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Billy Bradshaw solo tiene doce años cuando un juez de la corte juvenil lo sentencia a servicio comunitario y lo deja al cuidado de seis Bohemios ancianos en el Hogar de Liberty Street para Ancianos.

Su verano da un giro inesperado cuando un nuevo administrador llegó a Liberty Street con planes para deshacerse de los problemáticos residentes del Pasillo B. Con la ayuda de la excéntrica hija del administrador, Cassidy, Bill se embarca en un viaje por el sórdido mundo clandestino de Nueva Orleáns para así salvar su hogar.

Pero el verano trae el cambio mientras Billy inicia su camino hacia la adultez. Ante la tragedia, ¿podrá obligarse a enfrentar la vida y aprender lo que significa amar a alguien?

IdiomaEspañol
EditorialNext Chapter
Fecha de lanzamiento12 abr 2020
ISBN9781071537565
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    Todo Menos Ordinario - Michael DeVault

    Prefacio De La Segunda Edición

    Este libro no resultó como esperaba.

    Cuando me senté, a finales del verano de 2001, frente a las primeras páginas en blanco que se convertirían en el libro que estás leyendo ahora, estaba decidido a escribir una historia de crecimiento sobre un joven en una ciudad tan extraña que conmocionaría sus sentidos. Elegí a mi protagonista, un joven de una gran ciudad del mediooeste, quien fue llevado al lugar más insólito posible: la ciudad de Nueva Orleáns. Que esta estuviese ubicada justo al lado del Río Mississippi solo agregó a la simetría y al simbolismo. Durante los primeros meses y el primer año de estar escribiendo, pasé una considerable cantidad de días vagando por las calles de la Más Fácil, volviendo a familiarizarme con las vistas, los sonidos y las personas que hacen de Nueva Orleáns una ciudad única entre las ciudades de Estados Unidos.

    Terminé el primer borrador de este libro en la primavera de 2004 y, como no sabía qué hacer con exactitud, lo dejé languidecer en un cajón por varios meses antes de desempolvarlo para editarlo. Entonces, justo cuando empecé a lograr algo con la edición de Todo Menos Ordinario, la ciudad que tanto trabajé en capturar fue golpeada por un huracán. No me dispuse a crear un retrato de Nueva Orleáns, pero este libro se había convertido en eso. Aquí se puede entrever rastros de una Nueva Orleáns que ya no existe.

    No logré comprender esto hasta que Carolyn Meinel, a quien considero una cercana amida y confidente literaria, sugirió esta posible conexión durante los días posteriores a la tormenta. Mientras el agua del Pantchartrain disminuía y el mundo lograba ver la destrucción en el Noveno Distrito Bajo, supe que la ciudad que había llegado a amar había cambiado para siempre.

    La escritora y filósofa Barbara Branden en algún momento dijo que un libro nunca está terminado. En su lugar, los escritores solo dejan de escribir estos libros y, si tienen suerte, los libros son publicados. Recordando esta historia en esta segunda edición, veo una miríada de cosas que, hoy en día, escribiría de forma distinta. Pero eso es de esperar. Hoy soy un escritor diferente al que era cuando escribí Soy un escritor hace tantos años. Sin embargo, cambiar estas partes, créanme, sería convertir esta segunda edición en un libro distinto. Y eso no es lo que quiero. Entonces, los cambios se han limitado a corregir errores tipográficos y esta clase de fallos que tienen una tendencia a aparecer en un libro cuando está en las últimas etapas de pre-producción. Lo que estás leyendo es una fiel representación de la novela original, pero con un diseño distinto y una mejor gramática. En términos de gramática, hay a quienes agradecer.

    A Carolyn, le agradeceré por siempre por conectarme a estas poderosas imágenes desde los noticieros por cable hasta los lugares y las personas en mi historia. Sin esa triste llamada telefónica después de Katrina, es posible que hubiese dejado esto libro para que recolectara polvo en ese cajón por mucho tiempo más. Mi amiga y editora, Ann Bloxom Smith, cuyo ojo de águila siempre encontró las palabras mal escritas, las comas faltantes, las palabras erróneas que plagan incluso a los autores más experimentados, y más de un problema de continuidad. Sin el trabajo de Ann, la segunda vida de este libro no sería muy diferente de la primera. Estoy agradecido por Carolyn y Ann.

    Por sobre todo, siempre estaré en deuda con los ciudadanos de la gran ciudad de Nueva Orleáns por vivir sus vidas siendo responsables de la creación de una belleza tan agraciada, poderosa e inmortal.

    Laissez les bon temps rouler toujours.

    Michael DeVault

    Monroe, Luisiana

    18 de mayo, 2004

    Para Kya

    "Las cosas que un hombre escribe pueden no ser inmediatamente perceptibles, y en esto algunas veces es afortunado; pero eventualmente se vuelven claras,

    y por estas y por el grado de alquimia que posea,

    perdurará o será olvidado."

    Ernest Hemingway

    Discurso para el Comité Nobel

    Estocolmo, Suecia, 1954

    Capítulo 1

    Soy un escritor.

    No importa cuántas veces lo diga ni cuántas reseñas lea con las palabras William Northrop Bradshaw, autor, nunca me acostumbro a ver mi nombre acompañado de ese título. En su lugar, estas palabras con mi vínculo a un tiempo y un lugar remoto, lleno de giras y el cargo menor de celebridad literaria que viene con la publicación.

    No estoy seguro de que los columnistas de chismes hubiesen descubierto mi oscuro secreto sobre un verano oculto y perdido que pasé en confinamiento parcial en el Hogar de Liberty Street para los Mayores y Enfermos, pero la historia, o al menos versiones de esta, encontró su camino hasta las publicaciones impresas. Ahora estoy obligado a enfrentar, no solo mi pasado, sino también los mitos alrededor de este. Algunos han especulado que fui un delincuente, un malhechor necesitado de una crianza firme. Otros escriben que era un sociópata que justo lograron desviar de un estilo de vida subversivo gracias a la mano dura de la justicia. Un intrépido, aunque algo creativo, reportero sugirió que era un asesino.

    Todo esto, estos hechos, es falso. Aun así, de alguna forma sutil, admito que todos son verdad. No importa cuál versión de la verdad quieras creer, los hechos son siempre los mismos; de no haber sido por ese fatídico día hacer casi doce años, es posible que nunca me hubiese convertido en escritor, desviado por suerte o por necesidad a alguna otra carrera, tal vez comerciante o burócrata o profesor.

    Mi historia no inicia con un estallido o una carta de una editorial, ni siquiera con una brillante idea. En lugar de esto, el camino que me trajo aquí empezó en una ciudad tan fantástica, tan extraña, que, para un niño de doce años, por tres cortos meses, la magia casi llegó a ser posible. El verano de 1990 marcó el pasó de los últimos vestigios de mi inocencia y niñez.

    Las extraordinarias personas que conocí durante estos breves meses tomaron la consciencia en blanco de un asustadizo joven y la moldearon con la ética y los valores que habían perfeccionado durante seis generaciones. Es posible que nunca hubiese conocido a las personas del Pasillo B, es posible que no me hubiese convertido en quien soy de no haber sido por un único error hace más de trece años, un error que me costó un verano y me dio esta historia, la cual, hasta ahora, me he negado a compartir. Mucho antes de convertirme en William Northrop Bradshaw, autor, era Billy Bradshaw, vándalo condenado.

    Esta es mi historia.

    #

    Alguien dijo que Nueva Orleáns es una ciudad a gusto con su edad. Las comodidades modernas se entretejen en el tapiz de la ciudad, convirtiendo así sus tranvías y funerales de Jazz en anacronismos. Los cajeros automáticos y las cafeterías tiñen las esquinas de los caminos del Barrio Francés por toda la Vieux Carré hasta el Distrito del Jardín donde, por algún milagro, mi madre consiguió el dinero para enviarme a una exclusiva escuela privada. Por lo que, todos los días luego de clases, me sumergía en una caminata que me llevaba por el corazón de la ciudad hasta el diminuto apartamento que Madre rentaba a una cuadra de Esplanade y las joyas de la corona de Nueva Orleáns de antes de la guerra.

    Los veranos en Nueva Orleáns no son calientes. Son sofocantes. Por lo que me bajé con reticencia del bus e inicié mi última caminata del año escolar por Esplanade, alentado solo por la promesa de un verano tranquilo bajo el aire acondicionado. Unas dos cuadras después, llegué al Georgian clausurado, sus finas columnas cada día más oscuras con suciedad.

    La jungla tropical en la parte trasera de estas ruinas alcanzaba el parqueo de nuestro edificio de apartamentos y, por los últimos nueve meses, había servido como un atajo de un mundo a otro. Luego de tantas caminatas a través de bojes descuidados y los hibiscos demasiado altos, me conocía el camino de memoria hasta el solario en la parte trasera de la propiedad. Esta tarde en particular, el sol caía de esa brutal forma perpendicular constante al inicio del verano. Los rayos dorados rebotaban en el cristal, haciéndolo brillar por un momento antes de lograr percibir la mugre. Me detuve, tenía los ojos entrecerrados contra el reflejo.

    No sé qué se apoderó de mí, ahí de pie ese día, pero era una sensación que empezó en mis pies y empezó a subir. En algún lugar cerca, se había caído parte de una rama de un árbol moribundo. Era pesada, la corteza estaba gastada y lisa, pero seguía siendo sólida. En mis manos, se había transformado en un Slugger de Louisville. Un par de trozos de adoquín, tomados de la acera, se convirtieron en bolas rápidas que iban a ciento cincuenta kilómetros por hora. Ahí, en ese patío, me convertí en un beisbolista de los Yankees de Nueva York.

    ―Ahora a batear ―grité con mi más grave voz de anunciador―. El número treinta y tres, Billy Bradshaw. Revisa las bases, todo se ve bien.

    Tiré una de las piedras y bateé. Cayó a mis pies con un sonido hueco.

    ―Strike uno. Bradshaw se toma un minuto. El corredor en la segunda tiene una ventaja. Aquí viene el lanzamiento.

    La segunda roca rebotó en una columna de hierro fundido y voló a un arbusto cercano.

    ―Fuera del límite. No le está yendo bien; todo está en juego. En el fondo para la novena, dos strikes, las bases están cargadas. De esto vale todo. Si Bradshaw lo logra, lo consigue, obtiene un home-run, los Yankees se llevan la serie ―anuncié―. ¡Aquí viene el lanzamiento!

    La roca voló por el pequeño espacio entre el solario y yo, cortó a través de un cristal y continuó hasta el otro lado, llevándose el vidrio. Levanto mis manos al aire, gritando de júbilo:

    ―¡Home run! ¡Es un home run! ¡Los Yankees se llevan la serie!

    ―Alto, hijo.

    Lentamente me doy la vuelta en dirección a la voz. Tal vez, en los años desde ese momento, haya crecido en mi imaginación. O es posible que lo recuerde bien y que el oficial detrás de mí midiera más de dos metros y medio. De cualquier manera, mis pies estaban enterrados con raíces en la tierra y se negaban a seguir las instrucciones de mi cerebro.

    #

    El juez de la corte juvenil me miró a través de sus lentes desde su asiento al otro lado del puente. Mi madre estaba sentada junto a mí, dando golpecitos impacientes con su pie. No había dicho una sola palabra desde que llegamos a la corte. El juez volvió a mirar al archivo frente a él, luego de regreso a mí. Dejó salir un suspiro y tiró sus lentes caer sobre la carpeta.

    ―Si fuese tu padre, Billy, no podrías sentarte por una semana. Pero no lo soy. Así que escucha. Cada lunes, miércoles, viernes y sábado de este verano, tendrás que reportarte al Hogar de Liberty Street para los Mayores y Enfermos. Te esperarán a las ocho de la mañana. Si faltas aunque sea un solo día, te enviaré a la correccional juvenil por un año. ¿Entendido?

    ―Sí, señor Spurgeon.

    ―Su Señoría ―me corrigió severamente.

    ―Sí, señor, su Señoría. No era mi intención ―dije.

    ―Señorita Bradshaw, confío en que entiende la gravedad de este asunto.

    ―Sí, su Señoría.

    ―Necesitaré verla y reunirnos en mi oficina, señorita Bradshaw. Billy puede esperar aquí.

    Hasta este día, no sé qué le dijo el Juez Spurgeon a mi madre, pero, cuando regresó, agarró mi brazo y me guio fuera de la corte en silencio. Lo único que me dijo esa noche fue para saber qué bus tendría que tomar la mañana siguiente para llegar al Hogar de Liberty Street para los Mayores y Enfermos.

    Capítulo 2

    Su gafete me mostró que su nombre era Camille Roberts y que era la directora de enfermería del Hogar de Liberty Street. Pero la forma en que me saludó me indicó que Liberty Street era su dominio. Volvió a leer la carta del Juez Spurgeon antes de entregársela a su asistente.

    ―¿No es esto lo mejor?

    Mientras su asistente leía, Camille me volvió a estudiar.

    ―¿Con que vandalismo? No tengo espacio para ningún vándalo en mi hogar. Ellie, ¿qué vamos a hacer con esto?

    ―Señorita Camille, es bastante claro que el Juez lo quiere en la Hilera.

    ―Lo sé, Ellie. Yo también puedo leer.

    Ellie se apoyó sobre una torre de carpetas en su escritorio y me guiñó un ojo.

    ―No le prestes atención. ¿Cuál es tu nombre?

    ―Billy. Billy Bradshaw.

    ―Un placer conocerte, Billy.

    ―No te encariñes demasiado ―dijo Camille―. Voy a enviarlo de regreso. No puedo ponerlo en el Pasillo B. Se lo comerán vivo.

    ―Señorita Camille ―dijo Ellie. Empezó a reír, pero eso no alivió mis nervios. La idea de volver al Juez Spurgeon, decirle que me habían devuelto y luego terminar en la correccional juvenil era suficiente como para hacerme entrar en pánico.

    ―Haré lo que quieran que haga. Por favor no me envíen de regreso.

    Camille volvió a leer la carta y suspiró.

    ―Lo juro, ese hombre... bien. ¡Leon!

    Un asistente apareció en la puerta, el trapeador en su brazo dejó un rastro de agua hasta la oficina. Él apoyó el trapeador fuera de la oficina luego de que ella le gruñera.

    ―¿Sí, señora?

    ―¿Te importaría llevar a Billy al Pasillo B por mí? Llamaré a Emily para hacerle saber que van de camino.

    ―Sí, señora, señorita Camille ― replicó Leon. Camille vio el rastro de agua en el suelo y Leon asintió―. Lo sé, lo limpiaré cuando regrese.

    Leon empezó a salir de la oficina. Cuando no lo seguí, se detuvo.

    ―¿Vienes o no?

    Los pasillos del Hogar de Liberty Street apestaban a naftalina, desinfectante y orina. La mayoría de los residentes estaban confinados a sus camas o sillas reclinables. Detrás de puertas entrecerradas se escondían tocadores apilados con fotografías viejas, camas sin hacer en necesidad de sábanas limpias, televisión sintonizada en las telenovelas. Un anciano estaba sentado en un retrete con ruedas junto a su cama, mientras un enfermero cambiaba las sábanas recién ensuciadas. El hombre lloraba y se disculpaba una y otra vez por haber ensuciado la cama de nuevo. El enfermero ignoró al hombre, concentrado en la música que resonaba en los audífonos sobre sus orejas. Una mujer caminaba por el pasillo con su mano izquierda apoyada en la baranda de seguridad. Sus zapatos grises se deslizaban sobre el suelo en incrementos de quince centímetros.

    Leon la saludó.

    ―Hola, señora Toddman.

    ―Hola, Clifton. ―No indicó que nos acercáramos―. ¿Cómo están los niños?

    ―Están bien, señora Toddman. Crecen como plantas. ¡Ya lo verá luego! ―Leon empezó a caminar, pero ella lo detuvo.

    ―Tengo algo para ti en mi cuarto, Clifton. Ven más tarde.

    Ella siguió caminando por el pasillo mientras reía.

    ―Tu nombre no es Clifton ―señalé―. Es Leon.

    ―¿Y? La señora Toddman cree que soy su jardinero de hace años. La señora Toddman cree que esta es su antigua mansión en Pittsburgh y que Ellie es su hija perdida. ―Leon soltó una risa y siguió caminando por el pasillo, pero no lo seguí.

    Sentí lástima por la señora Toddman, por su confusión acerca de dónde estaba. También me pregunté cómo alguien podía confundir los pasillos del Hogar de Liberty Street con los de una mansión en Pittsburgh. Cuando Leon se dio cuenta de que no iba detrás de él, se detuvo.

    ―Mira, niño. Es porque está vieja. Hay un hombre en el Pasillo C que cree que estamos en los cuarteles durante la Segunda Guerra Mundial. No te preocupes, te acostumbrarás.

    Señaló hacia un pasillo vacío.

    ―La Hilera está al final de este pasillo, a través de las puertas dobles a la izquierda. Dile a la chica en la estación quién eres. Su nombre es Emily. Ella te dirá qué quiere que hagas.

    El pasillo hacia el Pasillo B estaba oscuro y el eco de la actividad al otro extremo del Hogar de Liberty Street apenas llegaba hasta las puertas de acero que separaban el Pasillo B del resto del edificio. Incluso el olor rancio del hogar de ancianos se había disipado, dejando un aire casi fresco. Mientras me encaminé hacia las puertas, el tenue sonido de una trompeta llegó hasta mis oídos. Había música en algún lugar del Pasillo B. Presioné mi oreja contra la puerta. Alguien estaba riendo. Abrí la puerta lo suficiente como para meter la cabeza.

    Tal y como Leon había prometido, había una chica detrás de un pequeño escritorio leyendo una revista de Cosmopolitan. Desde debajo de una gorra de béisbol con letras griegas tejidas sobresalía un flequillo teñido de rubio. Indiferente de las cinco personas sentadas alrededor de la mesa a un par de metros de distancia, de su risa y del jazz que resonaba desde un equipo de sonido en la esquina, respondió el teléfono.

    ―¿Pasillo B? Hola, bebé. Llévame al cine esta noche. Quiero ver la nueva película de Julia Roberts. ¿Bien? Nos vemos.

    Antes de que volviera a su revista, me vio en la entrada.

    ―¿Puedo ayudarte?

    Atravesé el umbral. El cierre hidráulico me arrancó la agarradera de la mano y cerró la puerta detrás de mí. Me congelé bajo el repentino escrutinio de seis pares de ojos sobre mí.

    ―Yo... ¿la señorita Camille me dijo que viniera aquí?

    ―Billy, ¿cierto? Ven, te presentaré a todos. Yo soy Emily, por cierto.

    Las personas a la mesa me observaron con inmensa curiosidad mientras me acercaba. La voz de Emily sonaba forzada bajo la carga de la condescendencia.

    ―Todos, este es Billy. Él pasará algún tiempo en la Hilera con nosotros. Billy, estos son los residentes del Pasillo B. Esta es la señorita... ―El teléfono interrumpió las presentaciones de Emily y la hizo suspirar.

    ―Ya vuelvo.

    ―No te apresures, querida ―dijo la mujer a la que Emily estaba a punto de presentar. Cuando Emily le dio la espalda, ella tomó la bufanda rosa alrededor de su cuello y fingió ahorcarse a sí misma.

    El hombre a su derecha se rio un poco.

    ―Sé agradable, Anne. ―Él se levantó y me ofreció su mano―. Tendrás que disculpar a Emily. No es la más brillante del grupo, pero nos encargamos de mantenerla en línea.

    Le di la mano y me giré hacia la mujer con la bufanda. Me sonrió.

    ―Anne Moore, querido. Dime Anne. Ella es Louise Kearney. La Louise Kearney ―dijo, señalando a la mujer al otro lado de la mesa como si el nombre mereciera el reconocimiento.

    Pronto se volvió obvio que no tenía ni idea de quién era su amiga, por lo que sacudió la cabeza.

    ―¿Nunca has escuchado de ella? ―Anne se giró hacia sus compañeros―. Eso, mis amigos, es lo que está mal con la educación en este estado. ―Me volvió a mirar―. ¿Antigua poeta para la Biblioteca del Congreso? Ah pero ha acabado la juventud, para que otro día llegase nada. Podemos descubrir en días de dificultad, esa imberbe calma de la mente juvenil. ―Se detuvo, dejando que pasaran varios segundos para asimilar el poema―. Oda a la Idílica Primavera. Asombroso, ¿no? No puedo creer que no enseñen sobre ella en la escuela.

    Antes de poder responder a la indignación de Anne, la poeta dio un salto para rescatarme y le dio un suave golpe a Anne en el hombro.

    ―No le prestes atención a nada que esta anciana dice, Billy. Está bien que no sepas de mí. Soy antigua. Aunque tu abuelo me recordaría. ¿Cuántos años tienes?

    ―Doce.

    ―Vaya, eres un chico grande para solo tener doce. ―Una nueva voz. El hombre a la cabeza de la mesa me indicó que me acercara. Tiró de mí hacia él y me estudió por sobre el borde de sus lentes―. ¿Solo doce? ¿Estás seguro?

    ―Bueno, cumplo trece el dieciséis de agosto.

    Una voz nueva, esta vez desde el otro lado de la mesa:

    ―Dieciséis de agosto es el día que Elvis murió. Dieciséis de agosto de 1977.

    ―¡De ninguna manera! Nací ese año. ―Fruncí el entrecejo, era triste que compartiera mi cumpleaños con tal suceso.

    ―Bueno, por Elvis y por Billy. ―El hombre a la cabeza de la mesa levantó su vaso de jugo de naranja. Los otros siguieron su ejemplo y levantaron los suyos.

    ―¿Por qué estamos brindando? ―cuestionó una voz desde el pasillo detrás de mí. Cuando me giré para ver quién era, me encontré con una imagen que nunca olvidaré.

    Aunque medía un metro con setenta y cinco, los tacones de color lila le agregaban unos siete centímetros. El borde de una falda de lino a juego se balanceaba de un lado a otro a tiempo con su rizado cabello castaño hasta los hombros. Él no usaba maquillaje, pero no lo necesitaba. Sus mejillas estaban llenas y rosadas, y sus labios eran del color de la sangre. Los ojos casi púrpuras del hombre eran su característica más sorprendente. No los noté, sino hasta que estuvo sentado a la mesa y la distracción de su vestido lila y tacones estaba oculta bajo el mantel; cuando me

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