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Los frágiles cimientos de nuestra civilización
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Los frágiles cimientos de nuestra civilización
Libro electrónico268 páginas3 horas

Los frágiles cimientos de nuestra civilización

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¿Qué pasa?

La inflación mina su presupuesto; los inmigrantes presionan sus fronteras; el ingreso se recorta; la seguridad en las ciudades se ve amenazada; la democracia está amañada y la libertad restringida; los prejuicios raciales se agudizan; los acuerdos de libre comercio devoran al país; su gobierno no tiene ideas; se vislumbra en el horizonte una crisis económica, social, ambiental y energética. Todo tiene explicación aquí con un toque sarcástico.

Hace tres mil años.

Los conceptos fundamentales de nuestra vida social datan de hace unos 2,800 años. Durante ese tiempo, la humanidad ha hecho descubrimientos asombrosos, creado un mundo cómodo y moderno extraordinario y ha inventado lo impensable. Sí, hemos domado a las fuerzas de la naturaleza, hemos modificado la faz del planeta. Hemos evolucionado…no, perdón, no.

Es cierto que tenemos vidas más largas y más sanas, pero nuestra vida social en nada ha cambiado. Nuestros cimientos sociales, debatidos en el mundo en sus inicios, siguen poniéndose a prueba. Hemos fracasado. Nuestro entendimiento de la sociedad ideal es tan bueno como el de hace tres mil años. No somos mejores, por lo mismo, nuestra civilización está destinada a desmoronarse como lo hicieron previos imperios, nuestros cimientos son frágiles, en lo que creemos es contradictorio. Estamos perdidos.

¿Dónde nos equivocamos en esa búsqueda por nuestra identidad? De hecho al comienzo mismo, en ese punto de partida donde nos robamos o pedimos prestada la imagen que hoy reivindicamos. Así como usted haría en un mercado callejero, nos probamos ese vestido, ese sombrero, esa bufanda, un par de zapatos y ─¿por qué no?─ unos lentes…espejuelos. Nos gustó todo y nos lo llevamos a casa para usarlo a partir de ese momento. Orgullosos caminamos por la calle mostrando nuestras prendas contrastantes, equívocas. Promovemos esa moda…no, déjenme corregir: imponemos ese estilo en nosotros y el mundo, pero los colores son discordantes y no siempre hay una relación entre la apariencia y la función de nuestra vestimenta y nuestras necesidades.

Al principio, nos gustó ese valor, luego aquel otro. Nunca nos detuvimos a pensar si eran distintos o inmiscibles al grado de la contradicción.
Sí, nuestras apreciadas reglas están confrontadas entre sí, con nosotros atrapados en medio, a veces tomando por la derecha, a veces por la izquierda. Lo entiendo, queremos tener lo mejor de la cultura del mundo para hacerla nuestra, para fundirla y que de ahí surja nuestra identidad, pero solamente se puede tener un tipo exclusivo de de traje o uniforme, ambos al mismo tiempo, no.
Ninguno de nuestros más arraigados valores puede ser para cada quien y para todos al mismo tiempo. ¿Todos somos líderes? ¿Todos somos ricos? ¿Todos somos libres? Bienvenido a algunas respuestas y muchas más preguntas. Empieza en la página tres.

IdiomaEspañol
EditorialPaul J. Gabol
Fecha de lanzamiento13 mar 2020
ISBN9781393108979
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    Los frágiles cimientos de nuestra civilización - Paul J. Gabol

    LOS FRÁGILES CIMIENTOS DE NUESTRA CIVILIZACIÓN

    Cimiento:

    En Ingeniería, una base que soporta a algo.  En las Ciencias Sociales ─por analogía─, un fundamento o principio, un axioma indisputable, incluso. (Tomada del diccionario Para ser claros)

    Civilización:

    Cultura o Sociedad. El conjunto de características de vida común al interior de un grupo humano, en un momento y tiempo determinados. (Igualmente tomada del diccionario arriba mencionado)

    PREÁMBULO

    Sigámoslos.

    Somos fieles seguidores. Por naturaleza nos dejamos guiar. Hacemos lo que otros hacen, repetimos lo que dicen. Nuestras palabras son solo el eco de otros. Después de todo, somos únicamente animales, prestos a obedecer el código profundamente incrustado en nuestros genes para agruparnos, concordar y ser guiados. Por supuesto que hay quienes se convierten en líderes, esos individuos alfa que fijan, en forma esporádica, las nuevas rutas para reforzar las anteriores. Pero aun ellos, nuestros guías, nos conducen dentro de ciertos límites, echando mano de reglas específicas previamente creadas, esforzándose para generar cambios que mejoren nuestras vidas y, por supuesto, modificando el comportamiento de sus discípulos. Dejémoslos preocuparse, nosotros sigámoslos.

    ¿El pináculo de las civilizaciones?

    No hace falta decir que nuestra civilización es la mejor de todas, si no, no la habríamos forjado como es. Somos el primer mundo, la Clase Mundial y nuestra verdad...bueno, nuestra verdad no conoce fronteras. Sí, somos la pujante Civilización Occidental.

    A través del tiempo, hemos generado y nos hemos allegado todas las herramientas necesarias para imponer nuestro estilo de vida. Hemos conquistado. Hemos promovido y vendido nuestras ideas y productos. Estamos globalizando nuestros valores esenciales, nuestras creencias morales. ¿Será pandémico?

    Nuestros patrones están estableciendo la libertad de todo: el libre mercado, la libertad de pensamiento y expresión, la libre empresa y la libertad de elección. Los mismos modelos están consiguiendo la justicia para todos, la democracia, la igualdad, no hay sino un futuro brillante. Sin embargo, por alguna razón, tanto el presente como el pasado muestran otra cara mucho menos luminosa: algo anda mal.

    Nuestra moral contradice nuestros hechos.

    Somos totalmente contradictorios. Los hechos y las palabras no coinciden. En ocasiones lo notamos, levantamos una ceja, nos rascamos la cabeza y concluimos que todo es muy complejo para entenderlo plenamente. Casi todo el tiempo, desarrollamos sistemas y subsistemas, densamente revestidos, para modelar la causa-efecto, teorías en viso de entender qué está pasando social y económicamente, pero somos incapaces de explicar los extraños e inesperados resultados. No podemos predecir con certitud el futuro de nuestra sociedad, ni mostrar la lógica de su actual comportamiento. La razón subyacente es que nuestra civilización está edificada con materiales frágiles, porque es conveniente para algunos,  inmoral pero conveniente. Para algunos, no para nosotros, pero fielmente los acompañamos.

    ¿En dónde estamos?

    Anoche tuve el más raro de los sueños ─¿acaso no nos pasa a todos?─. Caminábamos por los pasillos tenuemente iluminados de un aeropuerto, sin embargo, la luz indirecta era suficiente para apreciar cada detalle, una relajante luz azulada. Pisos perfectos de loseta blanca y columnas blancas perfiladas en azul, rectas cuando el corredor se convertía en una interminable línea y arqueados cuando el pasaje giraba. El lugar estaba casi vacío, pero sin duda se trataba de un aeropuerto.

    «¿Dónde estamos?», alguien preguntó. «¿Acaso es...?». No, poniendo atención a la arquitectura no podría ser... con certeza se trataba del primer mundo. Pero, viéndolo bien, existen aeropuertos de primer mundo en países inferiores.

    «¿No nos estrellamos, no?», alguien más dijo y en ese momento caí en la cuenta. Nuestro avión había realizado un aterrizaje de emergencia en otro país de la Civ-Occid. Reconocí de inmediato su bandera y su emblema. Ese lugar que me había prometido jamás pisar, porque tan solo hace dos generaciones mi familia había derramado su sangre enfrentando a este encarnizado enemigo que hoy es nuestro aliado y, sobre todo, nuestro socio comercial. Vergonzosamente nuestro socio. ¿Qué ha pasado con nuestros valores esenciales? Los negocios están por encima de la dignidad, uno se cuestiona.

    La película se rebobinó y empezó de nuevo, pero distinta, perfeccionada, Descendimos libremente del avión, sin control, sin aduanas, sin necesidad de contar con un pasaporte de tal o cual color, a nuestras anchas. Un grupo multinacional de perfectos extraños unidos por el destino, iguales en casi cada respecto, saltando a un mundo aparentemente sin reglas. Sin la presencia de esos mendigos en las esquinas, comunes en mi lugar de residencia. Paredes impecables y calles sin basura. Ausentes también los anuncios espectaculares, que enfrentan propagandísticamente a los productos en competencia. Insólito, ajeno a nuestro mundo. Incluso la bandera se desvaneció, adiós escudo. Únicamente los suaves tonos y una débil melodía de violín. ¿En dónde estamos? Todo tan perfecto que de ninguna manera podría ser nuestro mundo. Bueno, no lo era.

    ¿Un rasgo, un cimiento?

    Es fácil distinguir las características de nuestra civilización, sin embargo están enmarañadas en un continuo, donde el final de una es el inicio de otra, que a su vez se amalgama con otra. Se convierte en un acertijo averiguar qué fue primero, qué es posterior; qué dio origen a qué; qué cosa es un rasgo exterior y cuál es un verdadero cimiento; cuál un valor esencial que rige nuestras vidas y nuestros momentos más íntimos; cuál determina nuestras metas y por ende el desarrollo de nuestra Ciencia, nuestra modernidad y, sobra decirlo, nuestra Filosofía. Lo mismo ocurre con las leyes que situamos junto a aquellas naturales y el esfuerzo que hacemos para hacerlas valer porque no son naturales, luego entonces difíciles de cumplir.

    Tal vez no es tan importante descubrir cuáles son las características que debemos ver de cerca. Veámoslas todas, las relevantes, y encontremos el común denominador. Si ese punto coincidente no nos parece, bueno, encontremos una solución. Si estamos de acuerdo, entonces aprovechémoslo y dejemos de preguntarnos acerca del pasado y el futuro. Yo lo invito a poner la lancha en piloto automático y navegarla sobre las aguas profundas de nuestra civilización: nuestros cimientos.

    PARTE I

    CIMIENTOS

    UNO- Esnob

    Esnob:

    Aquel que admira y tiene gran respeto por la alta posición social y superiores sociales, sintiéndose inferior; desprecia su propio tipo y a aquellos por debajo; se esfuerza para asociarse y aspira a ser como a quienes admira. (Tomada del diccionario No se sienta excluido)

    Todos somos esnob. De acuerdo con la definición anterior, prácticamente todos los individuos en nuestra sociedad son esnob. ¿Alguna vez ha pedido un autógrafo? ¿Tiene engrapada en su pared o, mejor aún, enmarcada, la fotografía de su jugador favorito? ¿Hay una fotografía de usted en su oficina o su sala junto a un político importante? ¿Sigue la vida de los famosos en las redes sociales? ¿Trata con reverencia a aquellas personas cuyo nombre viene antecedido de un título? ¿Muestra con orgullo la marca de su sudadera? Si sí, usted es un esnob y sí, usted es una persona producto de la Civ-Occid.

    Veamos cómo funciona nuestra sociedad. Como dije, somos seguidores y existen líderes. En nuestra sociedad el líder, sea o no moralmente y de facto un líder, usa un título que la distingue o lo distingue ─el nuevo rasgo de igualdad de nuestra cultura─ del resto. Precisamente del-resto. Claro que hay auto-infatuación en este hecho, pero también, ciertamente, ayuda a reafirmar la posición y a generar autoridad.

    Hay grados para esto. Como parte de la naturaleza, nos comportamos en forma similar pero no exactamente igual que nuestro vecino. Estamos moldeados bajo un dominio estadístico y existe una campana de Gauss donde podemos señalar nuestras coordendas. Pertenecemos a alguna región de esa distribución normal. Podemos ser los de las orillas o los de la zona central. La forma de la campana, respecto al comportamiento esnob, puede variar de país a país o de región a región, de tal manera que tome la forma de la torre Eiffel o la de un caparazón de tortuga. Cualquiera que sea el caso, la tendencia se mantiene: somos esnob.

    Los títulos están por doquier: desde antaño, la realeza y la nobleza, desde el rey hasta el más sencillo de los caballeros, así como la omnipresencia de la milicia y sus respectivos rangos; hoy día, las nuevas formas de gobierno, todas con su estructura piramidal, nos dan un sentido fiel de la jerarquía dentro de los cuerpos de poder en la vida de la humanidad. Y, ¿qué hay de los títulos para la gente común? ¿Queda algo para nosotros? ¿Algo que alcanzar? Sí, sí hay: cantidad de empresas y organizaciones; puestos disponibles para los presidentes, directores, gerentes, y las respectivas posiciones sub y vice, una oportunidad de hacerse de un título; en otros casos, la oferta se amplía bajo la figura de diplomas y certificados, para estudios y posgrados. Tenemos motivos de orgullo y nos fijamos objetivos para luego alcanzarlos. La trampa en la que caemos es que parece que nuestras metas son la obtención de esos títulos no la formación, las habilidades, ni el conocimiento que acompañan a dichos estudios. Seguramente encontraremos un trabajo ─ojalá relacionado a nuestras acreditaciones─ y hoy, sin duda, con mucha mejor oportunidad de competir por ese puesto, sobre todo si los demás carecen del certificado probatorio, estén de hecho o no preparados.

    Los certificados obtenidos tienen por su parte grados de validez. ¿Qué escuela, panel, organización o incluso qué país dice que está usted certificado? Hay instituciones de 10 y, por supuesto, de 6. ¿Dónde dice que se graduó? Las instituciones a su vez son calificadas por terceras partes, bajo sistemas de certificación establecidos por las organizaciones más poderosas y de más elevado reconocimiento en su campo. Es una escalera interminable.

    Si esto sucede en la educación, ¿Por qué no hacer lo mismo en las corporaciones? ¿Por qué no, a manera de lograr alguna ventaja sobre la competencia, subimos al escenario un permiso de operación?  No le llamemos permiso, digamos que sea un sistema de certificación para la calidad del proceso, para la seguridad, para la protección ambiental, porque ¿cómo puedo confiar en su producto si hay lesionados en el patio de maniobras, por ejemplo? ¿Puedo? Voy a decirle cómo hacerlo. Voy a certificarlo como confiable. Requerirá de un esfuerzo, pero cuando alcance esa meta estará muy satisfecho y listo para operar. ¿Mencioné que habrá que llevar a cabo tortuosas actualizaciones constantemente? Oh sí, mejora continua. Nuevamente, voy a monitorear los logros y certificar su estado. Piense en todos los títulos que se podrán colgar en las salas de conferencias, la recepción y la oficina del Presidente y Director General. Bueno, pueden colgarse en la oficina del director financiero.

    Mejorémoslo más, imagine que puede hacer una certificación cruzada, la prueba última de desempeño. Ya cumple con todo. Ya tiene un nombre. Posee el poder para dictar tendencias, para ser un modelo a seguir, para respaldar ideas y apoyar acciones por el simple hecho de decirlo. Esté en lo correcto o equivocado, esa será la verdad.

    ¿Qué ocurre con la gente sin título, aquellos con oficios tales como panadero, zapatero, herrero, granjero, mecánico, electricista, plomero, carpintero, albañil o jardinero? ¿Ellos, qué pueden hacer? Han sido de gran utilidad antes y mucho después del frenesí de los títulos, pero nosotros los esnob no pensamos igual. ¿Qué tal un simple trabajador de una acería, una papelera o un molino textil o maderero? Su invaluable trabajo ya no es reconocido. Si siempre les ha resultado pesado, sepan que no mejorará. En nuestro primer mundo el título, no el trabajo de facto, está en la parte alta de la pirámide.

    Al final, creemos que todo es por lo mejor. Al final, aceptamos los requerimientos que se nos imponen, corremos tras el carro del tren y nos agarramos de un barandal para, de un salto, abordarlo.

    Por supuesto que arrojaremos lejos todo lo que se asemeje a una conexión al lado opuesto al éxito y nos vestiremos acorde: traje de ciudad, de oficina. Pero antes, nos prepararemos académicamente. Valdrá la pena...un momento, ¿valdrá la pena?

    Considere que el promedio de tiempo de la educación superior es de alrededor de 4.5 años. Los costos derivados varían extensamente dependiendo de la calificación de las instituciones, el país, la ciudadanía del individuo y el idioma del curso. En general resultan favorecidos los residentes del país, llevando cursos en su lengua natal. En algunos casos puede ser una licenciatura totalmente gratis, pero en otros puede alcanzar montos de 45,000 USD por año. Si colocamos una suma intermedia de unos 20,000 USD anuales de costo, estaríamos hablando de 90,000 USD para cumplir el costo de la titulación. Tal vez estas cifras son aceptables al considerar la cantidad que le pagarán una vez que consiga un trabajo, una vez que esté en el negocio. ¿Qué tan largo será el período de retorno de su inversión?

    Exactamente durante el intervalo que los individuos se están preparando para ingresar al mercado laboral, las compañías están también gastando dinero para preparar a aquellos que ya han sido reclutados. Sus costos promedian 1,500 USD por empleado por año, implicando un esfuerzo de entrenamiento de 3 días por empleado por año. Lo anterior significa que un individuo titulado gasta hasta 30 veces esa cantidad de dinero y hasta mil veces en términos de tiempo-vida tan solo para trabajar ahí, en el sistema registrado. ¿Por qué el patrón no paga su entrenamiento básico? ¿Quién hace el esfuerzo y quién se beneficia de él? ¿Quién está aprovechándose? ¿Quién inventó y sostiene este sistema que merma al individuo en favor de las corporaciones? Aun así, créame, vale la pena.

    En algunos casos, los estudios son cubiertos por el presupuesto gubernamental, resultando gratis para el individuo, pero no para la sociedad. Si el trabajo ha de ser desempeñado en el servicio público, parece que el costo-beneficio social sale a la par. Si inversamente no lo es, entonces la sociedad en su conjunto está trabajando para las empresas, aun si éstas promueven empleos y pagan impuestos, entregando algunos dividendos a la sociedad. Solo unos dividendos, porque eso depende del cuidadoso manejo contable de los estados financieros donde las ganancias deben ser tan bajas como sea posible. Parece que ni el gobierno, ni la sociedad resultan ganadores.

    El Sistema de certificación se retroalimenta a sí mismo y hoy agobia prácticamente a todo en nuestro interconectado mundo. Por sí mismo, ha creado una nueva rama de empleos que inspeccionan y certifican, anualmente, a los individuos, a las corporaciones y hasta a los gobiernos. Estos empleos por supuesto que no agregan valor a la economía y merman las ganancias de todos, empezando por la parte baja de la cadena de producción. Este es un asunto que se tratará más adelante.

    La necesidad social de pertenecer, de ser parte de algo, va más allá de un título. Como se mencionó anteriormente, la fama toma su propio crédito. Los deportes profesionales pueden otorgar magníficos diplomas, no escritos, a un limitado número de personas, dejando al resto, tristemente, con un sueño incumplido. La fama también puede alcanzarse en el campo electrónico de las redes sociales: una imagen auto-generada puede ser y es una herramienta muy ponderosa para ser alguien.

    Estar certificado, estar licenciado, tener permiso es una necesidad de supervivencia. Esa etiqueta que se nos impone es también un medio de control o, al menos, abre la puerta para cierto grado del mismo. Pero queremos destacar, ¿o no?

    Hace mucho tiempo, cuando yo era muy joven y la internet aún no había interferido con la vida personal, tuve la singular oportunidad de conocer al embajador de una pequeña nación ─se entiende, de esos países que, aunque son parte de nuestra civilización, nosotros en nuestra calidad de esnob los minimizamos por la simple razón de ser pequeños─, un país probablemente más exitoso que otros en el bloque de nuestra civilización, pero de ninguna manera el líder y no tan portentoso ─no tan amenazado tampoco─.

    Conocí al hombre en cuestión mientras desempeñaba un trabajo que relacionaba a su embajada con las necesidades que la compañía tenía para adquirir tecnología de esa nación. Ese caso en particular era importante para el embajador y él suponía que también para su país, pues crearía una nueva línea de negocio, un nuevo intercambio con el nuestro.

    Un día, estaba esperándolo en la recepción de la embajada, previo a una reunión con un grupo de empresarios también interesados en el asunto, cuando fui convocado a su oficina, porque tenía algunas aclaraciones sobre la agenda. Tan pronto hube ingresado en la oficina, me llamó desde un cuarto lateral donde había una pequeña sala de baño.

    ─Mis disculpas Paul ─me dijo─. Tengo que hacer esto dos veces por día, tres veces si tengo reuniones por la noche ─se estaba rasurando─. Que son muchas. Que por cierto disfruto.

    ─Hola Señor ─le dije.

    ─Siéntate. No, mejor quédate de pie. Tengo un cambio de estrategia para la reunión ─mientras me miraba de lado a través del espejo.

    ─¿Qué tiene en mente?

    ─Nada muy distinto, pero, como ves, hay alguien invitado que me cuesta trabajo descifrar y temo que...bueno...me preocupa que la reunión vaya por mal camino. ¿Deberíamos, después de las presentaciones, deberías, debería, proponer que nos compartan primero su punto de vista? ─y después de un momento de silencio dio un último trazo con el rastrillo y dijo─ Yo llevaré la reunión, luego me das tu opinión. ¿Sabes a quién me refiero? ─Sí, sí sabía.

    Nunca me he interesado en ver mi fotografía en el periódico, sonriendo y estrechando la mano de una persona importante. He tenido mis oportunidades, en ocasiones, de estar cerca de o hasta de intercambiar algunas frases con PDG’s, gente altamente influyente, un presidente incluso, pero nunca un encuentro con la persona tras la máscara. Solo aquella vez. Años después, me di cuenta qué persona tan excepcional era y qué tan sencillos todos podríamos ser.

    DOS- La colmena

    Colmena:

    En Biología, el habitáculo de las abejas o la colonia en sí. Por analogía, algo atareado, activo, ruidoso y atestado; conglomerado. (Tomada del diccionario Las analogías de la vida)

    ¿A quién no le gusta el paisaje al aire libre? Una puesta de sol en una playa retirada, una cascada en las montañas, el flujo sutil de un arroyo o el rugido de un imponente rio de aguas blancas, un denso bosque húmedo, un lago rebosante de vida, picos nevados o el sobrecogedor panorama de un desierto son algunas de las representaciones de la naturaleza que decimos amar. ¿De verdad?

    La tendencia poblacional ha empacado al animal humano en algo denominado ciudades. Entre más grandes, mejor. Rascacielos y edificios albergando espacios de oficina y habitación. Entre más altos, mejor. Miles y miles de habitantes por kilómetro cuadrado.

    Al inicio, la gente vivía en la campiña, donde los paisajes naturales que se presentan son los que con gusto exhibimos en la pared de nuestro apartamento, en el piso 22, en el centro de la ciudad. Un lugar donde difícilmente conocemos a nuestros vecinos, pero que a través de un complejo sistema de códigos de vestido, junto con algunos accesorios a la vista, color de cabello y piel, marcas de perfume, nos permiten distinguir a los individuos del lugar de aquellos que deberían estar en otra parte, en otro panal, dentro de la gran colmena. Me pregunto si tenemos un diminuto tatuaje en la frente que solamente los iguales pueden ver, o una inodora feromona, que nos distingue.

    Nuestra vida cotidiana da inicio ahí, en las aglomeradas alturas de la ciudad y, al partir de nuestro hogar cuasi-claustrofóbico, descendemos con suerte en un elevador vacío, para arrojarnos en una banqueta y calle densamente ocupadas, para luego mejorarlo en el atestado vagón del subterráneo, donde los únicos espacios disponibles están sobre nuestras cabezas. Nada que agregar del elevador en la oficina o el cubículo H4 en el piso donde pasamos casi toda la jornada.

    La comida es también una comunión entre desconocidos que, nuevamente, son semejantes de alguna manera. La zona de comida a la que asistimos cada mañana o

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