El ojo y la navaja: Un ensayo sobre el mundo como interfaz
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En el siglo XX, la fotografía, el cine y, sobre todo, la reproducción y reutilización de imágenes pusieron de relieve una determinada forma de leer el pasado y el presente; ahora, el presente se manifiesta a través de la virtualidad simbólica, y este ensayo explora sus efectos en nuestra vida hiperconectada.
Ingrid Guardiola cree que tenemos que hacer frente a los dictados hegemónicos neoliberales y al individualismo extremo que resulta de la mercantilización de la mirada. Y obre caminos, desde prácticas que surgen en los márgenes de las inercias del poder, para pensar el papel de las tecnologías en la generación de nuevos imaginarios colectivos, en la participación social y política, y en la necesaria reapropiación compartida del espacio público.
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El ojo y la navaja - Ingrid Guardiola Sánchez
mundo.
NO DISTINGUIR ENTRE EL CINE Y LA VIDA: LE TIEMPO CRONOSCÓPICO
El espejo negro de la industria cultural
Las imágenes que son producidas desde la mera función económica colocan en una armonía sospechosa los distintos espacios por donde circulan. Estos espacios comparten funcionalidades y son proclives a las masas o a las nuevas multitudes. Hablamos de las iglesias y las catedrales, de los museos, de los grandes centros comerciales y de las salas de cine de entretenimiento. Son los nuevos templos en los que la taquilla ha sustituido al platillo que se pasa en misa. Esta mirada económica sobre las imágenes se ve reforzada por el hecho de que su autoría, y por lo tanto su autoridad, reside en una marca o empresa y encuentra su zona de confort en los medios de comunicación, el mercado y la publicidad. Sin embargo, como la mirada de la empresa que produce las imágenes es económica, la imagen volverá a su función mágica porque la economía del ocio, entendida como una nueva religión, necesita más consumidores, nuevos adeptos, nuevos feligreses. Ya en el primer tercio del siglo XX, una película clásica como la francesa Au Bonheur des Dames (1929), dirigida por Julien Duvivier, pretendía que las Galerías Lafayette fueran, a los ojos de la protagonista inocente, una nueva catedral; pero las Lafayette eran solo el síntoma. Tanto las galerías comerciales, con sus escaparates refulgentes, como las películas, se construían para fascinar al paseante, al flâneur, que era convocado por medio de la puesta en juego de la mirada y el consumo.
Fotograma de la película Au Bonheur des Dames, de Julien Duvivier (1929).
Estos espacios de ensoñación estaban hechos para que no se distinguiera entre mercancía e ídolo, entre cine y vida. En este sentido, en 1944, Theodor W. Adorno y Max Horkheimer, dos notables representantes de la Escuela de Fráncfort, acuñaban el término «industria cultural» para advertirnos de que la cultura, basada en la tecnología reproductiva y la racionalidad técnica, serviría para satisfacer otras necesidades con productos estándares, y justificaban la racionalidad técnica por sí misma como una forma de dominio y, por lo tanto, de alienación social. Adorno y Horkheimer no hacían distinciones entre el valor de una película y el de un automóvil, ya que para ellos habían sido producidos en condiciones análogas, en fábricas parecidas y con finalidades similares.⁷
Uno de los intelectuales alemanes más interesantes de los años treinta, Siegfried Kracauer, en un texto de 1928, «Die kleinen Ladenmädchen gehen ins Kino» [Las pequeñas dependientas van al cine], observaba que las películas producidas por majors, que solo querían obtener beneficios cada vez mayores, eran un espejo de la sociedad del momento y un indicador de cómo dicha sociedad quería verse a sí misma. La mayoría de los espectadores del cine de los años veinte eran mujeres trabajadoras que deseaban ser como las protagonistas de aquellas películas burguesas. Este «querer colectivo» es una voluntad dirigida y condicionada, y tiene una estrecha relación con el modo en que la propia industria del entretenimiento configura una felicidad y una belleza a la carta dictada por la publicidad, que es la que pone el colofón final. El espejo en el que la sociedad se mira es siempre un «espejo negro», saturado de estereotipos y de expectativas comerciales. Los espectadores, al igual que los coros ditirámbicos de las tragedias, son aquellos que han sido transformados por el espectáculo, por aquello que han visto. Sin embargo, a diferencia del papel de la catarsis en la tragedia, en la sociedad del espectáculo no se quiere suprimir la individualidad en pro de la comunidad, sino reforzarla mediante una comunión que pasa por el lazo íntimo del individuo con el producto de consumo. Esta unión anula las especificidades individuales para fomentar una individualidad estereotipada, engullida por la propia masa de consumidores. Y todo esto, hoy en día, se ha reavivado con el marketing emocional o neuromarketing. Cuanto más personalizado es un producto, más íntima es dicha unión. Ya no nos venden cosas, sino experiencias emancipadoras: libertad, revoluciones, autosuficiencia… El marketing emocional es la mística del consumismo, pero una mística con una trascendencia temporal, ya que allí donde hay mercancías e interviene la economía, la magia desaparece a medio o largo plazo porque el producto de consumo debe renovarse constantemente. Y justo esta era la amenaza que veían en ello Adorno y Horkheimer, que el espectador acabara por no distinguir entre su vida personal y lo que había vivido en la pantalla. Para ellos, la starlet tenía que simbolizar la figura de la asalariada y tenía que transmitir su carácter exclusivo: «la perfecta similitud es la absoluta