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Tiempos trastornados: Análisis, historias y políticas de la mirada
Tiempos trastornados: Análisis, historias y políticas de la mirada
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Libro electrónico736 páginas11 horas

Tiempos trastornados: Análisis, historias y políticas de la mirada

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Tras una introducción en la que la autora realiza un repaso a su trayectoria intelectual y a los temas esenciales del análisis visual, el libro ofrece por primera vez en lengua castellana algunas de las intervenciones más relevantes de la producción de Mieke Bal, llegando hasta los textos más recientes sobre los ensayos visuales, el análisis fílmico y el trabajo de comisariado. En cierta manera, es un mapa de los diferentes conceptos y problemas que han preocupado a Bal durante su larga carrera profesional, así como de cuestiones centrales del análisis cultural y los estudios visuales.
El libro se divide en cuatro grandes partes que analizan el estatus de las imágenes y las metodologías de estudio, así como algunos desarrollos de la cultura visual y la cultura expositiva:
La primera se centra en el estatus del análisis visual en la actualidad. Tras plantear su pertenencia a la disciplina de la historia del arte, Bal intenta desarrollar una metodología capaz de dar cuenta de la problemática de las imágenes y lo visual. A través de intervenciones teóricas y de análisis de obras de arte, se plantean cuestiones clave de metodología como el esencialismo visual, la temporalidad el concepto de preposterous o la política de la representación especialmente desde las lecturas de Rembrandt y el género.
La segunda está centrada en el tiempo y en el modo en el que los artistas plantean, a través de su obra, ejercicios de análisis cultural.
La tercera plantea una visión particular del arte político más allá del realismo, el activismo y la representación temática. Es lo sensible, lo estético, los afectos y las emociones lo central en el desarrollo de un arte político.
En la cuarta reflexiona sobre su labor como artista y comisaria a través de tres ensayos sobre el arte de mostrar y el discurso de la exposición y el museo.
Por último, en la pequeña conclusión La práctica del análisis visual, muestra la necesidad del análisis visual en el mundo contemporáneo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento26 oct 2020
ISBN9788446049487
Tiempos trastornados: Análisis, historias y políticas de la mirada

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    Tiempos trastornados - Mieke Bal

    hispana.

    Parte 1

    Cuestiones del análisis visual

    Los tres capítulos que componen esta primera parte del libro abordan cuestiones sobre el análisis, la historia y la política, partiendo de la idea de que el análisis visual de hoy día, vinculado o no a la historia del arte, debe desarrollar una metodología más clara si de verdad busca involucrar a las disciplinas establecidas. Aunque la visualidad está en el corazón del libro, y resulta central sobre todo en la primera parte, mis propuestas y pensamientos también atañen a los campos de estudio no visuales. Lo que generalmente llamamos «análisis visual» es una profunda exploración interdisciplinar de un campo que ni siquiera puede ser delimitado por el sentido de la vista.

    En el primer capítulo, el tema, dicho de manera simple, es el siguiente: antes de decidir sobre la forma de hacer un análisis visual, debemos reflexionar sobre las preguntas ¿por qué?, ¿con qué fines? A través de reflexiones críticas y de un ejemplo concreto voy asociando ideas sobre «cómo hacerlo». No obstante, el objetivo principal de este capítulo es el de poner al descubierto los problemas subyacentes a los estudios visuales, los estudios culturales y los estudios de la materialidad; es decir, abordar los esfuerzos interdis­ciplinares que tratan de remediar algunos de los principales inconvenientes de las disci­plinas establecidas y también de las así llamadas interdisciplinas. El más importante de estos inconvenientes es el estatus de las fronteras, basado en la tradición y cosificado dogmáticamente.

    El segundo capítulo aborda la idea de historia, ya que ese fundamento de nuestro campo que llamamos «historia del arte» no puede ser ignorado. Pero tampoco puede este ser obediente, venerando una tradición que todavía cree en la reconstrucción del pasado «tal como fue». En este sentido, me preocupan ante todo la historicidad del presente y esa relación dinámica entre presente y pasado que yo llamo «trastornada»[1]. Unos cuantos casos de estudio dilucidan el funcionamiento de la historia trastornada, demostrando que esta es, ciertamente, una forma de relato histórico. El caso que he elegido para tal demostración es la noción de «barroco», a partir de la cual vinculo mi concepción de la historia con una demanda de concreción. Por ello, las obras de arte elegidas son las protagonistas indiscutibles de la discusión teórica.

    El tercer capítulo ofrece un caso de estudio más profundo con el fin de demostrar el compromiso de las artes visuales con el análisis político de los artefactos visuales. Aunque el caso que presento no es explícitamente político y tiene que ver, sin reparos, con el «gran arte», también está relacionado con el feminismo y con la manera en la que este se enfrenta al arte canónico. La relación entre lo social y lo visual se mueve a través de lagunas históricas. En este proceso, el aspecto político del análisis visual se articula sobre la relevancia del viejo arte canónico en la cultura actual.


    [1] El término original, preposterous, tiene dos sentidos en inglés: i) «trastocado o invertido, que se sitúa en último lugar lo que debería ir primero», y ii) «contrario al orden de la naturaleza, al sentido común; es decir, irracional, absurdo». Ambas acepciones encajan con la concepción de historia que desarrolla Mieke Bal. En español disponemos de una palabra parecida pero ligeramente diferente: prepóstera (según la RAE: «trastocado, hecho al revés y sin tiempo»), pero, a fin de mantener y enfatizar el segundo sentido del término inglés, hemos optado por traducirlo como trastornada, pues abarca tanto la idea de invertir el orden regular de algo como la de tener el sentido perturbado. Proviene del latín tras («después») y tornar («volver»), resultando adecuada para un concepto de Historia que toma en consideración la confluencia de distintos tiempos de forma no lineal («lo que vuelve después»). Además, conecta con la idea de locura que Bal desarrolla más a fondo en los capítulos finales de este libro. [N. del T]

    Análisis

    Introducción: puntos de partida

    Para mostrarles honestamente lo que pienso y sin dilación, permítanme comenzar con unos cuantos puntos de partida. No los propongo como asunciones dogmáticas, sino como ideas que he ido desarrollando anteriormente y que continuarán desarrollándose en el curso de este capítulo. La interdisciplinariedad en las humanidades debe buscar su heurística y su base metodológica en los conceptos más que en los métodos. Los conceptos son las herramientas de la intersubjetividad: facilitan la discusión sobre la base de un lenguaje común. Pero los conceptos no son fijos. Los conceptos viajan entre disciplinas, entre académicos, entre periodos históricos y entre las comunidades académicas dispersas geográficamente. En su viaje entre disciplinas, su significado, su alcance y su valor operativo difieren. Tales procesos de diferenciación requieren que se los evalúe antes, durante y después de cada «viaje». Todas estas formas de viajar hacen que los conceptos sean flexibles. Es precisamente su capacidad de cambio lo que los hace útiles para una nueva metodología que no sea ni inoperante o rígida ni arbitraria o «chapucera». Mientras tanteamos para definir, con carácter provisional y sólo parcialmente, lo que un concepto en particular puede significar, vamos vislumbrando lo que puede hacer. Es en el andar a tientas, en la búsqueda y la experimentación donde se halla el trabajo valioso.

    Elaboré estos puntos de partida en mi libro Conceptos viajeros en las humanidades, que se publicó en inglés en 2002 y en español en 2009. El argumento del libro se sustenta en la metáfora del viaje. Necesitamos viajes peligrosos, emocionantes y agotadores si queremos vivir nuevas experiencias. Pero ¿qué importancia tiene el «viaje» en la investigación y el estudio?

    El campo del análisis cultural, del cual forma parte el análisis visual, no está delimitado. Las delimitaciones tradicionales deben ponerse en suspenso. Cuando seleccionamos un objeto, cuestionamos un campo. Tampoco encontramos los métodos del análisis en una caja de herramientas a la espera de ser aplicados; ellos también son parte de la exploración. No aplicamos un solo método, sino que reunimos varios. El objeto participa de dicha reunión, de forma que, en conjunto, objeto y métodos pueden conformar un campo nuevo no delineado de forma estricta. Aquí es cuando el viaje deviene el inestable suelo del análisis. Al retornar de nuestros viajes, el objeto construido deja de ser la «cosa» que tanto nos fascinaba cuando la elegimos. Se ha convertido en una criatura viva, integrada en todas las preguntas y consideraciones que el barro de nuestro viaje salpicó en ella, y que ahora la rodea como un «campo».

    Al igual que en dicho libro, en este, que se centra específicamente en el análisis visual, voy a abogar por la práctica de la lectura minuciosa. El término general «lectura minuciosa» (close reading), que viene de la tradición hermenéutica, persiste entre nosotros pero no así, me temo, su práctica. Esta pérdida se debe a la merma de la inocencia provocada por la conciencia de que ningún texto produce significados fuera del mundo social y del trasfondo cultural del lector. Lo cierto es que un texto no habla por sí mismo; lo circunscribimos o lo proveemos de un marco de referencia antes de permitirle hablar. No obstante, en la relación tripartita entre estudiante, marco de referencia y objeto, el último debería tener la última palabra. Sólo entonces podemos aprender de y con el arte. Para ahondar en una argumentación más extensa, recomiendo al lector el libro mencionado antes. Permítanme tan sólo reiterar que el análisis conceptual contribuye a la intersubjetividad; cosa que, a su vez, constituye una preocupación que une el procedimiento con el poder y el empoderamiento, con la pedagogía y con la posibilidad de transmitir conocimiento, y con la inclusión, en detrimento de la exclusión. Así pues, conecta la base heurística con la metodológica. Por esta razón, comenzaré con un caso concreto: una imagen. Esta imagen servirá para establecer, y a continuación derribar, una distinción entre la historia del arte y el análisis visual. A continuación, rastrearé rápidamente los diferentes orígenes del análisis visual.

    Estos antecedentes se han ido convirtiendo en determinadas cuestiones conceptuales y es por eso que este libro está estrechamente ligado a Conceptos viajeros. La cuestión principal es la del objeto. Mientras que la historia del arte, por ejemplo, tiene un objeto claro –la colección de cosas conocidas como «arte»–, el análisis visual no tiene objeto. Daré argumentos que muestren que esto es por su bien. Obliga a los profesionales a construir un objeto sin tener que recurrir a la propiedad, real o simbólica. Aunque la apertura de los posibles candidatos a la condición de «objeto» es importante en contra de las maniobras de exclusión de otros enfoques, argumentaré que los objetos no pueden ser «cosas» sino eventos; eventos de visión y, por tanto, ejemplos de visibilidad. Continuando con este análisis, abordaré cuestiones como la relación del arte con la historia; la cuestión de la cultura; la centralidad de la agencia visual, el acceso y el alfabetismo y, finalmente, la cuestión del análisis mismo. Este capítulo no ofrece directrices concretas más allá de las que sugieren los ejemplos. Por el contrario, su objetivo es impulsar la reflexión sobre lo que hacemos y por qué cuando practicamos el análisis visual.

    De la historia del arte al análisis visual

    El dibujo que llevó a cabo Rembrandt alrededor de 1652, que más tarde se titularía Judith decapitando a Holofernes, es un boceto impreciso (fig. 1). Si no dispusiéramos de la ayuda ofrecida por la investigación histórica que identificó el tema, puso fecha a la lámina y la emplazó junto con otras obras del artista y de sus contemporáneos (por nombrar algunas de las principales preocupaciones de esta disciplina), podríamos ver en ella la escena de una madre que acuesta en la cama a su hijo enfermo de un resfriado. La madre parece imponerse sobre el niño, sobre la roja nariz del niño, su brazo echado a un lado. Además de esta constelación madre-hijo, un detalle secundario de la lámina ayuda a identificar el tema de la imagen. La cabeza con casco, en el extremo derecho, ajena a la escena en primer plano, permite que tenga lugar la acción sin que el guardia de la víctima sea testigo del suceso. No obstante, esa cabeza no necesita representación. Nadie nos garantiza que la lámina fuera pensada como un todo, como una descripción narrativa de una historia mítica. Sin embargo, una vez que se nos dice que «Judith» es el significado del boceto, la cabeza de la derecha se convierte en un soldado que, estando de guardia, falla en el momento crucial, por no poner atención a lo que está ocurriendo dentro de lo que ahora vemos como una carpa. Entonces, la mano que acurruca al niño se transforma en la mano que sostiene el arma letal; el niño es un hombre adulto, un chico malo que merecía morir, y el busto, separado a la derecha, es un soldado que hace guardia[1].

    Fig. 1. Rembrandt van Rijn, Judith decapitando a Holofernes, ca. 1652. Dibujo, 182 × 150 cm. Nápoles, Museo di Capodimonte.

    Identificar este dibujo como «una Judith» es un gesto típico de la historia del arte. Obviamente, se trata de un acto de interpretación, uno de los muchos que dan forma a nuestro día a día. Un dibujo no es más que otro objeto, y dar cuerpo, en nuestra lectura, a detalles de lo que sabemos (o creemos saber) del tema de Judith es uno de los muchos actos de «micropiratería» que Nicolas Bourriaud (2005) ha llamado, a partir de un concepto de la industria cinematográfica, «posproducción». En este caso, postergar la lectura preprogramada y atender a los detalles «como si» no se ajustaran necesariamente al mito de Judith no deja de ser un acto de micropiratería, aunque uno fundamentalmente diferente. Ahora, por ejemplo, la lámina comprende dos escenificaciones independientes entre sí: por un lado, la de la atención y, por otra, la de la indiferencia. O bien la lámina ubica al soldado que mira a otro lado, igual que la sombra encima de él, como representando el dominio público y el intento fútil de «servir y proteger»[2].

    Lecturas como estas mantienen una relación peculiar con la narrativa. La interpretación del dibujo como «Judith» es, sin duda, históricamente correcta y considera el dibujo una representación de un texto anterior que supuestamente ilustra. Aun siendo la lectura probablemente más próxima a las intenciones del artista, dicha interpretación, a su vez y de manera un tanto extraña, desanima la mirada. Interpretaciones como las basadas en mitos facilitan la proyección de lo conocido sobre lo novedoso. Por contraste, la lectura que secciona las figuras con casco de la escena de interior declina la invitación a desarrollar una narrativa. En cambio, proyecta en la imagen dos acciones distintas. Por supuesto, ver en la mujer a una madre cariñosa no deja de ser una proyección de lo conocido sobre lo novedoso. La lectura que ve en los soldados el fracaso de los oficiales públicos y, en el dibujo en general, una denuncia de las medidas contemporáneas de seguridad sigue realmente el modo de la narrativa, pero considera el boceto una imagen en sí misma, independiente, y no una ilustración; quizá una obra de propaganda política. Esta última lectura es, asimismo, voluntariamente anacrónica, ya que se apropia de la imagen para una reflexión contemporánea en vez de desarrollar esa vetusta idea del peligro que las mujeres suponen para los hombres.

    De forma paradójica para nuestra discusión aquí, puede afirmarse que esta lectura es más directa o exclusivamente «visual». Requiere una mirada activa. Pero también requiere que el espectador sea consciente de su propia contribución a la producción de significado. Por tanto, requiere la aceptación de que el acto de mirar, social e históricamente específico, es parte integrante de lo que ha venido llamándose «cultura visual». Tal acto es un acto de «pirateo», igual que lo son las otras dos lecturas. No obstante, plantea cuestiones sobre el papel de la mirada en nuestra sociedad y respalda la idea de que las imágenes existen para los espectadores, que pueden hacer con ellas lo que les plazca y así lo harán, ajustándose a los marcos de referencia que la sociedad ha establecido para ellos. En suma, relacionar la imagen con las preocupaciones del mundo presente constituye un acto de proyección más abierto y consciente de sí mismo, mientras que la lectura que se centra en Judith simplemente afirma su legitimación por parte de la evidencia histórica.

    Para el análisis visual la cuestión no es qué lectura es la correcta. En cambio, el análisis visual se interesa por el reciclaje interpretativo de objetos visuales como esta lámina, y se pregunta de qué manera cada acto de utilización de un objeto supone una interpretación del mismo. Tales interpretaciones, las motivaciones de los (grupos de) sujetos que han de hacerlas, que se emocionan con ellas y las defienden a veces a un alto precio, son de interés para el analista visual, que es también un filósofo de la cultura (visual). El historiador del arte dispone de un programa de estudio diseñado. Busca reconstruir el significado histórico (léase original e intencionado). Por lo tanto, no alberga ninguna duda de que el significado histórico original, que se deriva de imágenes similares en el siglo xvii, de las fuentes textuales y los datos biográficos del artista o el posible patrón, es el correcto. Tampoco duda de que establecer ese significado sea la principal tarea de la disciplina. En aras de la claridad, pero a expensas de la justicia, estoy describiendo a un historiador del arte tradicional y bastante ingenuo. Sin embargo, muchos historiadores del arte han desarrollado formas de pensar y cuestiones que congenian con las del análisis visual. Es por esto que hay una continuidad entre la historia del arte y el análisis visual y, por esto, afirmo que este libro es relevante para los historiadores del arte, así como para otros interesados en el análisis visual.

    Desde la perspectiva de los estudios visuales, por ejemplo, uno puede preguntarse cómo «vemos» que la escena tiene lugar «dentro», bajo una carpa o en una casa. La delgada línea que distingue la escena principal de los soldados fuera produce un sentido de interioridad. Esta conexión entre la línea y la interioridad es fundamental. En una investigación filosófico-visual sobre la utilización de la metáfora de la casa por parte de Derrida, Mark Wigley (1994: 213) escribe: «La casa siempre se entiende en primer lugar como el dibujo más primitivo de una línea que contrapone un interior frente a un exterior, una línea que actúa como un mecanismo de domesticación».

    Desde esta perspectiva, por tanto, la delgada línea que divide la lámina, y que va desde casi dos centímetros y medio en la parte superior hasta la esquina derecha inferior de la hoja, curvándose atrás para indicar la flexibilidad del material, es la clave, el elemento más profundamente relevante que guía todas las lecturas de la imagen, produciendo sus condiciones de visibilidad, y que la somete a examen filosófico. Ahora bien, la lectura del hijo enfermo se convierte en una visión metafórica de lo que la visión realmente es.

    La interpretación de estas imágenes como una escena de cuidado de un niño enfermo, por cierto, ofrece también una manera de entender la conexión entre el arte, la historia y el nacionalismo. Debido a la colaboración entre la historia del arte, especialmente por parte de su principal rama, el conocimiento experto y los museos (nacionales) de arte, dicha conexión invita a un análisis crítico de los estudios visuales. La «nostalgia del hábitat es habitar en la nostalgia», escribe Derrida en De la gramatología[3]. Una vez que uno se plantea este tipo de pensamientos, es fácil volver a la interpretación relacionada con Judith y aceptarla como la más plausible históricamente. Y algo de eso, si tomamos esta imagen por la alegoría que poco a poco voy sugiriendo, tiene que ver con el «malestar». Esto obligaría tanto a los historiadores del arte críticos como a los practicantes del análisis visual a investigar sobre sus condiciones de visibilidad y entender por qué el tema de Judith ha seguido siendo tan atractivo para las proyecciones misóginas que continúan realizándose a través de él[4].

    Esta reflexión sobre la línea, la interioridad, y la «sinhogaridad» (homelessness) en la estela de la reescritura de la metafísica de Heidegger por parte de Derrida, tal como lo examina Wigley, nos sirve de apoyo para nuestro análisis visual. ¿Qué es lo que hace esta reflexión diferente de, por ejemplo, el discurso de la historia del arte más tradicional? En primer lugar, en lo que concierne a la reflexión derridiana, es interdisciplinar, se compromete con la filosofía. En segundo lugar, es principalmente visual, comprometiéndose con las ideas de los filósofos en una comprensión insistentemente visual de la imagen. En tercer lugar, hace un balance de las herramientas y métodos de los que se vale el espectador para dar sentido a lo que ve; es decir, un balance de las condiciones de visibilidad, ya que están ligadas a la producción de significado. En cuarto lugar, se coloca descaradamente la imagen en un ámbito deliberadamente anacrónico, a partir del presente y teniendo en cuenta la pasadidad (pastness) de la imagen sólo en su relación con el presente. Por último, el propósito de todas estas transgresiones es tomar en consideración los significados sociales que construyen los espectadores en el presente, pues los seres sociales están inmersos en lo que llamamos una «cultura» como espacio donde la negociación puede tener lugar; es decir, un espacio donde lo familiar y lo extraño, el interior y el exterior, interactúan constantemente. En este sentido, esa fina línea de la que hablábamos es un emblema de lo que, desde la perspectiva del análisis visual, significa el término «cultura».

    ¿Por qué es importante la visualidad? No porque el sentido de la vista merezca la primacía que tradicionalmente se le ha dado. Esta primacía y sus consecuencias constituyen la primera área que el análisis visual debe investigar de manera crítica. Las prácticas visuales relacionadas con la vigilancia, con la producción de «otredad» y con la jerarquización también deben llevar a cabo un examen crítico de esta área de la práctica cultural, lo que supone un esfuerzo significativo. Las imágenes visuales en ocasiones son capaces de subvertir el poder o burlar la censura, pero a veces también sirven para manipular porque resulta más difícil desambiguar su significado. Gran parte de nuestra vida social está influida por lo que vemos. Y eso incluye ver a otros, preprogramados para ser vistos en su otredad, que se nos presenta como natural pero que no es más que cultural. Incluso nuestras actitudes hacia lo natural están estructuradas por medio de los paisajes que nos ofrecen el arte, la fotografía y los medios de comunicación. Por último, pero no menos importante, el pasado ha dejado a nuestro cuidado un gran tesoro de artefactos visuales para ser preservado, interpretado y reutilizado. Sería demasiado fácil asignar este último a la historia del arte y dejar los elementos anteriores en manos del análisis visual, aunque a menudo realizamos esa división. Siempre y cuando se tenga en cuenta que, en este sentido, puede practicarse el análisis visual desde la historia del arte tanto como desde cualquier perspectiva externa o simplemente desde el compromiso crítico, esta división tendrá algún sentido.

    ¿Orígenes?

    El campo de estudio con nombres tan diversos como «cultura visual», «estudios visuales» o, como yo prefiero, análisis visual ni tiene un origen claro ni se encuentra confinado en los agrupamientos mencionados. Muchos historiadores del arte hacen hoy día exactamente lo que yo atribuiré aquí a los estudios visuales. Lo que me interesa distinguir no son las disciplinas o la gente, sino ciertos conjuntos de intereses y cuestiones cultivados de forma desigual por personas que trabajan en distintos campos, uno de los cuales podría ser la historia del arte. Para empezar, la idea de la cultura visual y su estudio han surgido de tres procesos diferentes. El primero es una crítica de la historia del arte desde dentro de esa disciplina, una autocrítica que desemboca en un campo que, por lo tanto, puede ser visto, bien como una disciplina que abarca la historia del arte, bien como una subdisciplina de esta última. Las personas a favor de este proceso estarían descontentas con la banalidad de la interpretación pro Judith, desinteresadas en la datación de la lámina, y más bien preguntándose sobre la misoginia implicada en reiterar esos antiguos mitos sobre mujeres peligrosas. Un historiador del arte que virara hacia los estudios visuales también podría querer incluir la actividad del espectador en su análisis, entrando así en el ámbito del cambio histórico, y no en el del origen.

    El otro proceso consiste en un creciente interés por la colaboración interdisciplinar basada en la insatisfacción con los límites elaborados tradicionalmente entre las disciplinas académicas; un deseo de redibujar los campos de interés y, por último pero no menos importante, la necesidad de las universidades de encajar una creciente escasez de medios. En este contexto, el análisis visual se ha hecho un hueco a través de la conciencia de que la visión está implicada en gran parte de la vida cultural. Esta línea de pensamiento consideraría necesariamente los estudios visuales una interdisciplina. Los defensores de esta perspectiva de los estudios visuales pueden provenir, por ejemplo, de la antropología visual, la sociología o la psicología, así como del cine y de los estudios sobre comunicación audiovisual. Ellos podrían encontrar en el dibujo de Rembrandt evidencias de situaciones sociales no articuladas con facilidad en la escritura, o mecanismos psicológicos como el miedo, la dominación o la falta de atención en tanto que aspectos de esa asunción, de tinte ideológico, de que la maternidad es sinónimo del cuidado amoroso.

    Una tercera vía es el desarrollo de los estudios culturales, un movimiento general ubicado dentro, principalmente, de las humanidades, que cuestionó los supuestos elitistas que subyacen a los cánones de lo que se considera digno de estudio. Los estudios culturales se interesan, de forma abierta, por las consecuencias políticas de las expresiones culturales, aspecto que suele estudiarse preferentemente poniendo atención en objetos tales como la propaganda, la publicidad y el diseño de los objetos cotidianos, más que en el arte ubicado en los museos. Los estudios culturales también cuestionaron esa obsesiva concentración en el pasado que parecía indicar que las cosas que coexisten en la cultura de hoy día no podían ser aisladas y estudiadas. Al mismo tiempo que deseaban continuar con la investigación histórica, los partidarios de los estudios culturales invirtieron sus esfuerzos en repensar las nociones históricas básicas, como son el contexto, la causalidad y la intención. Como resultado de ese replanteamiento, la interpretación del dibujo como representación de un hijo enfermo devendría legítima, aunque sólo fuera para desafiar al lugar común Judith, que es todo menos natural. En este sentido, los estudios visuales son una rama de los estudios culturales[5].

    Con el fin de evitar la confusión de categorías, voy a utilizar el término «estudios visuales» como abreviatura de «estudios de la cultura visual» para indicar el campo de estudio que examina la «cultura visual». Este término se usa de manera intercambiable con «análisis visual», término que prefiero cuando se tratan cuestiones metodológicas. Este campo, tal vez una disciplina, tal vez una interdisciplina, se ha desarrollado durante las últimas décadas, pero tomó su nombre como grito de guerra sólo en los años noventa. Entonces empezaron a aparecer revistas como Journal for Visual Culture, junto con numerosos libros y colecciones propuestas como antologías para las clases sobre el tema, y los programas académicos redefinieron sus objetivos en tanto que estudios visuales[6].

    El desarrollo de los estudios visuales como disciplina surgió del fracaso de la historia del arte en dos aspectos: debido a la posición dogmática de la «historia», fracasó en hacer frente a la visualidad de sus objetos y, debido al significado establecido de «arte», fracasó en hacer frente a la creciente diversidad de los objetos visuales. Tomar la cultura visual como una suerte de historia del arte con la perspectiva de los estudios culturales, como hacen algunos, es un intento de poner remedio a este último problema, el de la estética elitista (un canon cerrado), pero permanece atrapado en el primero; es decir, en una visión un tanto determinista de la historia. Tal concepción, por lo tanto, nos condena a repetir ambos fracasos. Sin ignorar la historia del arte en su conjunto, los estudios visuales, tal como yo los concibo, tienen que recurrir a otras disciplinas que han explotado los recursos de la visualidad; algunas de ellas están bien establecidas, como la antropología, la psicología y la sociología; otras son relativamente nuevas, como los estudios de cine y de comunicación audiovisual. Las primeras tres disciplinas se centran principalmente en las formas visuales de producción de conocimiento, mientras que los estudios visuales también se interesan por las consecuencias artístico-culturales, afectivas e ideológicas del acto de mirar y de las imágenes recurrentes en nuestra sociedad. Las últimas disciplinas, los estudios de cine y de comunicación audiovisual, han integrado con éxito este tipo de cuestiones y también han sido capaces de ignorar o problematizar los juicios de valor estético, pero están limitadas por los objetos de estudio en los que se centra cada medio en particular.

    Los estudios visuales también se definen a partir de sus objetos, pero estos están delimitados por su sentido, no por el medio en el que tienen lugar. Los estudios visuales pueden considerarse una disciplina porque demandan un archivo de objetos específicos (el de las cosas visibles y sus usos) y porque plantea preguntas específicas acerca de dichos objetos, a diferencia de algunas disciplinas (por ejemplo, el francés) pero igual que otras (por ejemplo, la literatura comparada y la historia del arte). Es el cuestionamiento de esos objetos lo que me interesa aquí. Porque, aunque los estudios de cultura visual se basan en la especificidad de su archivo de objetos, la falta de claridad sobre lo que esto significa sigue siendo su principal punto débil. Por este motivo, en lugar de describir los estudios visuales como disciplina o como no-disciplina, prefiero dejar la cuestión abierta y referirme a ellos, provisionalmente, como un movimiento.

    La expresión, casi concepto, «cultura visual» es muy problemática. Igual que ocurre con la de «historia del arte», los elementos que la conforman nos ponen en apuros. Tomado en sentido literal, el adjetivo calificativo «visual» describe la naturaleza de la cultura de hoy día como esencialmente visual. Esta respuesta, un tanto exagerada, a la reciente toma de conciencia de que las disciplinas que se basan en los textos han ignorado nuestro entorno cotidiano, tiende a señalar, como si fuera un hecho universal, que la inversión de la cultura (occidental) en publicidad es parte de nuestra vida en la calle. Por otra parte, la expresión «cultura visual» describe el segmento de (una determinada) cultura que es visual, como si pudiera ser aislado (para el estudio, por lo menos) del resto de esa cultura. De cualquier manera, la expresión se sostiene sobre lo que aquí voy a llamar un tipo de esencialismo visual que, o bien proclama la «diferencia» visual (léase «pureza») de las imágenes, o bien expresa un deseo de replantear el terreno de la visualidad frente a otros medios o sistemas semióticos. Este aislamiento de lo visual de otros ámbitos de la cultura resistiría, por ejemplo, cualquier intento de leer el boceto de Rembrandt como una narración, considerando (de forma errónea) que la narrativa es una modalidad lingüística, sin que importara la inutilidad de esta resistencia[7].

    A continuación, voy a tratar de circunscribir el campo de los objetos (object domain) de los estudios visuales de modo que evitemos y critiquemos tanto el esencialismo visual como el límite, impuesto por una asunción purista, entre lo que es visual y lo que no. Asimismo, me cuestionaré la parte «cultural» de esa idea de cultura visual. A través de esta búsqueda del objeto, discutiré, acerca de algunas de las principales cuestiones que se presentan una vez que el campo de los objetos se toma como campo de estudio, sobre todo en lo que concierne al análisis. Por esta razón, expresaré mi preferencia por la expresión «análisis visual», que consideraré una rama del «análisis cultural», distinto de otras ramas pero con porosidades. Finalmente, concluiré con una aproximación a algunas consecuencias metodológicas[8].

    El objeto

    En The Presentation of Self in Everyday Life (1956), Erving Goffman sostiene, convincentemente, que lo que se considera el «yo» (self) es el producto y no la causa del desempeño de distintos roles en nuestra sociedad. La vida cotidiana como escena: esta visión implica, entre otros cambios concernientes a la concepción psicológica clásica de la subjetividad, una visualización del comportamiento cotidiano. Como primer ejemplo de un objeto de análisis visual no susceptible de estudio histórico-artístico, la descripción de Goffman de una persona que entra en la «escena» del encuentro social es una imagen vívida de la ansiedad del miedo escénico. Como segundo ejemplo: un niño se da cuenta de que su madre le apunta con la cámara y, estirando casi automáticamente la espalda, se lleva las manos a las caderas, preparándose para disparar pistolas imaginarias. Este niño representa su rol favorito, el de vaquero, inspirándose en la televisión. Así es cómo él desea (o ha sido entrenado para desear) ser capturado por la cámara. Finalmente, en un ámbito diferente, el psicoanalista Christopher Bollas conceptualiza los sueños como un escenario en el que el soñador representa un papel, obedeciendo a un director escénico que, por supuesto, no es él (1987).

    Estos tres ejemplos de la concepción visualizadora del sujeto comparten determinadas preocupaciones con las ideas de apariencia y exterioridad. La visibilidad de la conducta, tanto en la realidad social como en el mundo construido para el niño por la televisión y en el ámbito de los sueños, convierte la apariencia cotidiana de la gente en un objeto potencial para el análisis visual. Esto no quiere decir que las personas sólo existan (socialmente) en tanto en cuanto puedan ser vistas, sino que hace hincapié en que la visualidad de la vida social supone un acceso significativo a las cuestiones relativas a qué es la subjetividad, cómo puede percibirse y qué nos dice, dicha visibilidad, de la existencia humana en esa «escena» de la interacción aparentemente superficial y, sin embargo, tan profundamente formativa. Las representaciones visuales y las interacciones, las presentaciones basadas en los sentidos y los ensimismamientos dan forma al mundo tal como lo vemos. Imágenes de posturas, rostros, cuerpos y ropas deseables, de luces parpadeantes de colores, caras sonrientes y caras sin sonrisas colman nuestras fantasías antes de que podamos tener alguna. Algunas de estas imágenes nos atrapan un poco más que la mayoría, mientras que otras pasan fugazmente, no sin antes dejar su marca. Tenemos aquí algunos de los objetos del análisis visual.

    Si el campo del objeto consiste en objetos que se han categorizado, por consenso, y en torno a los cuales han cristalizado determinados supuestos y enfoques, estamos ante una disciplina. Si el campo del objeto no es evidente, si, en efecto, debe ser «creado», tal vez después de haber sido destruido, podemos estar dirigiéndonos hacia el establecimiento –por definición, provisional– de un área interdisciplinar de estudio. Hace mucho tiempo, Roland Barthes, uno de los héroes de los estudios culturales, escribió sobre la interdisciplinariedad de una forma que la distingue claramente de su parasinónimo «multidisciplinariedad». Con el fin de hacer un trabajo interdisciplinar, advirtió, no es suficiente con tomar un «sujeto» o tema (a subject) y agrupar varias disciplinas a su alrededor, cada uno de la cuales se aproxime al mismo tema de manera diferente. El estudio interdisciplinar, tal como lo planteaba Barthes, consiste en crear «un nuevo objeto que no pertenezca a nadie»[9].

    El libro de Eilean Hooper-Greenhill, Museums and the Interpretation of Visual Culture (2000) es un ejemplo de «museología», un campo que tiene una afiliación clara con los estudios visuales, entrecruzándolos con los estudios de cultura material. En el primer capítulo, sobre las imbricaciones de la museología con los estudios visuales y de cultura material, esta autora argumenta en favor de las distintas contribuciones que cada una de estas disciplinas tiene que aportar. Su idea no es que las disciplinas que menciona constituyan una lista exhaustiva, sino que su objeto requiere un análisis en el seno del conglomerado de dichas disciplinas. En ese contexto, cada disciplina aporta elementos metodológicos limitados, indispensables y productivos que, en conjunto, ofrecen un modelo coherente para el análisis y no una lista de cuestiones que se solapen. Esta concatenación puede desplazarse, ampliarse o reducirse dependiendo de cada caso individual, pero nunca es un «paquete» de disciplinas (multidisciplinariedad) ni un «paraguas» supradisciplinar[10].

    Pero ¿cómo se puede crear un nuevo objeto? Los objetos visuales siempre han existido y se han estudiado en una variedad de disciplinas, desde la arqueología a los nuevos estudios de medios audiovisuales. Por lo tanto, la creación de un nuevo objeto que no pertenezca a nadie hace que sea imposible definir el campo del objeto como una colección de cosas. Con el fin de considerar lo que implica la «cultura visual» como nuevo objeto, necesitamos reexaminar los elementos «visual» y «cultura» puestos en relación. Debemos liberar a ambos de los esencialismos que han afectado a sus equivalentes más tradicionales.

    Por supuesto, hay cosas que consideramos objetos; por ejemplo, las imágenes. Pero su definición, agrupación, nivel cultural y funcionamiento deben ser «creados». Como poco, el campo del objeto del análisis visual se compone de cosas que podemos ver o cuya existencia está motivada por su visibilidad, cosas que tienen una visualidad en particular o una calidad visual que apela a los componentes sociales que interactúan con ellas. Uno puede pensar en esas fotos de familia que de manera tan conmovedora muestran, al mismo tiempo, las ideologías de la institución familiar y la vinculación afectiva, los roles de género y una peculiar e íntima relación entre el tema o sujeto fotografiado y el creador. Pero uno también puede pensar en presencia, en determinados entornos sociales, de sujetos pertenecientes a determinados rangos de edad, ámbitos sexuales o profesionales. La «vida social de las cosas visibles», recogiendo la frase de Arjun Apparudai para un segmento de la cultura material, sería una forma de expresarlo[11].

    Por una parte, se encuentran las fotografías y, por otra, las personas, cuya apariencia es tan fugaz como socialmente delimitada y previamente guionizada. Una casa, escenas callejeras, carteles, anuncios: enumerar los posibles objetos resulta inútil. Entonces, la pregunta aquí es: ¿puede el campo del objeto de los estudios de cultura visual consistir en objetos en absoluto? Hooper-Greenhill llama la atención sobre la ambigüedad de la palabra «objeto» en sí misma. De acuerdo con el Diccionario Chambers, un objeto no es sólo una cosa material, sino también un objetivo o propósito, una persona o cosa a la que se dirigen las acciones, los sentimientos o los pensamientos: la cosa, la intención y el objetivo (Hooper-Greenhill 2000: 104). La fusión de cosas con el objetivo no implica atribuir intenciones a los objetos aunque, en cierta medida, pudiera argumentarse que sí. La fusión, en cambio, proyecta la sombra de la intención del sujeto sobre el objeto. En este aspecto, la ambigüedad de la palabra «objeto» se remonta a los objetivos de la enseñanza objetiva del siglo xix y sus raíces en el positivismo pedagógico. «La primera educación debe ser la de las percepciones; a continuación, la de la memoria; a continuación, la de la comprensión; a continuación, la del juicio»[12].

    Este orden temporal está claramente pensado como una receta para la educación progresiva, en la que el niño tiene la facultad de formar sus propios juicios sobre la base de la percepción, una emancipación muy necesaria del sujeto joven en ese momento. Sin embargo, también es precisamente el reverso de lo que los estudios de la cultura visual deberían desanudar y reordenar. Porque, en el entonces bienvenido intento de contrarrestar los lavados de cerebro ideológico recién «inventados», producidos por la primacía de la opinión, la secuencia establecida proclama la supremacía de una racionalidad que reprime la subjetividad, las emociones y las creencias. Es un intento de objetivar la experiencia. Sin embargo, la idea de lo «real» suprime el carácter construido de la «realidad». No se puede aprehender «la vida social de las cosas» aprehendiendo un objeto con las manos. Los estudios visuales, por el contrario, buscan de forma rotunda la incorporación del afecto y de la ideología al ámbito del análisis[13].

    Visibilidad

    La visibilidad tampoco es un concepto tan claro y delimitado. No es sinónimo de materialidad. Al igual que hay una retórica que produce un efecto de lo real, hay una que produce el efecto de la materialidad. Dar por auténtica una interpretación porque se base en actos de mirar o, más aún, en propiedades materiales perceptibles no es más que un uso retórico de la materialidad. Por un lado, cumplir con el objeto material puede ser una experiencia sensacional: para los estudiantes de los objetos, tales experiencias son todavía indispensables para contrarrestar los efectos de esas interminables clases en las que la muestra de diapositivas infunde la idea de que todos los objetos son del mismo tamaño. Sin embargo, por otro lado, puede haber una relación directa entre la materia y la interpretación. La creencia que subyace a esta pedagogía recurre a la autoridad de la materialidad, que Davey (1999) considera la idea central de dicha retórica. «La materialidad de los objetos, la realidad concreta, da peso, literalmente, a la interpretación. Prueba que esto es como es, lo que significa»[14].

    Esta retórica puede, por supuesto, contrarrestarse o –en la medida en que no es del todo inútil, en vista del idealismo todavía rampante– ser revisada y completada de varias maneras. Una de estas maneras consiste en poner atención a los diferentes encuadres que afectan a la visibilidad, no sólo del objeto encuadrado, sino también del hecho de ver las cosas y las formas en que se encuadra ese acto. Tal descripción del objeto entraña algo más que la tan defendida perspectiva social sobre las cosas. Cuando estas cosas se refieren a la gente, el estudio también incluye las prácticas visuales que son posibles en una cultura o subcultura particular. Por lo tanto, los regímenes escópicos o visuales son objeto de análisis también. En definitiva, todas las formas y aspectos, condiciones y consecuencias de la visualidad lo son. El régimen en el que la retórica de la materialidad fue posible, y a menudo efectivo, es sólo uno de esos regímenes susceptibles de ser analizados críticamente[15].

    Así formulado, el objeto de los estudios de la cultura visual se puede distinguir de las disciplinas de objetos definidos, como la historia del arte y los estudios de cine, por la centralidad de la visualidad (y no de artefactos concretos) como «nuevo objeto». La cuestión de la visualidad es simple: ¿qué sucede cuando la gente mira y qué surge con ese acto? El verbo «sucede» sugiere que el evento visual es un objeto y el verbo «surge» nos dice que la imagen visual es un objeto también, pero una imagen fugitiva, fugaz y subjetiva, más que una cosa material que podamos conservar. Estos dos resultados (el acontecimiento y la experiencia de la imagen) se dan la mano en el acto de mirar y sus consecuencias[16].

    La mano y, por lo tanto, el cuerpo. El acto de mirar (the act of looking) está anclado al cuerpo y, por lo tanto, es profundamente «impuro». Ni se limita a un órgano de los sentidos ni a los sentidos mismos. En primer lugar, aunque pueda dirigirse a los sentidos y, por tanto, fundamentarse en la biología (pero no más que cualquiera de los actos que realizan los seres humanos), el acto de mirar está inherentemente encuadrado (framed); encuadra, interpreta. Además, está cargado de afecto; se trata de un acto cognitivo e intelectual por naturaleza. En segundo lugar, esta cualidad impura es también aplicable a otras actividades basadas en los sentidos: escuchar, leer, probar u oler. Dicha impureza hace que este tipo de actividades sean mutuamente permeables, por lo que la escucha y la lectura pueden presentar visualidad, al mismo tiempo que la mirada está «contaminada» por actividades como las mencionadas. Por lo tanto, la literatura, el sonido y la música no están excluidas del objeto de la cultura visual. La práctica del arte contemporáneo lo deja claro. Las instalaciones de sonido constituyen un elemento fundamental de las exposiciones del arte contemporáneo, igual que lo son las obras que se basan en el texto. En este sentido, el cine y la televisión resultan más típicos como objetos de la cultura visual que, por ejemplo, una pintura, precisamente porque están lejos de ser exclusivamente visuales. Como Ernst van Alphen ha demostrado, los actos de visión (acts of seeing) pueden ser el motor principal de algunos textos literarios estructurados íntegramente a través de las imágenes, aunque no se recurra ni a una sola «ilustración» para evidenciar tal aspecto (2002). La «impureza» de la visualidad no es una simple cuestión de técnica mixta[17].

    Tampoco es la posibilidad de combinar los sentidos lo que me interesa desarrollar aquí, lo que no significa que la visualidad sea intercambiable por el resto de percepciones sensoriales. Lo fundamental es que la visión es en sí intrínsecamente sinestésica. Muchos artistas han «argumentado» esta idea a través de su trabajo. Las instalaciones de diapositivas del artista irlandés James Coleman son notables en este sentido porque resultan visualmente fascinantes y porque Coleman las realiza con un perfeccionismo tal que resalta la naturaleza de la visualidad. Que Coleman sea aclamado como un artista visual de enorme mérito no es sorprendente; nada en su obra pone en duda su estatus como arte visual. Por otro lado, sus instalaciones resultan sumamente atrayentes gracias a su sonido –la textura de la voz, incluida la naturaleza corporal manifiesta a través de los suspiros– y también por la naturaleza profundamente literaria y filosófica de los textos recitados. Entre las muchas cosas que estas obras logran, está el hecho de que desafían cualquier reducción a una jerarquización de los sentidos. Kaja Silverman nos ha proporcionado un brillante análisis de la obra de Coleman (2002). Yo defiendo que sus cuatro ensayos son ejemplos perfectos de un análisis visual ideal debido a su gran atención a la visualidad, incluidas sus cualidades sinestésicas, y por la perspectiva sociofilosófica de la visualidad que aplica a las obras. Pero, importante, esto también puede revertirse: Silverman proporciona una lectura de lo propuesto por las obras de Coleman como una filosofía social de la cultura. Esa filosofía se basa en la visualidad[18].

    Lejos de que las fotografías ilustren el texto o de que palabras «expliquen» las imágenes, la simultaneidad entre las fotografías y las imágenes y su apelación a todo el cuerpo del espectador funcionan por medio de las discrepancias enigmáticas entre estos dos registros principales. Por tanto, cualquier definición que intente distinguir lo visual de lo lingüístico, por ejemplo, no llega a comprender del todo el «nuevo objeto». Porque con el aislamiento de la visión viene la jerarquización de los sentidos, que es uno de los inconvenientes tradicionales de la división disciplinar de las humanidades: «Hipostasiar los riesgos de la visión reinstaurando la hegemonía del noble sentido de la vista [...] por encima del oído y de los sentidos más vulgares, los del olfato y el gusto», apuntan Shohat y Stam (1998: 45). Por no hablar del tacto.

    Otro ejemplo de esencialismo visual que conduce a enormes distorsiones ha sido la adhesión acrítica a los nuevos medios de comunicación, que se presentan como medios visuales. Internet es uno de los objetos predilectos entre los objetos que habitualmente se enumeran con el fin de proveer de un perfil a los estudios culturales. Esto no deja de asombrarme. La esencia de Internet no es visual en absoluto. A pesar de que da acceso a cantidades prácticamente ilimitadas de imágenes, la característica principal de este nuevo medio es de un orden diferente. Su uso se basa más en la significación discontinua que en la significación compacta (Goodman 1976). Su organización hipertextual lo presenta principalmente como una forma textual. Es como texto que resulte fundamentalmente innovador. En su útil análisis de «Fiscourse Digure» de Lyotard (1983), David Rodowick escribe:

    El arte digital confunde aún más los conceptos de la estética, ya que su medio carece de sustancia y, por tanto, no se identifica fácilmente como objeto. Ninguna ontología de un medio específico puede fijarlo en su justo lugar. Por esta razón, es engañoso atribuir el aumento de la importancia de lo visual al aparente poder y omnipresencia de la imagen digital en la cultura contemporánea (35).

    Por supuesto, carece de sentido establecer una rivalidad entre la textualidad y la visualidad en este contexto, pero, si algo caracteriza a Internet, es la imposibilidad de postular su visualidad como «pura» o esencial. Si los medios de comunicación digitales destacan como típicos en el modo de pensar que requieren los estudios de cultura visual como nueva (inter)disciplina cultural, es precisamente porque no pueden considerarse ni visuales ni simplemente discursivos. En palabras de Rodowick, «lo figurativo define un régimen semiótico en el que se rompe la distinción ontológica entre las representaciones lingüísticas y las plásticas» (2). Así pues, si Internet es susceptible de inspirar nuevas categorizaciones de artefactos culturales, sería más adecuado describirlo como «cultura de la pantalla» (screen culture), con su particular fugacidad, en contraposición a la «cultura de la imprenta», en la que los objetos, incluidas las imágenes, poseen una forma de existencia más duradera.

    Si la visualidad, y no las imágenes, constituye el objeto de los estudios visuales, entonces es la posibilidad de realizar actos de visión en relación con el objeto visto, y no con su materialidad, lo que decide si un artefacto puede ser analizado desde la perspectiva de los estudios de cultura visual. Incluso objetos «puramente» lingüísticos como los textos literarios pueden ser analizados en tanto que objetos visuales de una forma significativa y productiva. Ciertamente, algunos textos «puramente» literarios sólo tienen sentido visualmente. Esto no sólo incluye una mezcla indomable de los sentidos, sino también el inextricable vínculo afectivo y de conocimiento que implica cada acto perceptivo. Por tanto, el vínculo entre «poder/conocimiento» nunca está ausente en la visualidad, y nunca es meramente cognitivo; en cambio, el poder opera, precisamente, por medio de esa mezcla[19].

    Lo que Foucault llamó «la mirada del sujeto cómplice», según Hooper-Greenhill, «cuestiona la distinción entre lo visible y lo invisible, entre lo dicho y lo no dicho». Estas distinciones, en sí mismas, son prácticas que cambian con el tiempo y de acuerdo con variables sociales. Por tanto, si los estudios visuales son una disciplina histórica, lo que hay que describir históricamente es el ejercicio del poder a través de la visión y de la creencia en la primacía de la visión. Este punto de vista reconoce el carácter indispensable de la filosofía en el análisis visual[20].

    El conocimiento, no limitándose a la cognición, incluso si se enorgullece de tal limitación, es constituido o, mejor dicho, performado, en los mismos actos de visión que este describe, analiza y critica. Johannes Fabian (1990) argumentó contundentemente a favor de la concepción performativa del conocimiento implicada en esta visión. En su formulación más simple, el conocimiento dirige e influye en la mirada, haciendo visibles esos aspectos de los objetos que de otra manera permanecerían invisibles (Foucault 1975: 15) y al mismo tiempo ocurre a la inversa: lejos de tratarse de un aspecto del objeto que se ve, la visibilidad es también una práctica, incluso una estrategia, de selección que determina que otros aspectos u objetos permanecerán invisibles. En una cultura donde los expertos tienen un gran estatus e influencia, el conocimiento experto; aquel que pone en práctica el connoisseur –atribuyendo obras de arte a artistas particulares– no sólo ensalza y preserva sus objetos, sino que también los censura[21].

    Lo que estoy intentando mostrar es que los «estudios de cultura visual», definidos según sus tipos de objetos, están sujetos al mismo «régimen de verdad» (Foucault 1977: 13) que intentan dejar atrás o, al menos, desafiar. Cada sociedad, junto con todas sus instituciones, tiene sus regímenes de verdad, sus discursos aceptados como racionales y sus métodos para asegurar la vigilancia de la producción, la concepción y el mantenimiento de la «verdad». Reflexionar sobre estos regímenes de verdad es una de las tareas fundamentales de los estudios visuales. Por ejemplo, anticipando lo que los estudios de la cultura visual deberían contemplar como su objeto principal, Louis Marin analizaba en 1981 el uso estratégico del retrato de Louis XIV en la Francia del siglo xvii en un régimen visual de propaganda. De modo similar, el análisis de Richard Leppert, quien abordó algunas pinturas como si fueran anuncios, demuestra que es mejor no definir el objeto de los estudios de cultura visual en tanto que cosas seleccionadas (los objetos de los que habla son los objetos tradicionales de la historia del arte) sino en relación a lo que hacen (1996).

    Que la visualidad, y no una colección de cosas visibles, es el objeto nos queda claro si tenemos en cuenta algunas publicaciones dentro de la historia del arte donde los objetos estudiados no son objetos artísticos. Así, Georges Didi-Huberman, en su libro Ninfa Moderna: essai sur le drapé tombé (2002), toma como punto de partida el uso de paños plegados para guiar el agua, bombeada cada mañana a los lados de las aceras de las calles de París para mantener la higiene pública. Aunque el objeto, en este caso, reclamaría un análisis visual, la maniobra que realiza el autor es la opuesta: convierte la calle ordinaria en un objeto estético digno de ser contemplado desde la perspectiva de la historia del arte, relacionándolo con el drapeado de la escultura barroca, así como con las fotografías artísticas de principios de siglo xx. En vez de pasar de los objetos a los actos de visión, el autor opta por ampliar la colección de objetos que normalmente estudia la historia del arte.

    En cambio, otros historiadores del arte han utilizado los objetos tradicionalmente ligados a su disciplina para proponer interrogantes que abren el campo a la indagación sobre las condiciones de visibilidad y sus consiguientes actos de visión. Entre los historiadores del arte que desde bien temprano propusieron una aproximación a los objetos de su disciplina de forma que, retrospectivamente, contribuyera a la creación del objeto de los estudios de cultura visual, destaca Norman Bryson. En su libro programático Vision and Painting (1983), Bryson argumentaba con contundencia que la visión debía emparentarse con la interpretación más que con la percepción. Esta perspectiva incorpora las imágenes a la textualidad de forma que no se requiere la presencia de un texto real ni analogías o combinaciones injustificadas. Más bien, la mirada, como acto, se emplea ya en lo que desde entonces hemos llamado lectura. Por supuesto, dada la ubicación de sus órganos en el cuerpo, la percepción tampoco puede ser pura; cualquier intento por separar la percepción y sus sentidos de la sensualidad contribuye a preservar la obstinada ideología que separa la mente del cuerpo. Por lo tanto, parece razonable decir que todo esencialismo visual, incluyendo la disciplina o movimiento que se hace llamar cultura visual, será como mínimo cómplice de tal ideología.

    Si consideramos los tipos de objetos que los estudios visuales han venido analizando, descubrimos una propuesta antielitista. Los primeros números del Journal for Visual Culture incluyen artículos sobre, por ejemplo, imágenes médicas (Cartwright), la globalización (Buck-Morss) y la distracción (Rutsky). Además, hallamos también artículos sobre arte, tanto moderno como clásico, y sobre exposiciones. Claramente, a pesar de su tendencia a cuestionar las reducidas definiciones de las imágenes visuales, la exclusión del estudio de la producción artística no es uno de los objetivos de la revista.

    En lugar de establecer un control de los límites entre disciplinas que se encuentran inevitablemente afiliadas entre sí –como los estudios visuales y la historia del arte, o los estudios visuales y la antropología visual, por ejemplo–, me inclino por una división del trabajo cuyo criterio sea los tipos de preguntas que hacemos sobre los objetos que poseen el potencial de producir eventos de visión (events of seeing). De haber algún objeto propio del análisis visual, sería este. Así, mientras que la antropología visual podría interesarse principalmente por la visión como herramienta con la que lograr cierto conocimiento de los matices, de otro modo incognoscibles, de una determinada cultura, y la historia del arte por la producción y recepción de aquellas cosas visibles que una cultura estima, el análisis visual puede hacerse cargo de las imágenes que estudian estas disciplinas vecinas y hacerles preguntas que pertenecen al acto social de la visión.

    El arte que piensa la historia

    Los estudios de cultura visual están vinculados a otros campos de análisis cultural. Aun estando

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