relativo aislamiento del entorno, pero ese aislamiento se está rompiendo debido, en gran medida, a la penetración de los medios de comunicación. En los estudios demográficos que se hagan de ahora en adelante habremos de buscar nuevos ejes analíticos que se adapten al contexto social y respondan a la problemática que se examina.

    En las últimas décadas se han dado también cambios en la valoración de diversos aspectos vinculados a los comportamientos demográficos; el más conspicuo de ellos ha sido el referido a la aceptación del control del número de hijos que tienen las parejas, que se ha traducido en el acelerado descenso de la fecundidad. En varios capítulos, los autores abordan temas como la cohabitación y la concepción moderna del amor romántico; se trata de diferentes manifestaciones de una profunda transformación del sistema de valores y de las normas sociales que rigen los procesos de formación de las familias. Estas manifestaciones se expresan en cambios de comportamientos que sólo se vuelven mesurables, es decir, observables, mediante los métodos de análisis demográfico en distintos momentos, esto es, pueden no ser observables cuando aparecen sus primeras expresiones. En asuntos demográficos no suele haber un «momento» de grandes cambios, pero sí hay modificaciones en las tendencias y en los ritmos de cambio de los procesos, que se expresan en diferentes ámbitos sociales.

    NUEVOS RUMBOS Y NUEVOS INTERESES

    Al reflexionar sobre los temas que preocupan a los tomadores de decisiones y a la población en general, influidos por los medios de comunicación, constatamos que los asuntos que se debatían en los años noventa suscitan ahora escaso interés —un ejemplo es el control natal a fin de lograr el descenso de la fecundidad—, mientras que nuevos temas ocupan la escena. En parte, ello se debe a los cambios mismos de la dinámica demográfica. También se puede pensar que hay una percepción distinta de los fenómenos poblacionales. Esta nueva percepción está moldeada, en cierta medida, por los estudios y las recomendaciones de los organismos internacionales. Muchos de los temas que se debaten no son nuevos, pero los efectos que tienen en el bienestar de la población empiezan a ser percibidos y a convertirse en objetos de estudio. Pensemos, por ejemplo, en la reducción del número de hijos que tienen las parejas y en el efecto que este cambio en la composición de las familias ejerce sobre las condiciones de vida de los adultos mayores. Los cambios en la dinámica demográfica y en la percepción de estos procesos son, a la vez, causa y consecuencia de un creciente interés de los especialistas en asuntos como el envejecimiento, el poco comprendido «bono demográfico» y los distintos efectos de la emigración, por citar algunos. Los nuevos intereses han dado lugar a que se abran, en otros países, campos disciplinarios como la «economía generacional», de cuyos métodos y resultados se hablará más adelante.

    El lector podrá constatar que en varios de los capítulos de este libro se abordan temas nuevos, temas que han adquirido relevancia en México durante la última década. Nos referimos, por ejemplo, a la preocupación por las condiciones de vida de los mexicanos en Estados Unidos y a los trabajos en los que se analiza la relación entre la población y el cambio climático, entre otros.

    Además de los nuevos temas, hay también vertientes, dentro de temáticas tradicionalmente estudiadas, que son resultado de los avances en la investigación y de la disponibilidad de información con la que no se contaba antes; pensemos, por ejemplo, en un tema como la importancia que tiene la familia de origen en la formación y disolución de las uniones entre las generaciones jóvenes.

    LOS FOCOS ROJOS

    La sociedad mexicana no ha logrado superar viejos problemas, muchos de ellos vinculados a la desigual distribución de los bienes que genera. Quizás el problema más acuciante al que nos enfrentamos es el de la persistencia de niveles de pobreza alarmantes entre una elevada proporción de la población, agravado por el fenómeno, socialmente tolerado, de la discriminación, que se refleja en el hecho de que la población indígena sea la que sufre la mayor pobreza. Se trata de un problema que arrastramos a lo largo de casi todo el siglo XX pero que, a medida que se desarrollan ciertos sectores de la población, se vuelve más inaceptable, un verdadero foco rojo sobre el que hay que actuar.

    Otros problemas se originaron a lo largo del siglo pasado, pero sus consecuencias apenas empiezan a ser percibidas como una amenaza seria tanto por los tomadores de decisiones como por distintos sectores de la población; aquí, dos de los ejemplos más pertinentes son la huella que estamos dejando sobre el medio ambiente y las consecuencias del proceso de envejecimiento de la población. Hay otros muchos problemas asociados a los cambios en la dinámica demográfica, como aquellos que se derivan de la transición epidemiológica, que van a ejercer cada vez más presiones tanto sobre el sistema de salud como sobre las familias.

    Aunque menos visible, pero no por ello menos importante, la falta de una política de población coherente que tome en consideración la dimensión espacial de la población es también un foco rojo.

    COMENTARIOS SOBRE ASPECTOS METODOLÓGICOS

    En los estudios demográficos mexicanos se ha dado preferencia a la visión transversal, y son pocos los trabajos en los que se adopta una visión longitudinal, bien sea mediante el estudio de las sucesivas generaciones o bien a través del análisis de series transversales. La agitada historia política de nuestro país durante las primeras décadas del siglo XX nos ofrece una explicación. Después de la «etapa destructora» (1910-1920) de la Revolución —como la llamara el historiador Daniel Cosío Villegas— vino la «etapa reformista» (1921-1940), durante la que se establecieron los fundamentos políticos y sociales del país, muchos de los cuales aún perduran. En 1921 se levantó un censo que, de acuerdo con los especialistas, fue el peor de la historia de México. El siguiente censo se levantó en 1930 y, a partir de entonces, este ejercicio decenal se repitió puntualmente, aunque con resultados dispares. El Registro Civil, establecido hacia mediados del siglo XIX, también ha sido utilizado como fuente.

    Los acontecimientos históricos y sus consecuencias en la capacidad del Estado para organizar la recolección de información sobre las características de la población explican por qué, para los demógrafos, la historia del siglo XX empieza en 1930. Peor aún, como sólo se cuenta con microdatos censales a partir de 1960, dicho siglo se puede ver reducido a cuatro décadas. Afortunadamente, se tienen encuestas levantadas durante la segunda mitad del siglo XX que permiten conocer los comportamientos de generaciones nacidas a principios del mismo.

    Al igual que en el libro anterior, en éste pedimos a los autores que adoptaran una visión de largo plazo y que, en la medida de lo posible, hicieran análisis longitudinales. Salvo en el caso de los trabajos que son, en cierta forma, continuación de los hechos para el libro anterior, los autores retrocedieron en el tiempo tanto como las fuentes lo permitieron.

    Otra importante razón para actualizar nuestros conocimientos sobre la dinámica demográfica es la existencia de una serie de nuevas fuentes con las que no contábamos a finales del siglo pasado. Mencionaremos solamente las fuentes usadas por los autores del libro. Nos referimos a los censos de población de 2000 y de 2010; a la Encuesta Nacional de la Dinámica Demográfica (Enadid) 2009, que tiene la ventaja de ser una muestra de gran tamaño, y a la Encuesta Demográfica Retrospectiva (Eder) 2011. En sus trabajos, algunos autores recurrieron también a la American Community Survey. Otras fuentes utilizadas fueron el Estudio Nacional de Salud y Envejecimiento en México (Enasem), realizado en forma de panel en el que participaron personas de 50 y más años, en dos momentos: 2001 y 2003, y la base de datos creada por Navin Ramankutty y su equipo, destinada a obtener información, en todo el mundo, de la conversión de ecosistemas naturales en áreas destinadas a actividades agropecuarias, de 1700 a la fecha.

    Tanto la visión de largo plazo como el aprovechamiento de fuentes nuevas han propiciado que, en varios de los capítulos, el lector pueda tener a la mano series de datos que le sería muy difícil reunir. En tal sentido, este libro constituye una fuente de consulta para quienes se interesan por la evolución de la población.

    DESCRIPCIÓN DE LOS CAPÍTULOS[1]

    En la primera parte, intitulada «Cambio demográfico», se tratan tres de los procesos demográficos más relevantes en la definición de las características de la población actual: el recorrido que ha seguido la fecundidad; la mortalidad y sus causas, y, asociado a ellos, el envejecimiento. Esta parte se inicia con una reflexión sobre la evolución de las políticas gubernamentales de población.

    En el primer capítulo, «El ciclo de las políticas públicas de población», Alfonso Sandoval hace explícita la narrativa sociopolítica de las decisiones implícitas en las políticas de población, desde los años treinta del siglo pasado hasta nuestros días. Plantea la existencia de un «paradigma mexicano de las políticas de población» que hizo posible el diseño de estas políticas y que estaría conformado por cuatro elementos: el Estado nacional, benefactor y desarrollista; una clara visión de las relaciones entre la población y el desarrollo; un esquema institucional para la ejecución de planes y programas, y una compleja relación con la sociedad civil. El autor expone los rasgos que caracterizaron al Estado mexicano y posibilitaron la formulación de políticas de población: su carácter laico y su condición de Estado benefactor corporativista. Ahora que ese modelo de Estado ha entrado en crisis, pareciera que se debilita su capacidad de actuar en el ámbito demográfico.

    La visión gubernamental sobre el papel que desempeña la población en el desarrollo económico se pone de manifiesto en épocas muy tempranas, en el primer Plan Sexenal (1934-1939), durante el gobierno de Calles. La población habría de ser numerosa y homogénea para lograr la integración de una «nacionalidad fuerte», y la orientación política decididamente poblacionista. Más adelante el «milagro mexicano» confirma la pertinencia de esta orientación, que se mantiene vigente hasta 1973, año en que una nueva Ley General de Población (publicada a principios de 1994) cambia radicalmente la postura oficial. Ahora se trata de reducir el acelerado crecimiento poblacional mediante la expansión de las medidas de control natal. Esta postura se ajusta al modelo hegemónico adoptado por la comunidad internacional desde los años cincuenta: el control demográfico es la respuesta a la cuestión poblacional. A partir de los años noventa se amplía la brecha entre las políticas públicas mexicanas y los conocimientos demográficos; por ejemplo, no hay una respuesta de esas políticas para el aprovechamiento del «bono demográfico». Hacia el año 2000, la política del Estado en materia de población ya no es consistente ni se articula con las nuevas realidades demográficas.

    Con respecto al esquema institucional y programático, se partió de un fundamento jurídico constituido por la citada Ley General de Población de 1973, según la cual la política demográfica es considerada parte de la política de desarrollo; la Secretaría de Gobernación es responsable de esta política y los gobiernos estatales y municipales tienen un carácter auxiliar. Se crea el Consejo Nacional de Población (Conapo), encargado de la planeación demográfica del país, y para regular el crecimiento se implantan programas de planificación familiar. En 2011 se modifica de manera sustantiva la Ley General de Población a raíz de la nueva Ley de Migración. Esta última trae consigo la derogación de una parte sustantiva de los artículos de la ley de 1973. La asignatura pendiente es la revisión integral de los aspectos legislativos y normativos referidos a la política de población.

    La revisión de las metas programáticas de las políticas poblacionales, como un crecimiento medio anual de 1% en 2000, que de hecho se alcanzará entre 2015 y 2020, llevan al autor a afirmar que se carece de planteamientos coherentes que articulen las políticas de desarrollo regional y urbano, de ordenamiento territorial y de preservación del medio ambiente, entre otros. Pareciera que no se es consciente de la dimensión espacial y territorial de la población.

    En cuanto a la comunicación con actores de la sociedad civil, la academia, las organizaciones profesionales, los organismos no gubernamentales, las iglesias, ésta ha sido discrecional y casuística.

    En suma, el análisis de los distintos elementos del paradigma mexicano de las políticas públicas de población lleva al autor a plantear que están llegando a un momento de agotamiento, sea por factores externos o por la falta de adecuación a lo largo del tiempo. Estamos presenciando el fin de un ciclo que duró 40 años.

    En el segundo capítulo, «La transición demográfica de 1895-2010: ¿una transición original?», escrito por María Eugenia Zavala, se abarca, como su título indica, un lapso de más de cien años. La autora se propone mostrar la originalidad de la transición demográfica ocurrida en la población de México en comparación con las transiciones en otros países de América Latina: la mexicana fue una transición tardía y muy veloz. Para analizar el descenso de la fecundidad sigue una metodología longitudinal: esta reducción es vista a través de los cambios en las descendencias finales de las generaciones de mujeres nacidas entre 1861 y 1971. Además, el trabajo nos presenta largas series de los principales indicadores demográficos que son de difícil acceso.

    De acuerdo con la autora, la transición demográfica es una propuesta analítica que explica las interrelaciones entre los procesos demográficos —la mortalidad, la fecundidad, la nupcialidad y la movilidad espacial— que aseguran la reproducción de la población, y entre cada uno de estos procesos y diversos factores socioeconómicos; en esencia, se trata de explicar el paso de un régimen demográfico con alta mortalidad y alta fecundidad, a uno con niveles bajos.

    La primera etapa de la transición se inicia en México hacia 1930, cuando la mortalidad empieza a disminuir rápidamente y la fecundidad se mantiene elevada; en consecuencia, el crecimiento de la población se acelera. En la segunda etapa, la fecundidad se reduce y el crecimiento disminuye. Esta secuencia es la seguida por la mayoría de los países de América Latina y del Caribe; lo que varía son los tiempos en que se inician las etapas y los ritmos de cada proceso.

    En México, un rasgo peculiar de la primera etapa, durante la cual los niveles de mortalidad descienden, es que el ritmo de disminución es sumamente rápido: en tres décadas, entre 1930 y 1960, la esperanza de vida al nacimiento pasa de 33.9 a 58 años. Los grandes avances en la esperanza de vida coinciden con la reconstrucción del Estado después de la Revolución, que trajo aparejado el desarrollo de la seguridad social y de las instituciones de salud, además de varias e importantes obras de infraestructura sanitaria.

    En 2005-2010, México ocupa un lugar intermedio entre los países de América Latina en relación con el nivel de mortalidad. La esperanza de vida al nacimiento es de 76.1 años y la tasa de mortalidad infantil (TMI) es de 16.7 defunciones por cada mil nacimientos. En el extremo superior se ubica Costa Rica, con una esperanza de 78.8 años y una TMI de 9.9 por millar; en el extremo inferior se encuentra Haití, con una esperanza de 60 años y una TMI de 48.6 por millar.

    La segunda etapa de la transición corresponde al descenso de la fecundidad. En 1960, la tasa global de fecundidad en México era de 6.75 hijos por mujer. En esa época, nuestro país formaba parte del grupo, muy numeroso, de poblaciones latinoamericanas y del Caribe con elevada fecundidad. Sólo cuatro países de la región —Argentina, Chile, Cuba y Uruguay— tenían tasas de menos de seis hijos por mujer. A partir de 1960 se inicia una reducción de la fecundidad en casi todos los países de la región. En México, la reducción se acelera hacia 1980; en 2010 las mujeres tenían, en promedio, 2.4 hijos. La expansión en el uso de métodos de control de la natalidad explica el descenso.

    A partir del análisis longitudinal, la autora define el esquema del descenso de la fecundidad de la siguiente manera: un rejuvenecimiento de la fecundidad acompañado por una reducción después de los 25 años de edad y una disminución moderada de la fecundidad temprana, entre los 15 y los 24 años. Este esquema es el opuesto al observado en los países de baja fecundidad en Europa.

    Otro rasgo original de la transición mexicana es que la nupcialidad, que en otras poblaciones actuó como freno a la fecundidad, en nuestro país se mantuvo relativamente elevada y precoz entre las generaciones de mujeres nacidas entre 1936-1938 y 1978-1980.

    En la parte final del capítulo, la autora discute diferentes teorías que explican el rápido descenso de la fecundidad.

    En el capítulo «Mortalidad: niveles, cambios y necesidades en materia de política pública», Rosario Cárdenas nos da una visión de largo plazo de la evolución de un indicador clave de las condiciones de la mortalidad, y por tanto de la salud, de una población: la esperanza de vida al nacimiento. Además, hace una descripción detallada de los cambios en las principales causas de muerte entre 1990 y 2010, y de su efecto en el indicador mencionado.

    Es importante destacar que por primera vez desde 1930 el valor de la esperanza de vida al nacimiento masculina, que venía aumentando de manera ininterrumpida, empezó a disminuir a partir de 2006. Se trata de una situación inédita y alarmante porque está asociada a las muertes por violencia. En el quinquenio 2005-2010, los homicidios fueron la causa de una reducción de 0.67 años en la esperanza de vida al nacimiento de la población masculina. Esta pérdida se concentró especialmente en las edades comprendidas entre 20 y 34 años. Para dar un contexto de lo que significa esta reducción, podemos ver que, en el quinquenio anterior, patologías como el VIH / SIDA y la diabetes mellitus frenaron el mejoramiento de este indicador, pero no causaron una inversión en la tendencia al aumento de la esperanza de vida. Otro asunto que llama la atención, esta vez de manera positiva, es el descenso en la incidencia de la diabetes mellitus durante 2005-2010.

    La autora hace también un análisis de la esperanza de vida al nacimiento en las entidades federativas, entre 1990 y 2010. En la población masculina, constata que las diferencias entre los estados se están reduciendo; en 1990, entre los estados con los valores extremos, Oaxaca y Nuevo León, la diferencia era de seis años, mientras que en 2010, entre Chiapas y Baja California, la diferencia era de 3.7 años. En la población femenina las diferencias son aún más acentuadas: ocho años separan los valores de Hidalgo y de Baja California Sur y, más grave aún, esta diferencia sólo disminuyó a 7.35 años en 2010 en los estados con valores extremos, Hidalgo y Colima.

    La inevitable conclusión de estos análisis es que las condiciones de vida y de salud que prevalecen en la población mexicana son muy heterogéneas. La autora subraya la urgencia de enfrentar los rezagos y la necesidad de ofrecer mayor información a la población sobre acciones preventivas y un mejor acceso a los servicios de salud. Se requiere, nos dice, de una aproximación integral que incluya acciones en los ámbitos social, económico, político y cultural.

    En «Desigualdad en la salud, escenarios y acciones», la propia Rosario Cárdenas parte de la consideración de que la salud es un derecho constitucional, y se propone elaborar un diagnóstico para mostrar la situación de las distintas entidades federativas en materia de salud y de la incidencia de las principales causas de mortalidad. La información que utiliza abarca el periodo 2000-2008.

    México se encuentra en la última etapa de la primera transición epidemiológica, etapa durante la cual las causas predominantes de defunción son patologías no transmisibles. Para analizar las desigualdades entre las entidades, la autora divide en tres las causas de defunción: enfermedades transmisibles, nutricionales, maternas y perinatales (TNMP); enfermedades no transmisibles (NT), y accidentes y violencia (AV). La comparación entre la distribución de esas tres causas de defunción en 2000 y 2008 muestra indudables progresos, a nivel nacional, en los dos primeros grupos. En 2000, entre la población masculina, si se toman las entidades por separado, al menos 60% de las defunciones se deben a NT, mientras en 2008 esta proporción es de más de 66%. En la población femenina, las cifras son al menos 80% y más de 80%, respectivamente. Sin duda, el país se encuentra en una etapa avanzada de la transición epidemiológica pues hay avances durante el periodo analizado.

    Sin embargo, el panorama nacional esconde grandes rezagos en las condiciones de salud de algunas entidades federativas. Por ejemplo, entre la población femenina de Chiapas, Oaxaca y Guerrero las defunciones debidas a TNMP son casi dos veces más elevadas que en otros estados; además, entre 2000 y 2008 no ha habido avances.

    La proporción de muertes masculinas resultado de la violencia es en el país de algo más de 13%, contra algo más de 4% entre la población femenina, tanto en 2000 como en 2008. Además de esta marcada diferencia, las desigualdades entre entidades son muy acentuadas. En 2008, en estados como Chihuahua, Durango, Guerrero, Michoacán y Sinaloa entre 18% y 25% de todas las defunciones fueron atribuibles a la violencia. El estado de Guerrero representa una situación extrema: su estructura de mortalidad se caracteriza por altos niveles de defunciones causadas por padecimientos transmisibles y también por accidentes y violencia.

    La mortalidad infantil es considerada un indicador de desarrollo de un país ya que refleja las condiciones de vida de la población. Entre 2000 y 2008, la tasa de mortalidad infantil (TMI) en el país pasó de 23.3 a 15.2 defunciones de menores de un año por cada mil nacimientos; las diferencias entre entidades federativas también se redujeron al pasar de 22 puntos a once. Hubo mejoras, aunque insuficientes, en Chiapas y Oaxaca. En Guerrero la diferencia con respecto al promedio nacional aumentó. El panorama de la mortalidad de toda la población menor de cinco años es similar al de la mortalidad infantil.

    La autora aborda también el tema de la morbilidad. Aunque no hay fuentes directas de información, el Sistema Nacional de Vigilancia Epidemiológica compila los casos nuevos diagnosticados para un conjunto de causas. Las patologías transmisibles constituyen la principal causa de enfermedad en nuestro país.

    Al analizar la información sobre los servicios de salud que recibe la población, Cárdenas encuentra rezagos profundos, incremento de factores de riesgo para enfermedades crónicas, dificultades en el acceso o uso de los servicios, diagnósticos tardíos y programas insuficientes, entre otros problemas. El sector salud es, de hecho, un sistema fragmentado con un acceso diferenciado de acuerdo con la forma de inserción en el mercado laboral (sector privado, burocracia, milicia); la población con mayores rezagos no tiene acceso al sistema de salud de las instituciones de seguridad social. Esta situación acentúa las desigualdades en materia de atención a la salud. Un primer paso en la resolución del problema consiste en crear un sistema de salud con acceso universal y altos estándares de atención.

    En México, al igual que en otros países en vías de desarrollo, se está iniciando el proceso de envejecimiento de la población. En el quinto y último capítulo de esta parte, «Envejecimiento y población en edades avanzadas», Rebeca Wong, César González y Mariana López abordan las necesidades de la población envejecida y las respuestas de la sociedad; además, señalan varios temas relevantes que deberían recibir más atención de parte de los investigadores.

    Los autores sostienen que el proceso de envejecimiento de la población mexicana constituye un caso único debido a la convergencia de varios factores: las etapas de las transiciones demográfica y epidemiológica en las que se encuentra la población; el rápido envejecimiento, y las condiciones socioeconómicas poco favorables. Al igual que en muchos países de América Latina, la mortalidad descendió muy rápidamente durante la segunda mitad del siglo XX, y la proporción de población de 60 y más años va a pasar de 6% en 2000 a 15% en 2027. Este descenso es mucho más rápido que el acontecido, por ejemplo, en Japón, donde tuvieron que pasar 40 años para que se diera ese cambio en las proporciones. Desde un punto de vista social, el bienestar de los adultos mayores depende en gran medida de las generaciones jóvenes, y la rápida caída de la fecundidad ha modificado las formas de convivencia familiar: hay menos hijos, especialmente hijas, que puedan hacerse cargo de las necesidades de sus progenitores. En los países desarrollados estos dos procesos no fueron simultáneos: los arreglos familiares fueron los primeros en cambiar. La estructura de la mortalidad tiene características de la transición epidemiológica avanzada y también presenta rasgos de mayor atraso: hay una creciente prevalencia de enfermedades crónicas pero también es alta la frecuencia de enfermedades infecciosas que pueden llevar a los adultos mayores al deterioro funcional y, en consecuencia, a mayores tasas de discapacidad que las que se presentaron en países desarrollados. Dadas las condiciones de salud mencionadas, y el aumento en la esperanza de vida, se puede prever un posible escenario de expansión de la morbilidad donde la población viva una parte importante de sus años adicionales con enfermedades o discapacidades.

    Otro aspecto preocupante es el bajo nivel de desarrollo en el que se encuentra México; en los países avanzados, el envejecimiento se inició cuando éstos ya habían alcanzado un elevado nivel de desarrollo. Uno de los rasgos característicos del proceso mexicano es que está ligado al de Estados Unidos debido a la gran cantidad de connacionales nuestros que residen en ese país. Los adultos mayores que están retornando tienen familiares allá, y es muy probable que reciban remesas, importante fuente del ingreso familiar durante la vejez; sin embargo, los estudios sugieren que hay cierta selectividad entre los migrantes de retorno, entre los que se reporta una mayor prevalencia de problemas de discapacidad funcional y un menor nivel de cobertura médica. Esta selectividad entre los migrantes de retorno tendrá implicaciones en los sistemas sociales y de salud.

    De acuerdo con las estimaciones del Censo de 2010, hay 10 millones de personas de 60 y más años. Es muy importante hacer estudios para saber si los adultos mayores cuentan con la solidaridad intergeneracional y si han acumulado bienes económicos y familiares para su vejez. En nuestro país, el papel social y económico del adulto mayor deberá transformarse para cumplir con las expectativas individuales: el mercado laboral deberá estar en condiciones de aprovechar el capital humano que pueden aportar quienes tienen conocimientos y experiencia. En el ámbito familiar, a pesar de que existe la costumbre de convivir con los adultos mayores, la disminución en el número de hijos reduce también el número de cuidadores potenciales; sería deseable que se desarrollaran normas de una codependencia provechosa: los adultos mayores pueden brindar cuidados y ofrecer su experiencia para contribuir al mercado mientras que las generaciones jóvenes podrían facilitar el acceso a servicios.

    Desde el punto de vista institucional, tendrá que haber transferencias intergeneracionales para que se puedan sufragar las necesidades de atención de las generaciones de adultos mayores y sistemas de pensiones sustentables en el largo plazo.

    La segunda parte del libro, intitulada «Familia y reproducción», se inicia con el capítulo «Grupos domésticos, hogares y familias en los censos de 1895 a 2010», escrito por Cecilia Rabell y Edith Gutiérrez. Las autoras plantean que en los estudios demográficos hay con frecuencia una zona de penumbra en la distinción entre hogares y familias. Para conocer la evolución de estos conceptos, se proponen estudiar a las familias, durante los últimos 115 años, a partir de una fuente única: los censos de población. En el primer apartado del trabajo hacen una revisión de las definiciones de los grupos domésticos que fueron usadas en los distintos censos, combinando dos perspectivas: la teórica, en la que las definiciones se clasifican a partir de criterios funcionales (por ejemplo, compartir el gasto); estructurales (basados en las relaciones de parentesco) y de propincuidad (cercanía geográfica o espacio de convivencia), y la normativa, que proviene de la operacionalización y el levantamiento de la información censal. Aplicando estos criterios a los conceptos de vivienda, corresidencia, jefatura, relaciones de parentesco, criterios de subdivisión del grupo doméstico, familia y hogar, constatan que hubo transformaciones en casi todos ellos. Solamente dos, vivienda y corresidencia, se mantuvieron inalterados durante todo el periodo estudiado. Estos cambios reflejan procesos de adaptación de los censos a la realidad social, pero dificultan las comparaciones entre ellos.

    El segundo apartado del capítulo es descriptivo: se estudian las tendencias en el número de miembros que integran los grupos domésticos, así como la evolución en el tiempo de las estructuras y de su distribución geográfica; además, se hace una descripción de acuerdo con las características del jefe: sexo, edad y nivel de escolaridad. Se busca tener una serie histórica comparable según las variables clásicas del análisis demográfico. Entre 1970 y 2010 ha habido tres cambios notables en la frecuencia de los distintos tipos de grupos domésticos: un aumento en los grupos unipersonales, una disminución de los nucleares (padre, madre e hijos) y un aumento de los extensos (padre y/o madre con o sin hijos y otro pariente).

    La geografía de los grupos domésticos tiene aspectos interesantes: los mapas de la distribución de cada tipo de grupo doméstico en las entidades federativas reflejan un proceso de convergencia hacia un modelo homogéneo. Durante los 40 años analizados, observamos tres trayectorias diferentes pero que tienden a la convergencia territorial. Entre las estructuras nucleares hay primero un proceso de disminución concentrado espacialmente; luego se generaliza la disminución, y, con ello, se tiende a la homogeneización. Las estructuras extensas comienzan por expandirse en el territorio con aumentos moderados en las proporciones para después crecer de manera acelerada y generalizada en casi todo el país. Los grupos monoparentales siguen una trayectoria que tiende también a la homogeneidad. Las trayectorias revelan la complementariedad, especialmente en las formas de convivencia más tradicionales como son la nuclear y la extensa.

    El tercer apartado de este capítulo está dedicado al análisis de los grupos domésticos en el Censo de 2010. Los grupos domésticos están definidos a partir de un solo criterio —la propincuidad—, de manera que no se fragmentan. A partir de preguntas sobre los vínculos filiales y conyugales de los integrantes del grupo doméstico y de sus relaciones de parentesco con el jefe, es posible conocer con quién conviven las personas: los padres con los hijos, sus hijos políticos y sus nietos; los abuelos con los nietos; parejas homosexuales con hijos y parientes, etc. El hecho de elegir los vínculos de parentesco en vez de las funciones que definían al grupo ha permitido visibilizar con precisión la multiplicidad de los arreglos familiares. El análisis de las frecuencias de los distintos tipos de grupos domésticos de acuerdo con el grupo de edad del jefe o de la jefa muestra claramente los efectos del ciclo vital familiar, pero también refleja los valores de la sociedad mexicana, en la que «vivir en familia» es un bien preciado.

    En el capítulo «Nuevo siglo, ¿nuevas pautas de formación y disolución de uniones?», Patricio Solís y Sabrina Ferraris exploran los cambios en las entradas en unión y en las salidas. Varios estudios muestran que durante la segunda mitad del siglo XX los indicadores demográficos de la formación y disolución de uniones se mantuvieron estables, aunque con cambios incipientes. Esta constatación es sorprendente si se piensa en las grandes transformaciones que experimentaron, durante ese mismo periodo, los otros procesos demográficos: la fecundidad, la mortalidad y la migración.

    Los autores encuentran que mediando la década de los noventa hubo un punto de quiebre en los comportamientos asociados a la formación y disolución de las uniones conyugales. Para analizar estos cambios se valen de tres componentes: el patrón de edades de ingreso a la primera unión, la frecuencia de las cohabitaciones y la incidencia del divorcio y la separación. Adoptan una perspectiva metodológica longitudinal basada en técnicas de análisis de historia de eventos, específicamente regresiones logísticas binomiales de tiempo discreto. Para explicar estas transformaciones recurren a las teorías de la diferenciación y especialización de los roles de género, a la incertidumbre económica que viven los jóvenes durante su transición a la vida adulta y al cambio cultural de los significados de la vida en pareja. Estas teorías no son opuestas, pero sí le dan mayor peso a distintos mecanismos.

    El análisis descriptivo de los tres componentes es ilustrativo. El patrón de edades de ingreso a la primera unión de las cohortes femeninas nacidas entre 1955-1959 y 1985-1989 tiene dos particularidades que lo distinguen de comportamientos de cohortes nacidas en años anteriores: un retraso de dos años en la edad a la unión de las más jóvenes y una creciente dispersión en las edades a las que se inicia la unión. La frecuencia de la cohabitación también ha aumentado; si se consideran las uniones de mujeres pertenecientes a las cohortes nacidas en 1980-1984, cuyas uniones fueron realizadas antes de que ellas cumplieran 25 años de edad, prácticamente la mitad de estas uniones se iniciaron como unión consensual. En cuanto al aumento de la disolución de uniones, considérese que, si continúan las tendencias observadas, de las uniones formadas entre 2000 y 2004 una quinta parte se habrán disuelto antes de transcurridos 10 años de unión.

    Los resultados provenientes de las regresiones son más matizados. La explicación del retraso y de la creciente heterogeneidad de las edades de entrada en unión radica, en gran medida, en los cambios en la composición de las cohortes; es decir, en las sucesivas cohortes las personas tienen niveles de escolaridad más altos y, con mayor frecuencia, ocupaciones no manuales. Las familias de origen también varían: se trata de hijos de padres con mayor escolaridad, que tienen un estatus más elevado y cuentan con más recursos. Los efectos del nivel socioeconómico de la familia de origen son más fuertes en la cohorte más joven. La asociación negativa entre la escolaridad y la edad a la entrada en unión es significativa sólo en el caso de las mujeres; una mayor escolaridad implica un cambio cultural y, además, las trayectorias escolares pueden prolongarse hasta entrada la treintena. La incertidumbre económica se ha extendido a jóvenes pertenecientes a sectores socioeconómicos medios y altos, y ello contribuye a la heterogeneidad de las edades de entrada en unión.

    El aumento en la cohabitación se da en todos los estratos sociales, por lo que la causa puede ser la incertidumbre económica y, simultáneamente, un cambio en los valores; la cohabitación puede ser vista como una forma de unión más igualitaria entre los miembros de la pareja. La primera explicación se aplicaría más a personas de estratos bajos y menos escolarizados, mientras que la segunda a estratos medios y altos más escolarizados.

    La mayor disolución de uniones refleja la existencia de cambios en todos los estratos sociales. Persiste el efecto de la escolaridad, puesto que hay un mayor riesgo de disolución entre las mujeres más escolarizadas, pero el hallazgo más relevante es que entre las cohortes más jóvenes disminuye la diferencia entre el riesgo de disolución de uniones libres y el de matrimonios civiles y religiosos.

    En su capítulo «Pautas reproductivas: la escolaridad y otros elementos explicativos», Marta Mier y Terán analiza las pautas reproductivas de las mujeres y su relación con su escolaridad; uno de los aportes del trabajo es que toma en consideración también las influencias ejercidas por el contexto social, en este caso el municipal.

    Desde un punto de vista teórico, la autora sostiene que, a nivel individual, la educación aumenta las posibilidades de elección de las mujeres, es decir, que las mujeres más escolarizadas tienen mayor autonomía, en especial en materia reproductiva; la educación también favorece un mayor acopio de información, por lo que es más fácil que las mujeres con más escolaridad adopten métodos anticonceptivos. Por otro lado, el estatus y la autonomía de las mujeres son características de las sociedades, por lo que sus efectos en la fecundidad dependen, en gran medida, del contexto social. La autora toma el contexto municipal y hace un análisis en el que se tienen en cuenta, simultáneamente, los niveles individual y municipal. Analiza dos grupos de mujeres: las adolescentes de 15 a 19 años —con el fin de conocer las pautas del inicio de la maternidad— y las mujeres maduras de 35 a 39 años —con objeto de analizar el retraso de la vida reproductiva y la dimensión de las descendencias—. Las mujeres maduras iniciaron sus años reproductivos hacia finales de la década de los noventa, cuando ya estaban en marcha los programas oficiales de control de la natalidad.

    Los resultados del análisis descriptivo confirman la relación entre fecundidad y escolaridad: en el grupo de adolescentes, quienes son madres tienen niveles educativos más bajos, en cada edad, que quienes no lo son. La cohorte de mujeres de 35 a 39 años ejerció un control bastante generalizado sobre su fecundidad y se benefició de la expansión de la educación en México. Los niveles educativos alcanzados por las mujeres, relativamente altos, están asociados, en forma graduada, al tamaño de la descendencia: a mayor escolaridad, menor es el número de hijos; en promedio, estas mujeres tienen 2.5 hijos.

    Con respecto a la distribución espacial de las pautas reproductivas, la autora tomó dos indicadores: en el grupo de 15 a 19 años, la intensidad de la maternidad temprana; entre las mujeres de 35 a 39 años, el número de hijos y la proporción de mujeres sin hijos. La distribución geográfica de la experiencia de la maternidad entre las adolescentes coincide con la fecundidad acumulada de las mujeres maduras. En las zonas centro, occidente y Golfo es poco frecuente la maternidad temprana y las descendencias son poco numerosas, situaciones ambas propiciadas por procesos de difusión. En las regiones aisladas de la Sierra Madre Occidental, donde los procesos de difusión son escasos y el acceso a medios de anticoncepción es difícil, hay un inicio temprano de la reproducción y descendencias numerosas. En el norte se da una situación diferente: la reproducción se inicia a edades tempranas pero las descendencias de las mujeres maduras son poco numerosas.

    Para medir la influencia del contexto, la autora construyó un índice de condiciones educativas y laborales femeninas en los municipios que refleja el estatus y la autonomía de las mujeres en los contextos municipales. Los modelos de regresión logística muestran dinámicas complejas con respecto al inicio de la formación de las descendencias, una vez que se controla el fuerte efecto de la escolaridad a nivel individual: los contextos que más favorecen a las mujeres sólo propician que las jóvenes más escolarizadas retrasen el inicio de su reproducción. Entre las menos escolarizadas, el efecto es el inverso. Entre las mujeres maduras, los contextos municipales favorables propician una mayor reducción de las descendencias de mujeres poco escolarizadas y las diferencias educativas se atenúan; las mujeres de todos los niveles educativos comparten la norma de un número pequeño de hijos.

    En México, el estudio demográfico de la sexualidad tiene apenas un par de décadas. En los estudios cualitativos se evidencia la persistencia de normas tradicionales en el ejercicio de la sexualidad entre las mexicanas; sin embargo, entre las generaciones más jóvenes se han encontrado indicios de cambios. Si para las generaciones mayores, de las abuelas, la sexualidad era parte del débito conyugal, para las más jóvenes, las nietas, es un elemento del amor romántico en la vida de pareja. En el capítulo «Sexualidad sin matrimonio. Cambios en la primera relación sexual de las mujeres mexicanas durante la segunda mitad del siglo XX», Cecilia Gayet e Ivonne Szasz abordan estos temas. Primero exponen los distintos discursos sobre el amor entre hombres y mujeres y sobre la sexualidad de las mujeres, y después indagan sobre los cambios en la sexualidad femenina entre los años sesenta del siglo XX y los primeros 10 del XXI.

    Las autoras se hacen varias preguntas, entre las que mencionaremos dos: si ha habido cambios en la secuencia primera relación sexual-unión, y si las prácticas varían de acuerdo con el nivel de escolaridad de las mujeres. Para responder a estas preguntas analizan las edades a la primera relación sexual y a la unión, y la secuencia con que se dan estos eventos, en cuatro cohortes de mujeres nacidas entre 1943 y 1952 las mayores, y 1975 y 1984 las más jóvenes.

    Los discursos sobre el amor cambian con el tiempo y están asociados al contexto social, en especial a las instituciones que garantizan su continuidad. Es, pues, relevante seguir la evolución de este discurso en la sociedad mexicana. Mediando el siglo XX, el discurso dominante era el del catolicismo tradicional, según el cual la sexualidad, en especial entre las mujeres, estaba confinada al matrimonio y tenía como fin la procreación. Los discursos científicos, de médicos y pedagogos, reforzaban esta postura. Las mujeres debían mantener una pureza virginal antes del matrimonio, y después su principal función era ser madres, de acuerdo con las emblemáticas imágenes de nuestra cultura.

    Durante la segunda mitad del siglo XX los medios de comunicación, las instituciones educativas estatales y los grupos de pares desarrollaron discursos alternativos a los de la Iglesia católica, que tuvieron un papel decisivo, especialmente en las zonas urbanas, en las creencias sobre el rol de las mujeres en las relaciones amorosas. Hacia los años setenta el discurso fue cambiando, y el deseo sexual y el placer de las mujeres fueron aceptados dentro de la unión conyugal. Con la expansión de los métodos anticonceptivos modernos, las mujeres pudieron disociar el ejercicio de su sexualidad de la procreación.

    Los resultados del análisis cuantitativo muestran que la edad de inicio sexual no ha tenido cambios en el tiempo: la edad mediana es de 19 años, con escasísimas diferencias entre las cuatro cohortes analizadas. En cambio, las diferencias según el nivel de escolaridad oscilan entre cuatro y seis años: a menor escolaridad, menor es la edad al inicio sexual.

    La edad a la unión según el nivel de escolaridad aumenta en todas las cohortes. En la cohorte más joven, las diferencias se acentúan: la edad mediana de las mujeres con licenciatura o más estudios es de 28.7 años, mientras que entre las que tienen primaria o menos es de 19.6 años.

    Para analizar los dos eventos, el inicio sexual y la primera unión, las autoras fijaron como corte la edad de 25 años. Los resultados que obtuvieron son los siguientes: la proporción de mujeres que tuvieron relaciones sexuales antes de la unión pasó de 28% en la cohorte 1943-1952 a 54% entre las nacidas en 1975-1984; como complemento, la proporción de mujeres que experimentaron ambos eventos al mismo tiempo disminuyó de 53% a 28%. Al hacer el análisis según estrato escolar se encuentran los mismos resultados. La mayoría de las mujeres mexicanas jóvenes han logrado separar la vida sexual de la vida conyugal, lo que refleja un importante cambio en los comportamientos y en la normatividad.

    La tercera parte de este libro, «La migración y sus consecuencias», trata sobre un importante fenómeno que ha tenido repercusiones en casi todos los ámbitos de la vida nacional. El primer capítulo, «De los desplazamientos del campo a la ciudad a los traslados interurbanos», escrito por Virgilio Partida, se refiere a la migración interna en México entre 1930 y 2010. El trabajo contiene información detallada de los flujos migratorios durante todo el periodo analizado.

    Las cifras siguientes nos dan una idea de la magnitud de los flujos migratorios en el interior del país: en el quinquenio 1930-1935 hubo 730 mil emigrantes; en 1975-1980 la cifra ascendió a 2.6 millones, y en 2005-2010 se redujo levemente, a 2.5 millones. Como la población del país creció durante todos esos años, a pesar de que aumentó el número de migrantes disminuyó la intensidad: de ocho migrantes por cada mil habitantes en 1930, a solamente 4.6 en 2005-2010.

    El autor divide al país en ocho regiones, y al analizar los flujos migratorios encuentra dos patrones en los desplazamientos interregionales: el primero (entre 1930 y 1980) coincide con el periodo del desarrollo estabilizador, y el segundo (entre 1980 y 2010) con la apertura comercial y la producción económica orientada hacia las exportaciones.

    Durante el primer periodo aumentó la inmigración en las ocho regiones, pero de manera especial en la península de Yucatán, el Valle de México, el norte, el occidente y el oriente; el Valle de México fue el principal polo de atracción. Durante el segundo periodo, en las regiones oriente, sureste y noroeste aumentó la inmigración, en el norte se mantuvo igual, mientras que en el Valle de México, el occidente y el centro se redujo. La del Valle de México se convirtió en una región de fuerte rechazo. Este cambio puede atribuirse, entre otras razones, al fenómeno de deseconomía de aglomeración. A partir de 1970, la península de Yucatán se benefició del desarrollo turístico y del aumento de la extracción de petróleo en la costa de Campeche; además, la construcción de infraestructura de carreteras favoreció allí la inmigración. En el norte, en especial en la zona fronteriza, se instalaron industrias maquiladoras que demandaron grandes volúmenes de trabajadores y atrajeron migrantes. En otras regiones del norte y el noroeste se desarrolló la agricultura para la exportación y se creó infraestructura de riego, todo lo cual generó demanda de trabajo y atrajo migrantes. La desconcentración de la Ciudad de México ha favorecido el crecimiento de la corona de ciudades del centro donde se ubican las ramas económicas estimuladas por el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN).

    Tradicionalmente, los flujos más cuantiosos se dan entre regiones colindantes y del Valle de México hacia la región del oriente. Sin embargo, la corriente migratoria más dinámica es la que va del sureste al noroeste; se trata, en buena medida, de jornaleros que van a Sinaloa.

    Si tomamos el número total de migrantes interregionales durante el periodo analizado, predominan las mujeres. Sin embargo, la distribución de los flujos interregionales de hombres y mujeres es muy similar.

    Cuando el autor mide la intensidad de la migración usando tasas, encuentra que entre 1930 y 1960 éstas aumentaron debido al proceso de urbanización; entre 1970 y 2010 las tasas disminuyeron. El autor atribuye este descenso al hecho de que ahora las personas pueden satisfacer sus necesidades en la región donde viven. Sostiene que detrás de esta menor tasa en la intensidad de la migración hay una repartición regional más igualitaria de los beneficios del desarrollo.

    Los migrantes suelen ser personas jóvenes, tanto hombres como mujeres, de entre 15 y 29 años de edad. Su movimiento coincide con la etapa de constitución de la familia, cuando los hijos tienen menos de 10 años. Entre 1995-2000 y 2005-2010, el patrón de edad de los migrantes ha tendido a envejecer, más en el caso de los hombres que de las mujeres.

    En «La cambiante y constante migración México-Estados Unidos», Carlos Galindo y René Zenteno empiezan exponiendo los antecedentes relevantes de la migración de mexicanos hacia el país del norte. El Programa Bracero, que funcionó a partir de 1942, estimuló la creación de un patrón de migración temporal y circular efectuada principalmente por hombres reclutados para realizar labores agrícolas durante temporadas específicas. A partir de 1965, con el cambio de las leyes norteamericanas de inmigración, se redujo de manera drástica el número anual de visas a mexicanos. Esta restricción marcó el inicio del creciente flujo de trabajadores agrícolas indocumentados, pero los migrantes siguieron siendo temporales porque la policía fronteriza no limitaba gran cosa su entrada y su salida. Se estima que en 1970 había cerca de 760 mil mexicanos en Estados Unidos. Esta situación se prolongó de 1965 hasta 1986, y se calcula que durante ese periodo ingresaron a Estados Unidos alrededor de 5.7 millones de personas, la mayoría sin documentos de estancia.

    A raíz de la promulgación de la Ley de Reforma y Control de la Inmigración (IRCA) se reforzaron los controles en la frontera y se regularizó a 2.3 millones de mexicanos. Como los empleadores no fueron sancionados, aunque la ley lo estipulaba, las necesidades del mercado siguieron condicionando la magnitud de la migración. Además, México entró al Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT), con lo cual se intensificaron los intercambios. Como resultado de estos cambios surgió un nuevo patrón que se caracteriza por ser de estancias permanentes. Para México esto significó una importante pérdida de población, pues en 1990 ya había 4.3 millones de mexicanos viviendo en Estados Unidos.

    La integración de los mercados mexicano y estadunidense conlleva una expansión de las inversiones y la reconfiguración de las economías locales, por lo que hay mayores flujos de capital, de bienes, de servicios y de información; todos estos factores estimulan la migración internacional. No es extraño que el TLCAN, tal como se predijo en muchos estudios, estimulara aún más la emigración hacia Estados Unidos; de hecho, hubo incrementos espectaculares del número anual de emigrantes. Las medidas restrictivas de vigilancia y control de la frontera, impuestas por aquel país a mediados de la década de los noventa, no lograron reducir la migración pero sí reforzaron el patrón de migración permanente.

    En 2000, la cifra de mexicanos en Estados Unidos ascendía a casi 9.2 millones. El incremento fue consecuencia, en gran parte, de la crisis de la economía mexicana de 1994, cuando, en un año, el PIB se redujo 6% y la tasa de desempleo se duplicó. Simultáneamente, Estados Unidos vivía una época de auge económico. La migración de mexicanos alcanzó su máximo histórico en 2007, año en el que se estima había 12.6 millones de ellos viviendo en el país vecino. Durante los años siguientes el flujo ha ido disminuyendo aceleradamente y, en 2010, el flujo de migrantes de retorno a México era equivalente al de quienes iban a Estados Unidos; el saldo neto migratorio era cercano a cero.

    La fuerte contracción de la economía norteamericana y la concomitante reducción en la demanda de mano de obra explican, en gran parte, la disminución en el número de migrantes. Otros factores han sido las restricciones cada vez mayores impuestas a los migrantes indocumentados, entre ellas las deportaciones masivas y el aumento en los riesgos y costos del cruce de la frontera. Por otro lado, las condiciones demográficas en México son cada vez menos favorables a la emigración; con la reducción en el tamaño de las familias puede preverse una menor presión para que los jóvenes emigren: a mediano plazo, debido a la reducción de la fecundidad, las nuevas generaciones que llegarán a la edad de emigrar van a ser cada vez menos numerosas. Estas razones llevan a los autores a concluir que es improbable que la emigración hacia Estados Unidos recupere los niveles alcanzados en el pasado.

    María Adela Angoa y Silvia Giorguli, en su trabajo «La integración de los hogares mexicanos en Estados Unidos: transformaciones y continuidades, 1980-2010», abordan un tema novedoso en los estudios demográficos mexicanos: las características de los hogares mexicanos en aquel país. Consideran que son hogares mexicanos todos aquellos en que el jefe y/o su cónyuge nacieron en México. Al hacer un balance de la bibliografía sobre el tema, esencialmente norteamericana, las autoras concluyen que las experiencias de integración son variadas, contradictorias y ambiguas.

    Iniciar el estudio a partir de 1980 es una decisión acertada ya que, hacia esa fecha, el patrón de migración, que antes era circular, empieza a adquirir un carácter predominantemente permanente y familiar. Las familias residentes se convierten en factores esenciales del proceso de integración de los individuos. La IRCA, promulgada en 1986, propició la reunificación de las familias de los migrantes que estaban en Estados Unidos. A pesar de esa ley —uno de cuyos objetivos era el control de la frontera— y de otras más promulgadas para frenar la llegada de inmigrantes, su flujo siguió aumentando y, con él, el número de hogares mixtos donde hay niños que son ciudadanos estadunidenses y otros que no lo son, y en los que al menos uno de los padres es indocumentado. De 2005 en adelante empezó a disminuir el flujo anual de migrantes, lo que marcó un punto de inflexión en una tendencia que había durado 40 años.

    En 1980 había un millón de hogares mexicanos en Estados Unidos, y en 2010 la cifra era de 4.9 millones. El carácter permanente de la migración alteró también la composición etaria y por sexo de la población que vive en estos hogares: aumentó la proporción de población infantil así como la de edades mayores. Los nuevos hogares están integrados por familias recién llegadas o bien proceden de la escisión de familias que arribaron a partir de mediados de los años ochenta.

    Estos hogares mexicanos se rigen por un principio de familismo en que los lazos de parentesco cercano son altamente valorados; en ellos prevalece una orientación colectiva que favorece el apoyo económico y la transmisión de información sobre el uso de servicios y el acceso a programas sociales, entre otras ayudas. Los arreglos familiares que predominan son los nucleares y los ampliados, mientras que los compuestos representan algo más de 10%. Es probable que estos hogares no nucleares acojan a inmigrantes recién llegados que, con el tiempo, formarán su propio hogar. Ésta es una importante manera de paliar los efectos más graves de la inmigración que revela también la existencia de intercambios entre recursos, basados en el principio de la reciprocidad. Esta respuesta adaptativa a las condiciones del contexto no se encuentra en grupos de otros orígenes étnicos.

    Un cambio que, según las autoras, merecería ser estudiado con mayor profundidad es el fuerte aumento de los hogares encabezados por mujeres: en 1980 constituían 16% del total y 42% en 2010. La disolución de uniones no es suficiente para explicar este incremento.

    Las leyes de inmigración y de bienestar social promulgadas de 1996 a la fecha limitan el acceso a muchas ventajas, en ámbitos como el educativo y el laboral, a personas que carecen de la ciudadanía norteamericana. Por esta razón es importante estudiar los hogares mixtos, que en 1980 representaban 55% del total de los hogares mexicanos y que en 2010 aumentaron a 62%. En estos hogares, donde algunos hermanos pueden ser indocumentados mientras que otros son ciudadanos estadunidenses, hay muchas diferencias en las perspectivas de vida de estos jóvenes. Habría que estudiar la medida en que estas diferencias pueden ser una fuente de conflicto en el interior de las familias.

    El aumento de las deportaciones a partir de 1995 ha tenido repercusiones muy negativas en los hogares mixtos. Si el padre es deportado, la esposa y los hijos quedan en una situación de gran vulnerabilidad; la condición de las familias monoparentales es aún más grave cuando se deporta a la madre.

    Con los cambios recientes, el estudio de los recursos con los que cuentan los hogares mexicanos se convierte en una tarea relevante.

    En «La inmigración, 2000-2010», Manuel Ángel Castillo nos advierte que, en tiempos recientes, ha habido cambios en dicho flujo debidos al contexto internacional y al marco de regulación e institucional interno. Persisten los movimientos temporales transfronterizos estimulados por la ampliación y diversificación de los mercados laborales regionales; la migración de tránsito se ha intensificado, sobre todo la de personas indocumentadas, y surge una nueva modalidad: el retorno de emigrantes mexicanos que residían en Estados Unidos.

    Los extranjeros residentes en México son, en su gran mayoría, personas nacidas en Estados Unidos: en 2010 representaban 76.8% (738 mil personas). Su composición etaria es diferente a la de otros inmigrantes porque hay una elevada proporción de menores. Estos menores son hijos de emigrantes mexicanos enviados por sus padres a vivir con sus familiares y residen en entidades de tradición migratoria, o bien son menores nacidos en Estados Unidos que viven en regiones fronterizas. Esta última categoría responde a una estrategia de los padres para que sus hijos tengan la nacionalidad estadunidense.

    La población de «retornados» está compuesta por personas con diferentes trayectorias: quienes nacieron en Estados Unidos pero han vivido casi toda su vida en México; menores que, como ya dijimos, son mandados a México con familiares; jóvenes y adultos que han regresado al país de manera voluntaria (por pérdida del trabajo, retiro de la vida activa, motivos personales) o forzada (deportaciones o repatriaciones), y menores o acompañantes dependientes de adultos que han retornado por las razones descritas.

    El segundo país de origen de los extranjeros residentes en México es Guatemala, seguido por España, Colombia, Argentina y Cuba. Sin embargo, las mayores tasas de crecimiento medio anual son las de personas procedentes de Honduras, China y Corea del Sur. Hay extranjeros provenientes de muchos otros países, pero son numéricamente poco importantes.

    A lo largo de los años noventa, después de la pacificación en Guatemala, El Salvador y Nicaragua, se inició un flujo de migrantes en tránsito que atraviesan México para poder ingresar a Estados Unidos. Estos migrantes

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