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Las aves en la poesía castellana
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Libro electrónico116 páginas1 hora

Las aves en la poesía castellana

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Leído por Salvador Novo el día de su ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua en 1953 -mismo año en que fue publicado por vez primera por el FCE-, este ensayo hace una revisión deliciosa y amplia de cómo las aves eran una imagen recurrente en la poesía castellana de los siglos de oro. Con la ironía y el humor que caracterizan la escritura de Novo, se insertan en cada capítulo reflexiones sobre el abandono actual de los antiguos símbolos y sobre cómo la civilización industrial ha limitado casi hasta su extinción nuestro testimonio de la naturaleza.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 sept 2012
ISBN9786071611581
Las aves en la poesía castellana

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    Las aves en la poesía castellana - Salvador Novo

    mexicana

    PALABRAS INICIALES

    ENTREMOS EN EL MUNDO PRODIGIOSO DE LAS AVES POR LA ÁUREA puerta de la Comedia de Aristófanes. No seremos los primeros en huir del mundo de los hombres por otro más etéreo, más alto. Ya vemos que antes que nosotros, cansados de la Tierra, guiados por el grajo y la corneja, Evélpides y Pistetero se dirigen al reino de Tereo, que Aristófanes pinta con insuperables palabras. Más antiguas que la Tierra y los dioses, hijas del Amor, cuyas alas comparten, las aves no conocen la vejez ni sienten la muerte. Sobre el trono de Zeus, el águila porta su rayo, y el búho de alas mudas cifra la sabiduría de Palas Atenea. Progne y Tereo se han reconciliado. Como Anacreonte, Aristófanes ha embellecido la muerte de Itis, dando a su madre la desgarradora voz que Ovidio y Virgilio prestan a Filomena, en cuya lengua truncada Aristóteles y Plinio palpan el cuerpo del delito ominoso. Y después del más brillante coro que ha visto el teatro antiguo, Nefelococcygia es fundada sin poetas, sin legisladores, sin ingenieros, entre el cielo y la tierra, a fin de interceptar los sacrificios ofrecidos por los hombres a los ilegítimos dioses hasta tanto éstos, sitiados por hambre, no accedan a reconocer su alcurnia y su independencia. Todavía Luciano alcanzó a tocar, en su falso viaje, cerca de las nubes, para su gran asombro, la gran ciudad de Nefelococcygia: pero en razón de los vientos adversos —refiere— no pudimos entrar en el puerto. Supimos, empero, que Coronos, hijo de Cottyphion, reinaba a la sazón; y por mi parte, me confirmé en la opinión que he tenido siempre de la sabiduría y veracidad del poeta Aristófanes, cuya descripción de esa ciudad ha sido injustamente desacreditada.

    Del cielo de Grecia se dispersan las aves, que han sido hombres, llevando, como la grulla, letras en su vuelo; auspicios en su sola presencia, temerosos augurios en sus voces humanas, hacia Roma, que elige para sus legiones el ave de Júpiter y la de Persia, junto al lobo y el jabalí; pero que se deleita en condimentar a casi todas las demás, en enjaularlas, cebarlas y escandalosamente comérselas. Después, el águila acompañará a san Juan el Teólogo, y la paloma, que Decimus Brutus empleó, sitiado en Módena, como mensajera (Pl., X, p. 52), lo será del Señor, cerca de María; el gallo anunciará la cobardía de Pedro, y el cuervo ha de nutrir al escuálido san Onofre. Del barro vil, como la alondra mitológica, levantarán las avecillas el vuelo al soplo divino de Cristo. Dialogará con san Francisco de Asís, venciéndolo, el hermano ruiseñor, y tórtolas y golondrinas, recatadas aquéllas, éstas parleras como los grajos, le obedecerán atentas y absortas, como en el fresco de Giotto; y las alondras vestirán su pardo sayal.

    Entran así en el mundo moderno, por el puente de hierro de la Edad Media; azores, al puño fuerte del caballero; palomas, en la palabra cándida del monje; águilas, en el sueño soñado por las doncellas; cornejas, siempre a la siniestra del Cid; gallos para crebar albores; calandrias o rruyseñores en los vergeles todavía tan simples, y que ha de cultivar la sabia mano renacentista; y el cúmulo de las menores, si más robustas, privadas del canto, por quien Buffon se duele de que la civilización nos aleje el ejemplo de sus impolutas virtudes, en la confusa garrulería de las fábulas tomadas a Esopo, de Fedro, por Alfonso, que no las olvidó en Las Siete Partidas (III, leyes xvii, xix, xxii, xxiii); en los papagayos acusadores del Sendebar y del Calila y Dimna; en los ánades, las garzas, los cuervos, los búhos y las palomas collaradas de estas inocentes metamorfosis al revés: términos de conducta en don Juan Manuel, términos de comparación en Sem Tob.

    De solas sus virtudes evidentes, restadas las paganas, está a punto de cristalizar una nueva ornitosofía cristiana que frustra el Renacimiento. Y como el mundo antiguo, el Ave de Arabia trae, resurrecta, consigo al apolíneo cisne, hijo de Stenelo; al ave de Juno y al docto ruiseñor, e instálanse todos en la poesía castellana. En las cultas selvas —silvas— los oiremos cantar, y en la apartada vida de los españoles Horacios, pulida jardinería de siete, once, siete, siete, once, floridos ramos; el cisne de Mantua gorjeará notas imperfectas en la caña octosílaba de Juan de la Enzina, pero ha de modularlas claras y altísimas en el dulce acordado plectro de fray Luis.

    Volviendo a nuestros días, determino volverme de ellos, en que no hay pájaros, a la feliz Arcadia en que moran. Con menos fortuna que Mercurio, Ícaro inmortal y trimotor no es cantado sino por el melancólico humor de las plumas fuentes. Los desterrados ángeles que el hombre, con espada flamígera, ha arrojado del mundo cerraron ya sus alas como libros que nadie lee, y en su lugar el buey alado, o bien Quetzalcóatl, se elevan a una efímera gloria sin sucesión ni antecedente; sin huevos y sin plumas.

    ¡Las aves en la poesía castellana! El tema fue incubándose de un modo tan casual, tan botánico, como el Ibis concibe, si tradición apócrifa no miente. Sugiriómelo, por vuelos cada vez más altos, el canto, y meditar en él con qué reiterada frecuencia ocurren todavía en las canciones populares los pajarillos, y cómo, en cambio, han huido de la poesía moderna. Quiere dotársela ahora de un contenido social, por el que se entiende el dominio mecánico y brutal de la naturaleza. Si Alixandre quiere viajar por el aire, no hará prender dos grifos, que Plinio niega, para atarse a ellos conduciendo su gula y su curiosidad con un inalcanzable beefsteak, primera encarnación de la hélice; sino que abordará un avión, y tomará un seguro contra accidentes. Si el proletario o la enamorada quieren escuchar música, una jaula mecánica de onda corta traerá hasta su alcoba las melodías —en tiempo de swing o de mambo— que no supieron sus canarios extintos; si el papagayo les brindaba respuestas, no tendrá ahora sino que conversar por teléfono con sus amigas. Los caballeros modernos no tendrán halcones ni azores mudados, sino automóviles,

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