Lo que aprendí en cincuenta años
Por Ramiro Calle
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Después de más de cien obras publicadas y de sobrevivir al coma y a la muerte de un queridísimo hermano menor, Ramiro Calle nos ofrece su obra más lúcida en años.
La clarividencia de estar tan cerca de la muerte le hace cuestionarse lo aprendido durante medio siglo de vida intensa. Su inesperado regreso a la vida le hace asomarse a lo que, ahora, elige desaprender para, precisamente, poder seguir aprendiendo.
En esta original obra, además del texto del propio autor, encontramos un profundo y sagaz cuestionario en el que su íntimo amigo y editor de Kailas, Ángel Fernández Fermoselle, intenta conocer lo que no ha logrado averiguar en más de dos décadas de sincera amistad.
Nos encontramos ante la obra más importante e intensa de Ramiro Calle desde En el límite. Ante, posiblemente, su obra definitiva.
Ramiro Calle
Especialista en temas orientalistas y pionero en la introducción del yoga en España. Ramiro Calle posee la facultad de presentar las diferentes corrientes filosóficas y espirituales orientales al lector occidental con un lenguaje sencillo que permite apreciarlas en todos sus matices. Su profundo conocimiento de la India, a la que ha viajado en más de 50 ocasiones, sus entrevistas con los más relevantes especialistas en materia de espiritualidad y su incansable labor de difusión de estas corrientes, tanto en los medios de comunicación como en sus propios libros, han convertido a este autor en el principal referente del orientalismo en España.
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Comentarios para Lo que aprendí en cincuenta años
3 clasificaciones1 comentario
- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5El conocimiento de sí mismo que ha logrado Ramiro, explicado con tanta sencillez que nos invita a seguir por dicha senda.
Gracias Ramiro por tu amor y humildad. Me imagino que complementarás estas reflexiones con “Almor” : Amor del Alma.
Gracias!
Vista previa del libro
Lo que aprendí en cincuenta años - Ramiro Calle
Ramiro Calle
Lo que aprendí en 50 años
Acepte la idea de que usted tiene solo veinticuatro horas para vivir. Que estas horas sean brillantes de claridad para cumplir su tarea. ¡Todo es tan pleno y, al mismo tiempo, tan vacío!
Sri Anirvan
El camino verdadero de la vida consiste en amar a los otros, creer en los otros, ser amigo de todos. Lo principal es la paz más el amor. Venimos y nos vamos. Lo importante es lo que hayamos hecho de positivo por los otros. Este mundo es un enorme escenario y estamos haciendo nuestro papel. Cuando la obra termine, volveremos a nuestro hogar.
Baba Sibananda de Benarés
En memoria de mi hermano Miguel Ángel Calle,
mi mayor apoyo en los tiempos difíciles, el mejor maestro y el mejor alumno;
mi mejor amigo.
Agradecimientos
Deseo expresar mi más sentido y profundo agradecimiento a las siguientes personas:
A Ángel Fernández Fermoselle, mi editor, por su continuada confianza en mis obras y preciosa amistad. A Marta Alonso, por su cariño y su cooperación.
A mi abuelo Antonio; a mis padres, María del Mar y Ramiro, y mis hermanos, Miguel Ángel y Pedro Luis, con los que, si hubiera sucesión de vidas infinitas, siempre querría formar parte de su familia. Me dieron mucho más de lo merecido.
A Nelly Beatriz Castillo, por su sensibilidad exquisita, su apoyo incondicional en mi primera juventud y su paciencia infinita.
A Juan Castilla, porque es el vivo ejemplo de la lealtad más sólida, la que no se envanece, la que nunca se debilita; es mi segundo cerebro y, en muchos aspectos, el primero.
A tres personas maravillosas que marcaron mi vida espiritual: Rafael Masciarelli, Rafael Campany y Babaji Sibananda de Benarés.
A Almudena Hauríe Mena, pues me entregó, con inmensa generosidad e incondicionalmente, amor y amistad; hizo posible la fundación del centro de yoga Shadak y es, sin duda, una de las mejores profesoras de yoga de nuestro país.
A mis grandes amigos del alma, que comparten conmigo la búsqueda espiritual, Jesús Fonseca, César Vega, Antonio García Martínez, Helio Clemente, Paulino Monje, Manuel Muñoz, Joaquín Tamames, Nuria Jiménez, Quique Fidalgo, Roberto Majano, Arturo Mesón, Marcos Fernández Fermoselle, Víctor Martínez Flores, Gustavo Plaza, Publio Vázquez, José Pazó, Nacho Falgade, Simón Mundy, Carlos Campo, Joaquín Maestro... ¡Qué afortunado por haber coincidido con ellos en el viaje de la vida!
A Isabel Morillo, por su inquebrantable amistad y por seguir mis enseñanzas yóguicas y mostrarlas con fidelidad.
A Rossana Sainz, que siempre, incluso en la distancia, se ha mostrado como una amiga generosa e incondicional.
Al personal sanitario que con tanto cuidado y dedicación me atendió en el Hospital de la Paz, de Madrid, debido a mi grave enfermedad, queriendo destacar a los doctores Beatriz Barquiel, Antonio Tallón y Juan Carlos Figueiras. A las enfermeras, auxiliares de enfermería y celadores, tanto de la UCI como de planta.
A mis buenas y entrañables amigas que colaboran conmigo en el centro de yoga, y siempre están motivadas con su labor, Silvia Sánchez de Zarca, Manuela Macías, Adoración Gracia y Mercedes Galiana.
Al doctor Rafel Rubio y su encantadora esposa, Maribé Martín, por su humanidad, su afecto, su gentileza.
A mi buena amiga Liliana Riesco, que coordina y conduce magistralmente mi facebook, de forma totalmente desinteresada y con renovado entusiasmo.
A José Ignacio Vidal, por ser uno de mis lectores más empecinados y haber sido uno de los oyentes más asiduos de la Tertulia Humanista que hacíamos mi hermano Miguel Ángel y yo; un fiel y generoso amigo.
A mi amada Luisa, que es fuerza y ternura, sumamente paciente con este yogui urbano con el que no es fácil convivir; es un torrente de continuada inspiración y un alma grande; es generosidad e indulgencia.
A Cristina Hernández Fernández, fabulosa periodista y encantadora persona, por sus continuadas deferencias, su amabilidad y su apoyo.
A todos aquellos de los que mucho he aprendido, a mis queridos y fieles alumnos, a todas las personas que me leen y me escriben.
A los animales que han formado parte de mi vida y me han ayudado tanto a abrir el corazón. Quiero destacar a mi maravillosa perra Yuga, que partió hace muchos años, pero a la que jamás he olvidado, y a mi gato-yogui Emile.
Ramiro, he hecho muchas cosas en mi vida, he estado en muchos mundos: los lamas, los negocios de gran altura, los sadhus..., viajes extremos por las montañas del Himalaya, y te puedo asegurar que tú eres uno de esos personajes que se intentan buscar, pero no hace falta, está por aquí. Agradezco mucho compartir contigo mil cosas a lo largo de estos años y agradezco sentirte como amigo, porque sé que independientemente de tanta gente como conocemos, los dos nos sentimos muy amigos.
Marcos Fernández Fermoselle
Prólogo: Ramiro Calle, puro bronce
Algunos hombres, quizá la mayoría, pasan sus oscuras y largas vidas empatando con su destino. Es el cero a cero de un juego que podría parecer amable, incluso benévolo, pero que en realidad resulta sinies-tro, porque en su ejecución se evapora la asombrosa posibilidad de exprimir el hermoso transcurrir de una existencia verdaderamente rica.
Y eso es lo peor que podría pasar, pues está muy cerca del fracaso vital más categórico.
En ocasiones, si tienen fortuna, algunos logran un éxito inesperado e improbable, con el que tampoco hacen gran cosa, hasta que acaba difuminándose con todo lo demás en la densa neblina que conducirá al final de los días.
Otras veces, las más, muchos ni siquiera alcanzan esos escasos minutos de gloria y no pueden hacer nada más que continuar con sus vidas anodinas y correctas. Sin riesgos, sí, ni entusiasmo. Con frecuencia, experimentando una buena dosis de irrelevancia como pa-sión máxima.
Otros hombres han llegado a la Tierra para superar, con claridad y vertiginosamente, lo que se espera de ellos. Para irrumpir en zonas vedadas a la mayoría y, para goce de todos, después compartir lo que han encontrado en otros mundos lejanos e inaccesibles.
Con ciudadanos como estos logra la humanidad progresar hacia nuevas eras de razonamiento y aprendizaje. Solo con seres que se entregan a lo que sea que puedan encontrar los humanos, nos convertimos en una especie con mayor conocimiento y con más luz.
Una luz que no sale del entendimiento, sino de la conexión con la espiritualidad humana, por eso alumbra mucho más. Iluminaciones serenas e imprescindibles que alumbran caminos nebulosos y abrup-tos, y que permiten sortear veredas pedregosas, resbaladizas, conduciéndonos a océanos de calma. Estas las emanan, solo, algunos elegidos. Ramiro Calle es uno de ellos.
Es uno de los preferidos por los dioses, sí, y eso que él no cree en ellos nada más que lo justo, lo que hay que creer. A él, qué gran suerte, le han obsequiado con las herramientas. A él, también, le han otor-gado la responsabilidad.
Todo ello ha convertido a Ramiro en lo que es, un pensador. Porque, más que ninguna otra cosa, eso es. Fundamentalmente, un pensador.
Me lo imagino, perfectamente, encarnando la icónica escultura de Rodin. De hecho, aunque el artista francés esculpiera la maravillosa estatua mucho antes, ¿no será, él en realidad? ¿No séra, quizá, él en una reencarnación previa? Desnudo, colosal, desmesurado, re-flexivo, meditativo, estudioso. Sabio. Eso es, un gran pensador.
Pero Ramiro es un pensador que no solo piensa, también hace.
Hace mucho, de hecho; como el niño que a veces es, inquieto, sobre-expuesto, impaciente, activísimo, hace muchas cosas, y las hace todo el tiempo.
Entre el as, preocuparse por los demás; esta es una de las más evidentes, aunque tal vez quienes no lo tratan a menudo no lo perciban.
Y no, no es una pose; se trata de una actitud completamente genuina.
Conocí a Ramiro el siglo pasado. Una fría noche, en 1999; han pasado muchos tiempos desde entonces, tanto desde el punto de vista meramente material o biológico como desde los demás. Transcurre el tiempo, sí, pero el cariño hacia este filósofo de la vida no pasa, todo lo contrario, solo crece.
Y no es gratuito, él se lo gana. Su empatía se te enreda; su ternura te atrapa. Su conocimiento, a pesar de que sabes que existe, aunque sepas que está ahí, dentro de él, en el momento más inesperado te desarma. Y eso que lo has sentido muchas, muchísimas veces, pero aun así, en momentos determinados, su argumento último desmantela cualquier otro.
Me dijo una vez que debemos de ser hermanos cósmicos. Será.
Seguramente. Tal vez eso lo explique todo. Esto, y también lo de más allá, lo que no podemos ver y, sin embargo, nos une.
Su enfermedad, una infección cerebral de origen desconocido, casi lo mata hace ya un lustro. De hecho, se podría decir que lo mató.
Su pareja me llamó un mediodía, compungida al máximo, al borde de la gran tragedia de su vida: «Ángel, se nos va; Ramiro se nos va...
Los médicos dicen que no pueden hacer nada más».
No podría jurarlo, porque entre lo que sucede y lo que uno cree que sucede siempre hay un trecho borroso, indefinible y, sobre todo, si lo prefieres así por la naturaleza del acontecimiento, pero creo que añadió que sería «cuestión de horas».
Unas horas, pensé. A Ramiro le quedan unas horas de vida. No me parecía demasiado extraño, pues su deterioro previo se manifes-taba realmente atroz. Pero, sin embargo, por alguna razón, quizá más al á de mi propia consciencia, se me hacía difícil otorgarle credibi-lidad a esa sensación, a la de que a mi gran amigo le quedaban solo horas en esta parte de la existencia.
En todo caso, aquel lamento de Luisa era muy parecido a una certeza, no a un temor. El numeroso equipo médico centrado en La Paz, pero con ayuda de varios hospitales más, intentaba salvar a Ramiro, pero finalmente decretaba, muchos días después, que ya no podía hacer nada más.
Pero él sí. Aunque muchas veces me ha dicho, más tarde, que no le habría importado en absoluto «descarnar», como él lo llama, me produce una alegría inmensa cada vez que lo veo, y también cuando no lo hago, que los dioses esos en los que ambos creemos solo a medias le hayan dado este tiempo extra, esta prórroga quizá furtiva y, sin duda, deliciosa.
Además, increíblemente, Ramiro salió fortalecido de su cita con la muerte. Pocos pueden decir eso. Él podría, aunque, alejado del ego que todo lo trastorna, no lo haga.
La muerte suele ser un rival poco dado a la negociación. De hecho, siempre tiene claro antes de actuar cómo va a hacerlo y a quién va a convocar, como si lo hiciera ejecutando el programa informático que la nutre, tras unos pesados y definidos cálculos; en este caso también los hizo y halló la respuesta: era él, sí, a quien buscaba.
La muerte, además, solo en alguna extraña ocasión vuelve sobre sus pasos. Normalmente llega, a menudo sin avisar, y se va contigo sin mediar diálogo alguno. Así lo vivimos los humanos: el episodio final ante el que poco cabe decir.
Pero, a sus setenta y un años, este hombre pensante, nadie sabe bien por qué —él tampoco—, venció al temido rival, y sigue vivo.
Y no solo vivo, sino que está más lúcido incluso. Como si el paseo por el barrio del más al á le hubiese entregado algunas claves con las que antes no contaba. Tal vez, por el o, deba darle las gracias a las bacterias que lo atacaron: ha regresado más resplandeciente, más fuerte y aún más sabio.
Y se nota. Se nota mucho. Llévenselo a casa a cenar y ya verán, no podrán con él. Ni con su entusiasmo, ni con su curiosidad por los asuntos trascendentes de la vida, ni con su intrínseca y contagiosa alegría.
Medio siglo de aprendizaje que ahora merece un libro en el que cuente, tal como hace, qué ha aprendido y qué no ha aprendido. A veces es más importante desaprender, o no aprender, que su opuesto.
Él sabe que es así y practica esta teoría con inteligencia.
Este pensador, en cincuenta años, ha convertido su vida en un lugar radiante donde confluyen lo hallado, que es mucho, y lo que aún busca, que también es mucho; donde fluye lo ya aprendido con el anhelo por seguir instruyéndose; donde conviven la entrega a los demás y el ánimo de salvaguardar la intimidad suficiente para seguir creciendo interiormente.
Cinco décadas de un sabio, de un tipo de esos que arriesgan su bienestar precisamente para estar mejor, de uno de los que forjan el progreso de la humanidad. Cincuenta años de un pensador cuyos logros y pérdidas comparte ahora con sus lectores y amigos. Medio siglo que Rodin inmortalizó con extrema dulzura y especial acierto, tal vez sospechando a Ramiro Calle, en puro bronce, hace ciento treinta y cinco años.
Ángel Fernández Fermoselle
Introducción
Ángel Fernández Fermoselle es un amigo muy querido y mi editor. Siempre que nos reunimos, año tras año, en su caseta en la Feria del Libro del Retiro, me las arreglo para añadir un nuevo libro mío a su fondo o bien él se las ingenia para conseguir que yo agregue un nuevo título a su editorial. Somos, pues, corresponsables. Me dejó bastante perplejo cuando en el hospital mismo, tras haber salido hacía muy pocos días de la UCI, me encargó mi obra, muy bien acogida por el público, En el límite. Al principio me resistí con tenacidad, pero finalmente ejerció todo su poder editorial de seductor y me dejé convencer. La obra sigue siendo un éxito y no deja de ser adquirida por todo tipo de personas. En los últimos dos años y medio apenas he escrito, salvo artículos para revistas y trabajos para mi facebook y las redes en general. Pero en nuestro último encuentro en la caseta de la editorial Kailas, en la Feria del Libro, para la firma de mis obras en su fondo, Ángel no se anduvo con medias tintas y me dijo: «Piensa en escribir un libro que se titule Lo que aprendí en cincuenta años». Si la proposición de escribir En el límite (también publicado por Kailas) me dejó perplejo, esta de ahora me dejaba realmente estupefacto. Mis pensamientos interrogantes y mis dudas se dispararon, y me pregunté a velocidad vertiginosa: pero ¿qué aprendí en cincuenta años? Queriendo zafarme torpemente de su proposición, reí forzadamente y dije: «Bueno, y lo que no aprendí».
Tras una pausa, agregué: «Y lo que tengo que seguir aprendiendo y, sobre todo, desaprendiendo». Pensé que había evadido el asunto, que había resuelto el atol adero, pero no era así. ¡Y aseguro al lector que la capacidad de persuasión de Ángel es irreductible! «Lo pensaré», le dije, creyéndome realmente incapaz de abordar un tema tan personal y que, además, al filo de los setenta y un años, uno incluso se cuestiona con zozobra si realmente ha aprendido algo o no en el viaje existencial. Si uno dice que ha aprendido algo puede tomarse como arrogancia, y si dice que no ha aprendido nada, como mentira o falsa humildad. ¡Vaya con Ángel, otra vez poniéndome contra las cuerdas! Y además jugando con ventaja, porque me conoce muy bien y sabe que para mí no escribir es una difícil ascesis.
En un arduo ejercicio de autoexploración puede uno detectar lo que realmente ha aprendido y no ha aprendido. En principio me sentía incapaz de escribir el libro, pero los amigos más íntimos me anima-ban a redactarlo, porque así podría también conectar de alma a alma con el lector y que me sintiera como su confidente. Sondeé en mis profundidades. Llegué a la conclusión de que había aprendido mucho menos de lo que hubiera deseado, sobre todo cuando era un joven romántico esperando de la búsqueda espiritual resultados impresionantes e incluso convertirme en un iluminado viviente. La senda de la autorrealización es larga, sinuosa y a veces está sembrada de desalien-tos, frustraciones, desvelos o incluso amargura, pero, cuando uno la toma, no hay marcha atrás.
Una cosa es aprender a nivel de la mente o el pensamiento, y otra es aprender interiorizando y consiguiendo transformarse. Sabemos muchas cosas que, como no las interiorizamos, es como si no las supiéramos. Hay solo, en apariencia, dos palmos de la cabeza al corazón, pero en realidad se encuentran a miles de leguas. Ser una persona con conocimientos no es muy difícil, pero ser una persona de sabiduría es todo un logro. El conocimiento, a diferencia de la sabiduría, no es transformativo. Eso lo aprendí bastante pronto, pero otra cosa es ser capaz de vivir desde la sabiduría y poner todos los medios para ganarla.
Escribí varias veces a Ángel para decirle que no me animaba a l evar a cabo el proyecto. Por lo visto es más paciente que yo —tengo que lograr todavía mucha paciencia, a pesar de haber escrito un libro sobre el tema—, y supo esperar, respondiéndome que hiciera lo que sintiese. Me debatía entre distintas tendencias. ¿Podría ser útil un libro así? ¿Merecería la pena? Siempre es un riesgo escribir una obra que pretende