Aguas torvas
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Aguas torvas - Raúl Sánchez Robles
Patricia.
Prefacio
La dinámica de las macroeconomías es una laguna para aquellos ejecutivos que se han escudado en la idea de que mejorar las condiciones salariales de los trabajadores da pie a la inflación. Los flujos económicos íntegros signan positivamente un momento histórico en la sociedad; por desgracia, rara es la ocasión en que se haya generado de esa manera, defecto por el cual la constante lucha para ganarse el sustento es la cotidianidad de los trabajadores de a pie, sobre todo de aquellos que integran la base social; el estrato socioeconómico más amplio e inconforme. La pobreza como muralla de la oligarquía.
No se cuenta con los procedimientos evaluatorios capaces de ofrecer a los ojos de la gente el perfil que detenta el político aspirante a encabezar la administración pública. Y esto ha acarreado en México una larga y difusa imagen del sendero marcado por nuestros gobernantes del pasado y del presente. Muchos de ellos investidos de héroes de la patria. Por eso el dicho popular se ha convertido en lacerante sentencia: El que no conoce a Dios, a cualquier santo se le hinca, y tenemos un presente de vencido ancestro donde los ganadores lograron camuflarse en enormes volutas de humo. Ellos y sus tranzas.
En plena negación de lo obvio, creyendo que la realidad a futuro esconderá los pésimos resultados, producto de sus malas decisiones, irradiando con descaro un ofensivo cinismo, la oligarquía sociopolítica aparece ante los reflectores con el semblante de triunfo. Dejan los cargos que detentaron investidos de un aura transpirada con sumo optimismo, porque el pueblo no se percate del ventajismo personal con el que actuaron durante su administración, dejando de lado el interés y beneficio colectivo, sintiendo que su lugar en la historia nacional está asegurado, que las escuelas llevarán su nombre y en algún lugar del país su busto engalanará un pedestal, como el de los próceres que enorgullecen a la patria entera. La simulación sobredimensionada, o la burla a la inteligencia de los nacionales.
Las ideologías tienen adeptos dogmáticos, después de todo, la mente humana es una «masa de plastilina» susceptible al molde de los escultores que mejor esgrimen las herramientas intelectuales capaces de darle forma. Grosso modo, se gesta un inconsciente «síndrome de Estocolmo», donde surgen defensores del opresor justificando la cacería del depredador sobre la presa, por ser una supuesta ley natural, donde predomina el más fuerte sobre el débil. El pez chico es el alimento del grande. Cuando debemos considerar que el hombre ha dejado atrás esta forma de supervivencia en virtud del desarrollo intelecto social, donde ya el instinto debió someterse a la conducta docta y no solo a la satisfacción de las necesidades corporales, donde el interés particular debe de someterse al beneficio colectivo. Pero no es así, hay quien lame el látigo que le lacera la espalda. La víctima se trastoca en abogado del verdugo.
Los partidos políticos son creados como generación de empleos parásitos.
Los estratos sociales bajos, creyendo que cuando se habla de pobres se refieren a otros y no a ellos, se posicionan en niveles que no les corresponden, muy por encima del propio, considerándose del estrato social alto y defendiendo su falso lugar. El éxito de la derecha, es contar con explotados que sienten pertenecer al grupo de los explotadores. Completamente enajenados de su conciencia de clase solo por contar con un engañoso confort momentáneo o insignificante, como el del empleado del mes presumiendo de su fotografía colgada en la pared más visible de la empresa.
De este modo, las pequeñas plazas señoreaban por las calles imponiendo «respeto», que en realidad era miedo. Gente ajena presumía una inexistente membresía con el objeto de obtener un pequeño beneficio o simple admiración, aunque otros pretendían infundir temor. Esto ocasionó muchos enfrentamientos con pobres diablos que no imaginaban en lo que se estaban metiendo hasta que les picaban las costillas con el cañón de un arma de alto calibre. Sus semblantes palidecían al instante, podía vérseles el color bajando hasta desaparecer de sus rostros estupefactos pero la bronca ya se la habían echado y casi siempre terminaban mal. Durante el cuarto lustro del siglo veintiuno, el Servicio Médico Forense de algunos estados de la República fue recibiendo cadáveres de desconocidos al por mayor, puros nn’s que nadie reclamaba hasta saturar sus planchas y gavetas. Ya no sabían qué hacer con tanto cuerpo y bajo el argumento de no escandalizar a la población se maquillaban las cifras hasta que se descubrieron cajas de tráileres con refrigeración saturadas de muertos sin identificar, estacionadas en lotes baldíos o en las afueras de la ciudades.
Con descaro, la oligarquía política posaba ante el mundo con un aura de suficiencia, sabiendo que la opinión pública no les afectaría lo suficiente como para menoscabar el capital personal amasado con los fondos de las arcas nacionales cebadas con impuestos directos e indirectos desvergonzadamente injustos. Los demonios encumbrados y las ovejas silentes haciendo fila en el rastro, en el matadero. Frustración de pensadores, de luchadores sociales.
Negocios limpios y sucios, públicos y privados, empresarios de ambos bandos aliados en la explotación del pueblo incapaz de organizarse para la defensa, y cuando así lo hace, se declara fuera de la ley neutralizándolo o exterminando a sus líderes con el desprestigio o con escuadrones de la muerte.
Para intercalar actividades de giros negros surgió el secuestro, no solo con fines de exterminio o expansión territorial del cártel, sino también a cambio de rescates, primero se dio entre los miembros de las narco familias menores, pero con lana, luego con los políticos a canje de protección y libertad en los «negocios», hasta que se llegó a actuar con simples ciudadanos acaudalados, unas veces por el simple placer de la adrenalina debido a la mala sangre de la víctima, pero otras sí por dinero. Cuando empezó a pudrirse de plano, fue en el momento en que secuestraban a quien no podía pagar y tenían que matar al rehén, y peor cuando era un niño apenas. Esas ondas nunca las hubiera aprobado La Turbia, por eso me mantuve al margen y mi gente fue cada vez menos. En nadie se podía confiar, si las mismas leyes se hacían valer de forma retorcida por el gobierno, ya qué se podía esperar de un escolta nuevo, que fue policía, militar o judicial.
Solo una vez descubrí la tranza de que fui objeto y a madrazos le saqué la verdad a uno que cuando vio el cadáver de su compañero se desmadejó solito. Me dijo que los habían enviado, que una tal China, para que se quedaran con la carga, que dijéramos que nos había agarrado la policía y que «así no nos exigirías nada», pero con lo que no contaban era con que ya estaba cansado, que ahora sí iba a investigar, aunque estuviera yo solo. Y lo descubrí, un taxista me dijo señalando bajo el asiento de su carro «un vato me pagó con un ladrillo de marihuana, ¿no le interesa?». Yo sé que a eso se dedica, y ando muy necesitado. Lo compré con la condición de que me dijera quién se lo había dejado, le ofrecí pagar el doble si me lo decía, «la otra noche en la gasolinera de San Pancho», confesó, «me paró un vato pidiéndome un paro, quería que lo llevara a su casa a recoger una mochila y de ahí lo regresara a donde me paró. Cuando llegamos de regreso, descaradamente me dijo que no traía dinero, pero me iba a pagar con un ladrillo de yesca, se me hizo raro, un ladrillo de kilo y medio podía venderlo, a la sorda, hasta en mil quinientos pesos, y la dejada valía como cuarenta pesos. Por eso acepté, y cuando le dije que sí, me pidió otro favor, ya se me hacía sospechoso, pero no me pude negar, lo llevé a la colonia Santa Fe en Zapopan, en una oscura calle se subió un amigo de él, la neta yo ya andaba hasta entumido de puro miedo, pero ya no me animaba a contradecirlo, comenzaron a hablar que cuándo se iban a repartir la mercancía, que los dos habían arriesgado mucho y lo justo sería partes iguales, uno de ellos, como que siempre lo había hecho menos una señora, porque me pidió que los llevara a una casa por allá por Arroyo Hondo, y ya cuando llegamos comenzó a patear la puerta gritando que ¡mira, vieja babosa, ahora sí traigo mota, hasta para que te hartes!, y pateaba con ganas de tumbar la endeble lámina que hacía de puerta. Total, que los regresé a la casa del que se subió al último, vive en la Unidad República y oí que le decía Changa».
Entonces no tuve duda. Los busqué hasta dar con ellos en la unidad deportiva de su colonia. Sin que sospecharan quién era, los invité para que llevaran otra entrega y se subieron a la camioneta. Los llevé al Rancho, al que me dejó Samuel, al lugar que me vio nacer en la Familia, cuando era repartidor de «Queso». Pistola en mano los bajé del vehículo, aguantaron varios cachazos sin hablar, hasta que me cansé y maté al primero, ya sin esfuerzo obtuve la información y me tuve que deshacer del otro, pero como a mí me gusta, a puros puñetazos. Eché los cuerpos al pozo de agua, la noria tenía más de diez metros y ya no la usábamos, estoy seguro que no se sabrá nunca de ellos, a menos que limpien el pozo, entonces van a encontrar los puros huesos.
Sin amigos de mi parte, no podré cuidarme de los demás. Creo que dejé de ser yo cuando perdí a la Turbia y al Güerillo Macachán, el Picudo no es para grandes esperanzas, no tiene la templanza ni la experiencia que a estas alturas necesito. En la bronca de Luz, entonces parecía que no había de otra. Teníamos que recuperar Tijuana a través de los segundos de Cuco, por eso llamó Samuel al Gilochas, para que me viniera a informar el estado de las cosas allá, en la frontera.
Pensé que la única forma sería deshacerme de los comandantes que habíamos enviado a todas partes, contratando desconocidos y arriesgando dinero, sangre nueva que fuera haciendo a mi modo. Poco a poco, uno a uno fueron cayendo, hasta que terminaron con todos sin que se sospechara que era yo contra toda la bola, y todos contra mí, llegaban las noticias mientras hacía mío el territorio del desaparecido; después de todo, la matriz era yo, el negocio era yo, y las aguas regresaron a la normalidad, me volví a quedar con todo.
El feudo fue cada vez más grande, pero estaba trabajando solo, encerrado en mi persona, ya nadie era de mi confianza, mi territorio lo marcaba con la sangre y las cabezas de mis enemigos, el respeto que se me tenía se fue convirtiendo en interés y en miedo, había creado mi propio mundo del terror; como una fiera salvaje cuidaba los puntos estratégicos de la selva humana donde estaban mis negocios, sicológicamente sentía que todos estaba en mi contra, hasta el personal doméstico. Decidí vender lo material y ordené a la inmobiliaria que se hiciera cargo de todo, les di mi número de cuenta para que me depositara las cantidades conforme se fueran vendiendo ranchos, casas, departamentos y automóviles. Me fui deshaciendo de quienes me rodeaban, nadie me entendía como yo quería ser entendido. Por un tiempo atendí personalmente mis asuntos desde la sierra, desde quienes cosechaban escondidos en los cerros, en los ranchos perdidos en tierra de nadie, el encuentro con esta gente me dio otras ideas, ellos recibían menos del veinte por ciento del valor que adquiría su cultivo en las ciudades, pero su libertad pendía del mismo hilo que el de los burros bajos, con frecuencia pagaban el error o la indiscreción de intermediarios con una redada militar en sus tierras y terminaban de chivos expiatorios con unas «vacaciones» en las Islas Marías. Conocí gente nueva pero que sabía del negocio, personas sencillas cuya sonrisa transparente y el arranque ejecutivo que necesitaba dentro de mi círculo personal me dieron la confianza para llevarlos conmigo, entonces pensé en establecer mi puesto de operaciones en el campo, ya no más en la ciudad, y vendí también la casa donde conocí a Samuel, donde se ordenó mi vida al lado de La Turbia. Con veinte hombres bien armados y diez recias mujeres en una granja era suficiente, tenía el dinero y las ideas para hacerlo, sabía de recovecos en medio de cerros que me servirían como refugio y centro de operaciones, sin alejarme mucho de la ciudad, encontré cerca de la Mesa de San Juan un lugar marginal, estratégico, discreto, apropiado para estar siempre como de vacaciones, y se convirtió en mi guarida permanente, definitiva; al poniente tenía una hermosa vista del último tirón de la Sierra Madre, al oriente, un valle amarillo le daba la bienvenida al sol, el norte lo escudriñaba como centinela incólume el Cerro de la Cureña, ahí construí mi refugio, sin carretera de acceso, se debía llegar por aire o a pie, caminando varios kilómetros a campo traviesa en hondonadas de arroyos temporaleros, entre varios puntos de vigilancia permanente con personal y tecnología de punta, con una discreta y camuflada torre alta desde donde se podía dominar la vista de todas las tierras de la granja, salvo algunos puntos ciegos para lo cual tenía los puestos de vigilancia. Podría decirse que era inexpugnable, práctica para el refugio y el anonimato, o para la fácil huida.
—Quiero morir tranquilo —dijo Gilberto Castro recargado en el poste de electricidad, respirando gordo, como vaca mansa. Tenía diecisiete puñaladas en el pecho, todas mortales e impresionantes, casi todas podían albergar hasta el fondo, ampliamente, un dedo medio de la mano de un adulto—. ¡Déjenme! —gritaba entre los estertores de la agonía, tensando todas las extremidades que salían del obeso cuerpo. Su cuello de toro era el majestuoso pedestal de un horrible rostro cacarizo y graniento, lleno de barros y espinillas. Cuando llegaron los paramédicos, el Gil ya era un cadáver abandonado por las calles de Tijuana y que nadie conocía.
nn
masculino, de entre veinticinco y treinta años de edad, de complexión robusta (obeso), uno ochenta y cinco metros de estatura, ciento cuarenta y siete kilos de peso, tez blanca, ojos cafés, pelo castaño y escaso, rostro mal cuidado marcado por el acné de la pubertad. Señas particulares: Tatuaje en el estómago de tamaño natural de glúteos de mujer en genuflexión, tatuaje de cuerpo femenino desnudo en el brazo izquierdo de doce centímetros, glande tatuado con rostro de mujer, serie numérica tatuada en el muslo izquierdo, ciento cinco, noventa y cinco, ciento cinco, que se presume sea un número telefónico, tatuaje de una zeta con varios números tachados en el brazo derecho que lo identifica como un miembro de esta organización criminal, múltiples heridas con objeto punzo cortante en toda la economía corporal, pero ocho en el pecho.
Así quedó registrado el cadáver del Gilochas en el anfiteatro de Tijuana cuando fue trasladado, junto con otros seis que aparecieron el fin de semana en la ciudad fronteriza. Nadie lo reclamó, hasta que la universidad solicitó un cuerpo para los estudiantes de Medicina, convirtiendo así al Gilochas en algo útil para la sociedad de manera involuntaria, no se podría decir que jamás hizo algo para retribuir al género humano, aunque fuera un poco de lo que le quitó o perjudicó.
Las causas del deceso era probablemente un ajuste de cuentas en contra de Los Zetas; a diferencia de los otros cadáveres, este no presentaba tiro de gracia, pero sí un exceso de saña en su ejecución y la cínica costumbre de exhibir a sus víctimas luego de asesinarlas, como acostumbra firmar sus advertencias el crimen organizado.
Desde la asignación, Luz tuvo sus dudas para que la misión fuera un éxito. El Gilochas era un esbirro difícil de controlar aun para Samuel. Por eso casi siempre lo tenía fuera de Guadalajara y bajo la supervisión de Cuco, con quien encontraba afinidad en la forma de proceder. Pocas veces acataba órdenes que no fueran de este, y menos de una pinche vieja marimacha, como le decía a la Turbia. Lo que no esperaba era morir en una de sus propias trampas.
Desde la Perla Tapatía, había maniobrado en el viaje buscando el