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Al margen de lo bello: Sobre la atracción por el teatro en la historia contemporánea
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Al margen de lo bello: Sobre la atracción por el teatro en la historia contemporánea
Libro electrónico400 páginas5 horas

Al margen de lo bello: Sobre la atracción por el teatro en la historia contemporánea

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En 1961 fue fundado el Teatro La Mama en Nueva York. Ellen Stewart, su apasionada promotora, era lo opuesto a un típico productor neoyorquino: era mujer, era negra y no tenía dinero. En poco tiempo La Mama se transformó en una importante organización de teatro experimental gracias a la filantropía neoyorquina. La fiebre fue tal que se pensó en una
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 oct 2020
ISBN9786075642130
Al margen de lo bello: Sobre la atracción por el teatro en la historia contemporánea

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    Al margen de lo bello - Paulo César León Palacios

    Bernardo

    INTRODUCCIÓN

    AL MARGEN DE LO BELLO

    Si hay algo bello al margen de lo bello en sí,

    no será bello por otro motivo,

    sino porque participa de aquella belleza.

    PLATÓN

    En 1961 fue fundado el Teatro La Mama en Nueva York. Ellen Stewart, su apasionada promotora, era lo opuesto de un típico productor neoyorquino: era mujer, era negra y no tenía dinero. No sin cierta oposición, La Mama se convirtió en el principal teatro experimental de esa ciudad. Este libro cuenta una ramificación de ese proceso. En poco tiempo La Mama se transformó en una importante organización gracias a la filantropía neoyorquina. La fiebre fue tal que se pensó en una Mama para cada capital del orbe. Uno de los sitios elegidos fue Bogotá, en donde había surgido desde finales de los 1950 un movimiento artístico que engullía con voracidad la vanguardia teatral europea y estadounidense. En 1965, Ellen Stewart conoció a un grupo de jóvenes bogotanos que habían montado una de las obras de Paul Foster, el dramaturgo consentido de la casa. De ahí nació la idea de establecer una Mama en Bogotá. Durante cinco años la franquicia brilló y fue reconocida como una suerte de vanguardia cultural. En 1969 comenzaron los problemas. La postura de izquierda de ciertos miembros bogotanos causó un alejamiento entre Nueva York y Bogotá, y en 1972, la ruptura definitiva.

    Pero La Mama bogotana no desapareció y, en contra de la voluntad expresa de Ellen Stewart, conservó su nombre. Eddy Armando, el hombre que tomó las riendas, tampoco tenía las características de un productor de teatro: era un joven de origen campesino —su familia había sido destruida por la violencia política de los 1940— y militaba en una guerrilla urbana.

    Esa otra Mama se estableció en la vibrante escena teatral bogotana y su nuevo director se involucró en una contradictoria relación con las jóvenes instituciones capitalinas. En un periodo de seis años solicitó subsidios, protestó en las calles ante el desdoro de las autoridades por el arte, fue a prisión por subversivo y obtuvo una sede para su teatro —otorgada por el Estado.

    Desde 1974, Eddy Armando recibía una abundante correspondencia proveniente de México. En ella, un grupo llamado CLETA (Centro Libre de Experimentación Teatral y Artística) hablaba de la necesidad de formar una organización teatral latinoamericana, revolucionaria y experimental. Se trataba de un prometedor movimiento artístico liderado por estudiantes de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), que se habían rebelado contra la censura que se ejercía en el teatro universitario. En el fondo, ésta era una respuesta a la política cultural que por décadas se había aplicado sobre el teatro. Todo el revuelo tuvo que haber captado poderosamente la atención de Armando, que no sólo contestó y aceptó las propuestas, sino que viajó a la capital mexicana y a Nueva York en varias ocasiones, con el propósito de promover el nuevo proyecto transnacional. Joseph, Papp, un judío determinante en la historia contemporánea del teatro neoyorquino, y el dramaturgo chicano Luis Valdez —muy a la manera de cada uno—apoyaron el movimiento, pero muy pronto, y no sin cierto misterio, el CLETA se desvaneció, y con él ese proyecto de una organización teatral latinoamericana. El carácter efímero de esas experiencias tampoco significó la desaparición de La Mama bogotana.

    Ahora pongámonos por un momento en la piel de nuestros personajes. Una obsesión los unía, pero ¿cómo ocurrió?, ¿y por qué les atraía tanto el teatro? Conocer detalladamente esa atracción, y aprovecharla para elaborar un retrato histórico de la época, es el fin de este libro.

    Una de las consecuencias del vertiginoso ascenso del capitalismo estadounidense en el siglo XX fue que Nueva York tomó el lugar de París en lo que a arte se refería. Luego de la Segunda Guerra Mundial, las modas teatrales (igual que las pictóricas) comenzaron a ser dictadas desde Nueva York. Para nuestros personajes, ello significaba que esa ciudad era una bisagra, un punto de peregrinación, un centro de gravedad. En nuestra narración todo comienza en Nueva York. Suena a cliché y, sin embargo, la razón es clara: la economía política global y el apogeo civilizatorio de Estados Unidos le confirieron a esa ciudad un magnetismo que parecía atraerlo todo. Por eso en muchos pasajes de esta historia parecerá que la atracción por el teatro es atracción por Nueva York.

    Desperdigados en distintas sociedades, nuestros personajes nos enseñan que una cuestión tan universal como la atracción por el teatro se descifra con las herramientas que ofrece cada entorno.

    El teatro neoyorquino era producto del materialismo, la religión en ascenso. El Nueva York de la posguerra era el puerto más rico del mundo; si una ciudad se pudiera comparar con un juego de bloques, se diría que Nueva York tenía la caja más grande. En los 1960 la ciudad había sido armada y rearmada varias veces para crear suburbios, puentes, autopistas, rascacielos, estadios, parques, todos monumentales e increíbles, y con ellos teatros, los más grandes, los más costosos, los más modernos. Nadie quiere quedarse fuera de lo sagrado: si el teatro era un espacio ritual de la mística materialista, entrar a él era importante. Por eso el cambio de la burguesía neoyorquina. Incluso a finales del siglo XIX, las viejas capas de comerciantes se peleaban con los nuevos industriales por controlar los selectos teatros de ópera. Broadway apareció justo en ese momento para probar que el capitalismo había llegado de lleno al arte. Desde las primeras décadas del siglo XX, una experimentada burguesía comprendió que muchas almas deseaban entrar al teatro —y hacer teatro— porque veían en ello su sendero a la nueva religión, la religión materialista. Pero no todas eran llamadas a Broadway. Poco a poco la filantropía se hizo cargo de esas almas, con espacio, becas y reconocimiento, y con redoblados esfuerzos desde que comenzó la Guerra Fría. Los Rockefeller, los Vanderbilt, entendieron que la era de la burguesía aristocratizada había terminado y que vivirían rodeados de millones de personas, muchas de las cuales verían en la cultura su pase al cielo; la filantropía se hizo cargo porque los burgueses no querían ver arder su ciudad, su gran teatro.

    Las preocupaciones del joven teatro bogotano eran la escasez y la adolescente conflictividad política que caracterizaba a varias naciones latinoamericanas. Escasez significaba que todo era pequeño, rebuscado y a veces prestado. Kepa Amuchastegui quiso llevar La Mama neoyorquina a una ciudad con una oferta cultural pobre. A pesar de esa realidad, los que lo rodearon sabían del beat y del surrealismo, y habían escuchado hablar acerca de Breton, y quizá habían visto un montaje de Brecht o de Ionesco, y se les había antojado. Sentían hambre. ¿Cómo satisfacer esa atracción? Bogotá no era generosa en ese expediente y lo más teatral que había pasado era el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán (el caudillo liberal recibió varios disparos cuando caminaba por el centro de la ciudad, a la hora más concurrida y justo cuando se reunía a unas cuadras de allí la Conferencia Panamericana; horas después la muchedumbre quemaba, robaba y bebía, ese 9 de abril de 1948). Sea como fuere, ¿qué era eso que tanto atraía a esos peculiares bogotanos hacia el teatro experimental? ¿Era la modernidad? Cómo saberlo, casi no tenían experiencia en ello. Lo que sí quedó claro rápidamente fue el valor terapéutico de lo que hacían. El colombiano —pensaban muchos actores y directores que aparecieron en los 1960— era desmemoriado y no entendía por qué había ocurrido lo que había ocurrido. La misión del teatro era revelar, informar y analizar los problemas históricos —sostenían—. Las audiencias y ellos mismos fueron perseguidos, pues ésta era una sociedad que no estaba preparada para ese choque, sobre todo porque sus mensajes estaban compuestos en un idioma que servía de pretexto para no escuchar: el idioma de la revolución. Así que, al intentar ayudar con los viejos conflictos, los artistas de teatro terminaron involucrándose en nuevas versiones de lo mismo y durante años fueron observados desde arriba con recelo y escepticismo.

    El dilema del teatro mexicano era el caciquismo cosmopolita. Desde el siglo XIX los políticos mexicanos —cuyo bastión siempre fue la capital— sufrían por lograr un aire moderno; la Revolución mexicana heredó esa preocupación, pero puso el acento en una arquitectura institucional que realmente produjera una modernidad mexicana. Bien entrado el siglo XX los políticos mexicanos llegaron a creer que el teatro era fundamental para estos objetivos. Tal vez consideraron que el muralismo no era suficiente: reclutaron dramaturgos, contrataron directores, construyeron salas e invitaron a conocer el teatro moderno. La población no se veía muy interesada y el asunto parecía ser más de unas élites intelectuales. Pero qué eran esas élites. Se trataba de una camarilla de burócratas culturales que habían clientelizado a unas decenas de artistas de teatro. En lugar de encontrar la forma de hacerse de sus propias compañías, los artistas —nacionales y extranjeros— se dejaron emplear por el Estado, o se afiliaron a las redes de alguno de esos modernos caciques. Vinieran de donde vinieran, los hombres de teatro eran arrastrados por la poderosa fuerza de la costumbre, igual que ese pueblo desganado con ciertas cosas de la modernidad. El experimento se desarrolló y en los 1960 se produjeron cientos de espectáculos teatrales. No interesa tanto señalar que esos esfuerzos sucumbieron con la pérdida de legitimidad y orden que sufrió el Estado mismo, desde finales de esa década. Lo que hay que enfatizar es el cosmopolitismo de esos políticos que, sin dejar de ser caciques y sin vivir en una cultura esencialmente materialista, intentaron una performance de modernidad. Su teatro se convirtió en una discreta burbuja. Estos eficaces cuadros olvidaron, o no sabían, que el arte no se decreta, ni siquiera con la historia de un país en la mano, lista para ser cambiada.

    El tono intenso pero fugaz del anterior contexto tiene mucho que ver con la época. El periodo que va de los 1920 hasta los 1970 fue como una carga comprimida de siglos de actividad científica y artística; para bien y para mal. Hubo un esplendor sin precedentes que aceleró las relaciones sociales, y ese vértigo se vivió en el universo teatral en la forma de vanguardias y proyectos más o menos disparatados.

    También se crearon las circunstancias tecnológicas y culturales para que la competencia entre Estados Unidos y la Unión Soviética escalara; y esa sal de la Guerra Fría vino a molestar las heridas que cada quien tenía. Igual que en otros campos de producción cultural, en el teatro la Guerra Fría favoreció el maniqueísmo: o se era bueno o se era malo. Ese maniqueísmo también contribuyó a acelerar muchas decisiones que los jóvenes artistas y activistas tenían que tomar cotidianamente.

    Los 1970 cerraron ese periodo con un clima de declive: crisis económica, desprestigio de las ideologías, quiebra de utopías, vacío. No resulta nada sorprendente que algunos de nuestros personajes se hubieran visto afectados por ese ambiente y que, de un momento a otro, así como iban fraguando algo importante, así mismo se les caía.

    En la Antigüedad el teatro era un lugar en la ciudad. No obstante, la ciudad se fue transformando época tras época, ella misma, en un gran teatro, porque necesitaba escenificar ideas que le dieran sentido a sus asombrosas aglomeraciones: civilización, modernidad, libertad, igualdad, ciudadanía. La ciudad moderna aparenta ser el culmen de una evolución y por eso necesita teatros para continuar con esa vasta performance: el teatro entra una y otra vez en sí mismo como ese personaje polimorfo y ubicuo que pone en escena las grandes categorías, las grandes respuestas; su constante expansión simbólica en la arquitectura, el erotismo, la moda, la ciencia, la tecnología, y en todo objeto cuya belleza requiera ser escenificada, ayuda a compensar el que las mismas concentraciones de población produzcan horrores como la contaminación y la burocracia.

    Ninguna de las ciudades de las que aquí hablamos prescindió de esa teatralización general, de ese reingreso del teatro en la ciudad-escenario. Se trataba de esfuerzos dispares que ocurrían en ciudades conectadas a una misma civilización; de manera desigual: como sucede en cualquier estructura social.

    Me parece, pues, que si hay algo bello al margen de lo bello en sí, no será bello por ningún otro motivo, sino porque participa de aquella belleza. Para Platón el teatro era una forma de meditar conceptos como la belleza y, por esa vía, conocer lo inmortal. Reconocer que en las cosas bellas o en las justas o en las verdaderas había algo idéntico que no desaparecía con el agotamiento de la vida, era acariciar lo inmortal. En Fedón, un Sócrates a punto de ser ejecutado alecciona sobre ello a sus discípulos con el objetivo de aliviar la pena por su muerte. Nuestros personajes estaban en una situación similar. Cada uno de ellos usó el teatro para elaborar lo bello (o lo justo, o lo verdadero). En principio, el deseo era el mismo: entender qué podía haber de trascendental en el mundo, sentir que el propio ser se integraba a un todo eterno, temerle menos a la muerte (tal y como pide Sócrates).

    Platón planteó un diálogo teatral para explicarnos la inmortalidad del alma; ahora nosotros lo usamos para entender la inmortalidad del teatro. El teatro platónico apelaba al uso reposado de la razón para elaborar un problema. Su escritura no era un río de tinta inyectado a las emociones; era una reflexión dirigida a la inteligencia humana. Ese método —explicó Walter Benjamin— fue un sendero que progresó calladamente hasta el teatro moderno (a su rama brechtiana). ¿Se habrá abierto paso también a través de la incurable atracción de nuestros personajes?

    I. NUEVA YORK-BOGOTÁ (AÑOS 1960)

    1

    LA MAMA EXPERIMENTAL THEATER CLUB

    Buscamos solucionar en este libro dos problemas. Queremos contar una historia acerca de un teatro neoyorquino y queremos defender la siguiente idea: La Mama Experimental Theater Club —el teatro cuya historia contaremos— es el nombre de una pista que nos conduce al fenómeno señalado en el subtítulo del libro (La atracción por el teatro en la historia contemporánea). Obviamente, la pretensión no es agotar el tema en modo alguno. Simplemente queremos analizar una serie de eventos sucedidos alrededor de este matriarcal nombre; hechos ocurridos en tres ciudades —Nueva York, Bogotá y Ciudad de México— en épocas que cubren la parte más vertiginosa del siglo XX (el periodo que va de los 1920 a los 1970). Por último, téngase en cuenta que La Mama nació en Nueva York, la ciudad que condensó la civilización capitalista; es por ahí que arranca nuestro texto histórico.¹

    El proyecto comenzó en el sótano de un edificio. Los espectadores entraban gratis y se sentaban a ver una obra de un solo acto, en la que se sostenía un diálogo de extravagancia joyciana. Y no eran los únicos. Otras troupes seguían el mismo patrón, como si se tratara de un movimiento orquestado, cuya justificación era la atracción por el teatro.

    Por lo regular sus andanzas tenían lugar en el mismo vecindario. Sam Shepard lo llamó el cielo de los dramaturgos. Se refería a Greenwich Village, que se había convertido en el hogar de la crema y nata del arte estadounidense. En los 1960 surgieron allí decenas de teatros subterráneos. Los más recordados fueron el Caffe Cino, el Judson’s Poets Theater, el Theater Genesis y La Mama. Eran lugares en los que podía observarse un parvulario de escritores; Sam Shepard, por ejemplo, triunfó allí a los 20 años: había pasado de ser un mesero imberbe en The Village Gate el legendario bar donde debutaron John Coltrane y Billie Holiday— a ganar el Pulitzer en 1979.²

    Teniendo seguidores y un lugar místico de nacimiento, sólo faltaba un nombre. ¿Cómo nombrar esa atracción? El mote recibido fue Off off Broadway, otra maternal palabra, que guardaba otras dos palabras: Off Broadway y Broadway. Comencemos por aclarar la más simple de ellas (y la más antigua).

    "La gran vía blanca"

    Broadway es un caso extraordinario del contrapunto entre materialismo y búsqueda de lo bello en la cultura estadounidense. El materialismo se manifestó en él —y no hay ironía en esto— casi de la misma forma que en la industria automotriz. Aunque diversos modelos de automóvil se habían inventado en Europa, los estadounidenses descubrieron cómo producirlo y venderlo en masa, y cómo convertirlo en un modelo social. Además, debía haber belleza en su diseño, en ese poder de contemplar el mundo cómoda y velozmente. ¿Si podía ser bello andar sobre un bulto de fierros, no podía el teatro ser algo industrioso? Sí podía. Los estadounidenses descubrieron cómo producir y vender en masa un teatro que conjugara la ópera alemana, el vaudeville francés y la comedia musical inglesa; lo convirtieron en un modelo social y, en última instancia, en una actividad estética que también era una experiencia industrial.

    En las últimas décadas del siglo XIX, las sinagogas de Satán —según una longeva expresión puritana— comenzaron a ganar legitimidad y rentabilidad. Empresarios y creadores comprendieron que había que anclar el nuevo producto en las preocupaciones y valores estadounidenses, y que había que crear algo intermedio entre la seriedad de las formas operáticas y la vulgaridad del vaudeville. Así fue como la cultura neoyorquina pudo irse abandonando paulatinamente a la comprobación de lo bello en la gran vía blanca (recién entrado el nuevo siglo, los transeúntes se sentían extasiados por la luz eléctrica irradiada en las noches por las fachadas de los teatros y empezaron a llamar a esas calles the great white way; seguramente la idea también tenía un tinte racista).

    El desarrollo industrial fue una condición trascendental. Desde el siglo XIX Nueva York se había convertido en el centro económico de Estados Unidos y había visto aparecer nuevas clases sociales de empresarios, burócratas, inventores, técnicos e ingenieros, que hormigueaban por la ciudad, procreaban familias y demandaban cosas que la ciudad fue ofreciendo. El resultado más visible fue que miles de habitantes se avecindaron en los suburbios y el más importante, quizá, la adquisición creciente de tiempo libre. Varias razones lo explican. En los 1930, el New Deal trajo una enorme inversión a Nueva York, reflejada en parques, autopistas, puentes, teatros: la escenografía del ocio moderno. Desde su primer periodo, Franklin D. Roosevelt había promovido la sindicalización y ello mejoró la situación de los asalariados, afectados por la Gran Depresión. Las compañías (grandes beneficiarias de las políticas de Roosevelt) apoyaron estas mejoras sociales, pues necesitaban del consumismo y de una clase trabajadora cualificada. La tecnología también fue esencial. Un hecho aparentemente anecdótico señala su impacto en la vida cotidiana: las mujeres blancas que esperaban en casa a sus maridos cada vez ahorraban más trabajo gracias a la moda de usar electrodomésticos (un aviso publicitario de General Electric en los 1920 decía: cualquier mujer que esté haciendo cualquier tarea doméstica que un motor eléctrico puede hacer está trabajando por tres centavos la hora. La vida humana es demasiado valiosa para ser vendida al precio de tres centavos la hora).³

    Al final de la Segunda Guerra Mundial se agregaron al mosaico neoyorquino unas clases trabajadoras aún más sofisticadas, producto de los cambios globales en el paradigma industrial. Mientras el método fordista de producción en masa dominaba en gran parte del país, la industria neoyorquina evolucionó hacia la producción de medio y alto valor agregado (la elevación del costo del trabajo y la tierra hizo que las industrias manufactureras mudaran sus operaciones y que se consolidara un circuito de negocios especializados).

    En una cultura que estaba viviendo tal esplendor, la pregunta de qué hacer con el tiempo libre se volvió un leitmotiv y fue respondida con la búsqueda del placer legítimo, el entretenimiento americano. Y Broadway lo escenificaba, pues combinaba la industriosidad y la experiencia de lo bello: era una cultura empresarial, con administración corporativa, rentabilidad, productividad, tecnología y división del trabajo; y era teatro.⁴ En otras palabras, Broadway formaba parte de un selecto grupo de realidades que le mostraba a la ciudad, y al mundo, qué era Estados Unidos.

    Pero había otra cosa. Los conflictos del modelo social estadounidense comenzaban a ser examinados en Broadway. Show Boat (1927), por ejemplo, fue el primer musical de gran categoría en plantear un acercamiento serio al racismo y a las prohibiciones sexuales en la esfera doméstica.⁵ Basada en la novela homónima de Edna Ferber (1926), la historia narra las vidas de tres generaciones de actores que trabajan en el Cotton Blossom, un barco que presenta espectáculos para los habitantes de los pueblos a orillas del río Mississippi. Los sureños, que se regían en la época recreada por la pieza por estrictas normas de segregación racial, no toleran que entre los artistas haya una pareja interracial, sometiéndola a un implacable tratamiento. A pesar del contexto capitalista de Broadway, una de las funciones sociales del arte se manifiesta aquí, a saber, la tentativa de crear realidades que eran imposibles en el mundo exterior.

    Si esto ocurría en un musical creado en los 1920, qué se podía esperar del agitado periodo que rodeó la Segunda Guerra Mundial. La participación de las mujeres y los negros en la guerra hizo intolerable lo que antes era norma (racismo y machismo abiertos) y muchos se preguntaron si se escatimaba en casa aquella libertad por la que se había luchado en Europa.⁶ Los suburbios —y los coches que corrían hacia ellos por autopistas adornadas con árboles— también reforzaron la esperanza en una especie de libertad sin fronteras para las clases medias. No se hablaba de ciudadanía total, pero así lo entendían los más liberales (los reformistas de la prensa y los partidos) o los más excluidos (los negros, los inmigrantes pobres) o lo más sensibles (los artistas).

    La serie Flags (1954), de Jasper Johns, prologó la incredulidad de las generaciones de la posguerra. ¿Qué significaba haber ganado la guerra en nombre de la libertad en un país racista y violento? Pintar una y otra vez la bandera de Estados Unidos fue un intento de redescubrir la ambigüedad en la simbología del americanismo.⁷ Igual que ese impetuoso arte de la posguerra, Broadway siguió encontrando la forma de elaborar lo prohibido. Ejemplo de ello fueron las ya clásicas Oklahoma (1943) y West Side Story (1957). La primera produjo una mirada ambivalente de Estados Unidos. El núcleo de la obra eran los obstáculos sociales que los personajes, granjeros y vaqueros, debían enfrentar para lograr sus ambiciones amorosas: se hablaba, pues, de una tensión entre las normas sociales y los deseos sexuales.⁸ La segunda mostraba una

    ciudad desgarrada y racista: el miembro de una pandilla de blancos se enamora de la hermana del líder de una pandilla puertorriqueña; los dos grupos luchan por el control de una antigua zona de Manhattan derruida por los programas de renovación urbana.

    Es verdad que los musicales también habían servido para promover el nacionalismo, el racismo y la ideología conservadora.¹⁰ Pero Broadway era demasiado complejo como para reducirlo a una maquinaria ideológica. Más bien era un organismo que se expandía y contraía con extrema flexibilidad, entre otras razones porque necesitaba nutrirse de ideas frescas para seguir siendo lucrativo. Eso explica que haya acogido a Eugene O’Neill, Arthur Miller y Tennessee Williams, que habían obtenido fama siendo profundamente ambivalentes y críticos frente al orden: todos ellos tuvieron cabida y produjeron ganancias en Broadway.

    Matrioshka

    Entre los 1920 y 1950 un circuito teatral alternativo se formó en los márgenes de Broadway. El Off Broadway —así se le conocía— estaba suficientemente lejos del teatro comercial como para poder experimentar y suficientemente cerca para que los experimentos exitosos renovaran el mercado teatral. El comienzo del teatro experimental estadounidense está ligado a este movimiento y a Provincetown, fundado en 1915 en Cape Cod, Massachusetts (y trasladado a Nueva York en 1916). El grupo —de origen universitario— se propuso crear un repertorio basado en la libertad creativa y alejado de los criterios comerciales; sin embargo, allí fue descubierto uno de los renovadores de Broadway: Eugene O’Neill.

    Las siguientes décadas del Off Broadway son borrosas. Lo prueba el hecho de que sólo hasta los 1950 la expresión Off Broadway fue suficientemente conocida (y quizá ello se debió a su paulatina integración con Broadway). Por ese entonces, las producciones de Broadway se definían por su localización en Manhattan y por el número de sillas ofrecidas (permisos, tarifas y salarios dependían de ello); de modo que por Off Broadway se entendió aquellos teatros fuera del área típica de Broadway (Times Square y Lincoln Center), que tenían menos de 300 sillas (pocas comparadas con los estándares de Broadway). Pero el asunto también era de estilo. Las producciones del Off Broadway se convirtieron en un espacio para algunos dramaturgos jóvenes y para autores como Bertolt Brecht o Pirandello, que eran demasiado heterodoxos para las grandes producciones, pero podían atraer espectadores en el público culto. A comienzos de 1961 había 38 teatros asociados al Off Broadway, que operaban entre la Quinta y la Novena avenidas, entre las calles 34 y 56, lo cual significaba que no competían con Broadway (de hecho, tenían el visto bueno de sus sindicatos) sino que eran un complemento de tipo intelectual. En la medida que el movimiento fue pasando de lo amateur a lo profesional los intereses económicos acunaron los ímpetus experimentales.¹¹

    Como fuere, se debe reconocer en el Off Broadway una puerta de entrada de nuevos referentes teatrales. No en vano también se asoció con él al Living Theater¸ un grupo demoledor que se caracterizó por su rebelde desdén hacia el racionalismo y el autoritarismo, y también por una indómita vocación experimental. Fundado en Nueva York por Judith Malina y Julian Beck en 1947, el Living introdujo al teatro influencias tan diversas como el surrealismo, el feminismo, la cultura beat y el teatro político,¹² y se apartó de la suerte comercial que corrió el Off Broadway en los 1960.

    En contraste con el carácter borroso de ese entrepiso que era el Off Broadway, un nuevo movimiento quiso ser el verdadero subterráneo del teatro neoyorquino, si bien su nombre señalaba un inevitable lazo con Broadway: el Off off Broadway. De todas maneras, ser el off del off significaba que se era la nueva vanguardia y que se estaba muy lejos de Broadway, sus reglas y sus comodidades.

    Aunque sus actividades habían comenzado a finales de los 1950, la idea del Off off Broadway sólo cobró fuerza hasta 1968, cuando hubo una ruptura nítida con el Off Broadway. Por ese entonces, el Off Broadway ya estaba regulado del mismo modo que Broadway (por la ubicación de sus salas en Manhattan y por el número de sillas ofrecidas);¹³ más aún: además de que había sido absorbido por los criterios económicos de los grandes teatros, sus contenidos se habían vuelto predecibles y poco abiertos a lo nuevo.

    En 1968 se habló públicamente de un circuito de teatros privados ("intimate theaters, los llamaban) que, evidentemente, no estaban preocupados en absoluto por su ubicación, el número de sillas o estándar administrativo alguno. No pagaban impuestos (al menos no los que pagaba una sala convencional) ni ofrecían contratos a los sindicatos teatrales; al contrario, infringían las regulaciones gremiales que regían en Broadway desde décadas atrás. Además, eran albeeneanos" —se decía—, pues solían presentar obras de un solo acto inspiradas en las técnicas del dramaturgo Edward Albee.¹⁴ En suma: a finales de los 1960 la expresión Off off Broadway ya representaba una serie de prácticas diferenciadas y poco ortodoxas.

    En cuanto a los

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