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El escritor gonzo: Cartas de aprendizaje y madurez
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El escritor gonzo: Cartas de aprendizaje y madurez
Libro electrónico797 páginas8 horas

El escritor gonzo: Cartas de aprendizaje y madurez

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Conocido básicamente por ser inventor del periodismo «gonzo», una forma trepidante, iconoclasta y personal de describir la realidad, Thompson rompió los moldes tradicionales de la crónica periodística y la ficción fundiendo ambas en un discurso literario. Pero hubo también un Thompson íntimo y personal que todos los días, de madrugada, escribía cartas a amigos y desconocidos para detallarles lo que ocurría a su alrededor y sobre todo lo que sucedía en su turbulenta cabeza. Su correspondencia es un monumento literario y entre sus páginas se encuentran los pasajes más amenos, divertidos, brutales, sinceros y conmovedores que escribió. La presente antología presta atención sobre todo a la gestación del Thompson novelista y periodista gonzo, y a sus relaciones con personajes destacados de la vida literaria y política norteamericana. Se ha procurado en todo momento que haya un sentido de la continuidad entre las cartas, de modo que el lector pueda leerlas como una autobiografía. «Una radiografía del cerebro de un escritor aparentemente loco y decididamente revolucionario» (The Times). «Humor perverso y una fe política tonificante» (The New York Times). «Brillante y por encima de toda descripción» (Rolling Stone).

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 abr 2012
ISBN9788433945112
El escritor gonzo: Cartas de aprendizaje y madurez
Autor

Hunter S. Thompson

Hunter S. Thompson was born and raised in Louisville, Kentucky. His books include Hell’s Angels, Fear and Loathing at Rolling Stone, Fear and Loathing on the Campaign Trail ‘72, The Rum Diary, and Better than Sex. He died in February 2005.

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    El escritor gonzo - Antonio-Prometeo Moya Valle

    Índice

    Portada

    Primera parte: 1955-1967. El camino de la dignidad

    Prefacio: La maldición de la placa de bronce, por William J. Kennedy

    Nota del editor, por Douglas Brinkley

    Nota de Hunter S. Thompson

    1955

    1956

    1957

    1958

    1959

    1960

    1961

    1962

    1963

    1964

    1965

    1966

    1967

    Segunda parte: 1968-1976. Miedo y asco en América

    Introducción

    Nota del editor

    1968

    1969

    1970

    1971

    1972

    1973

    1974

    1975

    1976

    Notas

    Créditos

    Primera parte: 1955-1967

    El camino de la dignidad

    PREFACIO: LA MALDICIÓN DE LA PLACA DE BRONCE

    Una institución que luche siempre por el progreso y las reformas, que nunca transija con la injusticia o la corrupción, que siempre se oponga a los demagogos de todos los partidos, que no pertenezca nunca a partido alguno, que siempre se oponga a las clases privilegiadas y a los saqueadores públicos, que sea solidaria con los pobres, que siempre se dedique al bienestar público, que nunca se contente con publicar noticias, que sea independiente a rajatabla, que nunca tema atacar la injusticia, ya venga de la rapacidad de la plutocracia o de la rapacidad de la pobreza.

    JOSEPH PULITZER, 10 de mayo de 1883, editorial con motivo de la adquisición del New York World (reproducido en una placa de bronce

    en la Times Tower de Nueva York)

    Era a fines de verano de 1959. Hunter Thompson había derribado a puntapiés la máquina de golosinas del Daily Record de Middletown (Nueva York), había sido despedido por «demasiado excéntrico» y buscaba trabajo. Respondió a un anuncio de Editor & Publisher en que se solicitaba un jefe para la sección deportiva de un periódico nuevo, el San Juan Star. Tenía veintidós años, pero se presentaba diciendo que tenía veinticuatro. Dijo que el empleo le interesaba porque estaba en Puerto Rico, lejos de la «gran democracia rotaria» del continente.

    Mencionó los problemas que había tenido en Middletown y también dijo que daba conferencias sobre el significado de la Generación Beat. «He dado por perdido el periodismo americano», dijo en una carta. «La decadencia de la prensa estadounidense salta a la vista desde hace tiempo y el mío es demasiado valioso para malgastarse suministrando al hombre de la calle su ración diaria de clichés [...] Hay otra forma de concebir el periodismo [...] Está grabada en una placa de bronce de la esquina suroriental de la Times Tower de Nueva York.» Añadió que por el momento tenía que volver a su novela, parte de la cual estaba en las oficinas neoyorquinas de Viking Press.

    Como director editorial del joven Star, le escribí explicándole que nuestro director general¹ era miembro del Club de los Rotarios, que nuestra redacción abundaba en reporteros (y jefes de sección) informales que, al igual que él, escribían ficción, y le sugerí que volviese a su novela o que empezase otra, con una trama sobre la placa de bronce de la Times Tower. «Siempre habría que escribir sobre lo que se conoce íntimamente», le dije, y añadí que si alguna vez adquiríamos una máquina de golosinas y necesitábamos que alguien le diese puntapiés, nos pondríamos en contacto con él.

    Recibió mi carta en su casa de Louisville a la misma hora que la nota de Viking rechazando su novela, se sentó a la mesa y me respondió diciendo: «su carta es muy graciosa, amigo mío, y su interpretación de la mía, maravillosamente típica del cerebro subnormal responsable del apolillamiento de la prensa americana, pero no crea que la falta de una invitación por su parte me impedirá ir ahí, y cuando lo haga recuérdeme primero que le patee la dentadura y luego que le meta una placa de bronce por el intestino delgado».

    Le repliqué diciendo que como era el experto que se las sabía todas en el tema del apolillamiento periodístico, le pagaríamos al precio que tuviéramos por norma un resumen de sus defectos en tres páginas mecanografiadas a doble espacio que publicaríamos en nuestro primer número, junto con las cartas que habíamos cruzado. Le dije que ninguna otra publicación conocida iba a darle ni los buenos días, y firmé «Intestinalmente suyo».

    Su respuesta: «¡Papaíto! ¿De verdad le molestó el pasaje de la placa de bronce? [...] No me importa decir, amigo Kennedy, que su carta me gustó. Sostenemos una curiosa correspondencia.» Pero añadía que yo era un optimista trágico si pensaba que se podía tratar del apolillamiento en tres páginas y daba por sentado que mi oferta no tenía otro objeto que «machacar ceremonialmente [...] a un beatnik locuaz». Aun así, dijo que lo intentaría y lo intentó.

    «Estimado Cagatintas», escribió, adjuntando a su carta una obra teatral en un acto: «un drama brutal, a mazazos de bajo nivel [...], una farsa, desde luego, pero con un tema fuerte». Decía también que mi última carta le había sorprendido, «y quizá a la larga tendré que presentarle mis disculpas por ofenderlo de este modo».

    Le rechacé la obra teatral por contener «clichés refritos con un trasfondo chabacano» y le deseé suerte con el libro, señalándole que haría bien en dejar el periodismo si le interesaba en serio la novela y sugiriéndole que si alguna vez pasaba por mi barrio, se acercase a tomar un trago.

    Me respondió con una página que chorreaba revanchismo: «No espere que le envíe un cajón de tópicos para cubrir el hediondo cadáver de su periódico como una bandera nacional extendida sobre un ataúd lleno de mierda.» Añadía: «Imagino que es usted muy decente, a su manera, y creo que es una vergüenza que se haya dejado contratar como portavoz del rotario internacional.»

    Menos de dos meses después probó en Sportivo, una revista reciente de San Juan, dedicada a los bolos. «Puede que me den una oportunidad para engañarle [al director] y hacerle creer que soy normal», escribió a su amigo Bob Bone, reportero del Star; y le dieron el empleo. Pero fingirse normal fue una locura. El director de Sportivo resultó que era, en palabras de Hunter, «un embustero, un estafador, un firmante de cheques sin fondos, un granuja que siempre te la pega y, por lo demás, un guarro», y el empleo sólo produjo otra temporada de insolvencia.

    Pero Hunter estaba por fin en San Juan y poco tiempo después se presentó en la redacción del Star. Lo recibió Fred Harmon, nuestro redactor jefe de temas económicos: «No tenemos máquina de golosinas, pero hay una de tabaco en el rincón.» Fuimos varios a tomar el trago prometido, a hablar de placas de bronce y de novelas, y Hunter pasó varios meses de su vida en Puerto Rico.

    Lo echaron de dos casas, pero al final encontró una en una playa desierta, llamó a su futura esposa, Sandy («Apenas tengo para mantenerme yo», le dijo en una carta, «y mucho menos para mantener a una esposa legítima, así que supongo que por lo menos traerás algo de dinero para comer»), escribió ficción, hizo periodismo independiente y sostuvimos una serie de charlas nocturnas sobre literatura y sobre cómo y por qué escribíamos.

    En junio estaba en la miseria, la policía lo había molido a palos y metido entre rejas por alteración del orden público y resistencia a la autoridad, se vio obligado a beber agua de lluvia y fue devorado por las pulgas de mar, y como cabía la posibilidad de que lo condenaran a un año de cárcel, huyó de Puerto Rico en un bote de vela.

    Me escribió desde las Bermudas: «Señor director, me llamo HS Thompson y me gustaría trabajar para el San Juan Star [...] Tengo entendido que Puerto Rico es un lugar maravilloso para vivir [...] Mi información procede de tres sujetos que conocí en un psiquiátrico del norte del estado de Nueva York [...] Eran buenos chicos y me enteré de casi todo lo que decían.»

    Tal fue el inverosímil comienzo de una amistad y una correspondencia que dura ya [en 1996] treinta y siete años. Pero cuando alguien se cruza con Hunter ocurren cosas extrañas. La vida le sobreviene por caminos desconocidos para la mayoría de los mortales. En las cartas que he citado más arriba (y de las que hay un amplio muestrario en las páginas que siguen) acecha la profecía, la del porvenir de Hunter en tanto que estilista magistral de la prosa americana y la ficción periodística, y la del estilo de vida del que tanto provecho ha sacado: creando caos para minar los planes que más le tentaban, coqueteando con la autodestrucción para llegar al éxito, manteniendo un diálogo simbiótico con la desesperación desenfadada y soportando la plaquería de bronce y otros rechazos gracias a la Retórica del Vengador; por ejemplo, en 1965 escribió a un jefe de redacción que le daba largas: «Voy para Nueva York en burra y a meterte en las tripas una bengala que escupe mierda»; y en 1967 dice que se propone castigar a un agente literario «rompiéndole la dentadura con un garrote nudoso y desgraciándole todos los demás huesos y órganos a los que pueda llegar en el escaso tiempo que supongo que van a concederme».

    Las herramientas que iba a utilizar Hunter en años venideros –el ingenio estrambótico, la burla incesante, los excesos gratuitos, la suprema confianza en sí mismo, la historia del meritorio yo herido y la cólera idiosincrásica del rebelde justo– ya estaban allí en San Juan, en su imaginación juvenil. Durante aquellos días empleó esas herramientas con la idea de ser novelista. La primera vez que hablamos de ficción me dijo que la obra en la que estaba trabajando se titulaba Prince Jellyfish (El príncipe blandengue), y no tardó en dar comienzo a El diario del ron, que acapararía su atención durante los años siguientes. Ninguna de las dos novelas se ha publicado todavía, aunque en Songs of the Doomed han aparecido fragmentos de ambas.

    «Prince Jellyfish rechazado de nuevo, por tercera y última vez», me escribió desde Nueva York en agosto de 1960. «[...] En realidad no es un buen libro [...] Invertiré este año en experiencias y empezaré esa Gran Novela Puertorriqueña que te mencioné [...] Yo mismo me he puesto en apuros tan a menudo que, francamente, ya no puedo considerarme un mártir [...] Creo que me va mucho mejor el papel de tanteador de oportunidades dotado de un talento grande y deforme.»

    Hunter sabía que me habían rechazado algunos escritos y eso le molestaba más que los rechazos que sufría él. «Tú no eres ningún mártir», me dijo con convicción, «pero creo que abordas tu literatura con más sinceridad que yo la mía. Soy demasiado codicioso para desearte mucha suerte, pero si empiezas a tener éxito sin pasar por encima de mi cadáver, espero que lo consigas.»

    Esta observación me pareció atípicamente sincera, pero su cháchara sobre el martirio y ponerse en situaciones comprometidas eran ideas románticas que valían poco más que para que un escritor se tomara en serio a sí mismo. Nos contábamos algunos casos, el olvido de Faulkner, la mala suerte de Nathanael West, la lamentable desaparición de Fitzgerald con sus obras agotadas. Pero lo único que Hunter había hecho para ponerse en situaciones comprometidas era beber demasiado y escribir periodismo barato para seguir viviendo. Su verdadero problema era la inconveniencia de su ficción, que también era mi problema. Los años que nos aguardaban nos lo demostrarían a ambos.

    Esta antología de cartas de Hunter es una fuente de primera mano para conocer aquel período de su vida, para saber cómo se formó el característico autor de ficción que acabó siendo.

    1960: «Si no estuviera tan seguro de mi destino, podría incluso decir que estaba deprimido. Pero no lo digo, y siempre queda el correo de mañana.» «Mi ficción sigue sin colocarse [...] He empezado la Gran Novela Puertorriqueña (El diario del ron) & espero que resulte.»

    1961: El libro iba mal, según me escribió, y un agente se negó a hacerse cargo de él. «Así vamos tirando, barcos contra la corriente», escribió, citando el Gatsby, emblema del mártir del Sueño Americano.

    1963: Reacciono negativamente a El diario del ron y le digo que abandone la novela. «He decidido reescribirla», me dice por carta.

    1964: Ganar dinero con el periodismo no le satisface. «Con suerte, volveré a la ficción.»

    1965: Sin blanca ni trabajo, «peleo con una novela [...] la ficción no me deprime, como el periodismo. Es un trabajo más difícil, pero mucho más humano».

    1965: Seis editores le proponen escribir un libro a raíz de su artículo en The Nation sobre las bandas de moteros: «Me pongo histérico ante la perspectiva de tener dinero [...] La gran esperanza por el momento parece que es El diario del ron. Si tuviera la novela en debida forma, mañana mismo conseguiría un anticipo de 1.500 dólares. Pero, por desgracia, no está lo bastante bien como para entregarla.»

    1965: «Debería haber dejado el periodismo [...] y haber puesto en la ficción todo lo que valgo. Porque si alguna vez valgo algo, creo sinceramente que será en el reino de la ficción, único medio de dar libre curso a mi imaginación, mi punto de vista, mis intuiciones y todos los demás imponderables que ponen nerviosa a la gente cuando se trata de mi trabajo periodístico.»

    Podría decirse que este último párrafo representa un tope en el convencimiento de Hunter de que lo que busca con tanto afán no es periodismo. Estas cartas se repiten hasta 1967 y hay que esperar a 1970, cuando publica «El derby de Kentucky es decadente y depravado» en Scanlan’s Monthly, para ver el nacimiento definitivo del periodismo gonzo. ¿Era periodismo? Bueno, había aparecido en una publicación periódica. Pero ¿no era ficción en el fondo? No era Hemingway corriendo entre los toros en su ciudad favorita, pero era Hunter corriendo con los caballos en su idioma favorito. Era un relato, la mejor ficción que había escrito en su vida.

    En el curso de nuestras maratonianas conversaciones de los primeros tiempos, un tema que reaparecía era el de los escritores originales: la fuerza de su lenguaje los distinguía; lo principal era lo que contaban, no sus ideas, y para que una idea encontrara su lugar necesitaba materializarse en el relato o no servía para nada. Querer acercarse al lector con los colmillos chorreando sentido común era una idea tan ridícula como inútil.

    Estas conversaciones forman parte del aprendizaje básico de cualquier autor de ficción. El problema real es aprender a usar las intuiciones. Hunter se identificaba con los parias literarios: el Holden Caulfield de Salinger, el hombre de mazapán de Donleavy. De Mencken aprendió a ser un perro de presa, pero aplaudía a Algren, a Fitzgerald y a West, y memorizaba a Dylan Thomas y a Faulkner. Recuerdo haberle oído decir, a fines de los años sesenta, que lo que más deseaba era crear «nuevas formas» de ficción.

    El artículo sobre el derby había señalado el camino hacia el gran filón. Luego llegó Playboy y le siguieron The New York Times Magazine, Sports Illustrated, Rolling Stone, Esquire, etc. Había descubierto que podía ganar desconcertantes cantidades de dinero escribiendo lo que parecía periodismo, aunque en realidad estaba madurando su obra de ficción.

    En 1971 El diario del ron estaba en el sótano y Hunter escribía uno de los libros más divertidos y originales de los últimos treinta años, Miedo y asco en Las Vegas, un encendido cántico a la locura de la droga que consolidó su creciente fama, lo convirtió en drogadicto loco e icono cómico, en periodista gonzo con la influencia pública de una estrella del rock.

    Su libro sobre las elecciones presidenciales de 1972, Fear and Loathing: On the Campaign Trail ’72, publicado por entregas en Rolling Stone, transformó su imagen: ahora había un ingenio mordaz, de colmillos chorreantes, que se presentaba como enterado político. Pero ese libro fue algo más que periodismo: debía tanto a la imaginación como a la perspicacia política. Entraba, en parte al menos, en la misma categoría que el artículo sobre el derby y el libro de Las Vegas: en la ficción.

    Que a Hunter se le haya seguido llamando periodista es uno de los grandes escamoteos de nuestra época, y de los menos reconocidos. Él mismo hizo un esfuerzo medio sincero por confesar el timo cuando publicó en La gran caza del tiburón las notas referentes al origen del libro sobre Las Vegas. Gonzo, escribió, «es un estilo de información basado en la idea de William Faulkner de que la mejor ficción es mucho más verdadera que cualquier tipo de periodismo..., cosa que saben de siempre los buenos periodistas». Proseguía diciendo que Miedo y asco en Las Vegas era un experimento fallido de periodismo gonzo, «tan complejo en su fracaso que creo que puedo arriesgarme a defenderlo como una primera y torpe tentativa en una dirección con la que eso que Tom Wolfe llama Nuevo Periodismo lleva coqueteando casi una década».

    La explicación de por qué el libro de Las Vegas fue un patinazo no nos interesa aquí y en cualquier caso Hunter elude la cuestión. Pone el dedo en la llaga cuando dice del libro: «Como auténtico periodismo gonzo no sirve en absoluto y aunque sirviera, posiblemente yo no lo admitiría. Sólo un loco rematado podría escribir una cosa así y luego pretender que sea cierta.»²

    No era locura diagnosticada, sino locura imaginada: en pocas palabras, una novela.

    Pero ¿quién le creyó?

    Desde entonces, los editores de libros y revistas vienen endosando su trabajo a los crédulos como si fuera periodismo, cuando en realidad sólo es una sarta de mentiras, lo cual, dicho sea de paso, es una definición clásica de la ficción.

    Espero que todos aprendamos la lección.

    La última vez que estuvimos en el Tosca Bar de San Francisco, Hunter iba de incógnito, se había registrado en un hotel con el nombre de Ben Franklin. Me di cuenta en el acto de que fumaba y bebía mucho. Le aconsejé que se moderase, que iba a cumplir sesenta años y era su única solución si quería seguir trabajando.

    –Yo sólo bebo ya un vaso de vino tinto de vez en cuando –le dije.

    Admitió que yo tenía razón y apagó el cigarrillo.

    –Dios nos perdonará –dijo, ingiriendo una sustancia extraña por medio de un tubo.

    –El trabajo es lo único que importa –dije.

    –Lo sé –dijo–. Por eso voy a escribir una novela. Puede que dos.

    –Sí, claro, dos novelas –dije–. Ya oí eso en San Juan.

    WILLIAM J. KENNEDY

    Averill Park, Nueva York,

    23 de octubre de 1996

    NOTA DEL EDITOR

    No hay que ser holgazán; no se invita a la inspiración, se corre tras ella con un palo.

    JACK LONDON

    El 22 de noviembre de 1963, a mediodía, Hunter S. Thompson se enteró del atentado que acabó con la vida del presidente John F. Kennedy y reaccionó sentándose ante la máquina de escribir en su casa de Woody Creek, Colorado. Desahogó su furia en una carta que escribió a su amigo William Kennedy (que veinte años después ganaría el Premio Pulitzer por su novela Tallo de hierro). «En mil kilómetros a la redonda no hay ningún ser humano al que pueda contar nada, y mucho menos el miedo y el asco que siento después del crimen de hoy [...] A partir de ahora reinará el juego sucio y la zancadilla. Los fanáticos violentos han hecho trizas el mito de la decencia americana.»

    «Miedo y asco» –sin permiso de Søren Kierkegaard– pasó pronto a ser la frase característica de Thompson, la receta concentrada de su justificado desprecio por una cultura de consumo consentida y disfuncional. Empleada en relación con los Ángeles del Infierno, Richard Nixon o el Sudeste Asiático, «miedo y asco» fue el epíteto multiuso que condensaba la muerte del Sueño Americano. En 1996 la Modern Library eligió su obra maestra de lo cómico, Miedo y asco en Las Vegas (1971), un favorito de culto desde hace mucho, para incluirla en su famosa lista de clásicos universales en edición asequible, donde quedó catalogada entre Thackeray y Tolstói. Otro conocido título de Thompson que contiene la expresión –Fear and Loathing: On the Campaign Trail ’72 (1973), del que el New York Times dijo que era «el mejor informe publicado hasta la fecha sobre lo que significa estar en el centro de la escena política americana»– está previsto que se incorpore también a los fondos de la Modern Library.

    Las cartas de la presente antología son una pequeña fracción de las veinte mil, en números redondos, que escribió Thompson desde edad muy temprana. Estuviera en su casa de Ransdall Avenue en Louisville, donde pasó su infancia, en una buhardilla de Greenwich Village o en Colombia, viajando por el río Magdalena en una barcaza cargada de cerveza, Thompson escribía cartas sin parar y siempre ponía papel carbón para tener copia, dado que esperaba que algún día se publicarían, a modo de testimonio de su vida y su época. «Eran días anteriores a las fotocopiadoras», dijo, comentando su inesperado espíritu de urraca. «Y yo tenía un carácter anal que lo guardaba todo.»

    Las cartas más antiguas que se conservan en su rancho, Owl Farm, son de 1947, de cuando el joven Thompson tenía diez años, empezaba a informar sobre los deportes locales y buscaba suscriptores para su periódico, The Southern Star, que se imprimía en ciclostil, tenía dos páginas y costaba cuatro centavos de dólar. A los doce años escribía cartas al director del Courier-Journal de Louisville para quejarse de la mala información que daba el periódico sobre todos los temas, desde las relaciones entre las razas hasta la historia de la guerra de Secesión. Thompson conservaba también casi todos sus ejercicios escolares, incluso un diario redactado con irregularidad y lleno de inocentes reflexiones juveniles y promesas de mejora. Por ejemplo, el día de Año Nuevo de 1951 anotó las diez metas que se proponía conseguir aquel año, la primera de las cuales era «¡Calmarme!», la segunda «Encontrar una mujer buena antes de marzo» y la tercera «Vestir siempre con elegancia».

    Entre su correspondencia más antigua, la categoría más abundante –a causa de su carácter juvenil y personal, no se ha incluido este material en el presente volumen– es la de las cartas que escribió a su madre Virginia, una bibliotecaria de Louisville, todos los días que pasó encerrado, entre mayo y julio de 1955, en la cárcel del condado de Jefferson por un robo que no había cometido. «La policía miente», escribió desde su celda. «La injusticia prospera.» Cuando le dieron la condicional, se alistó en la aviación militar. Tras pasar dos meses de instrucción básica en San Antonio, fue destinado a la Base Scott, en Belleville, Illinois, donde estudió radioelectrónica. En septiembre de 1956 se fue de Scott y pasó a ser redactor jefe de deportes del Command Courier, el periódico de la Base de la Fuerza Aérea de Eglin (Pensacola, Florida), y fue entonces cuando Thompson empezó a escribir cartas serias de manera regular, por lo general a antiguos compañeros de estudios de la prestigiosa Athenaeum Literary Association de Louisville. Mientras convertía su sección deportiva en la mejor del norte de Florida, se familiarizó con todos los aspectos de la edición, la fotografía, la redacción de noticias, los titulares y la tipografía. Utilizaba su fiel Underwood para escribir artículos, para las gestiones comerciales y para estar en comunicación con un amplio círculo de amistades, y la costumbre de escribir cartas por la noche se convirtió en un ritual que practica hasta el día de hoy. «Puedo suscitar más polémica con una pequeña máquina portátil que la mayoría con todo un servicio de noticias», escribió a su amigo de Louisville David Ethridge en 1958. «Y me encanta una buena polémica, chico.»

    La personalidad que brota de las primeras cartas recogidas en este volumen es la de un disidente dotado y seguro de sí mismo, con cierta tendencia pirata, que busca la verdad desnuda en un mundo lanzado a la carrera y sumido en una guerra fría irracional. «Así como algunas personas se vuelven hacia la religión para encontrar significados, el escritor se vuelve hacia su oficio y se esfuerza por imponer los significados o por rescatarlos del caos y ponerlos en orden», escribió a un amigo en 1958. Escribir cartas fue el método que siguió Thompson para poner orden en el estilo de vida literario quizá más itinerante que se conoce desde que el poeta Vachel Lindsay recorrió Estados Unidos componiendo poesías por un centavo. «Creo que el solo hecho de que escriba esta carta y sienta la necesidad de escribirla nos muestra el valor de ordenar palabras en un papel», dijo a una amiga mientras estaba en la fuerza aérea. «Supongo que por eso escribo tantas cartas, porque es el único medio –aparte de ponerme en serio a escribir ficción– de ver la vida objetivamente. Por lo demás, me enfrasco tanto en ello que olvido que el resto del mundo no es más que un decorado para mi vida.»

    A veces, sin embargo, sobre todo después de dejar la aviación militar, en octubre de 1958, se dedicó a escribir cartas por el placer de embriagarse con las palabras, para sentirse libre con el lenguaje y evitar el bloqueo del escritor. Deseoso de ser un novelista de primera categoría y de que su Underwood interpretara como un Steinway, transcribió páginas de El gran Gatsby y de Fiesta, con ánimo de destilar la prosa musical de los novelistas que veneraba. Algunas cartas tempranas son claramente ejercicios concebidos para imitar el estilo de diversos escritores, desde John Dos Passos hasta Lord Buckley, pasando por William Styron. Convencido a los veinte años de que iba a ser el F. Scott Fitzgerald de su generación, viajaba con su correspondencia guardada en baúles, creyendo que algún día tendría allí una pensión para la vejez. «He estado leyendo dos cartas que te mandé cuando estabas en Islandia», escribió a su compañero de armas Larry Callen en 1959. «A lo mejor me da por publicar mis cartas completas antes de pasar a la historia y no después.»

    En conjunto, las primeras cartas revelan a un brillante artesano, un adolescente fanfarrón que ha ideado una filosofía inconformista parecida a la de sus héroes favoritos, el de El manantial de Ayn Rand, el de El guardián entre el centeno de J. D. Salinger, el de Siddharta de Hermann Hesse o el de El filo de la navaja de Somerset Maugham, siempre marchando al son de la propia música con una voz sin freno. «No temo nada ni quiero nada», escribió a una amiga en 1958. «Espero como un psicópata en un juego de tocar a los demás con la pelota, jadeando mientras los tontos deciden quién me lanzará la pelota a continuación y saltando para esquivarla sin más motivo que el hecho de que me gusta ponerme en medio.» Por las cartas se advierte con claridad que Thompson trataba deliberadamente de presentarse como el Adán americano, una figura que según el crítico R. W. B. Lewis es «un individuo solitario, que confía en sí mismo y se motiva solo, dispuesto a enfrentarse a cualquier cosa que le aguarde, sin contar con más ayuda que sus solos recursos personales».³ Los escritores que más admiraba Thompson cuando era veinteañero –Ernest Hemingway, Jack London, Henry Miller– no formaban parte de un movimiento literario o un club de élite, sino que cada uno era un salón literario ambulante. «Un buen escritor está por encima de los movimientos», escribió Thompson, «no es ni cabecilla ni discípulo, sino una resplandeciente pelota blanca de golf en un fairway donde crecen margaritas silvestres.» No fue casualidad que se mudara a Big Sur en 1960: quería estar cerca de Miller, al que admiraba más que a los otros por su franqueza iconoclasta.

    Un tema que se repite en sus cartas es el desprecio que sentía por la prensa mayoritaria; según él sus miembros eran aduladores, portavoces del Club de los Rotarios, del gobierno nacional y de la clase dirigente de la Costa Este. Prefería el periodismo subjetivo de H. L. Mencken, Ambrose Bierce, John Reed e I. F. Stone a todos los periodistas presuntamente objetivos del New York Times. Tras ser despedido del Daily Record de Middletown (Nueva York) en 1959 por patear una máquina de golosinas, concibió lo que podría considerarse su lema universal: «Me propongo seguir viviendo como creo que debería.» Y con el mismo espíritu expuso dos normas fundamentales para los escritores en ciernes: «Primera, no dudes en emplear la fuerza, y segunda, abusa de tu crédito. Si recuerdas las dos normas y te andas con ojo, tendrás una oportunidad de conseguir algo.»

    Es difícil precisar cuándo apareció el llamado nuevo periodismo. Desde luego, las cartas de los años 1965-1966 ponen de manifiesto que lo estaba cultivando una serie de escritores audaces que contaba con un público amplio y sensible. Aunque Gay Talese, Jimmy Breslin, Truman Capote, Tom Wolfe, Norman Mailer y Terry Southern –destacados conocidos de Thompson– han señalado que Esquire y el neoyorquino HeraldTribune fueron el caldo de cultivo del nuevo periodismo,Thompson –que prefiere hablar de «periodismo impresionista»– no acepta esta versión provinciana del fenómeno. Mucho antes de que George Plimpton eligiera el fútbol americano para escribir The Paper Lion, Thompson había reconocido con asombro en Ernest Hemingway, en Stephen Crane y en Mark Twain aquella mezcla de las técnicas de la ficción y el reportaje para subrayar las virtudes de la implicación del autor en la descripción de acontecimientos notables.

    Cuando leí la correspondencia y los cuadernos de notas de Thompson de principios de los años sesenta, comprendí que quien más influyó en la técnica y el estilo de Thompson fue quizá el George Orwell que había descrito sus experiencias personales de la guerra civil española en Homenaje a Cataluña y su convivencia con los indigentes en Sin blanca en París y Londres. Si Orwell podía vivir en la miseria con borrachos de los bajos fondos y escribir sobre ello, Thompson haría lo mismo, se infiltraría en las guaridas de contrabandistas de Aruba, en los prostíbulos de Brasil, en las bandas de moteros de California, aunque acabara apaleado o en la cárcel. Para que el periodismo hiciera valer sus derechos frente a la ficción, el argumento tenía que tener ecos de eternidad. «La ficción es un puente hacia la verdad al que el periodismo no llega», escribió al editor Angus Cameron en 1965. «Los hechos son falsedades cuando se les da sentido.» Había otros que cultivaban el periodismo impresionista en los años cincuenta y sesenta y a los que Thompson admiraba –A. J. Liebling escribía sobre el periodismo estadounidense, Grantland Rice sobre deportes, James Baldwin sobre conflictos raciales y Norman Mailer sobre la angustia de vivir–, pero desde el punto de vista de Thompson, ninguno expresaba el explosivo sentido de la aventura periodística en primera persona como Orwell, Hemingway y London.

    En el joven Hunter S. Thompson siempre hubo un elemento de superioridad sarcástica: al invitar a William Faulkner a ir con él a su helada cabaña del valle del Hudson a «robar gallinas»; al acusar a Nelson Algren de ser tan canalla como Nixon; al advertir a Norman Mailer que vigilase su espalda porque «HST» estaba escribiendo la «Gran Novela Puertorriqueña». Si Hemingway, fusil en mano, había cobrado caza mayor en el Kilimanjaro, Thompson, armado con un cuchillo Bowie, acechó a un jabalí en Big Sur. Si el «hombre de mazapán» de J. P. Donleavy pidió cinco whiskies para llevar, Thompson pidió cinco botellas. Thompson quería pergeñar una historia tan desorbitada y retorcida que El corazón de las tinieblas, a su lado, pareciese un cuento para dormir; pero con humor, un guiño y un gesto de complicidad.

    Ningún escritor estadounidense de los últimos tiempos ha suscitado tanta polémica como Hunter S. Thompson. Su mitificada personalidad recibe a veces más atención que sus ocho libros publicados. En los últimos seis años se han escrito no menos de cuatro biografías sobre él.⁴ Garry Trudeau hace veinte años que se gana la vida con su tira cómica Doonesbury y con el personaje de Uncle Duke, basado en Thompson. Como en el caso de Batman y Green Hornet, se han comercializado imágenes de Thompson sin su permiso, mientras en el cruce de Haight y Ashbury se venden camisetas estampadas con FEAR AND LOATHING IN LAS VEGAS y con las facciones de Jerry Garcia, Mick Jagger y Kurt Cobain. Descrito por William Zinsser en OnWritingWell (1980) como el «Mencken consumidor de ácido» de Estados Unidos y por el difunto presentador de noticias de la NBC John Chancellor como «Billy el Niño con anfetas», Thompson ha sido una figura tan popular en la prensa sensacionalista como en las universidades, dos ámbitos que se han interesado más por los cotilleos sobre su alcoholismo y su drogadicción que por sus obras completas. Pero como revelan las cartas de este volumen –sobre todo cuando Thompson se dirige a sus amigas y a su madre–, la imagen pública no coincide con una personalidad privada más dada a la meditación. «Todavía no he encontrado una droga que me coloque más que escribir», afirmó en 1989 mientras lo entrevistaban a propósito de otro libro sobre su vida.

    Como documentan estas cartas, creía que el periodismo tradicional no era apropiado para cubrir acontecimientos tan capitales como los debates Nixon-Kennedy, el asesinato de JFK, la intensificación de la guerra de Vietnam por Lyndon B. Johnson y el regreso político de Nixon. «La prensa no puede hacer que trague a Johnson», escribió a un amigo en febrero de 1964. «No huele bien.» Como su héroe Bob Dylan daba a entender en el desdeñoso estribillo de la «Ballad of a Thin Man» («Aquí pasa algo / pero no sabemos qué es, / ¿verdad, señor Jones?»), la prensa de las clases dominantes de los años sesenta no sabía cubrir las manifestaciones de los Panteras Negras, ni los conciertos de los Grateful Dead, ni las experiencias con LSD. Hunter S. Thompson sí. «Mi reciente trabajo aquí ha tenido que ver con bailarinas con los pechos desnudos, la basura de la bahía, la marihuana, el kárate y una mixtura de intereses oscilantes e impublicable en términos generales», escribió a un amigo en 1965. Thompson fue un intérprete cultural de la época, con un pie en el periodismo mayoritario al servicio de la Dow Jones Company y el otro en el underground psicodélico. «Estoy aquí estudiando lo que parece ser una epidemia de atrofias del Sueño Americano», escribió a un editor neoyorquino.

    La expresión que más se relaciona con Hunter S. Thompson, «periodismo gonzo», entró en el inglés estadounidense en 1970, cuando el periodista Bill Cardoso, del Boston Sunday Globe, al leer «El derby de Kentucky es decadente y depravado» en Scanlan’s Monthly, exclamó: «Era gonzo puro.» Aunque algunos sostienen que la palabra viene del italiano y que significa bobo, Cardoso insiste en que se originó entre los irlandeses del sur de Boston y se refiere al último que queda en pie después de una noche de borrachera. En tanto que forma literaria, apenas necesita corregirse: lo fundamental es el periodista y la búsqueda de información. Notas garabateadas, transcripción de entrevistas, fragmentos de artículos, flujo de conciencia, charlas telefónicas reproducidas literalmente: tales son los elementos básicos de un periodismo gonzo rabiosamente subjetivo. «Es un estilo de información basado en la idea de William Faulkner de que la mejor ficción es mucho más verdadera que cualquier tipo de periodismo», señaló el propio Thompson. Herbert Mitgang, crítico del New York Times, dio la mejor descripción de gonzo cuando dijo que era cualquier cosa escrita por Hunter S. Thompson: «Gonzo, su forma peculiar de periodismo, aparece ya en la última edición del diccionario de Random House, que para definir la palabra recurre a sinónimos como estrafalario, disparatado y excéntrico. En el diccionario no se reconoce a ningún otro cultivador del periodismo gonzo.»

    Aunque Thompson tiene una merecida fama de amenazar a directores de periódico y de despedir a agentes literarios, a los que llama «sanguijuelas que chupan el diez por ciento de la vida americana», buena parte de este volumen recoge cartas cruzadas con directores y jefes de redacción inteligentes que le dieron grandes oportunidades, en concreto Clifford Ridley, del National Observer, y Dwight Martin, de The Reporter. Los dos le escribieron diciéndole que sus cartas eran incluso mejores que sus artículos, que estaba en curso de convertirse en otro Lincoln Steffens. Pero hubo un director al que Thompson admiró durante toda su larga trayectoria literaria: Carey McWilliams, de The Nation.

    McWilliams se interesó por Thompson en agosto de 1962, cuando leyó la serie de extraordinarias crónicas de éste sobre Latinoamérica en el National Observer, un jovencísimo semanario que publicaba la Dow Jones Company. McWilliams, que tenía ojo para reconocer el talento, quedó impresionado por la «impetuosa capacidad» de Thompson para «profundizar en un tema», como hizo en «A Footloose American in a Smugglers’ Den». Un par de años después, Thompson dejó el National Observer porque sus directivos se negaron a publicar su brillante reseña del Coqueto aerodinámico rocanrol, color caramelo de ron de Tom Wolfe, y McWilliams le pidió que escribiera para The Nation sobre el Movimiento por la Libertad de Expresión de Mario Savio, de la Universidad de Berkeley.

    Thompson aceptó la oferta e inició así una extraordinaria correspondencia, alguna muestra de la cual aparece en las páginas que siguen. A mediados de los años sesenta Thompson escribía a McWilliams casi todas las semanas, hablándole de todo, desde la detención de Ken Kesey por consumo de marihuana hasta el ascenso político de Ronald Reagan, pasando por el asesinato de Malcolm X, los campos de inmigrantes de Salinas Valley, la «guitarra líquida» de Jimi Hendrix y la caída de Lyndon Johnson. «La destrucción de California es un desenlace lógico de la emigración hacia la Costa Oeste», escribió a McWilliams desde su apartamento de Haight-Ashbury, en el 318 de Parnassus Street. «Las secoyas, las autovías, las leyes antidroga, los disturbios raciales, la contaminación del agua, la niebla tóxica, el Movimiento por la Libertad de Expresión y ahora el gobernador Reagan: todo tan lógico como las matemáticas. California representa el fin, en todos los sentidos, de la idea de Lincoln de que Estados Unidos era la última esperanza del hombre

    Fue McWilliams quien encargó a Thompson que escribiera sobre los Ángeles del Infierno. El resultado fue «Motorcycle Gangs: Losers and Outsiders», un tema de portada del 17 de mayo de 1965 que proporcionó al escritor independiente fama inmediata y un lucrativo contrato para escribir un libro. «Carey, más que ningún otro, fue responsable del éxito de Los Ángeles del Infierno», ha señalado Thompson recientemente. «Me animó en todas las etapas.» O, como contó a un amigo periodista en 1966, «escribir para Carey McWilliams es un honor [...] Así que no importa que no pague mucho [...] Cuando se publica un artículo tuyo en The Nation, te sientes limpio.»

    La primera edición de Los Ángeles del Infierno se agotó antes de publicarse y cuando entró en la lista de libros más vendidos de 1967, permaneció allí durante semanas, hasta el final del célebre «Verano del amor». «Seguramente lo compraron todos los moteros del país», decía Thompson para explicar el éxito instantáneo del libro, que recibió críticas entusiastas en muchos periódicos de gran tirada. Richard Elman dijo en The New Republic que Los Ángeles del Infierno «construye una especie de delirio espiritual al estilo de Rimbaud [...] al que, lógicamente, sólo los genios más insólitos tienen acceso [...] Sospecho que Hunter S. Thompson es un escritor cuya trayectoria futura vale la pena observar». Studs Terkel dijo en el Chicago Tribune que el libro era «soberbio y aterrador» y Eliot Fremont-Smith calificó a Thompson de «escritor vehemente, ingenioso, observador y original» en el New York Times. Incluso el periódico de la ciudad natal de Thompson, el CourierJournal de Louisville –que en 1955 publicó un artículo falso sobre su detención por la policía–, le dedicó grandes elogios: «Buena sociología escrita con un estilo que pocos sociólogos dominarán nunca. Escritor experimentado y elegante, pese a su juventud, Thompson pone de manifiesto un conocimiento profundo de los impulsos, sociales y psicológicos, que mueven a estos confusos inadaptados.»

    Mientras reunía estas cartas, me di cuenta de que cuando se superan la conmoción que produce Thompson y su insolencia, en realidad estamos ante un moralista público que hace campaña contra toda manifestación de puritanismo y que de vez en cuando tiene arranques de auténtico profeta. Ya censure a Lyndon Johnson por la guerra de Vietnam, vaticine en 1965 que Ronald Reagan llegaría algún día a la Casa Blanca o se burle de la contracultura de Haight-Ashbury, sus mordaces y sensatas críticas lo convierten en una de las voces fundamentales de su generación. «Su estilo se toma por una exageración fantasiosa y fruto de la drogadicción, pero eso era de esperar», escribió Edward Abbey. «Como siempre ocurre en este país, sólo se ríen de uno cuando dice la verdad.»

    Seleccionar la correspondencia incluida en este volumen ha sido una tarea impresionante. Por cada carta seleccionada hubo que descartar quince. Una asombrosa cualidad de Thompson es la precisión erudita que guía su trabajo y sus cartas de juventud no constituyen una excepción. Detesta el uso indebido del lenguaje y pocas veces se equivoca al escribir una palabra o redacta mal una frase. (En las escasas ocasiones en que se olvida de poner una coma o comete un error de mecanografía, me he tomado la libertad de corregir el texto.)

    Las cartas de este volumen se publican tal como Thompson las escribió, aunque por mor de la brevedad he eliminado algunas direcciones; también he hecho algunas supresiones para ahorrar al lector repeticiones innecesarias o detalles que no vienen al caso (y que se señalan mediante puntos entre corchetes [...]). El objetivo principal ha sido impedir que el lector se despiste, conservando el ritmo, el vitriolo, el vuelo de la imaginación y la sincera calidez con que Thompson escribía. Para presentar muchas cartas, la mayoría, hay una breve nota del editor cuya función es aportar contexto histórico y continuidad narrativa. Se han puesto notas a pie de página para ayudar al lector a identificar personajes, acontecimientos y conceptos sin demasiados comentarios.

    Para hacer inventario de este rico acervo epistolar, el Eisenhower Center for American Studies fundó el Hunter S. Thompson Letters Project en la Universidad de Nueva Orleans. El objetivo de los investigadores del centro es estudiar todos los aspectos de la vida estadounidense del siglo XX y tras pasar una semana con Thompson en Owl Farm, acabé convenciéndome de que su correspondencia era de gran importancia para la historia del periodismo, la literatura, la política y la cultura popular de la posguerra. Puesto que el Eisenhower Center alberga ya el Richard Nixon Papers Project del historiador Stephen E. Ambrose, me pareció apropiado que el centro patrocinara también un proyecto dedicado al archienemigo de nuestro trigésimo séptimo presidente.

    Además de las cartas, Thompson conservaba en Owl Farm centenares de cuadernos con notas periodísticas manuscritas y dos novelas inéditas, Prince Jellyfish (1959-1960) y El diario del ron (1961-1966), que contienen lo más depurado de su prosa de juventud. El archivo conserva asimismo una docena de relatos inéditos, entre ellos «Hit Him Again Jack», «Whither Thou Goest» y «The Cotton Candy Heart», y un montón de artículos inéditos de «periodismo gonzo» sobre temas tan dispares como la música bluegrass de Bill Monroe, la llegada triunfal de Jimmy Carter a la Casa Blanca y la invasión de la isla de Granada por Ronald Reagan en 1983. Respetable periodista gráfico influido por Robert Frank y Walker Evans, a comienzos de los años sesenta hizo cientos de estupendas fotos en blanco y negro que también se conservan en su archivo. Pero por encima de todo están las cajas de cartón llenas de cartas.

    En conjunto, estas cartas de «miedo y asco» vienen a escribir una historia informal y poco convencional de veinte años de vida estadounidense. Una historia más íntima que ninguna otra cosa que pueda encontrarse en las biografías sensacionalistas y en algunos aspectos más iluminadora que el retrato de los agitados momentos que encontramos en sus escritos publicados. Pero las cartas hacen algo más que hablar de su época. Hablan también de su autor y son a la vez un documento de los años de formación de Hunter S. Thompson y del explosivo nacimiento de la contracultura de los años sesenta que describió con tanta brillantez.

    DOUGLAS BRINKLEY Nueva Orleans, Luisiana, 14 de diciembre de 1996

    NOTA DE HUNTER S. THOMPSON

    El segundo ¡ay! ha pasado; he aquí que llega el tercer ¡ay!

    Apocalipsis 11, 14

    Hoy es viernes 13 en Louisville. Hay nubes bajas y la vista desde la habitación del ático del Brown Hotel es borrosa. En el hotel sólo hay una ventana que puede abrirse y está en mi habitación. El jefe de seguridad la abrió ayer a golpe de cincel, a pesar de las quejas del director, que dijo que era una invitación al suicidio.

    Ayer el día fue mejor. Ayer, 12 de diciembre de 1996, el alcalde de Louisville proclamó oficialmente que era el día de Hunter S. Thompson en el municipio. Me concedieron la llave de la ciudad y el sol brillaba como una bola de fuego... Ayer fue un día interesante, en el sentido chino del término, pero hoy ha empeorado claramente. Corren rumores de que anoche, al final de la charla que di en el Memorial Auditorium, se declaró un incendio y hubo disturbios. Unos gamberros adolescentes perdieron la cabeza e incendiaron mi camerino, momentos después de que se llevaran a mi madre en limusina.

    Dijeron que la velada fue todo un éxito, pero dejó cicatrices y extrañas huellas de pezuñas en muchas personas... Hay un crudo refrán mongol que dice: «Por cada momento de triunfo, por cada bello instante, serán pisoteadas muchas almas.»

    No soy un desconocido en el Brown Hotel. Me conocen desde hace cuarenta años. Cuando tenía cinco, mi abuelo me llevó al comedor. Era la mañana del domingo de Resurrección y vimos a una camarera coreana clavarle un punzón en la entrepierna al gobernador de Kentucky. Nunca lo he olvidado.

    Estos episodios no son agradables, pero nadie puede borrar su pasado. Lo cual me lleva, como podría llevarme cualquier otra cosa, a estas marchas forzadas por mi historia personal. Creo que pocas personas se quedarían impertérritas mientras se sacan cajas de correspondencia íntima –y en algunos casos incriminatoria– de las cámaras acorazadas del propio sótano. Pues yo sí, Bubba, pero siempre de lejos, a la mayor distancia posible, procurando no causar problemas, y porque quería quedarme en la sombra y hacer como si estuviera muerto, mientras otros procuraban comportarse del mismo modo. El señó Thompson, se morió... Todos sobrentendíamos que el trabajo de los demás, y su vida, y su Suerte profesional a largo plazo, habrían sido mucho más llevaderos si yo me hubiera ido una noche montado en una resplandeciente Ducati y no hubiera vuelto nunca.

    Pero eso habría significado tomar un camino diferente y a éste, al fin y al cabo, hemos decidido llamarlo The Proud Highway (Camino de la dignidad).

    Cuando me pongo a mirar esta inquietante colección y a recordar todas las fechas y a todas las personas que conocí en aquella fiesta móvil de violencia, pasión y revolución permanente que se vivió en el núcleo de los años sesenta, me hago dos preguntas:

    1) ¿Dónde están todas las personas que hicieron las mismas cosas que yo y escribieron las mismas cartas histéricas y frenéticas que yo, en ocasiones en las mismas poblaciones siniestras y con la misma desesperación que yo tenía, conocía y sufría, porque era joven, necio y arrogante, e inútil para cualquier empleo, salvo los que se ejercen a distancia? Cosa que es verdad, como estas cartas dejan muy claro. No fue casualidad que me despidieran de todos los trabajos que conseguía por entonces y me echaran de todos los sitios donde quería vivir.

    Y 2) ¿Dónde están las personas que me ayudaron, me escondieron y corrieron los mismos riesgos que yo en aquel tren clandestino de alta velocidad que en aquellos tiempos iba a casi todos los lugares a los que queríamos ir? Pienso en todos sus artículos, en sus relatos, en sus cartas aterradoras y elocuentes que no aparecieron en ninguna parte y nunca aparecerán, salvo en álbumes familiares.

    En estas cartas se menciona a unos, pero otros se han quedado en la sombra, por buenas razones o por ninguna razón decente en absoluto. Sentado aquí, en este antiguo y suntuoso hotel, sabiendo que mañana habrá cólera y preguntas por el incendio y por ese otro rumor sobre el cadáver de un adolescente encontrado en el aparcamiento, tengo la impresión de que esas personas siguen Ahí Fuera, preparadas para el inevitable tercer ¡ay! que ya llega.

    Louisville, Kentucky,

    13 de diciembre de 1996

    1955

    Las primeras críticas contra el conformismo. Thompson en la cárcel, acusado de robo. Un poema sarcástico y premonitorio...

    Así pues, que sea el lector quien responda por sí mismo a esta pregunta: ¿quién es más feliz, el que se ha enfrentado a la tormenta de la vida y ha vivido o el que se ha quedado en la seguridad de la orilla y se ha limitado a existir?

    HUNTER S. THOMPSON, «Seguridad»,

    texto escrito a los diecisiete años

    «CARTA ABIERTA A LA JUVENTUD DE NUESTRO PAÍS». Tercer premio en el certamen de ensayo Nettleroth, 1955

    Aunque el joven Thompson siempre tuvo problemas con la

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