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Breve historia de la guerra
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Libro electrónico341 páginas5 horas

Breve historia de la guerra

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A lo largo de la historia, la guerra ha transformado los aspectos sociales, políticos, culturales y religiosos de nuestras vidas. Contamos historias de guerras, pasadas, presentes y futuras, para crear y reforzar un propósito común.

En cuarenta breves capítulos, Jeremy Black examina la guerra como un fenómeno global, desde la Primera y la Segunda Guerra Mundial, a las guerras de China y Asiria, de la Roma imperial y la Francia napoleónica, Vietnam o Afganistán. Explora también las consecuencias duraderas de la guerra en las sociedades y culturas de todo el mundo. El armamento ha tenido un impacto fundamental: creó la guerra en el aire, la transformó en el mar, y hoy, cuando todas ellas se ven desafiadas por los drones y la robótica, corresponde examinar cómo será la guerra en el futuro.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 jul 2023
ISBN9788432164781
Breve historia de la guerra
Autor

Jeremy Black

Jeremy Black is Professor of History at the University of Exeter, UK, and a Senior Fellow at the Center for the Study of America and the West at the Foreign Policy Research Institute in Philadelphia, USA.

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    Breve historia de la guerra - Jeremy Black

    1. Los orígenes del conflicto

    Si nos abstenemos de luchar, es probable que algún gran cisma desgarre y sacuda el coraje de nuestro pueblo hasta el punto en que trabe amistad con los medos [persas]; pero si nos unimos a la batalla antes de que algunos en Atenas sean infectados por la corrupción, entonces que el Cielo nos trate con justicia, y bien podemos ganar en este combate.

    El dramático relato de Heródoto sobre Milcíades el Joven, que en el año 490 a. C. esboza lo que estaba en juego para Atenas cuando se vio amenazada por una invasión persa, la gran potencia que amenazaba en su época, captó el papel de la voluntad y el del apoyo divino en cuanto a cómo se concebía el éxito en la guerra. Sin embargo, esta observación del «mundo antiguo» sigue siendo relativamente reciente en términos de la historia de nuestra especie. Desde el principio, los seres humanos han participado en conflictos, pero no a gran escala, y desde luego no como la invasión de 490 a. C., que culminó con la victoria total ateniense en la batalla de Maratón sobre la fuerza persa, mucho más numerosa.

    Y es que los seres humanos ya tuvieron que competir con los animales por la comida y para evitar ser comida para algunos de ellos. También tuvieron que luchar por el cobijo. Por lo tanto, la guerra no surgió únicamente como resultado de la corrupción de la humanidad a causa de la vida en sociedad —al inventarse la agricultura y la organización social relacionada—, como sostenían entusiásticamente en la década de los sesenta los comentaristas que copiaban sin ton ni son las ideas judeocristianas de la Caída del Hombre debido al pecado de Adán. Según esta teoría, la guerra habría comenzado aproximadamente cuando ya habíamos completado el noventa por ciento de nuestra historia como especie. No obstante, la lucha forma parte de nuestra esencia. De hecho, el patrón de las sociedades cazadoras-recolectoras modernas, como las de la Amazonia y Nueva Guinea, refleja que hay prácticas anteriores más comunes, sobre todo de conflicto entre grupos humanos, ya fueran cazadores-recolectores o asentados. Las luchas con otros grupos humanos, ya fuera para asegurarse zonas de caza, para apoderarse de esclavos, sobre todo para conseguir pareja y/o incorporarse a la tribu, o para reafirmar la masculinidad, formaban parte de un continuo con las luchas con animales. El último oso de Alemania se mató en 1797.

    El éxito de los humanos sobre los animales en el conflicto que ha durado toda la historia de la humanidad, y que continúa hoy en la batalla contra nuevas criaturas que no pueden verse a simple vista, se debió en gran medida a las características físicas y mentales inherentes a los seres humanos, pero también a su capacidad para utilizarlas para mejorar sus posibilidades. Fue un factor físico clave de nuestra especie la capacidad de transpirar y moverse al mismo tiempo, en lugar de tener, como muchos animales, que detenerse para transpirar. Esta capacidad suponía una gran ventaja tanto en la persecución como en la huida.

    La capacidad de comunicarse mediante el lenguaje fue vital para ayudar a los seres humanos a cazar y luchar en grupo. Actuar en grupo, una habilidad importante para resistir a otros depredadores y cazar megafauna, sobre todo mastodontes y mamuts, podía trasladarse luego a los conflictos con otros seres humanos. El lenguaje también fue importante para garantizar la difusión y el perfeccionamiento de las innovaciones.

    Este fue un aspecto clave del proceso de aprendizaje que ha seguido siendo significativo hasta nuestros días, y que ayudó a diferenciar a los seres humanos de otros animales luchadores. Este proceso no fue una suerte de respuesta automática a las circunstancias o un proceso evolutivo inconsciente, sino el resultado de probar oportunidades y evaluar respuestas, un proceso en el que los seres humanos actuaron como agentes del cambio. Es un proceso en el que la organización social y el lenguaje desempeñan un papel y gracias al cual los seres humanos se diferencian de otras especies.

    Un aspecto importante, aunque no el único, fue el desarrollo de herramientas, ya que las propiedades que ofrecían la piedra, la madera, el hueso, la piel, la cornamenta, el fuego y la arcilla fueron útiles para crear y reforzar tanto armas como refugios. Las piedras de sílex resultaron especialmente valiosas, sobre todo para las cabezas de las hachas, y se perfeccionaron las técnicas para trabajarlas. Las herramientas compuestas, en particular las puntas y las hojas montadas en vainas de madera o hueso, eran singularmente importantes, y las lanzas y flechas tenían la punta de piedra, lo que proporcionaba una mayor capacidad de penetración para el peso.

    Las armas arrojadizas ayudaron a los seres humanos a superar a los animales con características de combate más fuertes a los que tenían armas y protecciones innatas, especialmente garras, astas, colmillos y pieles. Los seres humanos necesitaban armas para mantenerse fuera del alcance de los animales. Además, las herramientas, como las grandes puntas de piedra capaces de perforar las pieles de mamut, permitían no solo matar, sino también trocear los cuerpos y así comérselos, ganando proteínas en consecuencia. Las proteínas de la carne y el pescado no requerían el largo proceso necesario para digerir las verduras y frutas crudas.

    En Europa, la gran megafauna, incluidos los tigres dientes de sable, los ciervos gigantes y el rinoceronte lanudo, se extinguió, al igual que en Centroamérica lo hicieron los mastodontes y los armadillos gigantes. El cambio de hábitats fue sin duda importante, pero también lo fue la capacidad de los seres humanos para explotar la situación. Su destreza en la caza contribuyó a que se adaptaran mejor que los animales a la imprevisibilidad y las posibilidades creadas por el retroceso de las capas de hielo al final de la última Edad de Hielo, alrededor de diez mil años antes de nuestra era. La población del rinoceronte lanudo parece haber sido esencialmente estable desde alrededor del 27000 a. C. hasta aproximadamente el 16500 a. C. mientras los seres humanos estaban presentes, posiblemente porque el rinoceronte era demasiado peligroso para cazar; pero disminuyó a partir del 12700 a. C., seguramente debido a las consecuencias del calentamiento global, antes de que la especie se extinguiera.

    En Taima-Taima, un yacimiento costero de Venezuela ocupado por el hombre entre 12200 y 10980 años a. C., se ha encontrado un hueso de mastodonte atravesado por una punta de lanza. Una fosa funeraria hallada recientemente en Alaska reveló huesos de seres humanos que murieron alrededor del año 9500 a. C., colocados sobre un lecho de puntas de asta y armas. En las primeras pinturas rupestres de las cuevas, como más tarde en los mosaicos romanos, se representaba a personas luchando contra animales. En España, las pinturas rupestres de la Cueva de la Vieja (Albacete) muestran a hombres con arcos cazando ciervos, mientras que el arte rupestre de la meseta de Tassili n’Ajjer, en el Sáhara, que data de unos 6000 años a. C., presenta la caza de jirafas, y en Cachemira, el yacimiento de Burzahama, de unos 4300 años a. C., representa a cazadores y un toro.

    La caza también es un elemento clave en el arte maya de América Central. Lo mismo ocurre con las historias de lucha entre seres humanos y animales, presentes en todas las mitologías. El abanico de nuestras capacidades contribuyó a que pudiésemos luchar con otros carnívoros, domesticar algunos animales que mejoraron nuestras capacidades, sobre todo en agricultura y desplazamiento, y a la creación de un contexto seguro para una nueva etapa de la acción humana sobre la tierra en forma de cultivos y el consiguiente desarrollo de asentamientos permanentes. El calendario varió según las regiones, en parte debido a la difusión de las innovaciones, pero también a la densidad humana, a las rutas entre sus grupos y al terreno, la cobertura y el diferente impacto de las Edades de Hielo. La diversidad se debía en gran medida al entorno físico, pero el hombre podía influir en él, sobre todo con la tala de bosques para la agricultura, que también redujo el hábitat de los animales salvajes. El desarrollo de los arpones y los arcos y flechas contribuyó a la captura de peces, al igual que la adaptación de las embarcaciones a determinados entornos marítimos, por ejemplo los fassonis, embarcaciones de fondo plano construidas con juncos que se utilizaban para pescar en las marismas y lagunas de la península del Sinis, en Cerdeña, y embarcaciones similares en otros lugares.

    A medida que aumentaba la población humana y que los animales carnívoros rivales eran expulsados a los márgenes, lejos de las zonas de asentamiento en la guerra que había que ganar, las luchas entre personas adquirían mayor importancia. El alcance, el momento y la explicación de estos combates son objeto de controversia, y llamarlos guerra no ha estado exento de polémica. Para algunos, el uso de armas no significa conflicto, y los restos óseos que muestran violencia como causa de muerte pueden deberse a asesinatos o enemistades antes que a guerras. Ötzi, el «hombre de los hielos» del Tirol del Sur, que vivió alrededor del año 3300 a. C., llevaba consigo un hacha de cobre, un cuchillo de sílex y flechas con punta de sílex. Probablemente había atacado a otros y había resultado herido, si no muerto, con armas similares.

    Lo mismo ocurre con los distintos problemas que plantea la que, tras ser descubierta en 1996 por un arqueólogo aficionado en el valle del Tollense, en el noreste de Alemania, parecía ser una de las batallas más antiguas conocidas en Europa, o tal vez la prueba de guerra más antigua conocida en el continente. Además de restos humanos, entre los que destacan un cráneo con traumatismo por objeto contundente, posiblemente provocado por un garrote, y un hueso del brazo atravesado por una punta de flecha, se han descubierto en el lugar armas: una espada de bronce, puntas de flecha de sílex y bronce, garrotes, puntas de lanza y puñales. Las investigaciones iniciales sugirieron que en la batalla, ocurrida hacia el 1200 a. C., aproximadamente cuando Troya fue destruida, participaron hasta cuatro mil guerreros, de los que posiblemente murieron unos mil cuatrocientos, y que se debió a una invasión del norte desde el sur de Alemania. No obstante, análisis genéticos más recientes han establecido pocos lazos de parentesco entre los muertos, lo cual hace improbable la existencia de un grupo migratorio. En lugar de una batalla, ahora se sugiere que se trató de una emboscada a un convoy comercial. Es posible que se produzcan contrastes de evaluación similares en otros yacimientos, y también deberían aplicarse a los relatos, textos e imágenes.

    En parte, el problema a la hora de establecer la terminología y, por tanto, de evaluar la historia de la guerra, es también el de asumir que la guerra a nivel estatal era más importante que al nivel tribal y el de otras organizaciones similares. Aunque es conveniente si se considera la guerra como una «construcción social» y un aspecto de la construcción del Estado, este enfoque no tiene sentido para gran parte del mundo, incluidas las sociedades cuyo pasado belicoso está muy bien afirmado en el registro oral continuo, como ocurre con los maoríes de Nueva Zelanda, los aborígenes australianos, los polinesios y melanesios del Pacífico y los inuit del Ártico. La belicosidad es también un tema en los relatos de orden social en los que los guerreros desempeñan un papel importante, como en el relato de la creación del mundo en el Púrusha-sukta, un himno al hombre primigenio del Rig-veda, del siglo x a. C. en la India.

    Más que la naturaleza de la organización, la voluntad de luchar es el elemento clave, sea cual sea la escala. Esta voluntad, que puede considerarse belicosidad, supera la distinción poco útil que a veces se establece entre racionalidad e irracionalidad en cuanto a lo que conduce a la guerra. La belicosidad puede considerarse tanto una respuesta racional como irracional a las circunstancias. Además, la hostilidad y los conflictos no están claramente separados, sino que forman parte de un continuo.

    La belicosidad en forma de voluntad y disposición a luchar conduce a la guerra; esta expresión es más exacta que afirmar que la guerra surge porque los malentendidos producen cálculos inexactos de interés y respuesta. El recurso a la guerra es tanto una opción por la imprevisibilidad y las connotaciones positivas del riesgo, como también un producto de normas individuales y sociales, en particular de masculinidad y competición.

    Los factores evolutivos que ayudan a la supervivencia, así como el compañerismo y la emoción, el placer y la liberación que muchos sienten al luchar, tanto por sí mismos como con otros miembros del grupo, es un aspecto importante de esta situación, presente en toda una serie de culturas. Las recreaciones modernas de batallas dan fe de este factor, aunque no se refiere a quienes se ven obligados a luchar. El sentido de pertenencia y el estatus son elementos importantes en la guerra, pero también dependen de la cultura y son políticamente contingentes.

    No cabe duda de que el foco de los conflictos humanos pasó de los animales a las luchas organizadas entre personas, aunque es posible que, en cierta medida, haya sido así desde el inicio de la sociedad humana, o al menos desde que los clanes de forrajeadores entraron en contacto entre sí. Por otra parte, el argumento tantas veces repetido de que las guerras primitivas eran rituales y, en parte como consecuencia de ello, limitadas, y que la verdadera historia de la guerra es diferente, debe manejarse con cautela, ya que no hay demasiadas pruebas sobre el propósito y la naturaleza de las guerras primitivas. Además, el ritual no significaba que el conflicto no fuera deliberado, mortífero y duro; no más de lo que significan los rituales que continúan en la actualidad, como los uniformes, o la música marcial, o las estructuras y palabras de mando. Se trata de una dimensión del conflicto que debe tenerse siempre presente. Al escribir sobre el Caribe en el siglo xvii, el coronel John Scott observó sobre el canibalismo de los nativos:

    Más bien comen por malicia, masticando un solo bocado y escupiéndolo de nuevo, y animándose así unos a otros a ser feroces y crueles con sus enemigos, como cosa agradable a sus dioses, y ha sido un gran error en los que han informado que los Indios del Sur se comen unos a otros como alimento.

    Es probable que las convenciones sociales, como aspecto de las dinámicas grupales, estuvieran en juego desde el principio del conflicto.

    2. La guerra y los primeros Estados

    Muestran en la batalla la velocidad del caballo, la firmeza de la infantería; y mediante la práctica y el ejercicio diarios alcanzan tal pericia que están acostumbrados, incluso en un lugar en declive y empinado, a frenar sus caballos a toda velocidad, y consiguen hacerlos girar en un instante.

    (Julio César sobre los carros británicos que encontró en su invasión del 55 a. C.)

    Envuelta en el mito, la guerra de Troya, que tuvo lugar entre 1194 y 1184 a. C. cerca de los Dardanelos, en la Turquía del Bronce Tardío, refleja hasta qué punto los relatos con los que los seres humanos se entendían a sí mismos estaban relacionados con el conflicto, tanto entre dioses como entre personas. La Ilíada, el relato épico de la guerra de Troya, es una de las primeras historias de guerra que se conservan. En este relato, el honor era el acicate clave, el honor tribal que toma forma en el control sobre una mujer, Helena, esposa del rey Menelao de Esparta, que es llevada a Troya, pero también toma forma con más consistencia, en este y otros relatos bélicos, en las relaciones entre los hombres. Lo mismo ocurre en la India con el papel de las luchas dinásticas y las épicas batallas en las grandes epopeyas sánscritas, el Mahabharata y el Ramayana, en particular las batallas de Kurukshetra y la de los Diez Reyes.

    Del mismo modo, la guerra desempeñó un papel central en las narraciones religiosas, como en el Antiguo Testamento de la Biblia, en la que los hijos de Israel capturan Jericó y otros objetivos. Los rituales de guerra, como los del Pacífico Sudoccidental, que hoy se recrean para los turistas, han sobrevivido hasta nuestros días. Estos rituales suelen presentar luchas contra otros clanes y contra criaturas semibestiales y semidivinas. En las narraciones y rituales, los dioses solían presentarse como guerreros, y los gobernantes como sus representantes, situación que se mantuvo en Japón hasta el final de la Segunda Guerra Mundial.

    Esta situación formaba parte de un proceso en el que el éxito sobre otras tribus implicaba conflictos entre dioses, luchas cósmicas en un sistema inherentemente competitivo, un proceso, además, que conducía a la unión espiritual de los conquistadores con la tierra que habían conquistado. La naturaleza politeísta de la mayoría de los sistemas religiosos fomentaba las narraciones de luchas entre dioses, mientras que para las religiones monoteístas, como el judaísmo, existía una lucha entre el «Dios verdadero» y los cultos paganos, como el que se profesaba a Baal. La lucha de los judíos contra los filisteos se presentó como un conflicto religioso a todos los niveles.

    Por otra parte, aunque relacionado con lo anterior, los ritos y edificios religiosos eran un aspecto de la protección de las comunidades, pero también requerían seguridad. Los complejos de templos protegidos eran un elemento clave de las primeras ciudades, como Nippur, en Mesopotamia (Irak), que desde el año 2100 a. C. contaba con una estructura amurallada.

    La historia del conflicto no solo está relacionada con los amplísimos lapsos de tiempo de la religión, sino que también es tan antigua como la humanidad, de hecho es la historia de la humanidad. No es separable de la experiencia humana. Aunque las belicosas sociedades de cazadores-recolectores siguieron siendo importantes, la narrativa estándar del desarrollo humano se centra en las sociedades agrarias, los asentamientos, la metalurgia y el comercio. La guerra y el armamento mejorado formaban parte de la ecuación, con armamento desarrollado para ser más útil para el combate, tanto en letalidad como en facilidad de uso. La sustitución, en distintas épocas, de la Edad de Piedra por sucesivas edades del metal hizo que las armas de la Edad de Piedra, como las fabricadas con sílex y obsidiana, fueran gradualmente sustituidas. Las armas de metal eran más fáciles de usar y más móviles. A su vez, las armas de sílex, que reflejaban un trabajo y ensamblaje en varias etapas, eran mucho más afiladas que sus homólogas de metal, pero, a diferencia de estas, no mantenían su filo con el uso. También eran más pesadas.

    Entre los años 7000 y 5000 a. C. se descubrió tanto en Asia occidental como en el sudeste de Europa que el calor podía utilizarse para aislar los metales de los yacimientos minerales. Como consecuencia, el fuego fue una parte importante del desarrollo del armamento, y un ejemplo de la dependencia de la guerra de tecnologías que no estaban especializadas para su fin. Ningún arma metálica podría haberse fabricado sin la tecnología para fundir y trabajar el metal. Los metales blandos, que se funden a bajas temperaturas, fueron los primeros en utilizarse, de modo que el cobre, más fácil de trabajar, fue la base de la tecnología metálica antes que el hierro, más complicado. Al cobre le sucedió el bronce, que se fabricaba aleando cobre con estaño y era más resistente y duradero que el cobre puro. Las espadas de bronce más antiguas se fabricaron antes del año 3000 a. C. en la actual Turquía. Este cambio en el armamento tuvo consecuencias sociales, ya que los metales requerían comercio, sobre todo de estaño, y fabricación.

    Se desarrollaron sofisticadas técnicas de lucha con espadas y mejoró el estilo de combate; hacia el año 1300 a. C. estas espadas se encontraban por toda Europa. Estas técnicas eran importantes en el caso de todas las armas y formaban parte de la naturaleza polifacética de la adaptación y aplicación de las habilidades humanas en la guerra.

    La honda era otra arma de larga duración, definitivamente conocida por los pueblos neolíticos, aunque posiblemente más antigua, y generalmente infravalorada. A pesar de tener un alcance relativamente corto, y notablemente inferior al del arco, la honda era peligrosa, sobre todo en manos de expertos que supieran escoger piedras que volaran certeras hacia el objetivo. Arqueólogos de todo el mundo han encontrado hondas en Perú, Nevada, Egipto, las Islas Baleares y Anatolia. Además, los bastones con honda ofrecían una mejora en la proyección, de ahí que desempeñasen un papel similar al de los lanzadores de lanzas que, en efecto, prolongaban el brazo lanzador.

    También se produjeron avances en las fortalezas. Las primeras fortificaciones se basaban principalmente en las características del terreno, como las laderas, que ofrecían una altura protectora, así como en murallas concéntricas para proteger recintos amurallados sucesivos. Las torres de varios pisos fueron un desarrollo posterior, y probablemente se aprendió de zonas en las que había ejemplos anteriores, sobre todo en el Mediterráneo oriental. Junto a las grandes fortalezas de la Edad del Bronce, como Micenas en Grecia, cuyas ruinas siguen siendo impresionantes, y Troya, la mayoría eran de menor escala. La Edad del Bronce agárica del sureste de España, que floreció en torno al 2200-1550 a. C., contaba con asentamientos amurallados en lo alto de las colinas. La investigación arqueológica ha aportado pruebas de sofisticadas fortificaciones, por ejemplo en el yacimiento de La Bastida, donde en 2012-2013 se descubrieron muros de mampostería que flanqueaban en parte un pasadizo de entrada que dejaba al descubierto a los atacantes, así como cinco sólidas torres cuadradas sobresalientes que descansaban sobre cimientos cuidadosamente preparados para evitar el deslizamiento por la empinada colina; una proeza arquitectónica considerable. Las torres adosadas ofrecían la posibilidad de lanzar objetos. Las fortificaciones situadas en colinas o tells estaban muy extendidas, como en el caso de los hititas en Turquía, ya que la altura proporcionaba tanto visibilidad como defensa.

    Los caballos fueron domesticados ya en el 4000 a. C. al norte del Mar Negro, y en el 1700 a. C. se utilizaban en un nuevo sistema de armamento, el carro de guerra, que, al igual que más tarde con el tanque y el motor de combustión interna, reflejaba el empleo de una nueva fuente de energía, en este caso el caballo, así como el trabajo de los metales. Las sociedades que carecían de caballos no disponían de carros, lo que subraya la importancia del entorno natural para el desarrollo y la utilización del armamento.

    El uso de vehículos con ruedas, que ya existían en el suroeste de Asia hacia el año 3500 a. C., fue un elemento clave en el desarrollo de los carros, que finalmente utilizaron ruedas de radios, en lugar de macizas, lo que redujo su peso, mientras que las riendas unidas a los bocados proporcionaban un medio para controlar a los caballos. Los carros, que también servían para diferenciar a los soldados y organizar el espacio en que tenía lugar la batalla, servían de plataforma para arqueros y otros guerreros, ofreciendo un desafío eficaz tanto a la caballería como a la infantería. Como ejemplo de la gama de habilidades que tenían que confluir, el arco compuesto, que puede almacenar energía de compresión y tensión en virtud de cómo está construido y de su forma. El arco compuesto, del que se tiene constancia en Mesopotamia hacia el 2200 a. C., era, al igual que el carro, una obra de ingeniería que reflejaba una habilidad considerable y la capacidad de desarrollarse en un entorno de bienes orgánicos.

    Los caballos y los carros también desempeñaban papeles simbólicos, como en el Aśvamedha de la India védica, un ritual en el que el deambular de un caballo de sacrificio seguido de guerreros servía de reclamo de soberanía y causa de conflicto. En la Grecia micénica y la Gran Bretaña de la Edad de Hierro, los poderosos eran enterrados con sus carros.

    Para ser más eficaces, armas como los arcos debían ser empuñadas por un gran número de hombres entrenados, y, junto con el armamento utilizado, esto era importante para la eficacia. Cuando los romanos invadieron Inglaterra en el 55 a. C., el 54 a. C. y (con éxito) a partir del 43 d. C., sus oponentes celtas sufrieron por carecer de una potencia eficaz en sus proyectiles y de corazas. Sus carros, aunque constituían un formidable desafío, eran vulnerables a los arqueros romanos, y sus castros, como el castillo de Maiden, a los asedios romanos. Con todo, más allá de las espadas cortas, las jabalinas y las corazas de los romanos, su disciplina en el combate fue un elemento clave de su éxito repetido en una amplia gama de entornos.

    La necesidad de contar con un gran número de tropas contribuyó a cambiar el carácter de la guerra al menos en algunas zonas, ya que la capacidad de desplegar hombres conllevaba la necesidad de alimentarlos, darles agua, alojarlos y equiparlos. Estas eran obligaciones de una gran envergadura, a las que generalmente se enfrentaban tanto los atribulados conquistadores como los conquistados, y, por otro lado, estaba la cuestión de los turnos y expediciones que solían presionar duramente a soldados y marineros. Durante la mayor parte de la historia, estos últimos no tienen nombre, ya que no se registraba el servicio individual. Incluso cuando se hacía, poco podían hacer los soldados para mejorar sus condiciones, a menos que pudieran imponer su valor rechazando el servicio militar o que fueran difíciles de reemplazar. La primera situación, de la que los motines y los golpes de estado son la expresión más contundente, reflejaba la condicionalidad de gran parte del servicio militar, incluso en los sistemas más onerosos y las ideologías más autoritarias. El segundo problema era producto no solo de las aptitudes particulares de algunas tropas, sino también del grado en que un tamaño de población a menudo limitado podía dificultar su sustitución.

    Se trata de ejemplos de los acuerdos implícitos, dentro de las fuerzas armadas y entre estas y su entorno humano y físico, que probablemente siempre han sustentado el servicio militar y el uso de estas fuerzas. Durante la mayor parte de la historia, y sobre todo en gran parte del mundo antiguo, no tenemos pruebas de la naturaleza de estos pactos, las dificultades que reflejaban o las tensiones que provocaban, pero eso no significa que no podamos considerar la cuestión. De hecho,

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