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Meredith y El Mar
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Libro electrónico202 páginas2 horas

Meredith y El Mar

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Información de este libro electrónico

Una mujer y un hombre se encuentran al final del Camino de Santiago, intiman y ella se decide a entrar en el mar. Ese viaje la lleva muy lejos, tanto que la novela nos muestras otras vidas, las de seres que, en épocas muy antiguas, habitaron en tierras célticas, vivieron y equivocaron sus pasos. Sus almas fueron encarnándose en otros seres, hasta llegar a estos jóvenes de la actualidad que asumen la misión de vivir el amor que la pareja primera no pudo vivir. El camino recorrido a través del tiempo les ha permitido aprender el verdadero sentido de la vida y los secretos del amor y del perdón, hasta llegar a estar preparados para vivir la plenitud de un gran amor.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento31 jul 2020
ISBN9781005865900
Meredith y El Mar
Autor

Ma del Carme Arrom Loscos

Diplomada en Magisterio y Licenciada en Pedagogía, ejerce como profesora del Ciclo Formativo de Educación Infantil en el IES Antoni Maura de Palma de Mallorca. Entusiasta de la educación, la filosofía y la terapia transpersonal, continua su formación en estos tres ámbitos de conocimiento. Autora de algunas poesías, cuentos y relatos breves, Meredith y el mar es su primera novela y en ella rastrea algunos de los componentes que impulsan la evolución humana como la comunicación, el perdón, la contemplación y el amor.

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    Vista previa del libro

    Meredith y El Mar - Ma del Carme Arrom Loscos

    Índice

    TÍTULO

    CAPÍTULO I FINISTERRE

    CAPÍTULO II DÚN AENGUS

    CAPÍTULO III MEREDITH Y LENNOX

    CAPÍTULO IV LUZ Y OSCURIDAD

    CAPÍTULO V EL BOSQUE DE ENEDINA

    CAPÍTULO VI REPARANDO

    REPARANDO I

    REPARANDO II

    CAPÍTULO VII FINISTERRE OTRA VEZ

    MEREDITH Y EL MAR

    Mª del Carme Arrom Loscos

    © Mª del Carme Arrom Loscos, 2020

    Autor: Mª del Carme Arrom Loscos

    Titulo original: Meredith y el mar

    Publicado por: Mª del Carme Arrom Loscos

    Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad intelectual

    CAPÍTULO I FINISTERRE

    Mery había llegado al borde del acantilado apenas unos minutos antes que León. La vista del océano desde lo alto de las rocas era inmensa y un sentimiento de grandeza se apoderó de ella. La brisa de la tarde acariciaba su piel, mientras todo su ser respiraba la pureza del lugar. Ensimismada en la visión de aquel panorama sobrecogedor, no reparó en la presencia de otro peregrino que, al igual que ella, había alcanzado el final del viaje.

    —¡Dan ganas de tirarse y emprender el vuelo! —pensó Mery en voz alta.

    —Sí —contestó León sin dudar.

    Mery, sorprendida, se giró para ver al dueño de aquel sí tan rotundo y, al ver a su inesperado acompañante, tuvo una extraña sensación. Tenía enfrente a un hombre joven, alto y fornido. Sobre su camiseta verde unas letras grandes de propaganda Fisioterapia León.

    Desde el primer momento, aquel joven, le inspiró confianza, incluso una leve sensación de familiaridad. Quizás, pensó, se habían cruzado en algún tramo del camino. Aunque, en seguida corrigió este pensamiento, pues no creyó probable que un hombre tan atractivo como él le hubiese pasado desapercibido.

    Una desordenada coleta recogía su abundante melena rubia. Su piel blanca, enrojecida por el sol, delataba un origen probablemente norte-europeo. En realidad sólo le había oído decir un sí, así que ni siquiera sabía si hablaba en su mismo idioma.

    —¡Hola!, me llamo León.

    —¡Ah!, el de la camiseta —dijo Mery apuntando con el dedo.

    —Sí, sí —sonrió León—, el mismo, el mismo.

    —Yo soy Mery, encantada.

    El sol estaba bajo y su reflejo anaranjado sobre las aguas, sorprendentemente calmadas, daba al paisaje un encanto especial.

    Después de un largo silencio, León emprendió el descenso por el camino que conducía a la playa y Mery, sin pensárselo dos veces, le siguió.

    El joven bajó velozmente la ladera. Ella le siguió a cierta distancia. Caminaba despacio por una reciente torcedura en su tobillo. El porqué seguía a un desconocido, fue un pensamiento que cruzó fugaz por su mente, pero al que no concedió mayor atención. Hacía ya tiempo que se guiaba más por su instinto que por la razón, y este apuntaba, claramente, en la misma dirección que León. No la esperaba nadie y Mery se sentía libre para disponer de su tiempo y alargar, aunque solo fuera un poco más, aquel viaje.

    Al llegar a la playa, se descalzaron. La sensación de los granos de arena bajo los pies era muy agradable tras tantas jornadas de camino. Ambos se estiraron levantando con energía los brazos y respiraron profundamente. Al advertir la coincidencia, sonrieron.

    León observó que la joven apoyaba con dificultad su pie derecho y se imaginó que sería fruto de las ampollas, muy frecuentes en los pies de los peregrinos tras tantos kilómetros de camino. Mery le aclaró que se lo había torcido esa misma mañana, pisando mal una piedra, por suerte para ella, al final del camino. Aunque le quitó importancia, León quiso examinarlo. No parecía importante pero se ofreció a darle un masaje. Sentados, frente a frente, cogió su pie y le pidió que aflojase la tensión de la pierna y que dejara todo el peso en sus manos. Las frotó enérgicamente y, después, se las untó con una crema que sacó de su mochila.

    Mery sintió el calor de sus manos y cómo estas resbalaban por su piel con una delicada firmeza, cómo sus ágiles dedos buscaban los músculos y tendones entumecidos restableciendo su equilibrio, y sintió un gran alivio.

    Mientras recibía el masaje, pudo mirar más de cerca a León. Le pareció especialmente atractivo su pelo tan rubio y abundante que se arremolinaba libre y desordenado a ambos lados de su cara. Sus ojos rasgados eran de color miel y su ceja izquierda, atravesada por una cicatriz, le daba un aire un tanto salvaje y un encanto especial.

    —¡Qué maravilla, León! —dijo Mery entusiasmada—, quedas oficialmente contratado.

    Cuando León acabó, cogió su pie izquierdo y también lo masajeó.

    Para ella aquello era el no va más: había alcanzado el final del camino y estaba frente al mar, viendo atardecer, con un chico guapísimo que, además, le acababa de dar un masaje en los pies.

    —Muchas gracias, ha sido increíble, me has dejado como nueva.

    —Tienes algún ligamento un poco estirado. La crema que te he puesto te ayudará a bajar la inflamación, pero si no baja, deberías ir al médico.

    —Sí, seguro que se me pasará, ya estoy mucho mejor—dijo Mery sonriendo.

    A León no le pasaron desapercibidos los dos hoyuelos que se le marcaron mientras sonreía. Ese fue el primer momento en que, de verdad, se fijó en ella. Descubrió un montón de pecas en su rostro que le daban un aire divertido y juvenil. Le gustó su espontaneidad, su confianza y cercanía. Frente a frente, sus miradas se encontraron y, por un momento, León se perdió en la profundidad de aquella mirada de mar.

    Un poco nervioso y descolocado, se rehízo rápidamente de la situación y, de regreso a la realidad, dijo:

    —Me alegro, pero procura no caminar mucho.

    Al cabo de un rato, León propuso hacer un fuego y quemar en él las últimas ropas del camino. Fue a por leña y cuando hubo reunido la cantidad suficiente, encendió la hoguera.

    Se acomodaron junto al fuego. Mery sacó de su mochila, unos frutos secos, unas manzanas, un tarro con miel y una bota de vino. León rebuscó en su pequeña mochila y sacó de ella algunos recuerdos del camino, unas miniaturas celtas, una cinta azul y algún tarro en el que ya no quedaba comida. Se disculpó por no tener nada que aportar a la cena, pero comió con placer de la de Mery.

    —¿Un poco de vino, León?

    —No, no, gracias, no bebo alcohol.

    Los dos se contaron algunas cosas de su vida. Ella le dijo que era de Navarra y que hacía años que quería hacer el Camino de Santiago.

    Le explicó cómo, por fin, aquel año, acabada la sustitución que realizaba en el centro donde trabajaba, como maestra especialista en audición y lenguaje, había podido cumplir este sueño.

    León escuchaba y a la vez observaba cómo las llamas aumentaba el rojo de los cabellos de Mery y la tenue luz del atardecer realzaba sus enormes ojos azules.

    Decidió cumplir con la tradición de quemar alguna prenda, que había vestido durante el camino, como símbolo de su renovación interior.

    —Se quema lo viejo para dar cabida a lo nuevo —dijo mientras se quitaba la camiseta y la echaba al fuego con solemnidad, provocando con ello una leve llamarada.

    —Te has quedado sin camiseta, espero que tengas más —dijo Mery mientras miraba con disimulo aquel torso tan musculado.

    —Sí, me queda una más, pero ahora no tengo frío.—Y acercó sus manos al fuego.

    Mery las observó, eran fuertes y grandes.

    Le gustaban esas manos que, en un plis-plas, habían recogido leños y montado la hoguera; pero que también, poco antes, habían calmado, con tanta suavidad, su dolorido tobillo.

    Claro, las manos de un fisioterapeuta han de ser así, pensó.

    Según le contó, León venía de un pueblecito del sur de Francia, donde había abierto, hacía dos años, un centro de fisioterapia que en su ausencia atendía un colega. Hablaba muy bien español porque su madre era de Donostia y tenía amigos en Euskadi con los que compartía su militancia en la ONG Amnistía Internacional.

    —Por tu aspecto me pareciste más del norte —dijo Mery.

    —Será por mi sangre irlandesa, mis abuelos eran de la Isla Esmeralda —dijo León.

    La Isla Esmeralda, ¡qué bonito nombre para un país!, pensó Mery.

    Estas palabras, resonaron con fuerza en su mente y, como una larga serie de olas, fueron ganando terreno en su interior. Sintió como su ser se inundaba de una desconocida melancolía con el imparable avance de cada ola, que le repetía, como una letanía, la Isla Esmeralda, la Isla Esmeralda… y un dulce sentimiento de nostalgia se apoderó de ella.

    —¿En qué piensas, Mery? —preguntó León al percatarse de su recogimiento.

    —No sé. En realidad, no me puedo sentir mejor, simplemente, me han resonado algunas palabras—contestó Mery, a la que le costaba traducir aquella sensación, tan íntima y difusa, a una persona a la que apenas conocía.

    Guardaron largos silencios. Apenas comentaron nada más sobre sus vidas, porque no había nada que pudiera superar el momento que estaban viviendo.

    Allí estaban los dos con lo que eran, con el esfuerzo del camino y con un dulce sentimiento de abandono.

    Felices por haber alcanzado la meta, disfrutaban de una especie de estado de gracia que les situaba un peldaño por encima de cómo eran antes.

    Era un placer no tener que dar explicaciones innecesarias ni hablar por hablar. Los dos sabían que, en ese estado, los datos biográficos y los convencionalismos no tenían cabida, que allí sólo importaba lo que realmente eran y con ellos esa especie de energía que les unía a la luz del atardecer, a la hoguera que quemaba y a las lánguidas olas de un mar casi en calma. Tumbados sobre la arena, se sentían tan peregrinos como los pájaros que revoloteaban la playa, tanto como el luminoso Venus que ya había aparecido en el firmamento.

    —¡Es precioso! —suspiró Mery

    —Sí—añadió León—, tenemos el mejor techo del mundo.

    ¡Caramba!, pensó Mery, lástima no haberme encontrado con este chico antes. Y recordó un par de supuestos peregrinos a los que solo les importaba alardear de sus hazañas y ligar con quien se pusiera a tiro.

    —En el camino hay de todo, ¿verdad? Quiero decir—continuó Mery— que te encuentras con todo tipo de personas.

    —Sí, con todo tipo de personas y de motivos para hacer el camino. —¿Y cuál ha sido tu motivo? —se lanzó a preguntar Mery.

    León se sorprendió ante una pregunta tan directa y se tomó su tiempo para responder, pero cuando lo hizo, dijo con convicción:

    —Necesitaba replantearme mi trabajo. En realidad, incluso toda mi vida. Quizás por eso quemé mi camiseta de Fisioterapia León. Me gusta demasiado lo que hago para conformarme en lo que se ha convertido: un simple negocio.

    —¡Así que no quieres simplemente subsistir con tu trabajo! —dijo con admiración Mery.

    —En eso estoy, en eso estoy. ¿Y tú?—preguntó León girando la cabeza hacia ella—, ¿cuál ha sido tu motivo?

    Mery, al sentir la proximidad de su mirada, también ladeó su cabeza y movió su melena hacia el lado opuesto, dejando al descubierto su largo y pecoso cuello. Al advertir su propia coquetería, se sonrojó.

    —Mi motivo…mi motivo—balbuceó Mery—, no hay un motivo concreto. Me siento bien en general. Mi trabajo, además de darme para vivir, es mi vocación. No tengo plaza definitiva, pero, cada vez me dan más sustituciones para cubrir las bajas de los profesores titulares, y con lo que gano, puedo pagar el alquiler de mi casita en la playa de Itzurum. Hace dos años que abandoné mi pueblo en Navarra y me instalé en Zumaya. Siempre había querido vivir en un pueblo de la costa, lo más cerca posible del mar. Sigo muy unida a mi familia, tengo buenos amigos y proyectos, un montón de proyectos para el futuro. Y Mery hizo una larga pausa como saboreando interiormente lo que acababa de decir.

    Después continuó:

    —Así que mi motivo, además de caminar y relajarme entre los árboles, es el de andar sola, de conocerme un poco más, descubrir cuál es el sentido de mi vida, más allá de lo que ya conozco.

    —¡Una chica inquieta! Estoy al final del camino con una soñadora. Me gusta, me gusta.

    Sobre la arena de la playa, permanecieron mirando al cielo, hasta que León se incorporó y fue a recolocar los leños de la hoguera. Se aproximó más al fuego y se sentó a contemplar sus llamas.

    Mery pensó que quizás se apartaba de su lado para no acelerar los acontecimientos que, en apenas unas horas, les habían acercado. Tal vez, lo que realmente quería era pensar en sus cosas o se acababa de acordar de su novia, si es que la tenía. En cualquier caso, recordó que fue ella la que le siguió, así que decidió poner un poco de distancia y se levantó. Comprobó que caminaba sin dificultad. Apenas notaba una ligera molestia en su tobillo y paseó por la playa en dirección opuesta a donde estaba León.

    Con la vista fija en el oeste, vio cómo el sol se precipitaba en el mar y, de repente, una especie de rayo verde iluminó, por un instante, el cielo. Entonces Mery se dirigió hacia la orilla como queriendo acercarse a ese inesperado destello de luz, pero este, junto con el sol y la tarde, ya había desaparecido.

    Sin pensárselo, se quitó la ropa y entró en el mar. Había sentido ese impulso en otras ocasiones. Desde su casita de la playa, solía dar largos paseos que acababan, a menudo, en un buen chapuzón. Esta vez, tampoco se pudo resistir al tacto del agua, su segunda piel, ni a la llamada del mar, su segundo hogar.

    Cuando el agua le llegó a las caderas, giró la vista para ver a León, pero este, estaba totalmente absorto en las llamas de la hoguera y no la vio entrar.

    Empezó a nadar con energía y ritmo, como si quisiera dejar tras de sí, en cada brazada, algo

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