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El largo viaje del chófer del presidente
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El largo viaje del chófer del presidente
Libro electrónico296 páginas4 horas

El largo viaje del chófer del presidente

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La huida de un exiliado republicano en 1939, a finales de la guerra civil, tras la victoria franquista, se convierte en un largo viaje por la Europa asolada por la II Guerra, intentando sobrevivir durante seis años a sus horrores y finalizando su periplo en Sudamérica.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 feb 2020
ISBN9781370475810
El largo viaje del chófer del presidente
Autor

Alejandro Palés Argullós

Alejandro Palés Argullós es médico, nacido en Barcelona en el año 1940. Se inició tardíamente en la literatura debido a su intensa actividad profesional. Es autor de varios libros de diferente temática tanto profesional como literaria. Es un profundo estudioso y conocedor de diversas temáticas históricas, en especial de la historia alemana en el período 1933-1945. Ha dado varias conferencias, y escrito sobre la historia y los temas éticos que rodearon al período nacional socialista entre 1933-1945. Ha publicado más de trescientas historias cortas y seis libros de diferente temática, que incluyen: "Fragmentos de un blog", "El extraño tratamiento del Doctor Fulham", "Historias para reír", "Historias para pensar", "El fiel de la balanza", "El favor" y "La conferencia".

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    El largo viaje del chófer del presidente - Alejandro Palés Argullós

    EL LARGO VIAJE DEL CHÓFER DEL PRESIDENTE

    Alejandro Palés Argullós

    EL LARGO VIAJE DEL CHÓFER DEL PRESIDENTE

    Primera edición: febrero de 2020

    Copyright © 2020 Alejandro Palés Argullós

    Editado por Editorial Letra Minúscula

    www.letraminuscula.com

    contacto@letraminuscula.com

    Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático.

    Cada retirada es un lamento por lo que hemos dejado atrás,

    aunque lo detestemos.

    Joan Daniel Bezsonoff

    ÍNDICE

    LA HUIDA

    PARÍS

    LA RESISTENCIA

    EL REGRESO

    LA HUIDA

    I

    Jaime Francás Riudevalls, apoyado en la borda del Amérigo Vespucci observaba ensimismado la maniobra de atraque del viejo transatlántico en el puerto venezolano de La Guaira. Los oficiales del navío se desgañitaban dando órdenes, intentando que unos cansinos peones portuarios amarraran con seguridad los gruesos cabos de cuerda en los norayes del muelle. La travesía desde el puerto de Marsella había durado nada menos que veinte largos días. Un tiempo que Jaime Francás había aprovechado para reponer fuerzas después de unos meses de intensas gestiones para conseguir una plaza en el barco y abandonar Europa. Dejaba atrás los recuerdos de nueve interminables años de guerra, y un deambular por todos los rincones del viejo continente, afectado por aquel cruel y largo conflicto.

    Encendió un cigarrillo con parsimonia; aspiró el humo voluptuosamente mientras paseaba su mirada por la cubierta. Sus compañeros de travesía, con los que apenas había entablado conversación durante el viaje, parecían haber rejuvenecido de pronto. Hablaban excitados como si, en aquel momento, por arte de magia, se hubieran desvanecido bruscamente todos sus temores. Le parecía que todo lo que había vivido desde aquella lejana madrugada de finales del mes de enero de 1939, cuando abandonó Barcelona al volante del automóvil que trasladaba al presidente de la Generalitat de Cataluña, José Companys, a Francia, hubiera sido una pesadilla. Ahora, en Venezuela, empezaría otra aventura, una nueva vida, intentando averiguar lo que había sido de su familia, a la que había dejado en Barcelona, un veinticinco de enero de 1939, con la promesa de que, en una semana, estaría de vuelta.

    Bajó a su camarote, empaquetó los pocos enseres que tenía en una pequeña maleta, se cercioró de que tenía su pasaporte a mano, repartió cuidadosamente los francos que le quedaban en los diferentes bolsillos de su americana y se dispuso a bajar a tierra. El Consejo Nacional de la Resistencia del gobierno francés, en atención a los méritos contraídos por su colaboración contra las fuerzas nazis, le había otorgado la nacionalidad francesa, además de una modesta pensión de quinientos francos que le había prometido incrementar en un futuro no muy lejano. Descendió por la pasarela del barco y se dirigió, cojeando ligeramente, hacia un grupo de taxis que aguardaban al pasaje cerca del muelle.

    —¿Taxi, señor?

    Un hombrecillo, enjuto y tostado por el sol, luciendo unos dientes amarillentos por el tabaco, se le dirigió solícito. Francás le echó una detenida mirada, como si le pasara revista. Estaba apoyado en el guardabarros de un viejo Chevrolet de un chillón color verde con un techo blanco, descolorido por el sol.

    —Depende del precio y la rapidez.

    —Habla el español muy bien —murmuró sorprendido el asombrado taxista.

    Me llamo Aurelio para servirlo. Estoy a su disposición para llevarlo donde desee.

    —Soy español, con eso tiene más que suficiente. Ahora, si es tan amable, me ayuda con el equipaje y me dice lo que me va a cobrar para ir a la capital.

    —Caracas está a horita y media de aquí, según el tráfico. ¿Adónde quiere ir exactamente?

    —A la embajada francesa.

    —¡Óigame, mi amigo! —exclamó como si la embajada estuviera a miles de kilómetros—. Eso está en las afueras, cerca de la Avenida Miraflores, en un barrio muy elegante. Le va a costar no menos de ciento cincuenta bolívares. ¿Le va bien? —preguntó con curiosidad.

    Francás no respondió, se introdujo en el interior del automóvil haciéndole un gesto con la mano, indicándole que estaba de acuerdo con el precio. El viejo Chevrolet arrancó ruidosamente echando una nube de humo blanco a través de su oxidado tubo de escape.

    II

    —¡Jaime! —la voz detuvo su paso apresurado poco antes de cruzar la Plaza de San Jaime para entrar en el Palacio de la Generalitat. Se giró sorprendido. A pocos metros se encontraba Ricardo Saumell, un compañero suyo de la cuarta compañía de Mossos d´Esquadra, bajo las órdenes directas del comandante Federico Escofet, comisario de Orden Público y hombre de confianza del presidente Companys.

    —Hola, Ricardo, ¿te han llamado a ti también? —inquirió levantando la cabeza.

    —¿Si me han llamado? ¿Quién? No te entiendo. ¿Qué quieres decir?

    —Esta mañana me han llamado a primera hora, desde la secretaría del comandante Escofet para incorporarme urgentemente al parque automovilístico de la Presidencia.

    —¿Precisamente hoy? ¿No estabas en el frente de la Gargallera, con la División de la Generalitat?

    —Sí, hasta anteayer, que me comunicaron mi traslado urgente a Barcelona para estar disponible a las órdenes de Escofet.

    —¿Y qué tripa se le ha roto?

    —Ni idea, pero mucho me temo que estos salen de Barcelona cagando leches.

    —¿Quiénes?

    —¡Pues quiénes van a ser! El presidente, los consejeros y todo quisque que esté en las listas que tiene el Franquito de los cojones. Van a llegar de un momento a otro y, si los encuentran aquí, les dan matarile en un santiamén.

    —¡Pero a nosotros no! ¡Somos soldados, no políticos!

    —exclamó Ricardo con indignación—. ¡Obedecemos órdenes! ¡Qué coño pintamos en todo este jaleo!

    —No pintamos nada, pero les acercamos la pintura, y encima somos catalanes y republicanos. ¿A ti qué te parece? Venga, te llamo cuando sepa algo en concreto y nos tomamos un café. Quedamos en la Plaza Real, en donde siempre.

    Francás entró en el Palacio de la Generalitat, subió las escaleras de dos en dos y se dirigió al despacho del comandante Escofet.

    A primeros de enero de 1939 se veía con claridad que la guerra civil iba a finalizar con la victoria de los nacionales. Una vez estos hubieron atravesado el Ebro, el ejército republicano empezó a retirarse sin orden ni concierto. La Generalitat catalana, previendo la hecatombe que se le venía encima, había organizado, con la máxima rapidez, una División Autónoma con miembros de su confianza, formada por guardias de asalto, Mossos d’Esquadra y agentes de policía, con el fin de resistir en las zonas del Pirineo, próximas a la frontera con Francia, facilitando de esta forma la evacuación de las tropas que llegaban en retirada desde los frentes del Ebro, de Valencia y de Aragón, procurando cubrir las espaldas de la población civil que intentara pasar al país vecino.

    Una división, la de la Generalitat, en la que figuraban especialistas en transmisiones, transportes, voladuras de puentes e instalaciones estratégicas y colocación de minas en los caminos por donde se suponía que avanzarían los nacionales, tenía una consigna tajante: había que retrasar a toda costa el avance de las tropas franquistas y dejar tierra quemada a su paso. La División de la cual Francás formaba parte salió de Barcelona la madrugada del seis de enero. Francás era un conductor muy hábil, experto en toda clase de vehículos y en cualquier condición climatológica. Era, además, un excelente mecánico y un gran conocedor de la red de carreteras de la geografía catalana, tanto de las principales, como de las comarcales.

    En ocasiones, había actuado como chófer del comandante Escofet en sus frecuentes desplazamientos fuera de Barcelona. Su padre, natural del Vendrell, un pueblo de la provincia de Tarragona, poseía un taller mecánico de reparación de coches. Francás había aprendido el oficio desde muy joven y, cumplidos los veinticinco años, se casó con Isabel Furest, una joven barcelonesa que trabajaba como enfermera en el Hospital de San Pablo. La conoció en Comarruga, donde pasaba las vacaciones de verano. Un pueblecito costero muy cercano al Vendrell. Fue allí donde se conocieron y enamoraron. Seis meses más tarde se casaban y se trasladaron a Barcelona. Él opositó con éxito al cuerpo de los Mossos d’Esquadra de la Generalitat, y fue destinado al parque móvil de los mismos.

    III

    La antesala del despacho del comandante Escofet estaba atestada de personas esperando ser atendidas. El secretario del comandante, Oriol Monsolís, suspiró con alivio al verlo llegar.

    —¡Gracias a Dios! —exclamó—. Escofet me ha vuelto loco para localizarte.

    Está que se sube por las paredes.

    —¿Y eso? ¿Tan urgente es la cosa para hacerme venir del frente? ¡Ni que de mí dependiera ganar esta guerra! —comentó irónicamente.

    —No te lo tomes a coña. Esto va muy en serio. Ahora mismo le digo que estás aquí. No te muevas.

    Segundos más tarde, el atribulado Monsolís le franqueaba la puerta del despacho. El olor a tabaco impregnaba la estancia. El comandante, en mangas de camisa, estaba frente a un enorme mapa de Cataluña, que iba punteando con chinchetas de colores, mientras unos ujieres iban vaciando las estanterías del gran estudio, colocando en varias maletas un montón de documentos y depositando en unas grandes bolsas de basura un montón de papeles que, con toda probabilidad, iban a ser destruidos.

    Francás, de pie e inmóvil, observaba la situación esperando que el comandante Escofet reparara en él. El comandante, generalmente pulcro y atildado, tenía un aspecto descuidado, como de no haber dormido en varios días. Se giró lentamente hacia él, invitándolo a acercarse al mapa.

    —Adelante, Francás, adelante, acérquese. Siento haberlo hecho venir tan precipitadamente. Por cierto, ¿cómo van las cosas por el frente del Segre?

    —Mal, mi comandante.

    —¿Mal? ¿Simplemente mal? ¿O muy mal? —lo interrogó con expresión resignada.

    —Muy mal. Eso se acaba, mi comandante. Aunque, al parecer, el presidente Negrín quiere resistir —apuntó con cierta timidez.

    El comandante Escofet miró distraídamente a través de una ventana del despacho y murmuró:

    —Negrín es un iluso, mejor dicho, un majadero que debe de tener alucinaciones con el coñac que se toma. Vamos arreglados con este matasanos metido a redentor de causas perdidas. Olvídese de Negrín y sus películas. La guerra está acabada y, lo peor, está perdida. Lo sé, lo sabemos todos desde hace muchos meses, pero no hay otra. Ha ordenado el traslado de la sede del gobierno a Gerona y Figueres. Ya me dirá usted qué podemos esperar. Lo he hecho venir, porque el gobierno de la Generalitat en bloque tiene que huir a Francia antes de que los nacionales se apoderen de toda Cataluña y cierren las fronteras. Necesito un conductor experto que conozca las carreteras, las menos frecuentadas, para llegar cuanto antes a Agullana, sin ser descubiertos. Concretamente, a una finca llamada Mas Perxes y, desde allí, trasladar al presidente a París. Esta es la razón por la que lo he escogido y lo he reclamado a mi lado.

    —¿Agullana? ¿Qué hay en Agullana? —preguntó sorprendido—. Esto está a tres o cuatro kilómetros de la frontera del Perthus. No hay carretera hasta allí, tan solo existe un sendero de montaña, al menos que yo sepa.

    —Lo sé. Lo sé perfectamente. En Agullana estará esperándolo el presidente vasco, Aguirre, y alguien más, aparte de su escolta de gudaris que lo acompañan. Una vez entremos en Francia, el presidente se dirigirá a París donde se reunirá con su esposa, que ya está allí hace varias semanas. Organice la ruta, escoja los vehículos, los conductores y calcule el combustible necesario. Saldremos esta noche sobre las tres de la madrugada. Recemos para que no haya demasiada actividad aérea. Aproveche para despedirse de su familia y tranquilícela, pero sin comentarle ningún extremo de lo que le dicho. Si hay suerte, dentro de una semana se reunirá con ellos. Yo voy a hacer lo mismo. Nos veremos aquí a las dos de la mañana. No se olvide del pasaporte, y traiga ropa de abrigo, las temperaturas, allí a donde vamos, son muy frías en esta época.

    —¿Alguna pregunta más?

    —Sí, mi comandante. ¿Cuántos coches vamos a necesitar?

    —Tres como máximo. En el suyo viajaran el presidente Companys y el señor Andreu y Abelló. En el segundo, viajaran los consejeros Tarradellas, Sert y Pi i Sunyer. En el último, iremos tres guardias de asalto y yo.

    —¿Ordena algo más, mi comandante?

    —No. Cuando salga, dígale a Monsolís que me traiga un paquete de cigarrillos y un café. Gracias.

    Francás salió de la Generalitat después de revisar los tres automóviles que iban a formar la comitiva. Escogió tres Hispano-Suiza relativamente nuevos, de gran autonomía, y dos conductores de su confianza, y dio las oportunas órdenes para que estuviesen dispuestos y llenos de combustible a las dos de la madrugada. Luego salió del Palacio de la Generalitat en dirección a la plaza Real, donde había quedado citado con Ricardo Saumells.

    IV

    Después del triunfo franquista en la batalla del Ebro, comenzó la ofensiva sobre Cataluña. En tan solo quince días, el cuatro de enero de 1939, las tropas nacionales cruzaron el Ebro en un movimiento crucial para la suerte de la guerra. Desde aquel mismo momento, las tropas republicanas se batieron en retirada, sin lograr establecer ninguna línea de resistencia efectiva. El quince de enero cayó Tarragona y, a partir de entonces, la aviación franquista bombardeaba día y noche Barcelona, como un aviso de que pronto estarían allí. A mediados de aquel mes de enero de 1939 se celebró un consejo de ministros en la Ciudad Condal, al que asistieron el presidente de las Cortes, Martínez Barrios, y el presidente Companys, para tomar la decisión de seguir luchando y no rendirse.

    Ante la petición del presidente del Consejo, el doctor Negrín, y a pesar de saber que la guerra estaba perdida, el presidente Companys dirigió un mensaje por radio al pueblo catalán pidiéndole una postrera resistencia ante las tropas de Franco, que avanzaban hacia Barcelona. Un día después de esta alocución radiofónica a la población civil, Negrín convocó a Companys a una reunión urgente para comunicarle que Barcelona era indefendible, y que en pocas jornadas sería ocupada irremisiblemente por los nacionales. Era, pues, necesario que la Generalitat, así como todos los organismos estatales, evacuaran la ciudad lo más rápidamente posible y se dirigieran, sin perder tiempo, a Gerona y Figueras.

    El presidente Companys había considerado la posibilidad de permanecer en Barcelona y esperar en su despacho a las nuevas autoridades, pero, asesorado por varios de sus consejeros, decidió hacer caso a Negrín y preparó su marcha, al igual que lo estaba haciendo una gran parte de la población civil después de la caída de Tarragona. Era una huida desesperada, protagonizada por hombres, mujeres, ancianos, niños, soldados heridos o discapacitados, que corrían empujados por el miedo físico y psicológico de los últimos momentos de una guerra perdida. Una población civil que no tenía responsabilidades políticas ni militares, y que, por lo tanto, no podían ser consideradas como exiliadas. ¿Por qué huían? Probablemente, seguían un impulso colectivo pensando algunos que en Francia encontrarían al marido, al hijo, al padre o al hermano desaparecido y que, pasada la borrasca, volverían a estar juntos y a empezar de nuevo la vida en familia, aunque faltasen algunos, unos muertos en las trincheras, otros en los bombardeos, y los más, sencillamente, desaparecidos en la vorágine de la contienda.

    Esta huida masiva conllevó una serie de elementos desgarradores, una masa en retirada, hostigada por un bombardeo continuo, las inclemencias del tiempo —agudizado por un invierno muy frío—, el abandono de los enseres personales por el camino, y lo que aquello significaba para muchas personas, las mujeres en especial, que dejaban tirados en la cuneta los recuerdos de toda una vida. El hambre, la separación de las familias por las autoridades francesas, tras el cruce de la frontera, así como un futuro incierto tras atravesarla, eran los elementos que marcarían un antes y un después para muchos de ellos, dando lugar a lo que sería muchos años más tarde la memoria colectiva del exilio. Unas cuatrocientas sesenta y cinco mil personas cruzaron la frontera con Francia en aquel desgarrador invierno de 1939, un éxodo que previamente había pasado de Madrid a Valencia, después a Barcelona, Girona, y Figueres y, finalmente, a la frontera del país galo.

    No solamente llegaron con la desesperación que suponía vivir con la perenne incógnita de lo que les iba a suceder a partir de entonces, sino que, además, se encontraron con una Francia inmersa en una fuerte crisis económica, amén de una política reaccionaria dominada por elementos fascistas y xenófobos. El diputado radical, Édouard Daladier, a la sazón primer ministro, fomentó una política de enfrentamiento con los comunistas, utilizando, a su vez, un cierto consenso con los elementos xenófobos presentes en la sociedad y en la opinión pública francesa, desde comienzos de los años 30. Todo ello producto de la llegada de distintas oleadas de refugiados políticos, especialmente españoles e italianos, y también por una emigración económica española caracterizada por un alto grado de analfabetismo, y una escasa cualificación profesional.

    Todos estos factores provocaron, en una gran parte de la sociedad francesa, una cierta repulsión hacia aquel exiliado que cruzaba la frontera en el crudo invierno de 1939. Si bien las mujeres y los niños eran vistos como víctimas inocentes de la guerra, los excombatientes fueron acusados de utilizar a estas mujeres y niños para protegerse, tildándolos de seres repugnantes, sucios, fugitivos, desertores e indeseables.

    V

    El taxi tardó casi una hora en llegar a la embajada de Francia en Caracas. Aurelio, el conductor, se mostró muy hablador durante todo el trayecto, presumiendo que el viajero que transportaba era una persona importante. Francás le respondía de vez en cuando, harto de la verborrea incontinente del venezolano, que parecía estar encantado con su viajero. La embajada de Francia ocupaba una gran extensión de terreno. Era una bella construcción de piedra, que recordaba a los viejos palacetes del centro de París, rodeada por unos cuidados jardines, con un césped meticulosamente cortado y unas enormes palmeras. En el exterior de la misma, dos miembros de la gendarmería vigilaban la entrada solicitando la documentación a los visitantes. Francás se apeó del taxi y pidió a Aurelio que lo aguardara allí.

    —Desde luego, mi amigo. Aquí mismito lo aguardo. Deje su equipaje y vaya tranquilo —el taxista parecía estar satisfecho de actuar como ayudante de alguien de relevancia.

    Francás se acercó a la puerta de entrada, rebuscando en su americana el pasaporte que lo acreditaba como ciudadano francés. Lo mostró a uno de los guardias, que lo observó con una mezcla de curiosidad y admiración.

    —¿Es usted español? —le preguntó en un más que correcto castellano, mientras observaba cuidadosamente el pasaporte.

    —Sí, pero su gobierno me ha dado la nacionalidad francesa por mi colaboración contra la ocupación alemana en Francia, como se acredita en la nota adjunta.

    —Sí, eso veo. ¿Cuál es el motivo de su visita?

    —Me interesaría hablar con el agregado comercial de la embajada para ver la posibilidad de trabajar en alguna institución o empresa francesa, aquí en Venezuela, y, de paso, solicitar la residencia en este país.

    —Tendrá que hablar con el señor Drussard. Es el agregado comercial. Está en la primera planta. Pida cita a través de su secretaria, la señorita Tovar. Le caen bien los españoles —sonrió el gendarme, haciéndole un guiño cómplice, mientras le franqueaba el paso y le indicaba el piso del agregado.

    Minutos después estaba delante de una mujer muy joven, morena de piel, con un cuerpo insinuante y unos inmensos ojos verdes que lo miraban con curiosidad y una evidente simpatía. Francás a sus 35 años, pese a una leve cojera, era todavía un hombre de buen ver, con unas facciones endurecidas por las circunstancias, lo que le hacía parecer más viejo, pero con una mirada limpia, y una sonrisa, que, cuando le convenía y la ensayaba, era cautivadora.

    —¿En qué puedo ayudarle, señor…?

    —Francás, Jaime Francás —respondió azorado, con un ligero titubeo.

    La secretaria lo invitó a tomar asiento y explicarle el motivo de su visita. Francás se sintió algo cohibido por la calidez del recibimiento. Le comentó brevemente el motivo, y le hizo un pequeño resumen de sus peripecias desde su salida de Barcelona, hacía ya nueve años, en dirección a París. La secretaria lo escuchaba en silencio entre incrédula y sorprendida.

    —¿Todo esto que me cuenta señor Francás es cierto? De ser así, su vida es una novela inimaginable. ¿Su familia vive todavía en Barcelona? ¿Está casado? ¿Tiene hijos? ¿Saben algo de usted? ¿Saben que está en Venezuela? ¿Por qué eligió nuestro país? Era un alud de preguntas que Francás intentó responder con cierto orden.

    —Escribí varias cartas a mi familia desde París, a través de la Cruz Roja Internacional, pero no obtuve respuesta. Intenté hablar por teléfono con mi mujer y con mi familia en el Vendrell, un pequeño pueblo cercano a la ciudad de Tarragona, pero no hubo modo de conseguirlo. Ignoro lo que ha sido de ellos, pero no quiero perder la esperanza. Peor de lo que yo lo he pasado, difícilmente lo pueden haber pasado ellos. Eso que le digo, es lo que deseo, no lo que afirmo —se justificó—. ¿Me ha preguntado por qué elegí su país? Tiene fácil respuesta, aunque es largo de contar. Quizás en otro momento.

    —Tomo nota de todo ello, señor Francás, no dude de que informaré sin falta al señor Drussard. Hoy no está aquí ni creo que aparezca. Los martes los aprovecha para ir a jugar al golf con unos amigos de las embajadas inglesa y americana. ¿Se hospeda en algún hotel concreto? ¿Tiene conocidos en Caracas?

    —Sí, algunos que hice en París, cuando trabajé como chófer en la embajada de Venezuela a mediados del año pasado.

    —¡Trabajó como chófer en la embajada de Venezuela en París! —exclamó la secretaria con alegría—. ¡Haberlo dicho antes! ¿Puedo saber el nombre del embajador? No es que desconfíe, es simplemente saber si lo conocemos aquí.

    —Era el señor Hernández Ron, pero con quien realmente me relacionaba era con su secretario personal, el señor Figueredo, Carlos Figueredo. Puedo afirmar que nunca hasta entonces nadie me había tratado con tanta consideración y aprecio. Me tenía mucha confianza. Mi experiencia como chófer me dio la oportunidad de prestar mis

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