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El abrigo
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Libro electrónico420 páginas6 horas

El abrigo

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Información de este libro electrónico

Paula es una mujer casada, con hijos y con una vida casi “perfecta”. El día que recibe un misterioso abrigo será el que descubra que su marido la engaña. Pero, lejos de venirse abajo, Paula decide averiguar toda la verdad que esconde este episodio, incluso si para ello tiene que disfrazarse, investigar y hacer cosas que jamás se hubiera atrevido a emprender.
En este viaje de búsqueda de la verdad, Paula no solo hallará los terribles secretos de su marido, sino que experimentará una transformación personal al encontrar una fuerza en su interior que le hace capaz de enfrentarse a cualquier obstáculo.
El abrigo tiene su punto de partida en una historia real que le llegó a su autora cuando ejercía de abogada matrimonialista. A pesar de que su clienta no quiso indagar más sobre las aventuras de su marido, el asunto la marcó hasta el extremo de ser el origen de esta historia narrativa alrededor de lo que podría haber pasado si se hubiera enfrentado a ello.
IdiomaEspañol
EditorialIncipit
Fecha de lanzamiento6 jul 2020
ISBN9788417528416
El abrigo
Autor

Ana de Velasco

Ana de Velasco nació en Vitoria. Se licenció en Derecho en la Universidad Central de Barcelona en 1980, especializándose en Derecho Matrimonial, que ejerció hasta 1988, año en que se trasladó a vivir a Madrid con su familia. Casada, tiene seis hijos y cinco nietos. Ha colaborado en la Revista Nacional de Bridge dirigiendo la sección “Damas” durante varios años. Actualmente colabora en la revista Bridge Madrid, editada por Squeeze.

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    El abrigo - Ana de Velasco

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    Capítulo I

    Barcelona, jueves, 23 de febrero de 2017

    Jueves lardero: día en que comienza el

    carnaval. Celebración que tiene lugar

    antes de la Cuaresma cristiana

    Eran las cuatro de la tarde y estaba sola en casa. Enrique, mi marido, almorzaba siempre en la empresa, los niños lo hacían en el colegio y Teresa, nuestra fiel empleada, había salido por ser su día libre, motivo por el cual aquella tarde yo no acudiría al despacho de abogados donde trabajaba para poder dedicar a mis hijos el resto de la jornada.

    Sentada ante el televisor, escuchaba atentamente un aluvión de noticias. Periodistas, escritores y políticos emitían su opinión en todos los medios sin dar abasto, acerca de los acontecimientos que coincidían en cascada ese mismo día. Desde la una de la tarde se conocía el desenlace del caso Nóos: Urdangarin (yerno del rey emérito, ­Juan Carlos de Borbón) y Torres, su socio, eludían la cárcel sin fianza. En resumen: ambos permanecerían en libertad hasta que decidiera el Tribunal Supremo.

    Los comentarios suscitados por este auto no tenían fin: increpaciones al fiscal Horrach, a las posiciones adoptadas por el ministro de Justicia a favor de que no hubiera ingreso en prisión, crítica a la frase del rey en el discurso de una Nochebuena en que dijo que la ley era igual para todos… Una periodista llegó a decir que tan solo faltaba que a Urdangarin le regalaran un jamón de pata negra para que todavía se pusiera más contento de lo que estaba.

    Se descubría el almuerzo secreto del presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, con el de la Generalitat de Cataluña, Carles Puigdemont, que tuvo lugar el once de enero de 2017 en el palacio de La Moncloa —no conocido hasta días después—, sobre el que después se vertieron toda clase de comentarios, como el de un cronista que decía en su artículo: Error. En España no se puede comer en secreto, porque lo dice el refranero: ‘a quien a soplos enfría la comida, todos le miran’. Rajoy y Puigdemont quisieron enfriar públicamente el encuentro y hoy es la comidilla.

    Estas reuniones ponen de relieve el doble lenguaje secesionista: los catalanes sostienen la bandera de la unilateralidad, a la vez que no renuncian a la posibilidad de una salida dialogada. El presidente del Gobierno está dispuesto a hablar con ellos sobre cualquier asunto, menos los que supongan liquidar a España, la ley y la soberanía nacional; problemas, estos, ante los que se muestra inflexible.

    Como telón de fondo se consideraba el problema del proceso secesionista de Cataluña, avivado por el juicio del 9 de noviembre (9-N) de 2014, sobre la consulta ilegal, en la que buena parte de sus líderes comenzaban a rendir cuentas ante la justicia. Recientemente había quedado vista para sentencia la causa que llevó al expresidente, Artur Mas, y a las exconsejeras, Rigau y Ortega, ante el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC). Algún otro implicado, pendiente de declarar en el Tribunal Supremo por el mismo motivo, llegó a amenazar diciendo que, si lo condenaran, sería el fin del Estado español.

    Lo curioso de la postura de los independentistas es que hablan en nombre de la democracia y de la legalidad, cuando nadie puede asimilar el argumento. Si democracia significa respeto a la ley, ¿cuál es su ley?, ¿en nombre de qué ley actúan? Se saltan la ley que aceptaron al aprobar la Constitución. Omiten la trayectoria histórica que nos sitúa como una sola nación desde hace quinientos años y se humillan ante cualquier intento de hacerse un hueco en la Unión Europea, que les vuelve la espalda.

    Cataluña sigue su huida hacia el absurdo. Convocó elecciones anticipadas con el fin de ganar tiempo y conseguir más adeptos para la independencia. A pesar del fracaso en el último referéndum, no se rinden ni velan por la economía, ya que el cúmulo de gastos ocasionados por tantas elecciones ignora el bolsillo de los ciudadanos.

    Se ha llegado a una situación caótica que tiempo atrás podría sonar a utopía, pero en la actualidad existe la duda de que prospere. Los que, como yo, somos un poco de todas partes, no entendemos la postura secesionista; su logro sería como una amputación. Ayer mismo, hablando con una amiga que vive en Madrid, le dije en broma: Ya sabes que aquí siempre tendrás una casa en el extranjero. Y cuando le aseguro que muchos catalanes preguntan por qué nos odian en Madrid, ella me contesta: No los odiamos, sencillamente no los entendemos. Mi amiga tiene toda la razón. Vive en Madrid, que es una ciudad abierta al mundo en la que a nadie le preocupa saber de dónde eres.

    Absorta en estos pensamientos y ajena a lo que me esperaba, disponía de media hora para descansar antes de ir a buscar a los niños al colegio.

    * * *

    De pronto, todo empezó cuando llamaron a la puerta. Me dirigí hacia la entrada. Por la mirilla observé a una chica joven que traía una bolsa grande que podría ser la funda de un traje o de un abrigo. Le pregunté, sin abrir, qué deseaba, y mostrando un sobre que llevaba en la mano, leyó mi nombre. Le abrí la puerta, me entregó la bolsa, firmé y le di las gracias.

    Muerta de curiosidad, extendí sobre mi cama el regalo; con cuidado desaté el cordón de seda que rodeaba la percha, tiré con una mano del gancho y con la otra de la funda, y cuál fue mi sorpresa al contemplar un abrigo maravilloso de visón planchado, color tostado. Abrí el sobre que incluía una tarjeta en blanco.

    Algo extrañada, pensé que tan solo podría ser Enrique el que me lo enviaba, pero teniendo en cuenta la fría relación que últimamente existía entre nosotros, no veía el motivo que le hubiera impulsado a hacerlo. No era mi cumpleaños ni ningún aniversario… Entonces intenté vislumbrar algún indicio que justificara este regalo, y recordé que era jueves, 23 de febrero, jueves lardero, fecha en que comenzaba el carnaval y había transcurrido más de una semana desde que se celebró San Valentín, día de los enamorados. En mi desconcierto, a pesar del retraso, especulaba acerca de si Enrique estaría intentando un acercamiento. Llegué a la conclusión contraria al analizar el deterioro que había sufrido nuestra convivencia en los últimos tiempos: no, no, era imposible creerlo. Entonces, ¿por qué lo había hecho? ¿Tendría que darle las gracias y consentir en volver a empezar? No, rotundamente ¡no! Serían tal cantidad de promesas las que debería arrancarle para que rectificara su conducta que lo consideraba inviable. Lo primero que le exigiría es que se deshiciera de algunas empresas que yo intuía poco claras y que mantuviera las que le permitieran un horario laboral compatible con la vida en familia a la que tenía relegada a un segundo plano, por no decir a la nada. En definitiva, le diría que volviera a ser el mismo hombre que conocí, y si no estuviera dispuesto a rectificar, no podría seguir viviendo con él.

    Sin darme cuenta, este regalo había desencadenado en mí una serie de reflexiones sobre nuestra situación matrimonial que tenía confinadas en el subconsciente. Hacía algún tiempo que albergaba la esperanza de que la frialdad que nos envolvía se disipara, o de que nuestro amor volviera a resurgir como había sido durante los primeros años de casados. Pretendía convencerme de que el distanciamiento era un paréntesis debido a que Enrique estaba muy agobiado por los nuevos negocios que había emprendido. Además, él me decía que yo era su único amor, la mujer de su vida, aunque estas declaraciones eran cada vez más espaciadas. Aun así, seguía aferrándome a mi marido; la educación católica en la que crecí me recordaba que el matrimonio es un sacramento y yo me había casado para toda la vida.

    Inmersa en estos pensamientos, con calma, abrí la puerta del armario y me puse el abrigo frente al espejo; me iba un poco largo y cambié los zapatos que llevaba puestos por unos botines de tacón más alto. El efecto fue espectacular: estaba francamente favorecida. Completé el conjunto con una bufanda fina de cachemir de color oscuro que contrastaba con el tono claro de mi piel y de mi pelo rubio. Sonreí. Podía presumir a los cuarenta años de tener una figura perfecta, metro setenta de estatura y grandes ojos azules. Di media vuelta, como si estuviera desfilando sobre una pasarela; para favorecer el efecto, introduje las manos en los bolsillos, instante en que mis dedos tropezaron con un sobre sin membrete que estaba cerrado. Lo abrí nerviosa, antes de extraer la tarjeta de su interior en la que leí la siguiente dedicatoria: Para siempre, Elvira, mi amor. Enrique.

    Me quedé boquiabierta. Inmediatamente vi que se trataba de un error cometido en la peletería: me lo habían entregado a mí, en lugar de enviarlo a la persona a la que iba destinado: Elvira. Una sensación de vacío, difícil de explicar, me invadió. No podría decir que se me viniera el mundo abajo de golpe porque ya se me estaba viniendo poco a poco desde hacía tiempo; sin embargo, aquello supuso el detonante de algo que tenía que estallar.

    Lo segundo que consideré es que mi marido era un falso por escribir una frase que no encajaba en absoluto con su forma de expresarse, más bien parecía propio del lenguaje cariñoso de los sudamericanos y, además, un osado por arriesgarse a ser descubierto, dejando pruebas que podrían comprometerle. ¿Hasta qué grado de insensatez pierden los hombres los papeles cuando se enamoran, o, mejor dicho, cuando se encaprichan de una mujer?

    Al instante me puse en marcha; no había un minuto que perder. Eran ya las cinco menos cuarto de la tarde y llamé a mi madre para pedirle que fuera a buscar a los niños al colegio. Tuve la suerte de encontrarla en su casa y le puse la disculpa de un imprevisto a última hora: la llegada de un cliente al que debía atender con urgencia.

    Mi mente empezó a trabajar a un ritmo vertiginoso. Hice una fotocopia de la dedicatoria, metí la tarjeta original en un sobre nuevo —idéntico al que había abierto—, lo introduje en el mismo bolsillo donde lo encontré y, mientras guardaba el abrigo en su sitio, calculé que a las cinco podría estar en la peletería.

    Puse el regalo a buen recaudo, en el fondo de un altillo del armario de mi cuarto, escondí la fotocopia de la dedicatoria y el resguardo de la entrega en el fichero de recetas de cocina que tenía en la librería de mi despacho y, a continuación, salí de casa hacia la peletería. Una vez en la tienda, preguntaría por María —nombre que constaba en el recibí—, diría que pasaba por allí y quería saludarla.

    El primer plan era muy sencillo: el abrigo iría a su destino como si nada hubiera sucedido.

    Tras recorrer la rambla de Cataluña hasta Diagonal, llegué a la peletería en el momento en que abría la tienda la misma empleada que vino a mi casa con el abrigo. Era una mujer alta, guapa, morena de ojos negros y rondaría los treinta años. Al verme, se sorprendió.

    —Buenas tardes, señora. ¿Algún problema con la entrega?

    —Chissst —le susurré con el dedo índice en los labios.

    Entramos en el interior y, ante su cara de asombro, le advertí que nadie debía saber que había estado allí.

    Le pedí que fuéramos a alguna dependencia en la que yo pasara desapercibida, y una vez en ella, le mostré el recibo y le pregunté:

    —¿Quién de los empleados ha preparado este envío?

    —Yo misma. ¿Ha ocurrido algo? —preguntó agobiada.

    —Sí, algo muy grave —repliqué—, pero no te preocupes porque no va a pasar nada.

    —Hace solamente quince días que trabajo aquí y sería muy inoportuno haber metido la pata.

    —El nombre y la dirección de la persona a la que va destinado el abrigo están equivocados; este regalo no es para mí, sin embargo, vamos a solucionarlo ahora mismo.

    La chica se quedó consternada. Me dio pena observar su expresión de desconcierto y temor, a pesar de mis palabras tranquilizadoras, y mirándome angustiada me preguntó si de verdad se podría remediar semejante descuido, a lo que respondí:

    —Por supuesto, créeme, será como si no se me hubiera enviado el abrigo, como si yo no hubiera existido.

    Le pedí que abriera el ordenador y que buscara el nombre de mi marido. En el acto salió en la pantalla:

    Cliente: Enrique Rivas.

    Esposa: Paula Cano.

    Después de las casillas en las que figuraban la dirección de nuestra casa, en el Paseo de Gracia, teléfono fijo y móvil de Enrique, se leía:

    Estola de visón blanco.

    Ref. 401, entrega 15 de marzo de 2005.

    Abrigo de visón planchado.

    Ref. 3321, entrega mañana jueves, 23 de febrero de 2017.

    Y, debajo de unas líneas en blanco, que probablemente se habían dejado por distracción, al final de la página se leía:

    Elvira Merino. Ronda de San Pedro n.o 200, 3.o derecha. Tel. 93 211 22 78.

    Recordaba la estola de visón que Enrique me regaló hacía muchos años, y ese era el motivo por el que yo figurara en la dirección de nuestra casa. Al seguir leyendo me dio un vuelco el corazón y comprendí el error de la empleada.

    —No te preocupes, he encontrado lo que buscaba —le dije.

    —No sé cómo me ha podido ocurrir esto —comentó aturdida—. Tenía prisa cuando escribí las señas en el sobre; era hora de cerrar y no leí el último nombre y dirección que aparecen unas líneas más abajo.

    —Esta equivocación la puede tener cualquiera —le dije queriendo consolarla—. Ahora escribe todos los datos de Elvira en un sobre; la tarjeta déjala en blanco, tal como me llegó, y del resto me voy a ocupar yo. Nadie se enterará del error.

    María, siguiendo mis indicaciones, así lo hizo, y me lo dio junto con el resguardo, en el que figuraba su nombre.

    —¿Y si ocurriera algún imprevisto? —me consultó agobiada.

    —Tú conservarás el recibo firmado por mí hace un rato hasta que logremos el de la auténtica destinataria. En el peor de los casos, será una garantía de que lo has entregado.

    —Por favor —dijo inquieta—, cuando consiga el nuevo resguardo, yo misma puedo pasar por su casa a recogerlo.

    —De acuerdo. Por supuesto, te lo daré en cuanto esté en mi poder. Hoy debo preparar la nueva entrega del abrigo que realizaré yo misma y tú mientras tanto debes llamar por teléfono a dicha clienta para asegurarnos de que estará mañana en su casa hacia las siete de la tarde y le explicarás que se trata de un envío muy personal que solo se le puede confiar a ella. En cuanto acabes de hablar con Elvira, me pones al corriente de todo.

    —Muchísimas gracias. Creo que si la empresa lo llegara a saber me despediría.

    —Has tenido la suerte de encontrarte conmigo, porque lo normal sería que esta distracción hubiera supuesto un disgusto para ti. Por cierto, te llamas María, ¿verdad? Es el nombre que consta en mi resguardo.

    —Sí, soy María Escudero.

    —Encantada de haberte conocido; también te doy las gracias, porque, sin querer, me has abierto los ojos y me has hecho un gran favor. Tenemos un secreto en común: no debemos contarle a nadie lo sucedido. Espero reunir pruebas mucho más importantes de lo que esta supondría.

    —Descuide, por la cuenta que me trae. Pero no entiendo por qué irá usted mañana a entregar el abrigo; no veo la necesidad de hacerlo, lo lógico sería que fuera yo la persona que lo llevara.

    —Comprendo tu intriga. Lo haré por curiosidad, quizá también por una especie de morbo, para averiguar hasta qué extremo mi marido ha llegado a engañarme, y hasta qué extremo yo me he dejado engañar. Será el punto de partida para investigarlo, sin revanchismos, únicamente quiero reunir pruebas de su conducta para pedir el divorcio y solamente las esgrimiría si se opusiera.

    —Pero… ¿se va usted a presentar en el domicilio de esta chica tal como es? —inquirió desconcertada.

    —¡Noo! —exclamé guasona—. De ninguna manera, sería muy arriesgado. No te preocupes, porque mi plan es el de ir disfrazada.

    Noté que María respiró aliviada al oír mis palabras.

    Permaneceríamos en contacto. Acordamos que ella hablaría conmigo como si fuera mi clienta, me preguntaría qué tal iba el asunto y yo le contestaría: bien, o si hubiera surgido algún problema. Después hizo una llamada perdida desde su teléfono móvil al mío, para que quedara registrado, y nos despedimos.

    Eran las seis de la tarde cuando llegué a mi casa. Lo primero que debía hacer era organizar el disfraz con el que acudiría a la Ronda de San Pedro al día siguiente. Tenía tiempo, puesto que mi madre no llegaría con los niños hasta las ocho.

    Estaba decidida: yo sería la que haría entrega del abrigo en persona. La razón de esta iniciativa obedecía a los motivos que acababa de explicar a María y para comprobar a qué tipo de enemigo me enfrentaba: mejor dicho, en ese momento nadie era mi enemigo, salvo Enrique, y mi afán era desenmascararle. Hasta entonces —aunque ya bastante decepcionada—, había intentado luchar por el hombre del que me había enamorado, por mantener la unión familiar, por seguir el mismo nivel de vida, o tal vez por comodidad. Ni yo misma lo sabía. Enrique había cambiado mucho, no me trataba ni bien ni mal, siempre estaba ocupado y su actitud hacia mí era de una frialdad que soportaba resignada. Con la disculpa de negocios que funcionaban por la noche, llegaba de madrugada, y el único rato en el que hablábamos sin prisas era durante las comidas de los sábados y domingos.

    Mientras recapacitaba sobre el deterioro que había ido sufriendo nuestra relación hasta desembocar en este episodio lamentable del abrigo, llamó María; de acuerdo con lo convenido, a mi pregunta de cómo iba el asunto, me respondió que había transcurrido según lo previsto y me pidió que fuera puntual, a la hora fijada: las siete de la tarde del día siguiente, viernes, porque la clienta dijo que tendría que salir.

    Quedamos en que hablaríamos el sábado, a primera hora de la mañana, para contarle cómo había transcurrido la visita a La Ronda de San Pedro.

    ¡Claro!, pensé que el motivo de tanta puntualidad se debía a la salida nocturna de aquella individua.

    A continuación, comencé a preparar el disfraz que utilizaría.

    Recogí mi cabellera rubia en un moño aplastado con horquillas por encima de la nuca, me pinté los labios de rojo, las cejas oscuras y las pestañas con rímel negro, me puse en la cabeza un pañuelo, unas gafas grandes de montura de concha, lentillas oscuras que cambiaban el color de mis ojos claros, leggins, botas, un jersey grueso muy ancho, bufanda con dos vueltas en el cuello y un detalle muy importante: guantes. Las manos son algo tan personal que como medida de precaución es mejor ocultarlas (las uñas, que solía llevar naturales, rectas y cortas, me las pintaría de granate). Estaba irreconocible, y aún me faltaba la peluca.

    Dispuse toda la ropa en una bolsa de deporte que escondí en el armario de mi cuarto, en el mismo lugar que el abrigo; me desmaquillé ojos y labios, me quité el turbante, las horquillas que sujetaban el pelo y salí a la calle en busca de una peluca.

    La tienda que conocía no se hallaba lejos y fui andando. Allí me mostraron media docena de pelucas de color negro que me fui probando muy despacio. Al fin me decidí por una que tenía flequillo, y a los lados, pelo corto hacia la cara; sencillamente no parecía yo, a pesar de que no llevaba las lentillas ni las gafas.

    La empleada me observó perpleja y dijo que tenía un pelo propio muy bonito, a lo que contesté con toda naturalidad que estábamos en carnaval…

    Satisfecha por el resultado, volví a casa. En efecto, los niños ya estaban allí con mi madre. Fui directamente al dormitorio para esconder la peluca en la misma bolsa en la que había preparado la ropa y los complementos del disfraz, y salí de la habitación a darles un beso a todos, como si nada hubiera sucedido.

    —¿Qué tal se han portado, madre?

    —Divinamente. Los he llevado a merendar chocolate con churros, pero ha ocurrido un pequeño percance: Gonzalo ha volcado su taza y se ha puesto la camisa perdida —explicó sonriendo.

    Noté que el niño se acobardó al oír a su abuela y entonces lo abracé mientras aclaraba:

    —¿A que ha sido sin querer?

    —Sí, mamá —contestó más calmado.

    —¿Habéis hecho los deberes?

    —Sí —respondieron al unísono.

    Mi madre se interesó por cómo había transcurrido la visita urgente a mi cliente, y tuve que improvisar, porque los acontecimientos de aquella tarde lograron que se me nublara la memoria y por un instante se me olvidara la disculpa que inventé para que ella fuera a buscar a los niños al colegio.

    —Ha sido una consulta un tanto complicada, referente a la distribución de unas acciones, pero, como ocurre a menudo en estos casos, no era tan urgente como el cliente aseguraba.

    Mientras mi madre se ponía el abrigo para marcharse, le di las gracias y un abrazo de despedida. Cuando cerré la puerta, pensé que ella era un apoyo fundamental: siempre está dispuesta a echar una mano, yo soy su única hija, me adora y adora a sus nietos.

    Mi padre también es muy cariñoso; lo que más le gusta es hablar sobre lo que entiende de verdad: música y literatura. Es una suerte tener unos padres como ellos.

    Aquella noche recé con mis hijos, como de costumbre, y al empezar la oración dedicada al ángel de la guarda —mi mejor amigo—, me concentré más que nunca para pedirle ayuda. Él siempre está conmigo y lo ha demostrado en muchas ocasiones, aun así, no estaba de más recordárselo… No me dejes sola ni de noche ni de día que sin ti me perdería.

    Me acosté temprano tras tomar un somnífero ligero, sin el cual hubiera sido incapaz de conciliar el sueño. Tenía por delante un día muy duro. Pediría permiso en el trabajo para salir a las cinco de la tarde puesto que necesitaría tiempo para cambiarme y desplazarme hasta la Ronda de San Pedro a donde debería llegar a las siete.

    Era muy importante preparar una estrategia para lograr la confianza de la chica que iba a conocer. Lo lógico sería que le entregara el abrigo, ella firmara el recibo y se despidiera dándome las gracias; en ese caso, no serviría de nada todo lo que estaba tramando. Debía pensar en hacer o decir algo que la obligara a mantener una conversación. ¿Simular una caída? ¿Pedirle un vaso de agua? ¿Preguntarle si me podía sentar un momento porque me estaba dando un mareo? No, no eran motivos de peso para conseguir un trato con ella, que es lo que yo pretendía.

    Sin encontrar una solución eficaz, decidí improvisar a medida que transcurriera la visita.

    Capítulo II

    Viernes, 24 de febrero de 2017

    La entrega

    Era una mañana nublada, de invierno, en la que comenzaban a surgir brotes en las ramas de los árboles, como si la primavera quisiera despertar antes de tiempo.

    Después de dejar a mis hijos en el colegio, acudí a la oficina y procuré trabajar controlando los nervios. Comí con mis compañeros y, alegando una visita de rutina al médico, salí a la hora prevista.

    Tenía todo preparado: el abrigo, la bolsa con la ropa y lo necesario para el disfraz. Me dirigí a la entrada, extraje el tique permanente, del que disponemos los empleados del despacho, y tras leerlo la máquina salí del garaje. Conduje desde la calle de Balmes —donde se encuentra el bufete en el que trabajo— hasta La Gran Vía, y después de recorrer varias manzanas entré en el aparcamiento de la plaza de Urquinaona; me cambié en los lavabos y me hice un selfie con el teléfono móvil para poder comprobar exactamente cómo me había disfrazado si llegara el caso de repetirlo. A continuación, abrí el portaequipaje, asegurándome de que nadie me veía, dejé la bolsa con la ropa que me había quitado, cogí el abrigo y, una vez en la calle, tomé un taxi que me llevó a la dirección.

    A las siete menos cinco de la tarde entraba en la portería de La Ronda de San Pedro número 200, pregunté al conserje por doña Elvira Merino y me encontré pulsando el timbre del piso tercero derecha con el abrigo en un brazo y el sobre en la otra mano. Abrió la puerta una chica joven, envuelta en un albornoz, tenía la cabeza cubierta por una toalla a modo de turbante. Era evidente que salía de la ducha.

    —Buenas tardes —saludé—, traigo un encargo para Elvira Merino.

    —Soy yo.

    Puso cara de extrañeza al tiempo que preguntaba:

    —¿Qué es?

    —Es un abrigo de la peletería Rodas. ¿Podría firmar la entrega, por favor?

    Con mirada recelosa, me hizo pasar, pero antes de firmar el resguardo que le extendí encima de la mesa del recibidor, quiso abrir la funda. Cuando vio el abrigo se quedó muda y poco después comentó en voz baja:

    —No es posible.

    —¿No se lo esperaba? —me atreví a preguntar.

    —Ni siquiera imagino de quién puede ser.

    —Tendrá muchos admiradores —comenté, en un intento de seguir hablando con ella.

    —Sí...

    Entonces, con precipitación, abrió el sobre, dentro del cual tan solo se encontraba una tarjeta en blanco. Al no ver nada, le sugerí que mirara los bolsillos del abrigo.

    Cuando por fin leyó la segunda tarjeta tuvo una reacción de perplejidad.

    —¿Me va a firmar el albarán? —le pregunté tratando de aparentar indiferencia.

    —No. No lo voy a firmar —negó resuelta—. Siento mucho que tenga usted que devolver el abrigo y que se haya molestado en venir inútilmente.

    —Por mí no se preocupe. Me he dado un buen paseo, en lugar de seguir trabajando en la peletería.

    —¿Cómo se llama? —inquirió.

    El interés por saber mi nombre me cogió desprevenida y tuve que improvisar.

    —Silvia Lago —repuse.

    Ante mi asombro me invitó a tomar un café, a lo que accedí en el acto, por supuesto. Entramos en un salón funcional, con poco mobiliario: dos sofás con una mesa en medio y delante un televisor de plasma. Otra mesa redonda, con cuatro sillas, ocupaba un ángulo del ventanal. Las paredes se hallaban desnudas. No se veía un solo libro, ni fotos, ni tan siquiera un póster. El edificio me había parecido nuevo, de diseño muy actual y debía de ser de apartamentos de alquiler. Me dio la impresión de que hacía poco tiempo que Elvira vivía allí; parecía un alojamiento provisional, nada acogedor.

    Era evidente que aquella chica quería comunicarse con alguien, aunque fuera con una desconocida.

    Esta situación inesperada en la que me encontraba de repente hizo que el pulso se me disparara y que a duras penas consiguiera aparentar serenidad. La taza de café me ayudó a disimular los nervios; me protegían las manos ocupadas. No tuve más remedio que desprenderme de los guantes para sujetar el asa.

    —Es increíble que me regalen esto —dijo.

    —¿Ya sabe de quién es?

    —Ahora sí.

    —¿No le parece bonito? —me atreví a preguntar por segunda vez.

    —¡Claro que sí! —exclamó—. Pero lo importante no es que el abrigo me guste o no, sino de quién viene.

    —En eso le doy la razón. No se deben aceptar regalos así como así —comenté con desenvoltura—. ¿Acaso se trata de una persona de la que desconfía?

    —Es alguien con quien quiero romper, pero no me deja. Es un tema que me tiene asustada porque no es fácil conseguirlo; por eso me ha extrañado tanto la llegada del abrigo, pues creía que ya habíamos cortado la relación.

    —Le aconsejo que por ese motivo no se inquiete, tarde o temprano lo logrará. El tiempo manda y llegará un momento en que esa persona se canse de insistir.

    —Me siento atrapada. No veo la forma de liberarme de él.

    —¿Tal vez teme que le pueda pasar algo desagradable?

    —A veces lo pienso.

    —Lo importante es saber quién es realmente ese hombre.

    —Aparentemente es un empresario que lleva una vida normal con su familia.

    —Entonces puede estar tranquila, porque estoy segura de que ese tipo de hombres no se arriesgan a organizar un escándalo que los pueda delatar.

    Noté que mi razonamiento la tranquilizaba.

    Nos mantuvimos unos segundos en silencio mientras Elvira removía el azúcar, y de pronto dijo, haciéndome un guiño:

    —Podríamos bajar al bar, si no tiene prisa.

    —De acuerdo —respondí, pensando que tendría sus motivos para proponérmelo.

    Esperé unos minutos en el salón mientras se vestía, hasta que apareció con el pelo mojado y las llaves en la mano.

    Entramos en la cafetería más próxima a su vivienda, y una vez allí, pedimos un gin tonic.

    A continuación, sin que yo le preguntara, Elvira habló:

    —Me encuentro muy sola y decepcionada; usted es una persona que me ha gustado. En este momento necesito ayuda y me encantaría que me pudiera orientar.

    —Cuente conmigo para lo que necesite —le respondí con naturalidad.

    —¿Podríamos quedar en vernos para que le explique mi problema?

    —¡Claro que sí!, pero siendo usted la que está más ocupada, elija la fecha y yo trataría de adaptarme.

    —¡De ninguna manera! Yo soy la que puedo anular mis compromisos y lo haré cuando usted quiera.

    Sopesé la situación y calculé que me convenía acordar la cita con ella lo antes posible, así que pensé que al día siguiente era sábado y aunque solíamos quedar a cenar con los amigos, podría poner la disculpa de siempre: la de no ir por haberse presentado un asunto urgente en mi trabajo que debería preparar para el lunes. Le diría a Enrique que acudiera él solo. Así que le propuse:

    —Mañana por la noche me podría escapar.

    —¿Le parece bien que nos veamos aquí mismo, hacia las nueve?

    —De acuerdo; me siento halagada por haberle inspirado confianza y espero poder

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