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Suma de minucias del lenguaje
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Libro electrónico980 páginas12 horas

Suma de minucias del lenguaje

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Moreno de Alba reúne en este tomo sólo los artículos que por su relativa brevedad y por su conocimiento monográfico sobre un muy particular asunto lingüístico (con frecuencia de carácter léxico) merecen con justicia el nombre de minucias. Se presta particular interés a la lengua española y muy especialmente al español de México.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 jul 2017
ISBN9786071651327
Suma de minucias del lenguaje

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    Suma de minucias del lenguaje - José G. Moreno de Alba

    SECCIÓN DE OBRAS DE LENGUA Y ESTUDIOS LITERARIOS


    SUMA DE MINUCIAS DEL LENGUAJE

    JOSÉ G. MORENO DE ALBA

    SUMA DE MINUCIAS

    DEL LENGUAJE

    MÉXICO

    Primera edición, 2003

    Primera edición electrónica, 2017

    Diseño de la portada: Teresa Guzmán Romero

    D. R. © 2017, Fondo de Cultura Económica

    Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

    Comentarios:

    editorial@fondodeculturaeconomica.com

    Tel. (55) 5227-4672

    Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

    ISBN 978-607-16-5132-7 (ePub)

    Hecho en México - Made in Mexico

    PREFACIO

    El Fondo de Cultura Económica publicó (en 1992) mis Minucias del lenguaje (con varias reimpresiones posteriores) y mis Nuevas minucias del lenguaje (en 1996), también varias veces reimpresas. En esta nueva entrega, Suma de minucias del lenguaje, se reúnen sólo los artículos que por su relativa brevedad y por su contenido monográfico sobre un muy particular asunto lingüístico (con frecuencia de carácter léxico) merecen con justicia el nombre de minucias. He añadido algunas decenas de notas inéditas hasta ahora, redactadas después del año 1996. Por otra parte, he suprimido muchos artículos porque, en mi opinión, debido a su mayor extensión y a su corte estilístico más cercano al ensayo, no les queda la designación de minucias.

    PRÓLOGO

    Es fama de las academias de la lengua, la española incluida, creo que no siempre bien ganada, la de que tienen como principal y casi única función emitir reglas y normas que garanticen la corrección lingüística. Se dice también que la escuela elemental y media está obligada a enseñar a los niños y jóvenes el uso correcto de la lengua.

    Por lo que a las primeras toca, creo que si bien hace décadas era cierto que la Real Academia Española, sea por caso, se mostraba particularmente eficaz en señalar, por su Gramática o por su Diccionario, lo que estaba bien y lo que estaba mal, debe reconocerse que esto ha cambiado y que hoy son otras, me parece, las preocupaciones de esa corporación, sin que esto signifique que haya abandonado totalmente su papel fiscalizador. Tengo la impresión de que desde hace algún tiempo hay en las academias un espíritu más abierto para recibir las innovaciones y un evidente deseo de conceder más importancia a la descripción de los fenómenos de la lengua que a su normatividad. Ello puede comprobarse si se revisan con cuidado y con objetividad las más recientes ediciones del Diccionario y la publicación que se tituló Esbozo de una nueva Gramática de la lengua española. En las recopilaciones léxicas que ha dado a las prensas la RAE en los últimos años (en particular la decimonovena de 1970 y la vigésima de 1984) puede observarse que tienen ahí cabida muchos neologismos y americanismos que, en entregas anteriores, habrían tenido dificultad para ingresar. Por otra parte, quien analice el Esbozo se dará cuenta de que está muy lejos de ser un manual de gramática normativa al estilo de las anteriores versiones de la Gramática académica, incluida la más reciente de 1931, que está más cerca de lo que se conoce como gramática descriptiva o científica y que, además, incorpora no pocas concepciones lingüísticas, si no precisamente de moda hoy, sí desde luego merecedoras del calificativo de modernas, procedentes en particular de la corriente conocida como estructuralismo.

    En lo que concierne a la enseñanza del español en las escuelas, debe asimismo aceptarse que ha habido, en los últimos 30 años, al menos en México, cambios sustanciales y saludables. Se ha pasado de una educación que ponía énfasis casi exclusivamente en la gramática normativa tradicional característica del siglo XIX, que se aprendía casi siempre de memoria sin entenderse, a métodos de enseñanza que se basan sobre todo en la práctica, oral y escrita, del lenguaje. La gramática, felizmente, no ha desaparecido del todo en los programas, sino que, dosificada en debida forma, está presente sólo como objeto de reflexión científica y no como el mal llamado arte de hablar y escribir correctamente. En el fondo de la enseñanza moderna de la lengua está el principio, correcto a mi juicio, de que los niños y jóvenes, más que estudiar la lengua, requieren emplearla.

    Retomo de lo anterior dos términos importantes: normativo y descriptivo. Es frecuente presentar estos adjetivos como antónimos, cuando se alude a la gramática o a los estudios lingüísticos en general. Creo por mi parte que conviene precisar el significado de ambos vocablos y, sobre todo, del primero de ellos. El término norma, empleado en diversas disciplinas, en filosofía y en lingüística por ejemplo, es evidentemente polisémico. Si se consulta un diccionario filosófico, podrá constatarse que norma, por una parte, significa regla, especie de ley, lo que debe ser, lo que es obligatorio y necesario que se dé. Pero, por otra, tiene también el sentido de lo usual, lo habitual, lo que simplemente es. Obsérvese cómo queda reflejada esta dicotomía semántica en los adjetivos, derivados ambos de norma: normativo y normal.

    Algo semejante pasa con esta voz en el terreno de la lingüística, donde también se habla de norma como forma o manera de hablar que debe acatarse por correcta, y de norma como regularidad o hábito lingüístico de tal o cual comunidad de hablantes. Aunque debe reconocerse que, en la que podría llamarse jerga técnica o especializada de la lingüística, hoy es más común entender por norma lo segundo (hábito) que lo primero (regla), sigue empleándose la palabra con los dos valores, como en el habla común.

    La gramática o la lingüística descriptiva, como su nombre indica, no se interesa por reglas del bien hablar sino que pretende limitarse a la científica exposición de los hechos de lengua. Véase que, en cierta manera, uno de los significados posibles de norma (hábito) está bastante cerca del sentido de la voz descripción, pues una gramática descriptiva se supone que expone en orden una serie de hábitos lingüísticos que, ciertamente, tienen existencia gracias al sistema llamado lengua.

    Me interesa en particular detenerme un poco en demostrar que hay una estrecha relación, y no una antítesis, entre los dos sentidos señalados para la voz (lingüística) norma. En efecto, el que un fenómeno de lengua se convierta en norma (en el sentido de regla o ley) se explica porque, de alguna manera, antes fue norma (en el sentido de hábito) de ciertos hablantes que, por su número o calidad, lograron que los demás los consideraran, en sentido lingüístico, como modelos que deben imitarse. Hay que aceptar que parece universal el fenómeno conocido como sentido de corrección, que permite explicar la relación, hasta cierto punto dialéctica (y complementaria), de norma como regla y norma como hábito. Una costumbre generalizada puede en efecto convertirse en regla y, aunque poco frecuentemente, una regla o ley no emanada de una costumbre puede volverse hábito. Dicho en términos simples: un hecho lingüístico normal puede dar lugar a una regla normativa; y, más raro pero no imposible, una ley normativa, una norma puede originar un hábito, un hecho lingüístico normal.

    De todo lo anterior se deduce que, en el terreno del lenguaje, así se quiera ser normativo, se necesita antes conocer lo que es en alguna medida normal. Quiero decir que, cuando se desconocen los hábitos lingüísticos predominantes en determinada comunidad, hay grave riesgo de proponer, en una actitud normativa sin fundamentos, reglas o normas que van contra las costumbres lingüísticas predominantes.

    Podría pensarse que más importante que esa norma, que viene a ser resultado de una suma de hablas, convendría tomar en cuenta, para la redacción de propuestas normativas, el análisis lingüístico de los buenos escritores. En efecto, esto es a mi juicio no sólo conveniente sino indispensable, siempre que se tengan muy en cuenta dos cosas: primero, que en los escritores, quiérase que no, también influyen las hablas que constituyen las normas (de su época, de su espacio geográfico); y, segundo, que conviene dejar perfectamente establecido lo que debe entenderse por un buen escritor. En este sentido, vale la pena recordar que, en no pocos casos, los que a juicio de críticos literarios merecen tal calificativo, no son igualmente sancionados por los gramáticos y los puristas.

    En términos puramente morfológicos, sintácticos y léxicos, no artísticos, creo que los buenos escritores, de manera consciente o inconsciente, siguen las normas establecidas por el común de los hablantes llamados cultos, término este que también necesita ser precisado. En un contexto sociolingüístico un hablante culto no es sólo el erudito o el intelectual sino cualquiera que recibió educación, que tiene el hábito de la lectura, que suele trabajar más con el cerebro que con las manos, etc. La suma de las hablas de estas personas cultas da como resultado la norma culta. Si se suman las hablas cultas de la ciudad de México, se obtendría la norma culta de esa ciudad, que en algunos aspectos (léxicos sobre todo) no es idéntica a la norma culta de otra ciudad (Buenos Aires o Madrid, sea por caso). Por otra parte, debe quedar muy claro que, a mi juicio, el ser buen escritor no depende precisamente del empleo que se hace de la gramática, sino de la maestría con que se usa la lengua, que no es lo mismo. Creo que todos estamos convencidos de que los mejores escritores no saben gramática, entendida esta como una disciplina científica, ni la necesitan, puesto que, primero, suelen poseer una gramática normal (en cuanto suma de hábitos lingüísticos de una comunidad) mucho más desarrollada que la del común de los hablantes y, segundo, su manejo literario de la lengua va por fuerza mucho más allá de la simple gramática.

    Por ello precisamente los filólogos y lingüistas estudian y descubren la gramática de tal o cual lengua en esos buenos escritores que, en cierta forma, la crean o la recrean en sus textos, independientemente de que la manejen o no como disciplina.

    Los anteriores razonamientos me llevan a rescatar la importancia que, para la determinación de las normas (hábitos lingüísticos) tienen las ciencias llamadas dialectología y sociolingüística. Si la primera tiene que ver con el estudio de las variantes geográficas de las lenguas, a la segunda atañen los cambios lingüísticos explicables por el nivel sociocultural de los hablantes. Independientemente de la enorme diversidad de enfoques teóricos y de métodos que hoy se observan en estas dos disciplinas, ambas son indispensables cuando se pretende conocer las normas actuales, del español en nuestro caso, horizontalmente, en las diversas regiones, y, verticalmente, en los estratos sociales.

    Sobre la base de resultados obtenidos de investigaciones dialectales y sociolingüísticas del español actual pueden formularse recomendaciones normativas al menos relativamente atendibles, pues no estarían fundadas ni en sólo interpretaciones de sistemas lingüísticos abstractos ni en normas idiomáticas antiguas. Además, como se ve, las sugerencias tendrían entonces como razón la existencia de tal o cual fenómeno lingüístico en determinado lugar, época o grupo de hablantes, y no exclusivamente en la mente del gramático o, si se quiere, sólo en la estructura de la lengua. Asimismo, del conocimiento de la norma (hábitos) lingüística pueden resultar descripciones y no sólo leyes.

    En casi todas las lenguas llamadas de cultura existe la tradición de reflexionar sobre asuntos de corrección lingüística. El español no es la excepción. Sin embargo debe reconocerse que buena parte de estos estudios se inclinan más hacia la normatividad que hacia la descripción. Es también frecuente que las notas y los artículos de esta naturaleza manifiesten un exagerado purismo hasta cierto punto anacrónico y casi siempre poco práctico. Ejemplos de esta corriente podrían ser el Diccionario de galicismos (1855) del venezolano Rafael María Baralt o, más próximo a nuestros días, el prólogo del, por otra parte muy útil, Diccionario de anglicismos (1950) del panameño Ricardo Joaquín Alfaro. Más cerca de nosotros, en México, pueden mencionarse en la misma línea los casos de Manuel González Montesinos, particularmente por su leída columna Palmetazos, publicada entre 1949 y 1963 en un diario capitalino, así como de las intervenciones académicas, de tono oratorio, de Daniel Huacuja, publicadas en varios volúmenes de las Memorias (1956, 1960, 1968) de la Academia Mexicana.

    Podría también formarse nutrido grupo con los filólogos que pretenden, en sus escritos, de manera predominante, corregir a la Academia de Madrid. No veo nada criticable en criticar, con tal que se muestren verdaderos conocimientos para hacerlo. Aludiré sólo a dos ejemplos de estudiosos que, a mi ver, se dedicaron no únicamente a criticar, a veces acerbamente, a la corporación madrileña, sino también, y esto es lo destacable, a proponer otras opciones, expuestas por ellos casi siempre con sobrada erudición e inteligencia. En la España de la segunda mitad del siglo XIX, con el seudónimo de Miguel de Escalada, escribía en el periódico El Imparcial un señor, hoy prácticamente desconocido, de nombre Antonio de Valbuena, airadas invectivas contra la Real Academia. Conozco de él un librito (Fe de erratas del nuevo Diccionario de la Academia, Coatepec, 1889), en que se reúnen varios artículos en los que critica buena parte del contenido de la decimosegunda edición del vocabulario académico. Si se suprime el tono, un poco rancio, a veces hasta grotesco, de su estilo, queda una muy sólida argumentación, francamente convincente, en puntos de lexicología, muchos de los cuales son algo más que minucias intrascendentes. De nuestro país quiero recordar al profesor Marcos E. Becerra. Sus Rectificaciones i adiciones al Diccionario de la Real Academia (1933), libro felizmente reimpreso (1978) por el gobierno del estado de Tabasco, son en su mayoría atendibles porque provienen de alguien que conocía con profundidad no sólo el léxico del español mexicano, indígena e hispánico, sino también la etimología y la historia del vocabulario general de la lengua.

    Finalmente, conviene poner de relieve otro tipo de enfoque que puede observarse en ciertos artículos lingüísticos y filológicos de divulgación, cuando, sin dejar de ser en cierta medida normativos, hacen mucho mayor hincapié en la mera descripción de los fenómenos de la lengua. Me limito a proporcionar sólo dos ejemplos, a mi ver muy destacables. El primero es el de un escritor mexicano que no tenía como profesión la filología pero que dio muestras de ser gran conocedor y estudioso muy dedicado de estos asuntos. Me refiero a Victoriano Salado Álvarez, quien es mucho más reconocido por sus trabajos como cronista que por sus estudios filológicos. Sin embargo su columna periodística Minucias del lenguaje, de la que este libro tomó el nombre y cuyos artículos conforman un volumen publicado por la Secretaría de Educación Pública en 1975, muchos años después de su muerte, es un acabado ejemplo de reflexión lingüística y filológica, a la vez erudita y amena. El segundo caso que deseo traer a colación es el de un gran filólogo, quizá el mejor de los hispanoamericanos de este siglo, el venezolano Ángel Rosenblat (1902-1984). Su obra mayor comprende profundos y amplios estudios sobre muy diversos tópicos de la historia, la lingüística y las literaturas hispánicas. Pero Rosenblat no limitó sus esfuerzos intelectuales al diálogo especializado, indispensable ciertamente, con sus colegas, sino que, pensando en el llamado gran público, sacó a luz en la prensa de su país numerosos artículos de divulgación lingüística, con el título (sugerido por Mariano Picón-Salas) de Buenas y malas palabras, después reunidos también en forma de libro. Creo no equivocarme si digo que estos artículos del polígrafo venezolano se han convertido en el mejor ejemplo de este tipo de texto, perfecto en su brevedad, pensado ciertamente para los diarios, pero sin descuidar jamás la elegancia del estilo y la más escrupulosa confiabilidad de los datos, considerando siempre que tendrán como destinatario a un lector no especializado pero sí exigente y culto.

    Muy lejos sin duda de estos dos altos modelos, pero con análoga concepción de lo que es un artículo lingüístico de divulgación, reúno en este libro notas, casi todas muy breves, que han venido apareciendo en algunos diarios de México, la mayor parte en unomásuno. Algunas de ellas ya habían sido publicadas en una primera entrega de Minucias del lenguaje (Océano, 1987); son empero más numerosas las no contenidas en aquel librito y que, publicadas en el periódico durante los años 1986-1990, se agrupan ahora por primera vez. La mayoría de ellas cabe en el apartado de minucias descriptivas; y, aun las que deban verse como normativas, espero que no sean juzgadas como producto de un purismo anacrónico; para evitar lo cual procuro siempre proporcionar, con el menor número posible de tecnicismos, las explicaciones históricas o sistemáticas de los hechos lingüísticos que se describen.

    (A) GROSSO MODO, STATU(S) QUO

    Nunca se lamentará bastante el abandono de la lengua latina por parte de nuestras autoridades educativas de todos los niveles. Naturalmente que no es consuelo suficiente el que tal situación sea la prevaleciente en casi todo el mundo y no sólo en México. Debo sin embargo dejar constancia de que sólo la UNAM, no podría ser de otro modo, sobre todo en su Facultad de Filosofía y Letras y en su Instituto de Investigaciones Filológicas, sigue cultivando tanto la enseñanza cuanto la investigación de los clásicos latinos (y griegos) en su propia, noble lengua.

    El daño que produce esta generalizada ignorancia es sobre todo en lo que podría llamarse cultura elemental obligatoria. Desconocer nuestras profundas raíces culturales occidentales es, sin duda, ignorar nuestro propio modo de ser y de pensar. Pueden empero observarse otros insignificantes efectos. Perviven, perfectamente incorporados en la lengua española contemporánea, no pocas locuciones o enunciados latinos, que con mucha frecuencia, precisamente por la ignorancia ya no digamos de la lengua latina, sino incluso de las otrora famosas raíces grecolatinas que se nos enseñaban en la Preparatoria, suelen decirse y escribirse sin ton ni son, muchas veces con agravio de las más elementales reglas gramaticales de esa lengua. Vayan sólo dos simples ejemplos, entre muchos que podrían traerse a cuento.

    La locución statu quo está constituida por un sustantivo y un relativo en caso ablativo. El sustantivo (status) es de la cuarta declinación, cuyo ablativo termina en u; el relativo sigue, en ese caso, a la segunda declinación, y termina en o. Significa literalmente ‘en el estado en que’ y se emplea hoy, sobre todo en la jerga diplomática, para designar ‘el estado de cosas en un determinado momento’. Tengo la impresión de que, en México, aparece esta expresión, sobre todo en textos periodísticos de tinte político, casi siempre con un cierto sentido negativo, aludiendo a algo así como ‘el actual inconveniente estado de cosas’. En varios textos recientes he visto escrita la frase con una s que no le corresponde: *status quo. Status es caso nominativo; en la locución debe ir en ablativo (statu).

    La frase latina grosso modo está formada por un sustantivo, modificado por un adjetivo, ambos en caso ablativo de la segunda declinación. Significa, literalmente, ‘de manera gruesa’; hoy tiene alguno de los siguientes sentidos: ‘a bulto, aproximadamente, más o menos’. Estos significados se producen, en latín, con el simple empleo del caso ablativo (sin preposición). Por tanto resulta un error, frecuente en el español mexicano, anteponer a la locución la preposición a ("lo explica *a grosso modo"); basta la sola frase latina en ablativo ("lo explica grosso modo").

    Nota: Las palabras precedidas por un asterisco no son propiamente españolas; esto es, son vocablos hipotéticos, inventados, reconstruidos, están mal escritos o son formas anómalas.

    A / HA / ¡AH! / HÁ

    En ocasiones un signo lingüístico (una palabra) puede estar constituido por un solo fonema. Tal es el caso de a, ha, ¡ah!, há, vocablos en los que al fonema /a/ no lo acompaña ningún fonema más (la h es una letra que no representa ni sonido ni fonema). Aparentemente no debería haber dificultad para la ortografía de tales voces: a (sin h) es una preposición; ha es una forma del verbo haber; ah, normalmente acompañado de signos de admiración (¡!), es una interjección; por último, a veces puede encontrarse la forma, antigua y rara, (con acento), en lugar de ha (de haber), con el valor de hacer ("há mucho tiempo que no te veo"), aunque lo más común es escribirla sin acento (ha). Es notable que aun en el empleo de estos brevísimos vocablos se cometan burdos errores ortográficos. Véanse algunos ejemplos.

    Tomo de algunos diarios los siguientes textos: 1) "estar ‘out’, lo que *ha estas alturas parece cada día más aconsejable…; 2) todos estamos sujetos *ha haber cometido errores; 3) ¿y qué incidencia *a tenido en su vida ser pelirrojo?; 4) criticó a tantos quienes dicen orientar sus esfuerzos sólo *ha obtener la paz y la justicia; 5) el rock and roll no *a muerto".

    En los incisos 1, 2 y 4 se escribió ha por a, es decir se confundió la preposición con el verbo. Se trata de preposiciones, que no llevan h: a estas alturas, estamos sujetos a, orientar esfuerzos a. Por lo contrario, en el inciso 3 la confusión es al revés, pues se hizo empleo de la preposición en lugar del verbo, que debe escribirse con h: ha tenido. La regla, en resumen, es muy sencilla: llevará h la forma que corresponde al presente del verbo haber (ha); se escribirá sin h la preposición (a).

    Una sola observación en relación con la interjección. La vigésima primera edición del Diccionario académico (de 1992) anota la forma ¡ha! como alomorfo, como equivalente ortográfico de ¡ah! Es decir que, según ese autorizado vocabulario, la interjección puede escribirse tanto ¡ah! cuanto ¡ha!: ¡Ah, qué inteligente eres! y "¡Ha, qué inteligente eres!" Como era de esperarse, prácticamente todos los demás diccionarios, que en buena medida se limitan a transcribir algunos de los artículos y acepciones del Diccionario de la Academia, repiten lo mismo, es decir que anotan, como interjección, la forma ¡ha! En antiguas impresiones del lexicón de la Academia aparece ya esa forma ¡ha! como variante de ¡ah!, como por ejemplo en el de 1925 (decimoquinta edición). Por mi parte opino que, en la norma del español actual (y muy probablemente en la de hace ya mucho tiempo), nadie escribe ¡ha! por ¡ah! Yo recomendaría, para simplificar la ortografía, cosa que muchos veríamos saludable, suprimir el artículo ¡ha! del Diccionario.

    ABOCARSE

    No es difícil encontrar, en el español escrito de nuestros días, al menos en México, usos del verbo abocarse que no parecen tener precisa correspondencia con su significado, o con el sentido que le asignan los diccionarios de mayor prestigio. Normalmente aparece la voz en expresiones como las siguientes: "todos debemos abocarnos a la solución del problema, el presente capítulo se aboca a la explicación del asunto, fue un hombre abocado siempre al cumplimiento del deber".

    En español existen los verbos abocar y avocar. Este último es un término de jurisprudencia: ‘atraer a sí un juez o tribunal superior, sin que medie apelación, la causa que se estaba litigando o debía litigarse ante otro inferior’. Evidentemente nada tiene que ver este vocablo con el abocar que aparece en los ejemplos transcritos. Ahora bien, abocar, voz homónima de la anterior, tiene un origen totalmente diferente. Si avocar procede del latín vocare (con preposición a-), abocar se relaciona con boca. En efecto, la primera acepción de ese vocablo es ‘asir con la boca’. Otro sentido es el de ‘verter el contenido de un cántaro, costal, etc., en otro’, donde también se puede observar el sema boca, pues son precisamente las bocas de los recipientes las que se aproximan para verter el contenido. El Diccionario registra otros significados más, algunos de los cuales se asemejan ciertamente al que posee el verbo de los ejemplos que comento, aunque, según creo, no de manera exacta. Abocar puede significar ‘acercar, aproximar’, como en "abocar las tropas". Con este sentido puede usarse en forma pronominal: abocarse, ‘aproximarse’. También como pronominal posee la acepción de ‘juntarse de concierto una o más personas con otra u otras para tratar un negocio’.

    Nótese que no parece permutable, en los ejemplos, abocarse por acercarse o aproximarse o juntarse, ni tampoco abocado (a) por expuesto, acepción que registra María Moliner: "estamos abocados a una catástrofe".

    Me parece que el verbo abocarse, en los ejemplos del primer párrafo, puede sustituirse, con propiedad, por otros que caben mejor en esos contextos: "todos debemos aplicarnos a la solución del problema, el presente capítulo se dedica a la explicación del asunto, fue un hombre consagrado al cumplimiento del deber".

    ABORDAR

    Es probable que en el español contemporáneo, de México y de otras partes, el significado que con mayor frecuencia adquiere el verbo abordar, tanto en la lengua hablada, como, sobre todo, en la escrita, sea el de ‘dar ingreso a personas en un vehículo’: "abordé el autobús, nos dijeron que abordáramos el avión, es hora de abordar el tren". De ahí la frase que todos empleamos en los aeropuertos para referirnos al documento que, a manera de salvoconducto, nos permite entrar en el avión: pase de abordar.

    De conformidad con la definición de abordar en el Diccionario, este verbo, en su primera acepción, significa ‘llegar una embarcación a otra, chocar o tocar con ella, ya sea para embestirla, ya para cualquier otro fin, ya por descuido, ya fortuitamente’. Nótese que, independientemente del significado preciso, el sujeto de este verbo, según esta definición, es la embarcación misma. Hay otros significados en los que sigue siendo sujeto la embarcación: ‘aportar (tomar una nave puerto), atracar, llegar a una costa, a una isla’, etcétera.

    Vale la pena preguntarse si la voz abordar es la más usual, la más popular para referirse al ingreso de una persona en un vehículo. Creo que no, pues sigue sintiéndose como formal, como propia de ciertos registros de habla que no corresponden a la conversación habitual. En esas circunstancias el hablante suele emplear otros verbos, especialmente subir(se) y, en menor medida, entrar y embarcar(se): "a las ocho nos subimos al avión", "súbete rápido al coche", "entramos en el (al) tren cuando estaba por salir". Debe sin embargo aceptarse que, con referencia específica al avión, cada vez es más frecuente abordar. A propósito de embarcar(se), que sólo esporádicamente se emplea para vehículos que no sean embarcaciones, es la única voz o al menos la predominante para designar el hecho de subir o ingresar en un barco. Es decir que el marinerismo abordar, contra lo que podría esperarse, pocas veces sustituye a embarcarse.

    Tengo la impresión de que la voz abordar para referirse al hecho de subir al avión, al menos en el español mexicano, está muy enquistada y ello se debe sobre todo a que las compañías de aviación la han estado introduciendo de manera sistemática. Parece necesario, por tanto, añadir ésta al resto de sus acepciones en el Diccionario. Se tratará de uno más, quizá el más reciente, de los abundantes marinerismos que, desde el siglo XVI, vienen penetrando en el español americano, esas voces que, como abarrotes o arbotante, abandonan su prístina significación marinera para adquirir una nueva, que nada tiene que ver con el mar.

    Esta nueva significación de abordar convivirá con otras, de carácter figurado, ya registradas en los diccionarios y de uso normal en México, como ‘acercarse a alguno para proponerle o tratar con él algún asunto’: "lo abordé cuando iba saliendo; así como ‘emprender o plantear un negocio o asunto que ofrezca dificultades o peligros’: el autor aborda muy bien ese tema en el libro".

    ACCEDER

    Este verbo, procedente del latín accedere (‘acercarse’), mejor que de ad y cedere (a y ‘retirarse’) —como anota el Diccionario académico—, tenía, hasta la decimonovena edición de 1970, sólo el sentido de ‘consentir en lo que otro solicita o quiere’, o el de ‘ceder uno en su parecer’. Era por ende muy criticado, como galicismo, el uso de acceder con el sentido de ‘tener acceso a algo: "Fulano accedió al poder, por ejemplo. Obviamente no había inconveniente en decir Fulano tuvo acceso al poder", porque la voz acceso aparecía ya definida como ‘acción de llegar o acercarse’. Otras formas, aceptadas ya en 1970, que incluían el sentido de ‘llegar’ eran accesible y accésit (recompensa inferior para el que se acerca al primer lugar de un concurso).

    Entre las muchas modificaciones y adiciones de la vigésima edición del Diccionario (1984), se cuentan dos acepciones nuevas, la 3 y la 4, en la entrada acceder: ‘tener acceso, paso o entrada a un lugar’ y ‘tener acceso a una situación, condición o grado superiores, llegar a alcanzarlos’. Como se ve, con estas recién aceptadas definiciones, nada impide decir "Fulano accedió a mi casa o Zutano accedió al poder, sin que, naturalmente, dejen de ser correctas otras construcciones como Fulano accedió a quedarse" (‘consintió en’).

    Es probable que el valor de acceder como ‘llegar’ sea más antiguo en francés que en español y que, por ello, fuera tachado de galicista el uso de este verbo, en español, con ese sentido. Sin embargo, a mi juicio, hay sobradas razones para justificar la adición de estas aceptaciones en el Diccionario: ante todo, el hecho innegable de su cada vez más extendido uso entre hablantes cultos pero, también, la correcta base etimológica sobre la cual se sustentan los significados añadidos, pues el primer sentido que los diccionarios latinos dan siempre al verbo accedere es precisamente ‘llegarse, venir, acercarse’.

    ACCESAR

    No falta quien piense que no hay necesidad de acudir al neologismo accesar, propio de la jerga computacional, puesto que el español normal cuenta con la forma acceder. Creo, por mi parte, que hay notables diferencias entre uno y otro verbo. El significado reconocido desde hace mucho tiempo para acceder es el de ‘consentir en lo que otro quiere’. Sólo hasta la vigésima primera edición la Academia, en su Diccionario, añadió otros sentidos a ese vocablo. Hoy está ya sancionado, sea por caso, el significado de ‘tener acceso a un lugar o a una condición superior’. Procede del latín accedere, que significaba ‘acercarse’. Se considera parte del léxico español actual el latinismo (el) accésit (tercera persona singular del pretérito de accedere), que tiene hoy el particular significado de ‘recompensa inferior inmediata al premio en certámenes científicos o literarios’, es decir, reconocimiento al que se acercó más al primer lugar.

    El impedimento para emplear el verbo acceder (en lugar de accesar) en el vocabulario computacional no está tanto en su significado sino en razones de naturaleza sintáctica. Acceder es, según todos los diccionarios, un verbo intransitivo, que se construye sin complemento directo: no puede alguien acceder a alguien (o algo), sino que solamente alguien puede acceder a algo y ese algo no puede ser sujeto pasivo ("el alpinista accedió a la cumbre", pero no *la cumbre fue accedida por el alpinista). En el lenguaje computacional, hasta donde entiendo, el verbo accesar funciona siempre como transitivo, es decir que siempre tiene objeto directo (sujeto en pasiva): accesé la información significa algo así como ‘traje hacia mí la información’, ‘hice que la información apareciera en la pantalla’, etc. A ello se debe que, con frecuencia, se emplee el participio pasivo de accesar (información accesada) o que el verbo accesar aparezca en voz pasiva (la información fue accesada).

    Es obvio que accesar es un anglicismo. En inglés to access significa ‘opportunity of reaching or using’ [oportunidad de alcanzar o usar]. Tiene un claro sentido transitivo. Por ello se dice, en español: accesé la información. Todos nos preguntamos si es o no correcto el empleo de accesar en español. Pero parece no existir un verbo español que con precisión equivalga, semántica y sintácticamente, a to access (por ejemplo, allegar, transitivo ciertamente, no tiene ese exacto sentido). Habría necesidad de emplear perífrasis más o menos complicadas y que tampoco son totalmente equivalentes: hacer accesible, por ejemplo. El anglicismo accesar está formado conforme a las reglas morfológicas del español y, lo que es más importante, se emplea cada vez con mayor frecuencia entre un número mayor de hispanohablantes. Son los hablantes, no los académicos, los que norman la lengua. Y tal vez sea ya el momento de incorporarlo en los diccionarios.

    ACECHAR / ASECHAR

    En el español mexicano, como en todo el que se habla en América y en buena parte del sur de España, el fonema interdental de Castilla, escrito z o c (+e o +i), se pronuncia como s. Ello hace que parejas de voces como acechar/asechar, que en el español del centro y norte de España son sólo parónimas, es decir semejantes en su forma, sin llegar a ser idénticas, se vuelvan, en México, homónimas, esto es vocablos de idéntica pronunciación (aun cuando no se refleja esto en la escritura) y de diverso significado. En casos como éste, es fácil no sólo equivocar la ortografía (escribir c por s o viceversa) sino también emplear impropiamente los vocablos, creyendo o bien que ambos significan lo mismo, o bien que sólo existe uno de los dos (acechar o asechar), o bien confundiendo el significado de uno con el del otro. Esto último es particularmente frecuente debido a que las diferencias de significado entre acechar y asechar no son muy evidentes, como se verá en seguida.

    Ambos verbos (acechar y asechar) proceden del mismo vocablo latino assectari (‘seguir, perseguir’) que, a su vez, está formado por la preposición ad (‘hacia’), asimilada al verbo sectari (assectari). Es probable que asechar sea más antiguo que acechar y que este último tenga su explicación en una modificación andaluza de s por c. Menéndez Pidal hace ver que, en la edición de La Celestina de Burgos de 1499 aparece la voz assechanza y que en la de Sevilla de 1501 se escribe acechanza. De cualquier forma, al paso del tiempo, la significación de cada uno de los dos verbos se fue especializando. En el español actual, acechar significa ‘observar, aguardar cautelosamente con algún propósito’. El cazador acecha a su víctima. Por su parte, asechar, en el Diccionario, es definido con las siguientes palabras: poner o armar asechanzas. Nótese que en la definición de acechar no interviene el vocablo acechanza (o asechanza), que resulta indispensable para entender lo que significa asechar. Asechanza debe entenderse como ‘engaño o artificio para hacer daño a otro’. Así, es difícil que un cazador aseche a su víctima (aunque puede hacerlo). Es por lo contrario muy común oír que el diablo asecha a los hombres. Un asaltante acecha, un timador asecha. También existe, en el español moderno, acechanza (con c), pero el Diccionario le asigna otro sentido: ‘acecho, espionaje, persecución cautelosa’. En definitiva, parece ser que asechar se formó sobre la base de asechanza y que acechanza tuvo su origen en acechar. A ello puede deberse que Moliner, en su Diccionario de uso del español, considera usuales las voces acechar y asechanza, poco usual el verbo asechar y ni siquiera incluye el vocablo acechanza.

    ACEMITE / ACEMITA / CEMITA / CEMA

    En su Vocabulario de mexicanismos don Joaquín García Icazbalceta incluye la voz cemita, y la define como ‘acemita’, ‘pan hecho de acemite’. Cita un pasaje de Astucia: "estaba listo el almuerzo al estilo de arriero… un jarro de atole y cemitas".

    Aun cuando el autoservicio ha hecho que paulatinamente se pierdan los nombres tradicionales del pan, todavía se emplea en México la voz cemita (a veces escrita con s: semita) y, aunque con variantes regionales, su significado es más o menos el que transcribe Santamaría: ‘cierto pan común con apariencia de estar hecho con flor de harina en piezas discoideas, delgadas’.

    La voz cemita puede considerarse un arcaísmo del español americano, dado que, por una parte, es hoy inusual en España (en el Diccionario de la Academia aparece acemite, en su acepción cuarta, ‘flor de harina’, como anticuada); y, por otra, permanece vigente este vocablo de origen árabe en nuestro continente (hay registros para Argentina, Bolivia, Colombia, El Salvador, Guatemala…). El que la voz es antigua queda probado por su presencia en obras de lexicógrafos de principios del XVII (como en Aldrete y en Covarrubias, por ejemplo).

    En la evolución de la palabra se pueden observar interesantes fenómenos no sólo fonéticos sino también morfológicos. En primer lugar, hay un cambio de género en la palabra, de masculino a femenino, mediante la permutación de la -e final por -a (el acemite: la acemita). En seguida, seguramente por influencia de la a del artículo femenino, se elimina la a- inicial (la acemita: la cemita). Finalmente, el cambio más curioso: después de las modificaciones operadas en la palabra, ésta apareció a los ojos (y, sobre todo, a los oídos) de los hablantes, por el fenómeno conocido como etimología popular, como un diminutivo, y equivocadamente se interpretó la terminación -ita (procedente de -ite) como sufijo análogo al que se da en voces como cas-ita. Ello permite explicar que del seudodiminutivo cemita se pase a cema, suprimiendo la terminación.

    Como se ve, la historia de una palabra puede ser bastante complicada. En este ejemplo, en el que no se explicaron los diversos cambios semánticos que tiene el vocablo en cada uno de los dialectos en que se conserva, sino sólo su evolución fonética y morfológica, una palabra como cema debe verse como el producto final de un largo proceso: acemite-acemita-cemita-cema.

    ADOLECER

    Un error frecuente en el español actual de México, particularmente en redacciones periodísticas, es atribuir al verbo adolecer el significado genérico de ‘carecer, faltar, no tener, estar ausente, necesitar’, que de ninguna manera le conviene.

    El verbo adolecer procede del latín dolescere (verbo incoativo de dolere, ‘doler’) que, como se ve, nada tiene que ver con adolescente, adolescencia, que provienen del verbo latino adolescere, que significa ‘crecer’. Por lo contrario, adolecer significa ‘padecer alguna enfermedad, particularmente crónica, tener alguna pasión o vicio, padecer algún defecto’. Se expresa el complemento con un nombre o con ser y un adjetivo, precedidos de la preposición de. Se puede por tanto adolecer de una enfermedad ("adolece de gastritis", "adolece de migrañas"). También se puede adolecer de algún defecto físico o moral ("adolecía de ser intransigente", "adolece de tacaño). En el fondo no se pierde el primitivo sentido etimológico de dolencia o padecimiento. Este valor semántico puede conservarse metafóricamente, gracias a una tácita comparación, en expresiones como la obra adolece de falta de originalidad", "adolecemos de trámites interminables", "adolece de burocratismo innecesario, es decir, la obra padece, se duele de falta de originalidad", "padecemos, nos dolemos de trámites interminables", "padece, se duele de burocratismo innecesario, donde la falta de originalidad, los trámites y el burocratismo vienen a ser un peculiar tipo de enfermedad o dolencia. Aun parece aceptable decir que el edificio adolece de cuarteaduras", pues figuradamente se mantiene el sentido de padecimiento o enfermedad.

    Sin embargo resultan inaceptables otros usos de adolecer que pueden leerse en la prensa contemporánea: "el programa *adolece de planeación, la oficina *adolece de personal calificado, el gobierno *adolece de recursos". En estos ejemplos, que me proporcionó el maestro José Ignacio Palencia, se observa que adolecer ya no significa padecer, sino simplemente carecer: "el programa carece de planeación, la oficina carece de personal calificado, el gobierno carece de recursos". Obsérvese por ende que el verbo adolecer está usado con impropiedad en esos contextos. En todo caso, si se desea usar a toda costa el verbo adolecer será necesario añadir la palabra falta o ausencia: "el programa adolece de falta de planeación", pues la planeación en sí misma ni en sentido recto ni en metáfora es un padecimiento o dolencia; lo podrá ser, en efecto, la falta de ella.

    ADONDE / A DONDE

    Se sabe que la preposición es una palabra que tiene como función la de introducir complementos en el enunciado. Es una categoría gramatical particularmente importante en español puesto que, a diferencia del latín, su lengua madre, en dicha lengua las funciones suelen manifestarse mediante preposiciones (o ausencia de ellas) y no por desinencias o terminaciones. Por ello se dice que la española es una lengua prepositiva y el latín una lengua desinencial.

    Por otra parte, el empleo de las preposiciones en español, con cierta razón, suele considerarse complejo, debido entre otras causas a la alternancia y fluctuación en el uso de algunas de ellas: "entrar en (a) la casa, bailó encima de (arriba de) la mesa, pienso (de) que debes venir, el deseo (de) que vengas, obsequié a Luis (con) un disco, te invito (a) una copa, llegó (desde) ayer, hacer (de) cuenta, distinto de (a) esto, preséntate con (a) él", etcétera.

    Sabemos asimismo que muchos de los adverbios latinos se perdieron en su transformación al español y ello ocasionó la adaptación de otras palabras como adverbios y la formación de nuevos, como sería el caso de la enorme lista de los adverbios españoles terminados en -mente. Debe considerarse también que con objeto de precisar el significado de algunos adverbios se puede anteponer a ellos alguna preposición. Buen ejemplo de ello resulta el adverbio locativo donde. Si se desea precisar algo más este tipo de circunstancia, se requiere la anteposición de ciertas preposiciones: por donde (tránsito), de donde (procedencia), hacia donde (dirección), hasta donde (límite), etcétera.

    Entre las que pueden anteponerse a donde está la preposición a. Aunque en los casos de las demás preposiciones no se discute la posibilidad de que constituyan con el adverbio donde una sola palabra, las gramáticas y las ortografías españolas dudan sobre si se escribe adonde (una palabra) o a donde (dos palabras). La más reciente versión de la gramática académica (el Esbozo de una nueva Gramática de la lengua española), aunque, atendiendo la sugerencia de Bello, recomienda que adonde (una palabra) se use cuando hay antecedente expreso ("era de la ciudad adonde vamos") y a donde (dos palabras) en los otros casos ("voy a donde quieras"), termina reconociendo que la recomendación académica no se ha cumplido ni se cumple de hecho en el habla oral y escrita moderna. Además el mismo libro hace ver que ambas grafías se confunden en ocasiones con la forma simple (sin preposición) dónde ("¿dónde vas?" por "¿a dónde vas?").

    Por mi parte, independientemente de razones etimológicas, y con base sólo en la ley de la simple analogía, me atrevería a sugerir que, si las demás preposiciones nunca constituyen con donde una sola palabra, tampoco la preposición a lo haga y que siempre se escriba separada del adverbio.

    AÉREO / AERO-

    Podría uno preguntarse por qué se dice, por ejemplo, puerto aéreo, donde la segunda voz termina con el diptongo eo, cuando también existen vocablos como aeropuerto, en los cuales, aparentemente, se ha omitido la vocal e del diptongo en la primera parte de la palabra.

    Ante todo hay que aclarar que ambas formaciones son correctas (puerto aéreo y aeropuerto) y que, por otra parte, sería error tanto decir puerto *aero (que nadie ciertamente usa) como *aereopuerto (que alguna vez he escuchado).

    Existen entonces aéreo y aero, pero tienen diverso origen y diferente categoría morfofuncional. Por lo que respecta a su etimología o procedencia, la primera voz tiene su explicación en el latín aereus, a, um y la segunda en el griego aer, aeros. La voz latina es un adjetivo, mientras que la griega es un sustantivo.

    En lo que atañe a la función gramatical que cada una desempeña hoy en la lengua española, conviene señalar que aéreo (a) es un adjetivo, un modificador directo del sustantivo y que, por ende, aéreo en puerto aéreo tiene la función privativa de modificar al sustantivo puerto. Tiene asimismo las variaciones de género y número propias del adjetivo (masculino y femenino; singular y plural).

    Por lo contrario aero-, en español, tiene funciones muy semejantes a las de los prefijos, que vienen a ser preposiciones inseparables o partículas que se anteponen a un vocablo y forman así un compuesto. Aero-, por no ser exactamente una de las llamadas preposiciones inseparables (como ex-, in-, sub-, trans-, etc.), que eran verdaderas preposiciones en latín, sino que procede de un sustantivo griego, recibe el nombre de seudoprefijo (como también lo son, por ejemplo, tele- en teléfono, televisión u homo- en homofonía, homosexual).

    En conclusión, aéreo es un adjetivo que suele ir después del sustantivo al que modifica (puerto aéreo, línea aérea); aero- es un seudoprefijo invariable e inseparable que forma parte de voces compuestas (aeropuerto, aerolínea).

    AGREDIR

    No sólo en asuntos léxicos deben las academias americanas hacer observaciones a la española, sino también en aspectos gramaticales que tienen que ver con ciertas entradas del Diccionario oficial.

    En la vigésima edición (la de 1984) se sigue afirmando que agredir es un verbo defectivo. Verbo defectivo, reza la gramática, es el que carece de algunos tiempos y personas, lo cual se origina más comúnmente, o del significado de tales verbos, que rechaza el empleo de varias de sus formas (atañer sólo se usa en las terceras personas), o de su estructura, que dificulta la conjugación (balbucir no se emplea en las personas en que conducir tiene z: primera del presente de indicativo, todo el presente de subjuntivo y el imperativo).

    Agredir, según la Gramática académica de 1931, forma parte de un grupo de verbos (abolir, aguerrir, arrecirse, aterirse, despavorir, embaír, empedernir, garantir, manir), que ya sea por el sentido anfibológico, ya por lo extraño o malsonante de las voces que, conjugándolos, resultarían en algunos tiempos y personas, se emplean tan sólo en aquellas en que la desinencia comienza en la vocal. Algo semejante afirma el Esbozo de una nueva Gramática de la lengua española, hasta hoy el más reciente (1973) estudio gramatical de la Academia.

    Valdría la pena señalar que, al menos en México, aunque creo que también en buena parte de América (que comprende la mayoría de hispanohablantes), agredir (y quizá también transgredir, señalado como defectivo por el Esbozo, no así por el Diccionario) se usa con desinencias que no comienzan por i: "yo no te agredo, no me agredas", "Fulano agrede a todo el mundo", etcétera.

    Podría decirse así que agredir (y tal vez transgredir) será en todo caso verbo defectivo para la norma actual peninsular (minoritaria), pero no para otras muchas, quizá para la mayoría de ellas, lo que en definitiva obligaría a dejar de considerarlo defectivo.

    AGRESIVO

    La voz agresividad, en el Diccionario académico, se considera correctamente como derivada de agresivo. Por tanto, sería lógico suponer que agresividad, para ser definida, remitiera a agresivo, de donde procede. Sin embargo sucede curiosamente lo contrario: el vocablo agresivo queda definido, en su primera acepción, como ‘persona o cosa que tiende a obrar con agresividad’. Agresividad por su parte es explicada como ‘acometividad’. Finalmente, acometividad es la ‘propensión a acometer o reñir’. Debemos entender en conclusión, y después de todas estas vueltas, que agresivo es ‘el que tiende a acometer o reñir’. Tiene otras acepciones: ‘propenso a faltar al respeto’ y ‘que implica provocación o ataque’.

    Recientemente se viene usando el adjetivo agresivo con sentidos que no se apegan estrictamente a lo transcrito en el párrafo anterior. Debemos entender, por ejemplo, que cuando un instructor de vendedores recomienda a sus alumnos que sean agresivos para lograr sus ventas, no les está sugiriendo que agredan a sus futuros compradores, esto es que los acometan para matarlos, herirlos o hacerles daño (como reza la definición de agresión en el Diccionario), sino que simplemente se muestren activos y dinámicos.

    Se ha visto en este uso de agresivo (como ‘emprendedor’) un anglicismo vitando. Ciertamente el diccionario Oxford Keys, como segunda acepción de aggresive, anota: energetic and not afraid of opposition, sentido muy cercano al que tiene en español vendedor agresivo. Ello llevaría a pensar que en agresivo usado como ‘activo’ o ‘dinámico’ debe verse una influencia, un calco semántico quizá, del inglés. Puede ser. Otra explicación tal vez resulte también aceptable: que en español se haya dado un proceso de metáfora (que también pudo suceder antes en inglés) en el vocablo. Como apoyo de tal hipótesis considérese que acometer, en su segunda acepción, significa ‘emprender, intentar’, sentidos muy próximos ya al uso de agresivo que vengo comentando.

    AGÜITADO

    No se recoge en el Diccionario de la Academia esta voz que, en el español que se habla en México, equivale a ‘triste, abatido, con el ánimo decaído’. Agüitado es participio pasivo del verbo pronominal agüitarse. Tampoco lo incluye García Icazbalceta en su célebre (e inconcluso) Vocabulario de mexicanismos. En el utilísimo Índice de mexicanismos (Academia Mexicana, México, 1998), que sistematiza los mexicanismos de 138 fuentes (o listas) publicadas desde 1761, tanto agüitarse (también agüitar) cuanto agüitado, escritas frecuentemente con h en vez de g, están documentadas en más de una docena de fuentes. La más antigua, en que queda consignado el vocablo, es el Diccionario de mejicanismos de Félix Ramos y Duarte (Imprenta de Eduardo Dublán, México, 1896). Aparece ahí el verbo agüitar, con la siguiente definición: ‘Dormir. Alteración de aguaitar’. En el Diccionario académico, el verbo aguaitar tiene varios significados: ‘cuidar, acechar, mirar, espiar’. Se señala ahí mismo que en América aguaitar vale por ‘aguardar, esperar’.

    Santamaría, en su Diccionario de mejicanismos (quinta edición, Porrúa, México, 1992), consigna para agüitado el sentido que persiste hasta nuestros días: ‘triste, abatido, con el ánimo decaído en exceso’. Aclara que dícese también de los animales, y aun de las plantas. De agüitarse anota: ‘entristecerse, abatirse, decaer el ánimo’. Precisa que es muy usado popularmente. Santamaría no arriesga etimología alguna. En un artículo periodístico, Ángel María Garibay (Escarceos lingüísticos, Novedades, 12 de julio de 1961), después de aceptar las acepciones que proporciona Santamaría, lamenta que éste no anote el origen de la palabra y propone en seguida, para agüitarse y agüitado un origen náhuatl. Recuérdese que el padre Garibay era un erudito nahuatlato. Explica que ambas voces proceden de un vocablo náhuatl güito o huito, cuya forma primitiva es huiton: Donde este vocablo se usa —sigue diciendo Garibay—, y se usa en muchos lugares de la región central de México, significa ‘atontado, decaído, amortecido, bobo…’ En su opinión, huiton tiene parentesco con el verbo huitomi, vocablo que tiene otras significaciones, además de las que le asigna Molina (‘reventar el divieso’, ‘deshacerse el edificio’, ‘soltarse el agua’): ‘arruinarse, derrumbarse, hacerse nada’. Por tanto, metafóricamente, el ahuitado, está como el muro que se desmorona, o el agua que se va, saltando sobre sus diques, o rotos éstos.

    No he encontrado alguna otra propuesta para el origen de agüitado. Si bien la definición de Ramos y Duarte (‘dormido’) no parece convincente, la explicación del origen —ésa es al menos mi opinión— no debe verse como un despropósito. Sin embargo, aun aceptando la posibilidad de los cambios fonéticos que implica el paso de aguaitar a agüitar, me parece remota, por no decir inexistente, la relación semántica entre aguaitar y agüitar, incluso aceptando que agüitar significara ‘dormir’, pues ninguna de las acepciones de aguaitar se acerca siquiera a ese significado. Por lo que respecta a la etimología que propone Ángel María Garibay, además de que necesitaría reforzarse con la opinión de otros nahuatlatos, sobre todo para confirmar el empleo actual del verbo huitomi en el náhuatl contemporáneo, tengo la impresión de que tampoco resulta fácil explicar ni los cambios fonéticos (huitomi > agüitar) ni, mucho menos, los semánticos (‘derrumbarse’ > ‘entristecerse’).

    No quiero terminar esta nota sin proponer, no sin cierta osadía, otra explicación del origen del verbo agüitarse y de su participio (adjetivo) agüitado. El Diccionario académico registra el verbo acuitar, con la siguiente definición (acepción única): ‘Poner en cuita o en apuro, afligir, estrechar’. Se anota en seguida que también se usa como pronominal (acuitarse). Tiene al menos dos derivados, lo que habla de su vitalidad (acuitadamente [‘con cuita’] y acuitamiento [anticuado: ‘cuita’]). Conviene transcribir también los significados precisos del sustantivo cuita: ‘trabajo, aflicción, desventura’. Acuitado, por tanto, equivale a ‘apurado, afligido, desventurado’. Como se ve, agüitar bien puede derivar de acuitar. El único cambio fonético, es decir la sonorización de la velar c (k > g), es muy fácil de explicar, si se considera que, a lo largo de la historia de la lengua española, son muy numerosas las sonorizaciones, que suponen un debilitamiento de la tensión articulatoria. La filología nos ha enseñado siempre, con referencia a la transformación del latín en español, que las consonantes sordas tienden a sonorizarse (y las sonoras a desaparecer). Así, el cambio de acuitar a agüitar no es sino la aplicación de una regla de evolución muy conocida. Por otra parte, resulta innegable la estrecha relación semántica que se establece entre acuitar, acuitado y agüitar, agüitado: ‘apurado, afligido, desventurado’> ‘triste, abatido, con el ánimo decaído en exceso’.

    AHÍ / ALLÍ

    Tengo la impresión de que los adverbios ahí y allí, en el español contemporáneo, al menos en el hablado y escrito en México, tienen lo que en sintaxis se conoce como distribución libre, es decir que se emplea indistintamente uno u otro sin un cambio perceptible de significado ni de función: "dejé el libro ahí (o allí)".

    De conformidad con la etimología de estas voces y del significado que suele asignárseles en los diccionarios, parece ser que no son, teóricamente, intercambiables. Hay diversas opiniones sobre su etimología. Me parece más confiable la que propone Menéndez Pidal. Según este filólogo, tanto ahí como allí proceden de sintagmas latinos en los que intervienen una preposición y un adverbio, formaciones que venían dándose desde el latín antiguo y que continuaron en el romance. De esta forma, el adverbio ahí procedería del sintagma latino ad-hic y allí tendría su origen en la unión ad-illic. Ahora bien, si se investiga el sentido de hic y de illic, será fácil percatarse de que no significaban en latín exactamente lo mismo. Hic hacía referencia a un lugar (o tiempo) relativamente cercano tanto al hablante cuanto al interlocutor; con illic, por lo contrario, se señalaba una situación de alguna manera más remota para ambos.

    Este sentido etimológico queda reflejado en muchas de las definiciones que se pueden leer en los diccionarios. Baste, como ejemplo, sólo la que aparece en el diccionario de María Moliner, para quien el adverbio ahí ‘designa un lugar próximo a la vez a quien habla y a la persona a quien se habla, o el lugar en que está esta última, expresando tanto situación como dirección’. Por lo contrario, en la entrada allí se lee: ‘designa un lugar alejado igualmente del que habla y de la persona a quien se habla’.

    Si nos atenemos a estas definiciones (y a la etimología), se verá que no podemos usar siempre indistintamente ahí y allí. Si se está escribiendo a una persona que vive en Madrid, podemos decir "me gustaría estar ahí" porque, en tal caso, ahí designa el lugar en que está el interlocutor. En ese contexto no parece convenir el empleo de allí porque, aunque el lugar está alejado del que escribe, no lo está de la persona a quien se escribe. Si se conversa directamente con alguien puede señalarse un lugar cercano con un ahí y algo más remoto con un allí.

    Sigo creyendo sin embargo que estas precisiones que aparecen en manuales y diccionarios no se observan en el español diario. Más aún, creo que para muchos hablantes e incluso para muchos escritores la diferencia entre ahí y allí es meramente fonética. Cuando le pregunté a alguien cuál era la diferencia entre ahí y allí, me contestó explicándome que le parecía más eufónica, más elegante la palabra ahí que la voz allí.

    Conviene observar el derrotero que tomen estos adverbios, sobre todo en la lengua escrita. Ese empleo será el que deba describirse en los futuros tratados gramaticales.

    ÁLGIDO

    Hace algún tiempo solían reprobarse enunciados como los siguientes: "fue ése el momento más álgido de la discusión o en agosto llega el verano a su punto más álgido". A juicio de los gramáticos, tales empleos del adjetivo álgido eran impropios porque en esos enunciados se modificaba sustancialmente el significado preciso de la voz. Álgido, en efecto, proviene del latín algidus, que en esa lengua tenía el único significado de ‘frío, yerto, aterido de frío’. Significado que conservó en español. Según esto, el momento más acalorado de una discusión o el punto culminante de un caluroso verano o de un competido partido de futbol no podría calificarse de álgido (‘frío’), pues este vocablo sería un verdadero antónimo de tales adjetivos: álgido (‘frío’) es ciertamente lo contrario de acalorado.

    La explicación de este desplazamiento en el significado de álgido (de ‘frío’ a ‘culminante’) puede estar en el lenguaje de la medicina, en el que, en primer lugar, existe la (por lo menos en apariencia) antitética denominación fiebre álgida (‘acompañada de frío glacial’). Si hay fiebre, según los diccionarios, cuando la temperatura del cuerpo sube a más de los 37 grados, y álgido es ‘frío, yerto’, parece contradictorio el término fiebre álgida. En segundo lugar, debido a que ese tipo de fiebre (la álgida) suele producirse en el momento más agudo de una enfermedad, el término álgido(a) pasó a significar, en general, ‘culminante’ o ‘máximo’ y se aplicó a cualquier clase de circunstancias, incluidas las que implican acaloramiento.

    Este uso de álgido con el sentido de ‘culminante’ fue considerado, hasta hace poco, como no muy elegante y no recomendable. En su célebre Diccionario de uso del español, publicado en 1966, María Moliner se refiere a este empleo como impropio y característico del lenguaje vulgar. En sus sucesivas ediciones, en la entrada álgido, el Diccionario académico sólo incluía las acepciones de ‘muy frío’ (primera) y, como segunda, el tecnicismo médico (fiebre álgida). Sin embargo, precisamente en la vigésima entrega, correspondiente al año 1984, aparece por primera vez, como la tercera acepción (figurada) de álgido, la siguiente: dícese del momento crítico o culminante de algunos procesos orgánicos, físicos, políticos, sociales, etcétera. Hizo bien la Academia, me parece, en consignar un hecho lingüístico muy extendido entre los hablantes, quienes, como se sabe, son los verdaderos reguladores de la lengua.

    ALINEO O ALÍNEO

    En la más reciente versión de la Gramática académica (que se conoce como Esbozo de una nueva gramática de la lengua española) se explica con detalle la manera como deben conjugarse los verbos llamados vocálicos, que se caracterizan por tener una vocal (o semiconsonante) antes de su gramema (criar, por ejemplo). Son irregulares los que terminan

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