Diez razones para ser científico
Por Ruy Pérez Tamayo
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Diez razones para ser científico - Ruy Pérez Tamayo
2012
I. Cómo me hice científico
PUEDO dividir la historia que sigue en dos etapas: la primera se refiere a mi decisión de estudiar medicina, y la segunda relata mi transformación en investigador científico en el campo de la biomedicina.
Mi padre nació el 1º de enero de 1900, en Mérida, Yucatán, y estudió música en el conservatorio de esa ciudad. Cuando terminó la carrera de violinista concertista y se graduó, apenas tenía 21 años de edad. Pero entonces procedió a casarse con mi madre, quien estaba cumpliendo los 18 años de edad. En esos tiempos mi padre se ganaba la vida tocando el violín en donde podía, que eran hoteles elegantes, bodas, fiestas de 15 años y otros festejos por el estilo. Además, formaba parte de un cuarteto de cuerdas, con dos de sus profesores y un compañero del conservatorio, pero como la demanda de música clásica en Mérida en esa época (los años veinte del siglo pasado) no era muy amplia, la joven pareja era muy pobre. Otra ocupación de mi padre era tocar el piano en el cine, que entonces era de películas mudas.
Mi padre tenía un repertorio musical adecuado para las diferentes escenas: rápido y sincopado cuando corrían los caballos, frenético cuando el cowboy «bueno» intercambiaba balazos con los indios «malos», lento y suave para las escenas románticas. Como esposa del pianista, mi madre podía ir gratis al cine mudo. Pero cuando nació su primogénito (quien fue mi hermano mayor), mi madre ya no pudo acompañar a mi padre al cine por miedo a que su hijo chico empezara a berrear en cualquier momento.
Un condiscípulo músico y amigo de mi padre, quien después de graduarse había emigrado a Tampico, ciudad que en esos años disfrutaba de un boom económico petrolero, le escribió diciéndole que en ese puerto había más trabajo para los músicos y que además estaba mejor pagado. Mi padre no quería dejar Mérida, porque como buen yucateco (y además joven y músico) disfrutaba mucho de la vida bohemia, de sus amigos y de las parrandas, pero cuando su amigo exiliado en Tampico volvió a escribirle, esta vez con una propuesta concreta de un trabajo formal bien remunerado en una estación de radio que tenía una orquestita, y la promesa de mejores posibilidades artísticas como violinista y profesor de música, mi padre dejó a mi madre y a mi hermano mayor al cuidado de sus padres y viajó a Tampico. La situación económica en ese puerto era mucho mejor que en Mérida, y al poco tiempo mi padre envió por su esposa y su hijo primogénito para que se reunieran con él. Mi madre ya estaba embarazada de mí cuando llegó a Tampico, y tres meses después nací yo.
Esta historia es pertinente para nuestro tema porque el doctor que atendió a mi madre cuando yo nací era también un hombre joven (un poco mayor que mi padre), quien estaba iniciando su carrera como médico general en el puerto. Mi padre y este doctor se hicieron amigos, él también atendió a mi madre cuando nacieron mis dos hermanos menores, y todo el tiempo que vivimos en Tampico (ocho años) era un visitante frecuente y bienvenido en la casa. Este doctor también se reunía con frecuencia en el café o en la cantina con mi padre y otros amigos, porque tenía una gran ambición secreta en la vida: él quería ser poeta. Mi padre tenía la rara habilidad de versificar a la menor provocación; lo más fácil del mundo para él era escribir poesía, de corrido y sobre cualquier tema. El doctor quería aprender a escribir versos y pensaba que mi padre podía enseñarle cómo hacerlo, o quizá hasta contagiarlo con su extraña y singular capacidad. Se hicieron muy buenos amigos, de modo que cuando el doctor organizó la Asociación Médica Tampiqueña, en 1931, como su primer presidente nombró secretario de esa corporación a mi padre, quien asistía a las reuniones mensuales de los médicos, leía y redactaba las actas correspondientes, y al terminar la reunión se iba a cenar con el presidente de la Asociación, para hablar de… poesía.
El doctor se llamaba Alfonso G. Alarcón y era miembro de una familia muy ilustre de médicos, entre los que uno fue director de la Facultad de Medicina de la UNAM (el doctor Donato Alarcón) y otro fue director del Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición Salvador Zubirán y miembro de El Colegio Nacional (el doctor Donato Alarcón Segovia). Cuando lo conocimos en Tampico, don Alfonso era un hombre alto, con ojos azules, anteojos gruesos, melena de poeta y cara sonriente, que dejaba ver una sólida dentadura que a los niños siempre nos parecieron dientes de conejo.
En 1933, cuando yo tenía siete años de edad y estaba cursando el primer año de la escuela primaria, un terrible ciclón azotó a Tampico y destruyó media ciudad. El río Pánuco se desbordó e inundó las partes más bajas del pueblo, que era en donde nosotros vivíamos. Mi padre decidió entonces dejar Tampico y mudarse a la ciudad de México, lo que hicimos como damnificados. Entre otros que también se cambiaron al D. F. estaba el médico amigo de mi padre, don Alfonso, el que quería ser poeta. Había ganado prestigio como pediatra (fue uno de los pioneros de esa especialidad en nuestro país) y cuando se instaló en la capital y abrió su consultorio, pronto se llenó de clientes. Don Alfonso siguió siendo un buen amigo de la familia, mi madre nos llevaba a consulta con él cuando nos dolía la panza, nunca nos inyectaba y en cambio al despedirnos nos regalaba una paleta. Seguí visitándolo en su consultorio cuando yo ya no era niño, para contarle mis problemas de adolescente y escuchar sus siempre generosos consejos. Cuando en el curso de mis estudios del tercer año de la carrera de medicina me encontré con mi maestro en Patología, el doctor Isaac Costero, y decidí dedicarme a la investigación científica en esa especialidad, acudí a contárselo a don Alfonso. Le dio mucho gusto, sacó de su librero el libro de texto que había escrito mi maestro y me dijo: «Te felicito, es un gran maestro…», se le llenaron los ojos de lágrimas, y a mí también. Entonces don Alfonso ya era un hombre mayor, y poco tiempo después de esa entrevista falleció. Pero todavía al final conservaba su melena de poeta (ya blanca), sus ojos azules, sus gruesos anteojos y sus dientes de conejo.
Galileo Galilei (1564-1642), científico italiano del Renacimiento.
Esta historia explica por qué en mi casa, desde que yo me acuerdo, el médico era un personaje muy importante. De hecho, cuando como era de esperarse, los hijos quisimos estudiar música, para seguir con la profesión de mi padre, tanto él como mi madre se opusieron terminantemente. Ellos no querían que tuviéramos una vida tan difícil como la que les había tocado, y preferían mil veces que fuéramos médicos. Mi madre siempre soñó con que todos sus hijos fuéramos médicos, y de los cuatro que tuvo, los tres varones lo logramos; sólo nuestra hermanita, la menor de la familia, estudió otra carrera más breve y menos demandante (administración).
Cuando llegó el momento, yo me inscribí en la Escuela de Medicina de la UNAM, no sólo porque mis padres así lo deseaban sino también porque mi hermano mayor, que me llevaba poco más de un año, ya había ingresado ahí. Yo siempre quise ser como mi hermano mayor, y si él hubiera sido bombero, yo también lo hubiera sido. Pero hubo otra razón para que yo estudiara medicina, y es que los libros que había que comprar para estudiar la carrera eran muy caros, y nosotros éramos una familia muy pobre. Si yo estudiaba lo mismo que mi hermano, ya no era necesario comprar otros libros para mí. Por esas mismas razones, mi hermano menor también estudió medicina, o sea que en mi familia matamos tres pájaros de un solo tiro.
El resumen anterior pretende