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La noche viene hacia nosotros
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Libro electrónico216 páginas3 horas

La noche viene hacia nosotros

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Encontrar un libro en la nieve del ártico sirvió como detonante a Víctor para escribir su propia historia, una historia de violencia, acción, drama, horror, nostalgia y humor negro en torno a un hecho tan natural como es la ausencia de sol. La noche viene hacia nosotros es la historia de amor de dos parejas separadas en tiempo y espacio pero conectadas entre sí. Las acciones de los personajes se entrecruzan y se hilvanan en un juego narrativo impecable condenado a sumirse en un apocalipsis inevitable, un virus letal que devora, poco a poco, todos los telones de fondo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 mar 2020
ISBN9788417993832
La noche viene hacia nosotros

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    La noche viene hacia nosotros - Lucio González

    Contraportada

    Libro 1

    La noche viene hacia nosotros

    1. Patada en la boca

    Un 45 de bota militar Dr. Martens con punta de acero forrada de cuero negro (y sucio, de alcohol, tierra y sangre) revienta contra mi boca. O mejor dicho, mi boca revienta contra la bota.

    A duras penas conservo todos los dientes aunque estos se tambalean en mis encías. Los labios se aplastan contra ellos totalmente deformados, agrietados y sangrando profusamente.

    El golpe me echa la cabeza hacia atrás por la inercia aunque afortunadamente ya estaba en el suelo y por tanto no ruedo más de 45 grados (como la bota). Por desgracia para mí, no es la primera hostia. Tampoco será la última.

    Tiemblo, tirito, de frío y de dolor. Estoy semidesnudo tirado en el sucio suelo de un bar de pueblo (mi pueblo). No es que haya muchos, solo tres, pero estoy en el centro del más grande (¡ah!, ¡pues estupendo!), con mucha gente mirando alrededor, casi todos conocidos y muy, muy estupefactos (¡fantástico!).

    Luego os contaré, de la mejor forma que pueda, quién soy yo, qué hago allí, y el porqué de todo esto, todo lo que pasó hasta llegar a esa situación y todo lo que pasó después, pero antes…

    Otra patada vuela directa a la boca de mi estómago y me doblo instintivamente hacia una posición fetal. Tras el sonido gutural de rigor y la búsqueda necesaria de aliento, de aire entrando o saliendo de mis pulmones, intento además pensar.

    Estoy entrenado, muy entrenado para esto. El maromo que me está curtiendo a palos no es el típico matón de instituto, tampoco es el típico matón de barrio chungo, de hecho no creo que sea ni el típico matón a secas, aunque supongo que dependerá del tipo de persona que lo juzgue. Lo que sí sé es que es un soldado paramilitar.

    En el siguiente golpe me pisa la cabeza, y lo siento como el martillo de Thor cayendo sobre un perro pelusa (esos que tienen un esponjoso pelaje, que cuando se mojan se quedan como ratas sifilíticas).

    Un buen puñado de greñas se desprende de mi cuero cabelludo, revuelto y lleno de alcohol, tierra y sangre (también). Más dolor, mucho más dolor.

    Espero que el grandísimo cabrón pare un poco de machacarme el cuerpo y se dirija a la estupefacta audiencia para poder pensar más, para lamerme las heridas (lamerlas literalmente, porque tengo la boca sanguinolenta pegada al suelo lleno de mierda), coger fuelle, sincopar el corazón, enfriar la mente y pensar más.

    El soldado en cuestión, paramilitar, mercenario, asesino por encargo, es un tipo bastante grande. Medirá aproximadamente uno noventa y rondará los cien kilos. Caucásico, unos cuarenta años, muy curtido de cara y pelo marrón cortado a cepillo. Tiene acento norteamericano, muy posiblemente sea de los States. Se le ve profesional, muy profesional, con mucha experiencia en un montón de batallas, escaramuzas y quizás hasta guerras. Un hueso muy duro de roer si no le puedes sorprender.

    Viste pantalones de camuflaje verde oscuro equipado con cuchillo táctico de hoja de titanio de quince centímetros en su pernera izquierda y Beretta de 9 milímetros parabellum con balas de punta hueca en la derecha. Camiseta térmica negra de manga larga y chaleco militar negro por encima, con un montón de compartimentos y un soporte en la parte de atrás donde está fijada una escopeta recortada de cañón doble. Manos enguantadas con dedos a la vista que sujetaban un sub-fusil de asalto M4 que ahora tiene apoyado a un lado de la barra del bar.

    Yo por mi parte no llego al uno setenta y ocho ni a los setenta y seis kilos. Caucásico también, treinta y cuatro años, cara de chaval, con perilla y greñas a lo Eddie Vedder después de sus mejores discos. Soy de aquí, del pueblo, y también muy profesional.

    Respecto a lo que visto en estos momentos, llevo puesto unas zapatillas negras anchas tipo Vans o DC que no son ni Vans ni DC, calcetines tobilleros negros y calzoncillos tipo bóxer también negros. Ya está. Punto.

    El resto de ropa está desparramada por el suelo del bar. El G.I. Joe de uno noventa y sus tres amigos del escuadrón de la muerte me la quitaron un rato después de entrar en el bar (porque entraron los cuatro hace como una hora), estabilizar el guirigay y reventar el cráneo de un balazo a un conocido para que yo me presentara ante ellos.

    Tengo los dos brazos y la espalda llenos de tatuajes (que no abrigan pero me gustan) y ni una puta arma.

    Pienso. Tomo aliento. Me restriego por el suelo. Ruedo un poco hacia un lado y hacia el otro. Si levanto un poco la cabeza, la sangre me cae a chorro por la boca y por la nariz. Tengo todo el cuerpo contusionado, entumecido, lleno de círculos rojos y violáceos, difuminados y de diferentes tamaños, como el tamaño de la culata de un fusil en un costado o el de una mano cerrada en puño en el otro.

    Pienso. Tengo frío en el cuerpo y calor en la cabeza. Aun así, pienso. Trato de enfriar la cabeza hasta que lo consigo y ya tengo todo frío.

    Me acerco a rastras y despacio a la chica con la que entré antes en el bar y que está situada entre las primeras filas del respetable, relativamente cerca de mí. Estiro la mano derecha y alcanzo su pie (enfundado en una preciosa bota New Rock negra).

    Hago algo.

    Me crujen por lo menos el sesenta por ciento de las costillas de la hostia que me dan en la espalda. Otro martillazo de Thor con la bota del 45. El tío hablaba a los parroquianos pero casi no me perdía de vista. Casi.

    Con esas me vuelvo a retorcer, adopto posición fetal (de nuevo) y retrocedo un poco más. Pienso en lo que va a venir. Buscar el momento otra vez, respirar, pensar.

    La distribución de todo lo que forma parte del bar (temporal o permanente) se acomoda en una superficie rectangular de unos 200 o 250 metros cuadrados.

    A la izquierda, según entras, hay un gran espacio diáfano con un par de escalones para acceder a él. Es lo que se denomina la pista de baile. Está delimitado por unos arcos de entrada y decorado con porquerías, chorradas de saldo y cosas por el estilo. Eso sí, tienen un buen equipo de luces y de sonido. Al fondo de la pista a la derecha están los baños y otra puerta más que da a un pequeño patio interior.

    Retrocedemos y nos situamos otra vez en la entrada, en esta ocasión miramos la parte de la derecha. El espacio es un poco menor pero igualmente grande, con la barra al fondo y a la derecha en forma de L. Detrás de la barra hay también dos puertas: una da a la cocina y la otra a unas escaleras para acceder al piso de arriba (que es vivienda y no forma parte del bar).

    El público, unas cuarenta personas, está arremolinado en la pista de baile. Algunos intentaron esconderse en los baños o huir por el patio interior cuando empezó la verdadera fiesta, pero no hay salida y los sacaron de ahí. Todos juntitos, de pie, con las copas por el suelo, agarrados entre ellos y mirándonos a nosotros. Todos menos el conocido X que está tumbado de barbilla para abajo y de barbilla para arriba está pegado en la pared, a trocitos.

    Yo estoy delante de la barra tirado como un harapo y él enfrente de mí dirigiéndose al populacho.

    A los lados de la puerta hay dos tipos más, como él. Fusiles en mano y con pinta de commando.

    Un último Rambo está apostado al final de la barra (o al principio, según se mire). El asunto es que está más alejado de mí que el resto.

    Detrás de la barra, y casi detrás de mí, hay un camarero encajado entre unas estanterías de bebidas alcohólicas de alta graduación, una cámara refrigerada para hielos y refrescos y el equipo de música con sus vinilos y cedés. El encaje es casi, casi artístico, pero choca a la vista el trozo de cabeza y de cara que le falta y que está desperdigado por la cocina y por el mobiliario de la barra. A este se lo cargaron nada más entrar, para templar.

    Otro camarero, calvo y un poco gordo, también está detrás de la barra. Está de pie, manos en alto y sudando en exceso cerca de la puerta que da acceso a las escaleras y al piso de arriba. No subirá. De momento.

    Hay un chico más y una chica que también atienden en barra y pinchan música, pero están entre el resto de vecinos y amigos que ahora no bailan en la pista de baile. El chico es mi amigo, al igual que otros tres. La chica y el resto son todos o casi todos conocidos.

    La entrada del bar está bloqueada. Cerrada y bloqueada con unas máquinas tragaperras, una expendedora de tabaco y mobiliario variado (sillas y mesas principalmente; un perchero y unos taburetes secundariamente).

    Todas las ventanas que dan a la calle están con las persianas bajadas y las cortinas cerradas.

    Hay gente fuera que ya se empieza a preguntar cosas y a llamar a otra gente. Gente que pasa por ahí, gente que sale de sus casas y gente que viene de otros bares.

    Es un pueblo, es de noche y un poco tarde ya, pero es festivo, estamos en el bar del centro y hay ambiente.

    Hemos hecho bastante ruido hasta el momento pero con lo que queda por venir, lo de antes habrá sido como un pedo de princesa.

    La gente habla fuera. Hace cosas y hace frío, pero de verdad, ya da igual.

    En el interior del bar me sigo moviendo vagamente, sucio, magullado, lleno de heridas, como un feto maltratado en una ciénaga. Lo siento.

    Me intento incorporar y a duras penas me pongo de rodillas, con la cabeza gacha y los brazos caídos. Levanto una pierna. Recibo una patada en el plexo solar y de rebote un rodillazo en la cara, como un meteorito que te golpea en el pecho, eso sí, a Dios gracias, con un trozo que se ha fragmentado justo antes de entrar en la atmósfera, pero con la mala suerte de que ese trozo me ha golpeado entre la nariz y la boca.

    Salgo despedido hacia atrás por la inercia del impacto y me golpeo la cabeza contra la pared de la barra. Más sangre y una conmoción bastante fuerte. Tardo unos minutos en recuperarme y templar.

    Me vuelvo a poner de rodillas y camino a cuatro patas hasta mi posición anterior.

    Ahora sí puedo levantar una pierna y poner firmemente la planta del pie izquierdo sobre el suelo.

    Mano izquierda en rodilla izquierda y mano derecha en riñón derecho. Cabeza gacha, como de perdón. La sangre mana en cantidades sustanciales por detrás de mi cabeza. Cae hacia el cuello y fluye por la espalda y por el pecho. Estoy guapo.

    Agarro un cuchillo que tengo escondido en el calzoncillo y que me está pinchando en el culo. Es el cuchillo que cogí anteriormente del lateral de la bota New Rock negra de mi pareja. Un cuchillo con hoja en forma de rombo o pica de ocho centímetros y mango con dos aros de acero para meter los dedos medios. Un cuchillo que no era un adorno.

    Tomo impulso apoyado en la rodilla izquierda y me alzo con todas las fuerzas que tengo. Levanto el brazo derecho, la mano en un puño y el puño coronado en un cuchillo. El cuchillo directo a su puta nuez. Se lo hundo en el cuello hasta los nudillos con los aros de acero incluidos. Abre la boca en una expresión de estupefacción que parece casi cómica. Juraría que vi la punta del cuchillo brillar justo debajo de su puta campanilla, como si se unieran en un beso imposible lo orgánico y lo material, lo visceral y lo metálico. Un ojo para un lado, otro para el otro, flaccidez, se derrumba.

    Lo sostengo entre los brazos. Para cerciorarme de que no va a consumir más oxígeno, le retuerzo el cuchillo en el gañón y le abro una vía de lóbulo a lóbulo.

    Tiro el cuchillo, estiro el brazo por encima de su hombro y alcanzo la recortada que sostenía en su espalda. La desbloqueo del soporte y apunto al frente. Disparo al tipo que está a la derecha de la puerta principal. La pólvora del cartucho le desintegra la cabeza. Su cuerpo tarda un rato en darse cuenta de que no hay nada encima de los hombros y unos segundos después cae. Levanto la recortada, la paso por encima de la cabeza de Míster Traqueotomía Nueva y la apoyo en su otro hombro. Repito la operación de disparo y ¡zas!, el otro tipo de la puerta sin cabeza también. Este tarda menos en caer, será porque todavía conserva la mandíbula y oreja izquierda.

    Tiro la escopeta. Aguanto una ráfaga de disparos enloquecidos procedentes del fusil de asalto del cuarto en discordia. La mayoría de balazos impactan en el torso de Míster Traqueotomía Nueva, el resto en sus extremidades, en la barra del bar y en las vitrinas. No me da ninguno.

    Cuando vacía el cargador no tarda ni cinco segundos en reemplazarlo por uno nuevo.

    Es el momento en que aprovecho para empujar y desprenderme de Míster Despojo Humano (ya nos hemos abrazado suficiente y me ha servido de buena cobertura). Doy un salto por encima de la barra y me cubro detrás.

    Ahí no tengo armas. Continúo aguantando las ráfagas de disparos. Respiro, pienso y me preparo.

    Corro agachado por detrás de toda la barra en dirección al cuarto y último tipo que me queda. El camarero calvo y gordo da un paso más hacia atrás y se queda en el umbral de la puerta y las escaleras. Voy veloz. Cojo una botella de Dry Gin por el camino. Cada vez más rápido. Según me voy acercando al final de la barra me voy incorporando. El tipo me ve, se gira levemente porque no pensaba que anduviera por ahí, me apunta pero no le da tiempo a disparar. Salto encima de la barra y de ahí salto encima de los hombros del tipo con las rodillas flexionadas, todo de seguido. Sí, llego, no estaba tan lejos.

    Se tambalea. Alzo el brazo con la botella de Dry Gin en la mano y se la reviento de culo en el entrecejo. Le hundo la frente y le salto los ojos. Literal. La botella cedió en el impacto y se partió.

    El hombre cae de espaldas y yo con él. Ya en el suelo y yo todavía encima de él, sigo golpeando su rostro con la botella rota hasta desfigurarlo completamente y causarle la muerte.

    En algún momento paro, me tomo unos segundos para meditar y me incorporo. Me dirijo lentamente al centro del bar. Me detengo, alzo la vista y miro alrededor. Contemplo las caras y las no-caras de la gente viva y los cuerpos muertos. Lo que ha sido el espectáculo hasta el momento. Luego me miro los calzoncillos y tiro la botella.

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