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Operación Hispanic
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Libro electrónico450 páginas7 horas

Operación Hispanic

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Un joven militar, originario de Ceuta, es fichado por el servicio secreto, por tener una exacta memoria fotográfica. En su mente él cree ser un agente secreto de película, pero, pronto, se dará cuenta que en ese oficio se muere y hay que matar a otros. Atrapado en las redes del servicio, es mandado al otro lado del Atlántico, involucrado en misiones de espionaje político e infiltrado en obscuras organizaciones masónicas. Más tarde, en Venezuela, vive la presidencia socialista de Hugo Rafael Chávez y al final de su carrera es enviado a su misión más importante en el cuartel general de la CIA junto con un comando del Centro Nacional de Inteligencia (CNI).

Manuel Gonzalo Sánchez Gómez o lo que es lo mismo Mago Sangó nació en Ceuta en 1953. De profesión militar, tuvo innumerables destinos con múltiples vivencias, sirviéndole para su afición literaria. En la actualidad jubilado, su dedicación es la literatura. Su primer libro en 2017 fue El hombre que cambió un imperio, una bella historia desarrollada en el protectorado de España en Marruecos. Operación Hispanic. Hay que matar al presidente es su segunda obra literaria. En sus dos libros se ha querido desnudar para sus lectores.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 abr 2020
ISBN9788855089159
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    Operación Hispanic - Mago Sangó

    P R Ó L O G O

    En esta novela se han utilizado hechos reales de nuestra historia reciente, interpretándolos y llevándolos a la ficción, siendo totalmente diferente a lo que verdaderamente ocurrió. El autor ha querido inventarse acontecimientos que podían haber ocurrido, pero solo en su mente, por ello espera que nadie crea que esta historia pudo ocurrir como se narra en la novela y que el lector se dé por aludido.

    Disfrute de ella como disfrutó el autor al escribirla.

    C A P Í T U L O 1

    Ciudad de México, 21 de Mayo 1981

    Manuel salió del instituto, deslumbrándole el hermoso sol que se dejaba caer a esa hora del mediodía por lo que tuvo que entrecerrar los ojos hasta que se acostumbró a la claridad, aquellos mal nacidos no le habían dejado coger ni las gafas. Se habían presentado en la sala de profesores en el intermedio de la mañana y le habían preguntado:

    – ¿Es usted Manuel García?

    – Sí, soy yo, ¿que desean?

    – Nos manda el gran maestre, tendrá que venir con nosotros. Caminaba entre los dos hombres, uno de ellos un fornido cubano, al cual no había visto nunca y el otro un guardaespaldas del gran maestre y parte de su pequeño ejército de asesinos, al cual había visto alguna vez en los actos oficiales sobre todo con los hermanos Galán. Carlos se dio cuenta de que algo no iba bien, al ver a Manuel, quedando expectante, habían llegado también dos vehículos con gente de color que permanecían en estos. Le hizo la señal de peligro a su compañero Antonio, que andaba distraído con unas jóvenes paseantes. Manuel se pasó la mano por el pelo, como queriendo peinarse con ella y miró, buscando a sus compañeros en la lejanía. Al verlos, se puso frente a ellos y se llevó la mano derecha al bolsillo de la chaqueta que tenía en el pecho; sacando el pañuelo, dejándolo visible. El guardaespaldas del gran maestre hizo torcer a Manuel hacia donde tenían el vehículo, con un ligero empujón en el hombro derecho, parecía ser el que llevaba la voz cantante. Pero Carlos y Antonio ya habían visto todas las señales de alarma previstas para estas ocasiones. Antonio, uno de los compañeros de Manuel, miró a su alrededor y no le gustó lo que vio. La calle estaba muy concurrida, con gente que iba y venía del trabajo, madres esperando a sus hijos en la puerta del colegio y, como era uno de los primeros días de sol de la primavera, también ancianos caminando y ocupando todos los bancos del paseo… Antonio pensaba en ello mientras se acercaba a los individuos que trataban de secuestrar a Manuel y aquellos malditos que permanecían en los coches podían ser cubanos y si era así serian espías de este país. Atrás, a unos diez pasos, Carlos lo seguía, pero al ir más rápido que Antonio la distancia entre los dos se acortaba.

    Los acompañantes de Manuel se dirigieron directamente al coche que tenían un poco más allá de la puerta del colegio y le invitaron a montarse. Cuando se agachó para hacerlo, el guardaespaldas del gran maestre miró para los lados para ver si le observaban y alzando el brazo derecho donde apareció un arma le golpeó a Manuel fuertemente en la cabeza utilizando esta como si fuera una porra, de forma que este perdió el conocimiento y cayó sobre el asiento trasero, quedando las piernas por fuera del vehículo. Antonio corrió hacia el coche mientras enroscaba el silenciador en el revólver. Cuando llegó, vio que Manuel estaba tirado en el asiento, mientras que los acompañantes intentaban meter las piernas que habían quedado fuera. Antonio disparó a los dos secuestradores, el guardaespaldas del Gran Maestre se le borró la arrogancia de la cara para poner un gesto de sorpresa para a continuación mirarse el pecho de donde salía una mancha de sangre para a continuación caer. El conductor, que de forma desesperada intentaba arrancar el vehículo, cayó abatido sobre el claxon por los disparos de Antonio igualmente el que acompañaba al guardaespaldas cayó muerto al lado del conductor. El sonido rompió con la bulliciosa calma de ese mediodía en el paseo. El cuerpo que dejó tirado en la calle provocó los gritos de una mujer que paseaba a su bebé por la acera mientras esperaba a que su hijo mayor saliera del colegio y aun los gritos fueron mayor cuando Antonio agarrando por la pechera al conductor lo tiró fuera montándose al volante y empujando al otro también a la acera. Antonio ocupó el asiento del conductor, pero dos hombres de color salieron de otro de los vehículos que acompañaban al primero al escuchar los alaridos de la joven madre. Antonio se giró para avisar a Carlos y vio que tenía un revólver apuntándole a la cabeza. Un individuo con acento cubano le dijo amenazante:

    – Sal del coche, hermano, si no quieres que te mate ahí mismo. Lo siguiente que escuchó Antonio fue un disparo y vio cómo el cubano se desplomaba; a continuación, oyó otro disparo y observó cómo al hombre que se encontraba al otro lado del vehículo le reventaba la cabeza, sonando un extraño ruido, llenando de sangre a la señora que había chillado momentos antes y que permanecía paralizada por el terror reflejado en su cara y por los cuerpos que le impedían el paso. La mujer gritó todavía más fuerte. Lo siguiente que Antonio escuchó fue una voz familiar que le ordenaba:

    – ¡Arranca!

    De un salto, se coló Carlos por la puerta abierta de la parte trasera del coche, cayendo encima de su compañero, todavía sin conocimiento, y con las piernas por fuera de la puerta, se las metió como pudo cerrándola esta cuando el vehículo marchaba a toda velocidad, teniendo que pegar un salto los que acompañaban a los cubanos que yacían en el suelo muertos, para apartarse de la trayectoria del vehículo. Supusieron que eran de la misma nacionalidad, pues eran también de color. Entonces, Antonio sacó el arma por la ventana y disparó a uno de los coches aparcados para reventarle la rueda, pero falló, y de todas formas tenían más vehículos, pues el despliegue de gente había sido numeroso. Lo último que se oyó fueron los gritos de la señora y unos disparos lejanos, así como el zumbido metálico de las balas que pasaron cerca de ellos, al echar un último vistazo por el cristal trasero Carlos pudo ver cinco cuerpos sin vida tumbados en el asfalto.

    Antonio le recriminó a Carlos:

    – Maldita sea Carlos ¿Por qué no has puesto el silenciador?, has alertado a todo el mundo.

    –Porque no me dio tiempo a ponerlo; ten en cuenta que yo estoy preparado para reconocer personas, no para dispararles. Para esto no estoy preparado.

    Esto último lo dijo con una voz emocionada y temblorosa, con los ojos brillantes. Su compañero, al notar su voz, lo miró por el espejo retrovisor y le dijo:

    – Tranquilo, Carlos, para eso no estamos preparados nadie. Son circunstancias de nuestra vida, eran ellos o nosotros. De todas formas, gracia, pues me has salvado la vida.

    Por el camino despertó Manuel, con un terrible dolor de cabeza. Trataba de quitarse el dolor apretándose las sienes con la yema de los dedos, moviéndolos en círculos mientras permanecía con los ojos cerrado. Preguntó:

    – ¿Qué ha pasado?

    Antonio, casi gritando, les dijo:

    – ¡Espabilaos! Para cuando lleguemos a casa, procurad saltar del coche rápido recoged a Pachy y salid por mi casa, ya sabéis dónde están las llaves del vehículo de escape.

    Entonces, Carlos le preguntó:

    – ¿Y tú no viene?

    – Antes me dijiste que tu trabajo era reconocer personas; el mío es sacaros de aquí con vida; si no hubieras disparado, de todas forma, yo estaría muerto.

    – Y si tú no hubieras disparado, Manuel estaría muerto, por algo somos compañeros para protegernos.

    – Sí, pero te he dicho que esa es mi misión. ¡Saltad rápido del coche!

    Habían llegado a casa. Saltaron como les dijo Antonio, pero Manuel dio un traspié, cayendo al suelo. Carlos le ayudó a ponerse en pie y subieron la escalera, avisando al último miembro del comando.

    – Pachy, recoge y vámonos; no te entretengas, pues vienen tras de nosotros y no tenemos tiempo.

    Se dirigieron los tres al escape; Pachy los seguía como una autómata; sabía que si le habían dado la orden de huida tenía que hacerlo ya. Más tarde vendrían las preguntas. Lo primero era pasar el boquete de escape y una vez que de nuevo este estuviera cubierto, cogerían las tres bolsas que tenían preparadas en casa de Antonio. Sonaron varios disparos y llegó Antonio agitado:

    – ¡Ya están aquí! Se han multiplicado, son 8 o 10; ¡venga, salid ya!

    Carlos le preguntó por última vez:

    – ¿Entonces, mi comandante, no viene?

    – No, hijo, alguien tiene que entretenerlos, pero iros ya no perdáis más tiempo.

    Era la primera vez que le daba ese trato a Carlos; este, durante un instante, le miró a los ojos diciéndole muchas cosas en un momento, sobre todo que se sentía orgulloso de haber trabajado con él y que había sido su maestro. También pensaron que se sacrificaba por ellos y sería la última vez que le verían vivo; porque no lo volvieron a ver. Salieron y Antonio puso el sofá de nuevo para disimular el boquete. Ya en el piso de su compañero, pusieron el otro sofá pues sabían que a Antonio no le haría falta tener descubierto el túnel de huída recogieron las bolsas con todo lo que necesitaban. Bajaron la escalera saltando de dos en dos los escalones, sin hacer ruido. Cuando llegaron al zaguán, Manuel, totalmente recuperado, salió el primero para mirar si el camino estaba libre; continuar andando fue la señal para que saliera su compañera, a pocos metros, y, por último, lo hizo Carlos, que era el más tranquilo de los tres echando una mirada al piso de Antonio, pero no vio nada.

    Cuando se dirigían al coche, sonaron unos disparos de revólver y, después, otros de pistola; la gente por la calle miraba, tratando de averiguar de dónde venían, creyendo que eran fuegos artificiales. Poco más tarde, se hizo el silencio y la gente continuó con sus cosas; por último, sonó un disparo seco, como si lo hubieran hecho a quemarropa; más tarde, nada. Esto sucedía mientras subían los tres por la calzada Vallejo, la anterior a Tres Anegas, que era donde tenían preparado el coche para la huida. Al llegar al vehículo, Manuel trató de abrirlo, pero, por los nervios que tenía, no era capaz, pues no daba con la cerradura, en ese momento se le cayeron las llaves al suelo. Entonces cerró los ojos, respiró profundamente, se agacho y cogió las llaves intentándolo de nuevo; esta vez sí lo consiguió. Pachy lo apartó, pasándole una mano de arriba abajo por la espalda, acariciándolo, le dijo:

    – Yo llevaré el coche Manuel, porque creo que soy la que más tranquila está. Vosotros montad en el asiento trasero, por si tenéis que esconderos, pues os conocen.

    Sin llamar la atención, a una velocidad tranquila, marcharon por la avenida Mario Colín como si fueran dando un paseo. De pronto, Pachy les gritó:

    – ¡Agachaos!

    Obedecieron como si hubieran tenido un resorte. Notaron cómo segundos después les adelantaban tres vehículos que les chirriaban las ruedas al torcer para adelantarlo y su compañera dejó pasar un instante hasta que volvió a decirles:

    – Ya os podéis levantar.

    Al hacerlo, vieron que el vehículo de cola de los tres que les habían adelantado se perdía en la lejanía, adelantando también a un autobús.

    – Eran esos bastardos que van huyendo, solo en el primero iban dos, en los demás solo el conductor, parece que Antonio vendió cara su vida.

    Y por fin llegaron a Gustavo Paz. Al llegar, empezaron a sonar las sirenas de la policía, que se dirigían al lugar de los hechos.

    – Estos están como para unas prisas.

    Ellos ya estaban en la autopista en dirección a Potosí y la policía iba en dirección contraria a la suya, por la carretera federal 85. Cuando ya dejaron de sentir el peligro, se volvió Pachy hacia Carlos para preguntarle:

    – ¿Pero qué ha sucedido?, ¿me lo podéis decir que ha pasado para liarse la que se ha liado?

    Él tenía aspecto de encontrarse mal: la tez blanca, como si hubiera sufrido una bajada de tensión. Permanecía con la cabeza apoyada sobre la mano derecha, por supuesto, no tenía ganas de hablar:

    – Pachy, perdóname, pero ahora no estoy para contar nada, ya prepararé el informe y lo podréis leer. Lo que si te puedo decir es que yo no estaba preparado para esto y ahora mismo no me encuentro bien.

    Fue Manuel el que intervino:

    – Maldita sea, los cabrones…

    Pachy, creyendo que se refería a los masones, le dijo para serenarlo:

    – No te preocupes, que ya les darán lo que se merecen, más pronto que tarde.

    – No, si me refiero a los de Madrid, que les habíamos dicho lo que iba a pasar y no nos hicieron caso; parecía que lo que buscaban era que causáramos baja y todo quedara en nada, pero es tan importante lo que hemos descubierto.

    Pachy, igual que lo había hecho Antonio, miró por el retrovisor y vio en las condiciones que se encontraba Carlos y no le insistió, concentrándose en el volante y en la carretera, pero antes lo intentó con Manuel.

    – Manuel y tú no me cuentas nada de lo que ha pasado para que se haya declarado la tercera guerra mundial.

    – Yo, lo último que recuerdo es que iba a entrar en un coche, y desperté en ese vehículo y, Antonio diciéndome, que cuando llegásemos saltásemos del coche, eso sí con un terrible dolor de cabeza.

    Carlos se quedó en silencio, repitiendo para su interior aquellas palabras: «No estaba preparado para esto», y recordando que había matado a dos seres humanos. Y se le vino a la cabeza cuando fue captado por el servicio, y lo sucedido hasta aquel instante, buscando una explicación a la situación vivida. En aquel momento se dio cuenta que era su onomástica y que podía haber sido también el día de su muerte.

    C A P Í T U L O 2

    Madrid, 15 de Marzo de 1973

    Él se encontraba en la escuela de artillería haciendo el curso para sargento tenía tan solo 19 años, recordaba aquel escrito como si lo acabase de recibir hacía un instante; este era escueto y claro:

    Por el presente le comunico deberá presentarse en las oficinas de la tercera sección.

    En aquel momento se le cayó el mundo encima, todo preocupado, subió a las oficinas de aquella sección. La tercera era conocida como el oído que todo lo sabía, pues todos los que pertenecían a ella eran los escuchas de los mandos y por quienes estos se enteraban de lo que opinabas del ejército, la política y sobre todo, de lo que opinabas del régimen de Franco. Como sabía qué era y a qué se dedicaba, subió con temor. Allí ya se encontraban varios compañeros con el mismo escrito, por supuesto, con el mismo temor e inquietudes; preguntándose unos a los otros él porque de aquel escrito, ellos habían sido requeridos por el mismo sistema, pero ninguno conocía el motivo. En esta situación estaban cuando nombraron al primero de los que esperaban. En ese momento, Carlos pensó, mientras miraba por la ventana, viendo al otro lado de la carretera a los artistas que debían estar grabando alguna película (pues la Escuela de Artillería se encontraba frente a los estudios Roma de cine): «Por fin sabremos de qué se trata». Se quedó mirando a los artistas para distraerse un poco y olvidarse de los temores que le acuciaban; entre estos pudo ver alguna cara conocida. De pronto, uno de sus compañeros lo sacó de sus pensamientos:

    – Por fin ya vamos a saber para qué nos convocan; espero que no me suspendan ni me echen, pues yo lo he hecho lo mejor posible.

    Era un pensamiento mutuo, pero él lo exteriorizó.

    Después de un cuarto de hora, se abrió la puerta y todos se dirigieron al primero de los requeridos y lo acosaron con una cascada de preguntas que no iban a encontrar respuestas en aquel momento:

    – ¿Qué te han dicho? –preguntó el más cercano a la puerta.

    – ¿Para qué era? –dijo otro compañero, que sudaba copiosamente.

    – ¿Nos han suspendido por algo que hemos dicho?

    Preguntó otro, que se frotaba las manos como cuando nos las lavamos, y lo hacía nerviosamente.

    – ¿Nos han expulsado?

    Ya eran varios a la vez los que preguntaban lo mismo.

    – ¿Qué hemos hecho?

    Las caras ya eran de desesperación, pues el que había salido de aquel maldito despacho permanecía mudo.

    Por respuesta lo único que dijo, en un momento en que callaron todos al ver que pedía silencio con un gesto de las manos:

    – Que pase Francisco... Hasta luego.

    Los que quedaron no daban crédito de su actitud y todos pensaron de él lo mismo: «¡Será gilipollas!». Después de dar el nombre y los dos apellidos del que debía entrar se marchó.

    Pero, después de que saliera el tercero, a los que quedaban les pareció que ya eran demasiados gilipollas y un gaditano que esperaba, comentó:

    – ¿No será ese despacho una fábrica de hacer gilipollas? Y llegó el turno de Carlos.

    No sabía si sería una fábrica de hacer gilipollas, pero entonces sintió lo mismo que sus compañeros, una sensación de miedo que no le dejaba ni respirar y una molestia debajo de su órgano viril. Pensó: «Los tengo de corbata».

    Eran demasiado jóvenes pues todos los presentes eran de los más jóvenes de aquella promoción y tenían mucho respeto a la tercera sección, pues la identificaban con el ojo que todo lo ve y el oído que todo lo oye.

    Al pasar, se encontró ante él a uno de los profesores que todos consideraban como siesos. Su despacho no tenía nada extraordinario: un sillón donde estaba sentado el profesor, una mesa de madera y dos sillas más, al otro lado de la mesa, para las visitas; por supuesto, a él no se le pasó siquiera por la cabeza que fuera para las visitas que estaba recibiendo en aquellos momentos. Había unos cuantos muebles de oficina metálicos con llaves de cierre, junto a la pared derecha, y frente a los muebles de aquella siniestra habitación, había una ventana con los postigos a medio cerrar, lo cual hacía que la habitación permaneciera en penumbra. Carlos entonces, con los nervios que sentía, se cuadró ante el profesor y se presentó, quedando en silencio:

    – Se presenta el cabo primero Carlos…, que ha sido llamado por usted.

    El capitán, sin mediar palabra, hizo una cruz en su nombre que tenía en una lista y seriamente, le dio un taco de fotografías en las que había diez fotos de una serie de personas, todos hombres, y le dijo:

    – Revise esas fotos y dígame si conoce a alguno.

    – ¡A la orden, mi capitán!

    Así lo hizo y fue pasando una por una; eran militares, pero para él desconocidos. Al sexto sí lo reconoció y, como el que canta victoria, le dijo:

    – ¡Mi capitán, éste es el comandante que nos da la clase de topografía! Eso sí, mucho más joven.

    El capitán se limitó a recoger la foto que le había señalado y le entregó otra. Las diez fotos ahora eran de desconocidos; entonces le devolvió las fotos, sintiéndose culpable por no haber reconocido a ninguno de los que figuraba en aquellas fotos y pensó: «Ahora sí que me suspenden». De todas formas, le quedaba el consuelo de que él había cumplido, pues había reconocido a aquel teniente, que era su profesor, con más años y ya ascendido a comandante, por cierto, mucho más gordo y con menos pelo.

    – Pues no, no me suena ninguno, mi capitán, lo siento.

    Le entregó las fotos y su interlocutor y superior, que permanecía sentado, se agachó y sacó del otro lado de la mesa un cuadro con unas doscientas fotos tipo carnet y le preguntó:

    – ¿De las fotos que le he enseñado, sabe si alguno de los diez está entre estas fotos?

    Entonces pensó que el gaditano tenía razón: «Esta es la primera operación para hacerme gilipollas». Las fotos pertenecían a militares, pero mucho más mayores de los que había visto anteriormente; todos iban con el uniforme. Debían ser actuales; entre ellos estaba el comandante que había reconocido de las diez fotos que le enseñó en primer lugar; debían ser de cadetes de la academia.

    – Fíjese bien.

    Así lo hizo y entonces empezó a señalar uno por uno a los diez individuos, algunos le costaron más que otros porque se habían dejado bigote o barba, pero al final sacó a los diez. Entonces, el capitán, un tanto más jovial, le comentó:

    – ¿Sabes que tienes memoria fotográfica? ¿Te gustaría formar parte de la tercera sección?

    En ese momento, se le quitó la preocupación y el miedo a ser expulsado y le entró cierta tranquilidad con mezcla de alegria. Entonces, debido a la mala prensa que tenía la sección, lo dudó. Su profesor se dio cuenta y le dijo:

    – La tercera sección tiene muy mala prensa; esta no es la de los chivatos, esta sección es mucho más. De hecho, estamos en todas las esferas españolas, en el ejército y fuera de éste y llegamos hasta el extranjero; nuestras funciones son proporcionar información, estudios y análisis, al gobierno que permitan prevenir y evitar peligros, amenazas o agresiones contra la integridad de España; es otra forma de servir al país. Nuestras zonas operativas son el norte de África, por proximidad, y América Latina, como zona de influencia así como el contra espionaje. Corren tiempos convulsos aquí en España, pues, por desgracia, Franco no vivirá siempre. En EEUU puede ser que pronto su presidente tenga que dimitir por el caso Watergate. España debe y tiene que tener un servicio secreto fuerte, usted puede formar parte de él.

    No hacía falta que le dijera más; era el servicio secreto. Cuántas veces lo había pensado. En un momento, había pasado del infierno de temer todo lo peor a la gloria. Y por su juventud, aceptó.

    Cuando uno tiene 20 años no se piensa las cosas; quizás si se lo hubiesen preguntado hoy día, se lo habría pensado, pero en aquel momento no lo hizo y contestó afirmativamente. Era la aventura que tantas veces había visto en el cine y que ahora se presentaba ante él, diciéndole: «Súbete al tren»; y así lo hizo, sin pensar que en aquellas películas también se moría. Como intuía la respuesta, no se lo comentó a su padre, que sabía mucho más que él de la milicia. En su casa nunca se supo nada de aquello; quizás había sido ese el motivo por el que él, con 17 años, se enroló en el ejército, para poder salir de esta.

    – Cuando salga por la puerta, no diga nada y avise a su compañero Luis…, para que entre; en cuanto a usted, mañana a las 9 tendrá que estar preparado, porque será trasladado a otra academia y no se preocupe por su situación, a partir de ya, usted y sus compañeros que acepten habrán aprobado y saldrán nombrados entre los 50 primeros de su promoción, por esa parte han terminado.

    No estaba mal, ya que la promoción se componía de unos 420.

    Al salir, avisó al siguiente, al tal Luis, que, por cierto era el gaditano, al que le tocaba. Al pasar por su lado, le preguntó con sorna:

    – ¿Duele mucho?

    – ¿Qué?

    – Convertirte en gilipollas.

    Todos los que quedaban soltaron una carcajada nerviosa. Él, sintiéndose ya agente secreto aunque le quedaba mucho tiempo de preparación y aprendizaje, continuó muy metido en su papel, mientras que el gaditano entraba en el despacho, los que quedaban ya no preguntaban.

    Esa noche no durmió, pensando en los acontecimientos de la jornada y en el futuro que se presentaba ante él, en las diferentes acciones en las que tendría que intervenir y, por supuesto, en el viaje del día siguiente que era desconocido para él y como tal le tenía inquieto.

    Por la mañana, después del desayuno, los compañeros marcharon a clase; ellos se quedaron haciendo el equipaje, como les había indicado el capitán de la tercera sección para evitar preguntas incómodas. En el patio principal los esperaba ese capitán al lado de un camión; montaron para partir hacia la academia de gimnasia de Toledo, que era su nuevo destino aunque normalmente a diario salía por aquella puerta la gente que no aguantaba la dureza de las clases o era expulsada por alguna trastada.

    En la nueva academia fueron apartados de los demás alumnos en unos barracones apartados de todo y allí empezaron a hacer un curso de defensa personal. Entonces conoció al teniente Francisco Sánchez, del que pronto se hizo amigo, pues los dos compartían una afición: el amor por las artes marciales. Él ya poseía un grado muy avanzado en estas y, en las hora de descanso, Carlos y Francisco se encontraban en el tatami para seguir practicando. El curso duró casi un año y no solo aprendió lucha, también gimnasia, tiro de pistola, tiro de precisión con mira telescópica a gran distancia, manipulación de explosivos, así como conocimiento de idiomas y conocimiento de material para el servicio. Esto supuso ocho horas diarias de clase durante ese año, no pudiendo salir ni juntarse con el resto de los alumnos que se encontraban en la academia. Terminado este periodo, se despidió del único amigo que tuvo durante ese año: el Teniente Francisco Sánchez; habían llegado a ser como hermanos.

    – Bueno, espero que lo que has aprendido te sirva para tu buena salud, aunque, si he de ser sincero, en lo de la lucha quizás me hayas enseñado más tú a mí que yo a ti.

    – Si necesito seguir aprendiendo ya te haré alguna visita por aquí, pero, sobre todo, espero que esto no sea un adiós sino un hasta siempre.

    – No creo que me encuentres por aquí, porque he pedido una vacante para el regimiento de costa de Algeciras, ya que quiero montar un gimnasio en esta, que un compañero me ha comentado que allí no hay.

    – Mejor; yo soy de cerca allí; cuando vaya de vacaciones, pasaré por tu gimnasio para que sigamos entrenando.

    Después de aquel año salieron preparado solo les faltaba conocer algún idioma.

    Carlos tuvo que presentarse en Madrid; le dijeron el día y hora y la dirección, mediante un escrito que le había llegado cuando le despidieron en Toledo. Por supuesto, iba de paisano. Antes había pasado unos días en casa de sus padres, sabiendo que en algún tiempo no podría pasar por allí. Resultó incómodo, tanto con sus padres como con sus amigos, pues todos le hicieron la misma pregunta:

    – ¿Y dónde vas destinado?

    – Voy al Ministerio del Ejército, a trabajar de ratón de oficina –fue la primera mentira que se le ocurrió y, la utilizó para todos los que le hicieron la pregunta.

    Aguantó poco tiempo dando explicaciones a todo el mundo y, cuándo se cansó, se trasladó a Madrid para recordar el tiempo pasado en la capital y, de paso, pasarse por la dirección que le habían dado. El día de su presentación fue puntual, pues ya quería saber dónde sería destinado. Se presentó en su destino, que estaba en un palacete al final de la Castellana. En un principio, creyó que se equivocaba, ya que en la puerta había un guardia civil, y aunque había bandera de España, como en todos los estamentos oficiales, no estaba el clásico cartel de todo por la patria. El guardia que había en la puerta le preguntó, al notarlo indeciso y despistado:

    – ¿Qué quieres, chaval?

    – Verá, me dijeron que tenía que venir aquí.

    Al guardia civil le extrañó la respuesta, entonces Carlos le entregó el escrito en el que le ordenaban dónde debía incorporarse. En ese momento se acercó un cabo del mismo cuerpo y el número le entregó aquel papel. El cabo, después de realizar el saludo militar, se puso a leer y, de vez en cuando, levantaba la vista para mirarlo. Se lo devolvió y le dijo:

    – Mi sargento, diríjase al primer piso, tercera puerta de la derecha.

    Se dirigió a la escalera y lo último que oyó fue lo que el cabo le decía al número:

    – Cada día los mandan más jóvenes; cualquier día los mandan con los primeros pañales.

    En la puerta se podía leer servicio de personal. Entró y se encontró con un brigada al que le entregó el escrito; éste, a su vez, le dijo:

    – Espere un momento, se puede sentar si quiere, le recibirá enseguida.

    Y continuó escribiendo a máquina. De vez en cuando levantaba la vista y le echaba una ojeada. Cuando terminó, puso un sello en el papel que acababa de sacar de la máquina de escribir y lo metió en un portafolio. Seguidamente, pidió permiso después de pegar unos golpes y abrir la puerta que tenía detrás de su mesa. Carlos dedujo que debía ser el despacho de su jefe. Entró y desapareció de su vista. Tras quedarse solo, se dedicó a mirar todo lo que tenía a su alrededor. El despacho no era muy grande y, sobre todo, no había ni escribiente. Carlos supuso que, al ser el servicio secreto, no podían trabajar allí nada más que los propios miembros del mismo. Entonces volvió a salir el brigada y Carlos, pensando que ya le atendería, se puso de pie. Éste se limitó a decirle:

    – Pase usted –señalándole la puerta.

    En el despacho se encontró con el que sería su jefe durante algún tiempo, a la vez que su enlace.

    El primer destino, por su juventud, fue en la Universidad. Así se lo comunicó el coronel que estaba en aquella oficina y que era el jefe de personal.

    – Tenemos que tener personal en la universidad y a la vez nos sirve para que se formen en materias que son buenas para el servicio como son los idiomas.

    También le entregó una dirección de un piso del servicio donde viviría y una contraseña para cuando le llamasen por teléfono, así como la suya, pues mientras no se la dieran, él no podía decir nada.

    Fue a la universidad complutense. Dentro de esta, a la facultad de idiomas, pues le servían también para poder estudiar. Por su parte, solo le hicieron aprender inglés, ruso y árabe. Permaneció allí hasta que se sacó los títulos correspondientes. Durante este tiempo, tuvo que informar de huelgas y manifestaciones, aparte de delatar a los cabecillas de grupos de izquierda dentro de la Universidad y donde tenían las imprentas clandestinas. Eran tiempo donde se veía el final de la dictadura y los estudiantes que tenían inquietudes políticas empezaban a destacar. En algunos casos le obligaron a asegurarse de las informaciones sobre ciertos sujetos. Por la posición de sus padres, que eran adeptos al régimen, esos muchachos no sabían lo que era pasar penurias, pero ser de izquierdas era la moda. Eran los más comprometidos. Aquello les causaba remordimientos por sus padres, ya que a alguno le costó el puesto sin saber por qué les sucedía.

    Después de dos años, fue enviado a la academia donde ascendían los suboficiales a oficiales; todo era por la paranoia que existía en el régimen. Lo único que pudo sacar de allí fueron las protestas de algunos compañeros por no ascender a oficiales por haber cumplido los 45 años a pesar de haber aprobado el curso, y más desde que en un examen, uno de ellos, al preguntarle quién era Guzmán el Bueno, contestó: «Era un señor que tenía un hijo que los árabes hicieron prisionero y cuando le pidieron que rindiera la plaza de Tarifa a cambio de este, contestó: lanzando un cuchillo, ¡matadlo, pues tiene más de 45 años y ya no merece vivir!». Eso formó el revuelo que hizo que mandaran a Carlos a esa academia. Como allí se preparaban los sargentos para ir a la academia general y salir de oficiales, ingresó como si estuviera preparándose para ello.

    En esa época también estuvo compaginando esa labor con otras misiones de contraespionaje que consistían reconocer a personas dedicadas al espionaje dentro de las embajadas; su cabeza era un archivo de fotos y su coartada hacer de camarero en los eventos celebrados en ellas.

    Otra misión tenía que ver con los movimientos subversivos dentro del ejército. En el resto de Europa estaba teniendo lugar la operación Gladio, sobre todo en Italia, en la época de plomo, donde se produjeron los atentados de la plaza de la Fontana o la masacre de Pateano, pero no solo fue en este país en Grecia el hecho más importante fue el golpe de estado que inició la dictadura de los Coroneles. Esa operación fue financiada por la OTAN, a este lado del charco, y por la CIA en América, bautizándola con el nombre de operación Cóndor en Latinoamérica, sobre todo en el cono sur.

    Durante mucho tiempo le achacaron la culpa de estos atentados a las Brigadas Rojas en Europa, pero estos hechos se vivieron en España desde lejos hasta que murió Franco. A partir de entonces también aquí se sufrieron, llevando a cabo algunas de estas operaciones. Aquí había que luchar contra la extrema derecha y militares, contrarios a la democratización del país. Por aquel entonces, para que estos no tuvieran tantos seguidores, el servicio tuvo que actuar. De hecho, estando en aquella academia de Villa Verde Carlos conoció y dio parte de un chaval, cabo primero de la brigada paracaidista, que no le parecía normal por su comportamiento extraño. Su jefe le contestó que el tema era tabú, que se olvidara de ese sujeto y no volvió a preocuparse del tema.

    El SOME, Sección Operativa de Misiones Especiales, en aquellos tiempos estaba en pleno apogeo. En el año 76, la tercera sección se convirtió en la segunda; era la época de más movimiento, aunque ellos siguieron llamándola el SIM o Servicio de Información Militar, paradojas de la vida, pues este nombre fue puesto en tiempos de la Segunda República.

    Cierto día, su jefe uno de los profesores en la academia, le comunicó:

    – Ha llegado una orden de arriba por la cual te vas fuera de España.

    La sorpresa fue mayúscula; aquello se ponía serio fue justo después de volver de las vacaciones de navidad, empezaba el año 1976 y Franco había muerto el 20 de noviembre anterior. Sería la primera vez que saldría de España.

    – Pero, mi capitán, ¿se puede saber dónde?

    – Pues te vas a El Paso, en Estados Unidos, donde tienes que hacer un curso de misiles es lo que debes decir, que al pertenecer a una unidad de misiles te obligan a hacerlo.

    Cuando se lo comunicó, le extrañó mucho, pues en esos cursos normalmente las plazas son ocupadas por miembros de unidades de misiles o miembros que lo hayan solicitado y ninguno de los dos hechos concurrían en él. La verdad hasta entonces lo más parecido a un misil que había visto eran los cohetes que tiraban en las fiestas de su ciudad. Entonces, se figuró que la operación debía ser súper secreta, cuando ni a su capitán le habían dado toda la información o quizás no quería que se me escapase. El caso es que, como no le dijo su jefe para cuándo sería, parecía que aquello se había quedado en espera porque no llegaba el dichoso día. Por otro lado, más tarde su jefe de personal el coronel le notificó a lo que iba.

    Una mañana de esas que te aburres y estás deseando que pase algo interesante, recibió un sobre de su jefe del servicio donde le comunicaba: Mañana tendrás que presentarse en la central. Lo que hizo fue despedirse de sus compañeros, que creían que se iba al curso que ya alguien se había encargado de divulgar.

    Al día siguiente, la mañana estuvo llena de sorpresas; se

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