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El interruptor principal: Auge y caída de los imperios de comunicación
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El interruptor principal: Auge y caída de los imperios de comunicación
Libro electrónico653 páginas9 horas

El interruptor principal: Auge y caída de los imperios de comunicación

Por Tim Wu

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Información de este libro electrónico

Ensayo desde la historia de la comunicación, que pone en duda la neutralidad de internet ante el poder de los monopolios y la industria del entretenimiento. Tim Wu, caracteriza y describe cada etapa por la que una innovación tecnológica ha pasado —como es el caso del teléfono, la radio, el cine o la televisión— generando un Ciclo que las lleva de una prometedora apertura a ser parte de una industria cerrada y controlada. La mayor preocupación del autor es entender qué y cómo se activa la rueda de la historia y si es inevitable que la red global, que permea cada vez más cada aspecto de la vida y el trabajo, es capaz de romper el ciclo o inevitablemente el acceso a ella, será cooptado por aquellos que tienen el control político y financiero y con ello el poder sobre la información.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento4 abr 2019
ISBN9786071642462
El interruptor principal: Auge y caída de los imperios de comunicación
Autor

Tim Wu

Tim Wu is Julius Silver Professor of Law, Science and Technology at Columbia Law School. He served as special assistant to the president for technology and competition policy under the Biden administration, worked on competition policy in the Obama White House and the Federal Trade Commission, and served as senior enforcement counsel at the New York Office of the Attorney General. The author of The Master Switch and The Attention Merchants, he lives in New York City.

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    El interruptor principal - Tim Wu

    Fotografía: Mikiko Hayashi

    TIM WU (Washington, D. C.) ha sido profesor en la Escuela de Leyes de la Universidad de Columbia, Nueva York, y profesor visitante en las universidades de Harvard, Stanford y Chicago. En 2015 fue elegido abogado líder y consejero especial de la Fiscalía General del Estado de Nueva York. Es conocido por acuñar y popularizar la frase neutralidad de la red, y ha trabajado en temas de poder privado, libertad de expresión, derechos de autor y competencia antimonopolios. En 2013 fue nombrado uno de los cien abogados más influyentes en los Estados Unidos. También es autor de Who Controls the Internet (2006) y Network Neutrality, Broadband Discrimination (2003); escribe eventualmente en The New Yorker, The New Republic y T Magazine.

    EL INTERRUPTOR PRINCIPAL

    Auge y caída de los imperios

    de la información

    COLECCIÓN COMUNICACIÓN

    Traducción

    MARIANA ORTEGA

    Revisión de la traducción

    ALEJANDRA ORTIZ HERNÁNDEZ

    TIM WU

    El interruptor principal

    AUGE Y CAÍDA

    DE LOS IMPERIOS DE LA INFORMACIÓN

    Primera edición en inglés, 2010

    Primera edición en español, 2016

    Primera edición electrónica, 2016

    Título original: The Master Switch. The Rise and Fall of Information Empires © 2010, 2011, Tim Wu

    Diseño de la colección: María Luisa Passarge

    D. R. © 2016, Fondo de Cultura Económica

    Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

    Comentarios:

    editorial@fondodeculturaeconomica.com

    Tel. (55) 5227-4672

    Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

    ISBN 978-607-16-4246-2 (ePub)

    Hecho en México - Made in Mexico

    Para Kate

    Lo que está en juego no es la Primera Enmienda ni el derecho a la libre expresión, sino la custodia exclusiva del interruptor principal.

    FRED FRIENDLY

    Cada era cree ser la era moderna, pero ésta realmente lo es.

    TOM STOPPARD, The Invention of Love

    SUMARIO

    Introducción

    Primera parte

    EL ASCENSO

    1. El fundador disruptivo

    2. Ensoñaciones radiales

    3. El señor Vail es un gran tipo

    4. No es el momento para largometrajes

    5. A centralizar todas las actividades radiofónicas

    6. El supremo ideal de Paramount

    Segunda parte

    BAJO EL OJO QUE LO VE TODO

    7. El aditamento ajeno

    8. La Legión de la Decencia

    9. La radio FM

    10. Y ahora, añadimos visión al sonido

    Tercera parte

    LOS REBELDES, LOS CONTENDIENTES Y LA CAÍDA

    11. La ruptura adecuada

    12. El radicalismo de la revolución de la Internet

    13. El cable de Nixon

    14. Bell en pedazos

    15. Esperanto para máquinas

    Cuarta parte

    RENACIDOS SIN ALMA

    16. Turner se dedica a la televisión

    17. La producción en masa del espíritu

    18. El regreso de AT&T

    Quinta parte

    LA INTERNET CONTRA TODOS

    19. Un desastre sorprendente

    20. Padre e hijo

    21. El principio de las separaciones

    Agradecimientos

    Índice analítico

    Índice general

    INTRODUCCIÓN

    El 7 de marzo de 1916 Theodore Vail llegó al New Willard Hotel en Washington, D. C., para asistir a un banquete en honor de los logros del sistema Bell.¹ La celebración había sido organizada por la National Geographic Society, y la amplitud y grandeza de los festejos correspondían a la visión que tenía la American Telephone and Telegraph (AT&T) del futuro nacional.

    El comedor del Willard era una verdadera caverna de esplendor con 18 metros de ancho y el largo de una cuadra de la ciudad. En un extremo de la habitación había un gigante mapa electrificado que mostraba el alcance de las líneas largas de AT&T; ante éste se encontraban sentados más de 800 hombres enfundados en tiesos trajes formales alrededor de mesas cableadas, individualmente, con aparatos de teléfono. El poder privado se mezclaba con el público: entre los asistentes se encontraban almirantes de la Marina, senadores, los fundadores de la compañía Bell y todos sus ejecutivos, así como una buena parte del gabinete de Woodrow Wilson. "Una élite nacional había venido —escribió Society’s— de los cuatro extremos del país para coronar, con los laureles de su afecto y admiración, a aquellos brillantes hombres cuyos logros habían hecho posibles los milagros de la ciencia que habrían de ser atestiguados."

    A los 71 años de edad, con pelo y bigote blanco, Vail era la encarnación misma de Bell, el Jack Welch de su época, y había rescatado dos veces a su colosal empresa del colapso. Como escribe Alan Stone, el cronista de Bell, pocas grandes instituciones han llevado la huella de una sola persona de manera tan categórica como AT&T lleva la de Vail. En una época durante la cual muchos de los titanes industriales eran temidos u odiados, Vail inspiraba el respeto general. Se presentaba a sí mismo como una especie de Theodore Roosevelt del sector privado, edulcorando sus instintos imperiales con un sentido del deber cívico. Reconocemos nuestra ‘responsabilidad’ y obligación de ‘rendir cuentas’ al público —escribió Vail como vocero de AT&T—, cosa que es superior y distinta de las obligaciones de otras empresas de servicios públicos que no están tan íntimamente ligadas a la vida cotidiana de toda la comunidad. No importaba con qué obligación cumpliera, el gusto de Vail por la grandilocuencia era inconfundible. No podía hacer nada en pequeña escala —escribe su biógrafo, Albert Paine—. Podía empezar construyendo una jaula para una ardilla, y aquello terminaría por convertirse en una casa de fieras. Thomas Edison simplemente dijo: El señor Vail es un gran tipo.²

    El tema del banquete de Bell eran los viajes de la voz, e incluía una demostración fascinante de cómo AT&T planeaba conectar los Estados Unidos y el mundo entero de manera hasta entonces inusitada utilizando una maravilla tecnológica que hoy damos por sentada: las llamadas telefónicas de larga distancia.

    Después de la cena se invitó a los comensales a descolgar los teléfonos que descansaban sobre sus mesas. Viajarían por la línea telefónica hasta la ciudad de El Paso, en la frontera con México, para encontrarse con el general John Pershing, quien más tarde comandaría las fuerzas estadunidenses durante la primera Guerra Mundial.

    —¡Hola, general Pershing!

    —¡Hola, señor Carty!

    —¿Cómo está todo en la frontera?

    —Todo está tranquilo en la frontera.

    —¿Se dio usted cuenta de que está hablando con 800 personas?

    —No, no me di cuenta —respondió el general Pershing—. De haberlo sabido, hubiera pensado en decir algo que valiera la pena.

    El público se encontraba visiblemente impresionado. Fue un milagro de nuestros días —informó la revista—. La voz humana planeaba de océano a océano, agitando las ondas eléctricas desde un extremo del país al otro.

    El broche de oro fue una demostración de la más reciente y quizá más sorprendente invención de Bell hasta ese momento: un teléfono móvil, el antepasado de nuestro teléfono celular y del cual, en 1916, Bell ya tenía un prototipo. Para lucirlo, Bell montó lo que podría llamarse una de las primeras presentaciones multimedia de la historia, combinando el radio, el fonógrafo, el teléfono y el proyector de películas. Es decir, los inventos más deslumbrantes de principios del siglo XX.

    A muchos kilómetros de distancia, en una estación de radio en Arlington, un fonógrafo comenzó a tocar The Star-Spangled Banner. El sonido llegó vía inalámbrica a la sala de banquetes del Willard a través de 800 receptores, mientras que un proyector mostraba una bandera ondeando sobre una pantalla. La combinación de la imagen y el sonido puso a los invitados de pie, con el corazón latiendo rápido, el alma llena de patriotismo y la mente apabullada. La empresa AT&T parecía tener poderes para rivalizar con los dioses: "Quizá nunca antes en la historia de la civilización —opinó la National Geographic— se había ofrecido una ilustración tan impresionante del desarrollo y el poder de la mente humana sobre la materia mundana".

    Quizá parezca algo incongruente comenzar un libro cuya máxima preocupación es el futuro de la información con un retrato de Theodore Vail, el monopolista más grande de la historia de la industria de la información, mientras se regodea en las glorias de la red de comunicaciones nacional más vital sabiendo que ésta yace bajo su control absoluto. Después de todo, vivimos tiempos muy distintos: nuestra red más importante, la Internet, pareciera ser la antítesis del sistema Bell de Vail: se trata de un sistema difusamente organizado, incluso al grado de llegar al caos, mientras que el de él tenía un control central; abierto a todos los usuarios y contenidos (de voz, datos, video y así sucesivamente), la Internet no es propiedad de nadie, mientras que el sistema Bell pertenecía a una empresa privada.

    De hecho, y principalmente gracias a dicho carácter abierto de la Internet, es común que, a principios del siglo XXI, se diga que, en materia de cultura y comunicaciones, nuestra era no tiene precedente y está fuera de la historia. Hoy la información se transmite a lo largo de la nación y del mundo a la velocidad de la luz, más o menos a voluntad de quien quiera enviarla. ¿Cómo podrían seguir igual las cosas después de la revolución de la Internet? En una época como ésta, un déspota de la información como Vail bien podría parecernos antediluviano.

    Sin embargo, cuando echamos una mirada atenta al siglo XX, pronto caemos en cuenta de que la Internet no es la primera tecnología de la información que ha cambiado las cosas para siempre. Vemos, de hecho, una sucesión de medios de comunicación abiertos y optimistas, cada uno de los cuales, con el tiempo, se convirtió en una industria cerrada y controlada como la de Vail. En varias ocasiones, a lo largo de los últimos 100 años, el cambio radical augurado por nuevas formas de recibir información ha parecido, si acaso, más impresionante de lo que es hoy día. En 1904 Nikola Tesla, uno de los padres de la electricidad comercial, predijo que gracias a la radio toda la Tierra se convertirá en un enorme cerebro, por decirlo así, capaz de generar respuesta en cada una de sus partes. D. W. Griffith escribió en la década de 1920 que la invención del cine significaría que los niños en las escuelas públicas aprenderían prácticamente todo a través de imágenes en movimiento. Sin duda, jamás volverán a obligarlos a leer historia. En 1970 un informe de la Fundación Sloan comparó el advenimiento de la televisión por cable a la de los caracteres movibles: La revolución visible ante nosotros podría no ser menos… [e] incluso ser más. En la obra de teatro The Invention of Love [La invención del amor], de Tom Stoppard, ambientada en 1876, un personaje comenta: Cada era cree ser la era moderna, pero ésta realmente lo es.³

    Cada uno de estos inventos, que habían de poner fin a todos los demás, pasó por una etapa de novedad revolucionaria y utopía juvenil; sin duda cada uno habría de cambiar nuestra vida, pero no la naturaleza de nuestra existencia. Para cualquier transformación social efectuada por cualquiera de ellos, al final cada uno tomó su lugar en el entramado de la estructura social que ha estado con nosotros desde la Revolución industrial. Es decir, cada uno se convirtió en una nueva industria altamente centralizada e integrada. Sin excepción, las audaces nuevas tecnologías del siglo XX (cuyo uso gratuito originalmente se fomentó en aras de invenciones posteriores y de la libre expresión individual) evolucionaron hasta convertirse en gigantes industriales controlados de forma privada: los viejos gigantes mediáticos del siglo XXI a través de los cuales el flujo y la naturaleza del contenido se verían estrictamente controlados por razones comerciales.

    La historia nos muestra el progreso típico de las tecnologías de la información: de pasatiempo para alguien a la industria de alguien más; de artilugio improvisado a la impecable maravilla de producción; de un canal abierto y accesible a uno estrictamente controlado por una sola corporación o cártel; de sistema abierto a sistema cerrado. Es un proceso tan común que parece inevitable, aunque difícilmente hubiera parecido ser éste el caso en los albores de cualquiera de las tecnologías transformadoras del siglo pasado, trátese de la telefonía, la radio, la televisión o el cine. La historia también muestra que lo que ha estado cerrado por mucho tiempo se convierte en presa fácil para el asalto del ingenio: un sector cerrado puede abrirse de nuevo, dando lugar a todo tipo de posibilidades técnicas y usos expresivos para el promedio antes de que el esfuerzo por cerrar el sistema comience de nuevo.

    Esta oscilación de las industrias de la información entre lo abierto y lo cerrado es un fenómeno tan característico que le he dado un nombre: el Ciclo. Y para entender por qué ocurre, debemos descubrir cómo las industrias que trafican con información son natural e históricamente diferentes de aquellas que comercian con otros productos.

    Tal comprensión, arguyo, dista mucho de ser una preocupación académica. Si el Ciclo no es meramente un patrón, sino una inevitabilidad, el hecho de que la Internet, más que cualquier maravilla tecnológica anterior, se haya convertido realmente en el tejido de nuestras vidas, significa que, tarde o temprano, nos tocará presenciar un vuelco muy desconcertante de la rueda de la historia. Aunque resulte un estereotipo, tenemos una economía y una sociedad basadas en la información. Nuestro pasado dependía mucho menos de la información de lo que depende nuestro presente, y esa reducida dependencia era atendida por varias industrias de la información simultáneamente. Sin embargo, es casi seguro que nuestro futuro implique una intensificación de nuestra realidad actual: una creciente dependencia de la información para todos los aspectos de la vida y el trabajo, y la creciente distribución de esa información a lo largo de una red única que llamamos Internet. Si la Internet, cuya presente apertura se ha convertido en una forma de vida, resulta tan vulnerable al Ciclo como toda red de información previa, las consecuencias prácticas serán abrumadoras. Es más, ya existen señales de que se están acabando los buenos viejos tiempos de una red completamente abierta.

    Para entender las fuerzas que amenazan la Internet tal y como la conocemos, tenemos que entender también cómo las tecnologías de la información dan lugar a las industrias y las industrias a los imperios. En otras palabras, debemos comprender la naturaleza del Ciclo, su dinámica, lo que lo hace girar y lo que puede frenarlo. Como en el caso de cualquier teoría económica, no hay más laboratorio que la experiencia previa.

    El objeto de este libro es dar cuenta del pasado para anticipar el futuro. Con ese propósito justamente la historia comienza con Theodore Vail. Con el sistema Bell, Vail fundó la protorred de información, aquella cuyas suposiciones prácticas e ideología han influido en todas las industrias de la información posteriores.

    Vail fue uno de los muchos oradores esa noche en el Willard, junto con Alexander Graham Bell y Josephus Daniels, secretario de Marina. Pero aun entre todos estos hombres importantes, Vail era un ejemplar sui generis. Su idea del monopolio de comunicaciones liberal habría de dominar el siglo XX, y es una idea cuya atracción realmente nunca ha disminuido, aunque pocos admitan tener una afición duradera por ella. Vail creía en la posibilidad de construir un sistema perfecto y dedicó su vida a esa tarea. Sus esfuerzos y la historia de la misma AT&T dan fe de las posibilidades y los peligros de un imperio de la información. Como veremos, el enigma que plantean figuras como Vail (sin duda el más grande pero tan sólo el primero en una larga lista de personas empeñadas en controlar las comunicaciones en nombre del bien común) es el tema preponderante de este libro.

    Si bien las ideas de Vail eran nuevas para el rubro de las comunicaciones, su filosofía llevaba el sello característico de la época. Vail obtuvo su poder en un periodo histórico que idolatraba el tamaño y la velocidad (el Titanic es uno de los modelos menos exitosos de este ideal), un periodo que se caracterizó por una enérgica creencia tanto en la posibilidad de lograr la perfección humana como en la búsqueda de un óptimo y singular diseño para cualquier sistema. Se trata de las últimas décadas de la utopía victoriana, una época de fe en la planificación tecnológica, la ciencia aplicada y el tipo de condicionamiento social que había visto surgir la eugenesia, la gestión científica de Frederick Taylor, el socialismo y el darwinismo, por mencionar sólo algunos dispares sistemas de pensamiento. En aquellos tiempos, la creencia de que el hombre era capaz de perfeccionar las comunicaciones estaba lejos de ser una idea extraña. En cierto sentido, la manera en la que Vail extendió el pensamiento social al espacio de la industria es similar a las líneas de ensamble de Henry Ford; su visión de un imperio de comunicaciones hace eco, también, a la noción del Imperio británico, sobre el cual nunca se ponía el sol.

    El sueño de Vail de una industria perfeccionada y centralizada se basaba en otra noción contemporánea. Puede ser que nos parezca extraño, pero Vail, un devoto capitalista, rechazaba la mera idea de la competencia. Había tenido experiencia profesional tanto en el ámbito del monopolio como en el de la competencia en distintos momentos de su carrera, y juzgaba que el monopolio, en las manos correctas, era la mejor opción. "La competencia —escribió Vail— significa lucha, guerra industrial; significa contienda; muchas veces significa aprovecharse de, o recurrir a cualquier vía mientras así lo permita la conciencia de los concursantes… Su razonamiento era moralista: el asunto de la competencia le daba mala fama a las empresas estadunidenses. Los viciosos actos asociados a la competencia agresiva son responsables, si no del todo, sí de mucho del antagonismo que la opinión pública tiene de los negocios, particularmente de los grandes negocios."

    Adam Smith, cuya visión del capitalismo se considera sacrosanta en los Estados Unidos, creía que las motivaciones egoístas individuales podían producir bienes colectivos para la humanidad por medio del manejo de una mano invisible. Pero Vail no creía semejante cosa. En el largo plazo… el público en general nunca se ha beneficiado de la competencia destructiva. Aquello que Smith consideraba la clave de un mercado eficiente era, para Vail, un desperdicio. Todos los costos de la competencia agresiva y sin control a la larga recaen, directa o indirectamente, en el público. En su visión heterodoxa del capitalismo, una visión compartida por hombres como John D. Rockefeller, los titanes corporativos adecuados, los monopolistas en cada industria, podían y debían encargarse de hacer lo que fuera mejor para la nación.

    Sin embargo, Vail también le atribuía al monopolio un valor más allá de la mera eficiencia, esto a raíz de un peculiar idealismo que consideraba sólo suyo. Vail creía que, con la seguridad del monopolio, el lado oscuro de la naturaleza humana habría de reducirse para dar paso a la virtud natural. Veía un futuro libre de la lucha darwiniana capitalista, un futuro en el cual corporaciones científicamente organizadas y dirigidas por hombres buenos en estrecha cooperación con el gobierno servirían al público de la mejor manera posible.

    En su biografía My Life and Work [Mi vida y obra], Henry Ford escribió que sus autos eran pruebas concretas de la elaboración de una teoría de negocios; de esa misma forma, el sistema Bell era la encarnación de las ideas de Vail sobre las comunicaciones. La AT&T estaba construyendo un monopolio de propiedad privada, pero comprometido con el bien público. Estaba construyendo la red más poderosa del mundo y, sin embargo, prometía hacer llegar una línea telefónica hasta al más humilde estadunidense. Vail pedía "un sistema de cableado universal para la transmisión eléctrica de la inteligencia (comunicación escrita o personal), de todos aquellos en cualquier lugar a todos aquellos en cualquier otro lugar, un sistema tan universal y extenso como el sistema de carreteras de un país que se extiende desde la puerta de cualquier sujeto a la puerta de todos los demás sujetos. Tal y como lo predijo en esa cena, algún día seremos capaces de telefonear a cualquier parte del mundo".

    La noche de su discurso en el banquete de la National Geographic Vail se encontraba a tan sólo cuatro años de su muerte. Sin embargo, ya había creado una ideología —la ideología de Bell— y construido un sistema de comunicaciones que influiría profundamente no sólo en cómo habría de comunicarse la gente a través de la distancia, sino también en la estructura de las industrias de la televisión, la radio y el cine. En pocas palabras, todos los nuevos medios del siglo XX.

    Para dar muestra de cómo la ideología de Vail dio forma al desarrollo de la telefonía y todas las subsecuentes industrias de la información —sirviendo, por así decirlo, como la fuente espiritual del Ciclo— será necesario contar algunas historias tanto de la propia compañía de Vail como de otras. Hay, por supuesto, suficientes como para llenar un libro acerca de cada una, y no son pocos los textos que se han abocado a ello. Este libro, sin embargo, se centra en los momentos cruciales del panorama de la información del siglo XX: esos momentos particulares y decisivos durante los cuales un medio se abre o se cierra. El patrón es característico. Cada cierto número de décadas aparece una nueva tecnología de comunicación llena de promesas y posibilidades. Inspira a toda una generación a soñar con una sociedad mejor, nuevas formas de expresión, tipos alternativos de periodismo. Sin embargo, cada nueva tecnología con el tiempo revela sus limitaciones, defectos y vicios. Puede que la novedad técnica pronto pierda su atracción entre los consumidores, dando lugar a diversos tipos de insatisfacción con la calidad del contenido (que puede tender hacia lo caótico y vulgar) y la fiabilidad o la seguridad del servicio. Desde el punto de vista de la industria, la invención puede inspirar otras insatisfacciones: una amenaza a los ingresos generados por canales de información ya existentes que se hacen menos necesarios (si no es que obsoletos) con la nueva tecnología; la dificultad de comodificar (es decir, hacer vendible) el potencial de la tecnología; una excesiva variación en los estándares o protocolos de uso que impide que alguien ponga en el mercado un producto de alta calidad que atienda las insatisfacciones de los consumidores.

    Cuando estos problemas alcanzan una masa crítica y se hace evidente una pérdida potencial de ganancias sustanciales, la mano invisible del mercado materializa a un gran magnate como Vail o un grupo de ellos que prometen un régimen más ordenado y eficiente para beneficio de todos los usuarios. Este tipo de magnate, el cual generalmente trabaja en mancuerna con el gobierno federal, es una figura particular que define un nuevo tipo de industria integrada y centralizada. Al entregar un producto mejor o más seguro, el magnate anuncia una época de oro en la vida de la nueva tecnología. Y, al centro de todo este proceso, se encuentra algún motor que ha sido perfeccionado para generar un constante rendimiento del capital. A cambio de que los trenes sean puntuales (por poner un ejemplo extremo), el magnate adquiere cierto grado de control sobre el potencial del medio para permitir tanto la expresión individual como la innovación técnica, un tipo de control que los inventores del medio jamás consideraron y que resulta necesario para poder perpetuarse a sí mismo, al igual que las ganancias obtenidas a partir de la centralización. Esto también es parte del Ciclo.

    Ya que las diversas historias de estas industrias individuales ocurren simultáneamente y nuestro principal propósito al relatarlas es observar las operaciones del Ciclo, la organización de este libro se ha dispuesto de la siguiente manera:

    La primera parte traza la génesis de los imperios de la cultura y las comunicaciones, o la primera fase del Ciclo, y muestra cómo cada una de las nuevas industrias de la información de principios del siglo XX —la telefonía, la radiodifusión y el cine— evolucionaron a partir de un nuevo invento.

    Llegada la década de 1940 cada una de las nuevas industrias de la información del siglo XX, tanto en los Estados Unidos como en otros países, alcanzaría una forma establecida, estable y aparentemente permanente, excluyendo a todos los participantes potenciales. Las comunicaciones por cable quedaron bajo el dominio exclusivo del sistema Bell; las grandes cadenas, NBC y CBS, gobernaban la radiodifusión mientras se preparaban, con la ayuda de la Federal Communications Commission (FCC) [Comisión Federal de Comunicaciones], para lanzar el nuevo medio de la televisión en su misma imagen; los estudios de Hollywood, mientras tanto, tomaron el control absoluto de todas y cada una de las partes del negocio del cine, desde la elección del talento hasta la exhibición. Por lo tanto, la segunda parte del libro se centra en la consolidación de los imperios de la información, a menudo con apoyo estatal, y sus consecuencias, especialmente en lo que se refiere a la vitalidad de la libertad de expresión y la innovación técnica. Si bien los logros de las industrias de la información erigidas sobre las colosales estructuras centralizadas generadas a lo largo de la década de 1930 provocan cierto grado de admiración, también habremos de notar cómo ese mismo periodo fue uno de los más represivos en la historia estadunidense en lo que respecta a nuevas ideas y formas.

    Sin embargo, como ya he dicho, aquello que está centralizado a la larga se convierte en un blanco de ataque, desencadenando la siguiente fase del Ciclo. A veces el ataque viene en forma de una innovación tecnológica que rompe todas las defensas y se convierte en la base de una industria insurgente. El advenimiento de la computadora personal y la revolución de la Internet que habría de engendrar la primera son ejemplos de tales desarrollos que cambian las reglas del juego. Aunque se trate de un episodio menos dotado con la sabiduría romántica de la invención, ese también fue el caso del surgimiento de la televisión por cable. Sin embargo, no siempre es la invención (o no es sólo la invención) lo que impulsa el Ciclo. A veces, el gobierno federal súbitamente decide convertirse en asesino de gigantes eliminando los cárteles y los monopolios de la información que había tolerado durante tanto tiempo. La tercera parte explora las maneras en las que se rompe el poder de un monopolio de la información después de varias décadas.

    A través de la década de 1970 cada uno de los grandes imperios de la información del siglo XX enfrentó un desafío fundamental; a veces los rompieron en pedazos, si no es que los dinamitaron e hicieron volar por los aires, dando lugar a un nuevo periodo de apertura y una nueva vuelta del Ciclo. Los resultados vigorizaron, sin lugar a dudas, el comercio y la cultura. Sin embargo, al igual que el robot asesino T-1000 de Terminator 2, los poderes destruidos habrían de reconstituirse, ya sea para dar lugar a una encarnación asombrosamente similar (en el caso de AT&T) o convertirse en una nueva especie corporativa conocida como el conglomerado (como en el caso de las cadenas de difusión y Hollywood). La cuarta parte ilustra cómo la perenne atracción por la gran escala, aquella que dio lugar a los leviatanes originales de la información en la primera mitad del siglo, abrió paso a una nueva generación de gigantones en su segunda mitad.

    El segundo gran cierre habría de completarse en los albores del siglo XXI. La única excepción a la hegemonía de los monopolios más recientes de la información sería una nueva red que habría de poner fin a todas las redes. Mientras todo lo demás se consolidaba, la década de 1990 atestiguó el nacimiento de la llamada revolución de la Internet, aunque, en medio de su explosivo crecimiento, nadie era capaz de saber a dónde conduciría este nuevo medio tan extraordinariamente abierto. ¿Acaso la Internet iba a instaurar un reinado de apertura industrial sin fin, aboliendo por fin el Ciclo? ¿O acaso, y a pesar de su diseño radicalmente descentralizado, se convertiría con el tiempo en el siguiente y obvio blanco de las fuerzas del imperio de la información, el objeto de la centralización más importante de la historia? La quinta parte nos conducirá a esa pregunta final, cuya respuesta aún es objeto de conjetura y, para lo cual y como ya he mencionado, nuestro mejor fundamento es la historia.

    Habiendo leído todo esto, puede ser que usted se pregunte: ¿Y por qué habría de importarme? Después de todo, el flujo de la información es invisible y su historia carece de la inmediatez emocional de, por ejemplo, la segunda Guerra Mundial o la lucha por los derechos civiles. La vida continúa independientemente del devenir de los imperios de información. Nadie en la década de 1950 llegó a pensar que el hecho de que un episodio especial del programa I Love Lucy pudiera atraer a más de 70% de los hogares estadunidenses constituyera un problema nacional. Y sin embargo, casi al igual que el clima, el flujo de la información define el tenor básico de nuestros tiempos, el ambiente en el que suceden las cosas y, en última instancia, el carácter de una sociedad.

    A veces es necesaria la opinión de alguien externo para aclarar las cosas. Mientras viajaba en un barco de vapor de Malasia a los Estados Unidos en 1926, un joven escritor inglés llamado Aldous Huxley se topó con algo interesante en la biblioteca del barco: el libro intitulado My Life and Work, de Henry Ford.⁸ Se trataba de la vívida historia del diseño de las técnicas de producción en masa, aquella realizada por Ford y esas gigantes fábricas centralizadas que se caracterizaban por su eficacia sin precedentes. El libro también presentaba las ideas de Ford con respecto a temas como la igualdad humana: No puede haber mayor absurdo ni mayor perjuicio para la humanidad en general que insistir en que todos los hombres son iguales.⁹ Pero lo que realmente interesaba a Huxley, el futuro autor de Un mundo feliz, era la creencia de Ford de que sus sistemas podían ser útiles no sólo para la fabricación de coches, sino también para todas las formas de ordenamiento social. Como escribió Ford: Las ideas que hemos puesto en práctica tienen la capacidad de aplicarse a mayor escala; no tienen ninguna conexión peculiar con los tractores o los automóviles, sino más bien con algo de la índole de un código universal. Estoy bastante convencido de que se trata del código natural.

    Cuando Huxley llegó a los Estados Unidos con las ideas de Ford frescas en su mente, notó algo tan fascinante como aterrador: el futuro de Ford ya se estaba convirtiendo en realidad. Los métodos de la fábrica de acero y la planta de autos habían sido importados por las industrias culturales y de las comunicaciones. Huxley presenció, en los Estados Unidos de 1926, los prototipos de estructuras que aún no habían llegado al resto del mundo: las primeras redes de radio comerciales, los estudios emergentes para la producción cinematográfica, y un poderoso monopolio privado de comunicaciones llamado AT&T.

    De vuelta en Inglaterra, Huxley declaró, en un ensayo para Harper’s Magazine titulado The Outlook for American Culture. Some Reflections in a Machine Age, que el futuro de los Estados Unidos es el futuro del mundo. Ya había presenciado tal futuro y su consternación no era poca. La producción en masa —escribió— es una cosa admirable cuando se implementa para objetos materiales; pero cuando se aplica a las cuestiones del espíritu el asunto no es tan bueno.¹⁰

    Siete años después, la cuestión del espíritu se convertiría en el foco de otro estudiante de la cultura y teórico de la información. La radio es el más influyente e importante intermediario entre un movimiento espiritual y la nación, escribió Joseph Goebbels, muy astutamente, en 1933. Ante todo —dijo— resulta claramente necesario centralizar todas las actividades de la radio.¹¹

    Una perogrullada que pocas veces obtiene el reconocimiento que merece es que, así como somos lo que comemos, también lo que pensamos y hacemos depende de la información a la que estamos expuestos. Usted ¿cómo escucha la voz de los líderes políticos? ¿De quién es el dolor que siente? Y ¿de dónde vienen sus aspiraciones, sus sueños de una buena vida? Todos estos son productos del ambiente de la información.

    Mi esfuerzo por tomar este proceso en consideración es también un esfuerzo por entender las realidades prácticas de la libre expresión en contraposición a su existencia teórica. Ocasionalmente nos damos el lujo de pensar que el estudio de la Primera Enmienda es lo mismo que el estudio de la libertad de expresión, cuando en realidad se trata de tan sólo una pequeña parte del cuadro. Los estadunidenses idealizan aquello que el juez Oliver Wendell Holmes denominó el mercado de las ideas, un espacio donde todos los miembros de la sociedad son, por derecho, libres de difundir su propio credo. Sin embargo, la forma o incluso la existencia de cualquier mercado de esa índole depende mucho menos de nuestros valores abstractos que de la estructura de las industrias de la cultura y las comunicaciones. A veces tratamos a las industrias de la información como a cualquier otro tipo de empresas. No lo son: su estructura determina quién es escuchado. En este contexto Fred Friendly, otrora presidente de CBS News, dejó en claro que, antes de cualquier cuestión sobre la libertad de expresión, se presenta una duda crucial: ¿quién controla el interruptor principal?

    La inspiración inmediata para este libro ha sido mi experiencia personal en la gran ola de optimismo fácil generado por el auge de las tecnologías de la información en los últimos años del siglo XX y principios del XXI, una sensación, en gran medida, de posibilidades utópicas e idealistas. Yo participé en este flujo de emociones, tanto cuando trabajaba en Silicon Valley como cuando escribía sobre el tema. Sin embargo, siempre me ha llamado la atención aquello que, a mi forma de ver, constituye una insistencia exagerada sobre el hecho de que estamos viviendo tiempos sin precedentes. El lugar en el que nos encontramos ahora es un lugar en el que ya hemos estado antes, aunque las apariencias indiquen lo contrario. Por lo tanto, entender cómo se desarrollaron los destinos de las tecnologías del siglo XX resulta fundamental para hacer del XXI un mejor siglo.

    PRIMERA PARTE

    El ascenso

    1

    EL FUNDADOR DISRUPTIVO

    EXACTAMENTE 40 años antes del banquete de la National Geographic en su honor, Alexander Bell había estado ocupado en su laboratorio, situado en la buhardilla de un taller en Boston, tratando, una vez más, de lograr transmitir la voz a través de un cable. Sus esfuerzos habían resultado inútiles y la compañía Bell era poco más que una típica empresa incipiente sin esperanza alguna.*

    Bell era un profesor e inventor aficionado con poca inclinación a los negocios: su experiencia y trabajo consistían en dar clases a los sordos. Su principal inversionista y el presidente de la compañía Bell era Gardiner Greene Hubbard, un abogado de patentes y destacado crítico del monopolio telegráfico de Western Union. Hubbard fue el responsable del más valioso activo de Bell: su patente del teléfono, registrada incluso antes de que Bell tuviera un prototipo. Además de Hubbard, la compañía tenía un empleado: el asistente de Bell, Thomas Watson. Y eso era todo.¹

    Si el banquete de la National Geographic nos muestra a la compañía Bell en la cúspide de su monopolio, aquí la vemos en el extremo opuesto, donde comenzó: una conmovedora imagen de Bell y Watson trabajando en su pequeño laboratorio de buhardilla. Es aquí donde empieza el Ciclo: en un cuarto solitario donde uno o dos hombres intentan resolver un problema concreto. Son muchas las innovaciones revolucionarias que empiezan a tan pequeña escala, con los marginados, los aficionados y los idealistas en sus buhardillas o cocheras. Como un motivo musical, el tema que vemos aquí, por primera vez, en Bell y Watson, volverá a aparecer a lo largo de esta narrativa: en los orígenes de la radio, la televisión, la computadora personal, el cable, incluso empresas como Google y Apple. La importancia de estos momentos requiere que entendamos, de manera fundamental, la historia de los inventores solitarios.

    A lo largo del siglo XX la mayor parte de los historiadores y teóricos de la innovación se hicieron un tanto escépticos con respecto a la importancia de las historias de creación tales como la de Bell. Estos pensadores llegaron a creer que el arquetipo del inventor heroico se había exagerado en la búsqueda de una narrativa convincente. Como escribe William Fisher: Al igual que el ideal romántico de la autoría, la imagen del inventor ha resultado ser preocupantemente perdurable.² Estos críticos tienen, sin duda, algo de razón: incluso los más sorprendentes inventos generalmente los desarrollan dos o más personas simultáneamente. Si eso es cierto, ¿qué tan singular puede ser el genio de un inventor?

    Al respecto, no podría haber un mejor ejemplo que la historia del propio teléfono. El mismo día que Alexander Bell estaba registrando su invención, otro hombre, Elisha Gray, se encontraba también en la oficina de patentes para registrar exactamente la misma innovación.* Dicha coincidencia le quita algo de lustre al momento eureka de Bell. Cuanto más examinamos esta historia, peor se ven las cosas. En 1861, 16 años antes que Bell, un alemán llamado Johann Philip Reis presentó un teléfono primitivo ante la Sociedad Física de Fráncfort, afirmando que, con la ayuda de la corriente galvánica, se podían reproducir a distancia los tonos de instrumentos e incluso, y hasta cierto punto, la voz humana. Durante mucho tiempo, Alemania ha considerado a Reis como el inventor del teléfono. Otro hombre, un electricista oriundo de un pequeño pueblo de Pennsylvania llamado Daniel Drawbaugh, afirmó en 1869 tener teléfono funcional en su casa. Presentó prototipos y 70 testigos que declararon haber visto o escuchado su invento en aquel momento. En el litigio ante la Corte Suprema en 1888 tres jueces concluyeron que había pruebas abrumadoras de que Drawbaugh había producido y expuesto en su tienda, en el año 1869, un instrumento eléctrico mediante el cual transmitía el habla…

    Es justo afirmar que no hubo un solo inventor del teléfono, y esta realidad sugiere que aquello que llamamos invención, si bien no se trata de algo sencillo, es simplemente lo que sucede una vez que el desarrollo de una cierta tecnología llega al punto donde el siguiente paso se vuelve accesible a muchas personas. Para la época de Bell otros ya habían inventado los cables y el telégrafo, habían descubierto la electricidad y los principios básicos de la acústica. Lo que le quedaba a Bell era ensamblar las piezas: no es tarea fácil, por supuesto, pero tampoco sobrehumana. En este sentido, es más útil pensar en los inventores como artesanos que como milagreros.

    La historia de la ciencia está llena de ejemplos de aquello que el escritor Malcolm Gladwell denomina el descubrimiento simultáneo, un fenómeno tan extenso que representa más la norma que la excepción. Son pocos los que hoy en día conocen el nombre de Alfred Russel Wallace. Sin embargo, él escribió un artículo proponiendo la teoría de la selección natural en 1858, un año antes de que Charles Darwin publicara El origen de las especies. Leibnitz y Newton desarrollaron el cálculo simultáneamente. Y, en 1610, otros cuatro sujetos realizaron las mismas observaciones lunares que Galileo.

    Entonces, ¿podemos decir que la figura del inventor solitario y marginal es meramente una fantasía, el producto vacuo de mucho bombo y platillo sin ningún significado en particular? No. Yo diría que su importancia es enorme, pero no por las razones que generalmente imaginamos. Los inventores que recordamos son importantes no tanto como inventores sino como fundadores de industrias disruptivas, industrias que causaron conmoción en el statu quo tecnológico. Ya sea gracias a las circunstancias o a la pura suerte, se encuentran exactamente en el punto correcto para imaginar el futuro y crear una industria independiente que lo explote.

    Centrémonos, en primer lugar, en el acto de la invención. Aquí la importancia del sujeto marginal se debe a que dicho personaje tiene el distanciamiento necesario para no participar en las corrientes de pensamiento prevalentes sobre el problema en cuestión. Esa distancia le brinda suficiente perspectiva como para entender el problema, pero con la suficiente lejanía para una mayor libertad de pensamiento; la libertad, por así decirlo, de la distorsión cognitiva de aquello que se opone a lo que podría ser. Esta distancia innovadora explica por qué muchos de los individuos que logran darle un vuelco a una industria suelen ser sujetos marginales, a veces incluso proscritos.

    Para entender este punto necesitamos saber la diferencia entre dos tipos de innovación: la que sostiene y la que causa disrupciones, una distinción mejor descrita por el teórico de la innovación Clayton Christensen. Las innovaciones que sostienen comprenden mejoras que refinan el producto sin amenazar su mercado. La innovación que causa disrupciones, por el contrario, amenaza con desplazar un producto establecido. Es la diferencia entre la máquina de escribir eléctrica, que mejoró la máquina de escribir original, y el procesador de texto, que la suplantó.

    Otra ventaja del inventor marginal tiene que ver menos con su capacidad imaginativa que con el hecho de que se trata de un sujeto desinteresado. La distancia otorga la libertad de desarrollar inventos que podrían desafiar o destruir el modelo de negocios de la industria dominante. El sujeto marginal es a menudo el único que puede permitirse barrenar una nave perfectamente funcional para proponer una industria que podría desafiar el sistema de negocios establecido o sugerir un nuevo modelo de negocios. Aquellos que están más cerca (y, a menudo, que se alimentan) de las industrias existentes tienen la presión constante de no inventar cosas que puedan arruinar a quien los tiene empleados. El sujeto marginal no tiene nada que perder.

    Es importante aclarar un punto: no es sólo la distancia, sino la distancia correcta, lo que importa; bien se puede estar demasiado lejos. Es posible que Daniel Drawbaugh en verdad haya inventado el teléfono siete años antes que Bell. Es posible que nunca sepamos la verdad, pero, aun si lo hizo, el asunto importa poco, dado que Drawbaugh no hizo nada con su invento. Estaba condenado a permanecer como inventor en lugar de fundador, ya que estaba demasiado lejos del campo de acción en el cual podía haber establecido una industria disruptiva. En este sentido, la alianza de Bell con Hubbard, un enemigo declarado de Western Union, el monopolio dominante, fue absolutamente crucial. Fue Hubbard quien convirtió el invento de Bell en un esfuerzo por derrocar a Western Union.

    No estoy diciendo, de ninguna forma, que la invención sea únicamente territorio de sujetos solitarios y que el poder de invención de todos los demás se encuentre suprimido, pero este no es un libro sobre cómo mejorar lo innecesario. El Ciclo se alimenta de innovaciones disruptivas que desbarrancan lo que alguna vez fue una industria próspera, llevan a los poderes dominantes a la quiebra y cambian el mundo. Ese tipo de innovaciones son sumamente raras, pero es a partir de ellas que funciona el Ciclo.

    Volvamos a Bell en su laboratorio de Boston. Sin duda poseía algunas capacidades esenciales, incluyendo conocimientos sobre acústica. Su cuaderno de laboratorio, el cual se puede leer en línea, esboza cierto grado de diligencia. Pero su mayor ventaja no era ninguna de estas cosas, sino el hecho de que el resto del mundo estaba obsesionado con tratar de mejorar el telégrafo. Para la década de 1870 tanto inventores como inversionistas habían entendido que podía existir algo como un teléfono, pero parecía una cosa remota e impráctica. Los hombres serios sabían que lo que realmente importaba era una mejor tecnología telegráfica. Los inventores se desbocaban por construir un telégrafo musical, un dispositivo que pudiera enviar varios mensajes por una sola línea al mismo tiempo. El otro santo grial de la época era un dispositivo para imprimir telegramas en casa.*

    Bell no era inmune a la seducción de dichas metas. Uno debe empezar por algún lado, y él también comenzó sus experimentos en busca de un mejor telégrafo; sin duda, eso es lo que sus patrocinadores creían estar financiando. Gardiner Hubbard, su principal inversionista, se mostró inicialmente escéptico con respecto al trabajo de Bell sobre el teléfono. Eso nunca iba a ser más que un juguete científico, dijo Hubbard. Sería mejor que te sacaras esa idea de la cabeza y siguieras adelante con tu telégrafo musical, el cual, si tiene éxito, te hará millonario.

    Sin embargo, cuando llegó el momento, Hubbard reconoció el potencial del teléfono para destruir a su enemigo personal, la compañía de telégrafos. En cambio, Elisha Gray, el rival de Bell, se vio obligado a mantener sus investigaciones telefónicas en secreto para que no se enterara su principal patrocinador, Samuel S. White. De hecho, si no hubiera sido por la oposición de White, hay suficientes razones para suponer que Gray hubiera creado un teléfono funcional y que lo habría patentado mucho antes que Bell.

    La incapacidad inicial de Hubbard, White, y todos los demás de reconocer la promesa del teléfono da muestra de un patrón que se repite con una frecuencia por demás vergonzosa para la raza humana. Y ello es así porque todo hábito y conocimiento, una vez adquirido —escribió Joseph Schumpeter, el gran teórico de la innovación— se arraiga tan profundamente en nosotros, como un terraplén ferroviario en la tierra. Schumpeter creía que nuestras mentes eran, en esencia, demasiado desidiosas como para buscar nuevas avenidas de pensamiento cuando las viejas aún podían servirnos. La propia naturaleza de los hábitos fijos de pensar, y su función ahorradora de energía, se funda en el hecho de que han llegado a ser subconscientes, dan sus resultados automáticamente y a prueba de crítica, y aun de contradicción, por parte de los hechos individuales.

    Los hombres que soñaban con un mejor telégrafo, se podría decir, habían quedado mentalmente trastocados por la demanda tangible de un mejor telégrafo. Mientras tanto, la demanda de un teléfono era puramente teórica. Nada, salvo la cuchilla del verdugo, estimula tanto a la mente humana como montañas de dinero en efectivo, y las recompensas obvias que esperaban a cualquier promotor del telégrafo eran distracción suficiente para quien estuviera dispuesto a pensar vagamente en la posibilidad de la telefonía, un asunto que ayudó a Bell. Para él, la emoción de lo nuevo era algo imbatible y sabía que, en su laboratorio, se estaba acercando a algo milagroso. Él, casi solo en el mundo, jugaba con poderes mágicos nunca antes vistos.

    El 10 de marzo de 1876 Bell logró transmitir su voz a cierta distancia por primera vez. Después de derramar ácido sobre sí mismo exclamó en su aparato telefónico: Watson, ven aquí, te necesito. Cuando se dio cuenta de que había funcionado, pegó un grito de alegría, hizo una danza de guerra india y vociferó, otra vez por el teléfono: ¡Dios salve a la Reina!*⁹

    EL PLAN PARA DESTRUIR A BELL

    Ocho meses después, ya tarde en la noche de la elección presidencial de 1876, un hombre llamado John Reid corría desde las oficinas del New York Times a la sede de la campaña republicana en la Quinta Avenida. En su mano sostenía un telegrama de Western Union con la posibilidad de decidir quién sería el próximo presidente

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