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Entre mundos
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Libro electrónico190 páginas2 horas

Entre mundos

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Siete historias que ocurren en Chile y en Alemania relatadas en un lenguaje poético que capturan al lector desde el primer momento. Historias de cambios de perspectiva, de búsquedas de identidad, de encuentros y desencuentros. Temas de amor en el exilio, de latinos que se van, de alemanes que llegan, de pasajeros entre mundos.
IdiomaEspañol
EditorialCuarto Propio
Fecha de lanzamiento1 jul 2014
ISBN9789562606264
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    Entre mundos - Patricia Cerda

    PATRICIA CERDA

    Entre mundos

    ENTRE MUNDOS

    © Patricia Cerda

    Inscripción Nº 224.912

    I.S.B.N. 978-956-260-626-4

    © Editorial Cuarto Propio

    Valenzuela Castillo 990 / Providencia / Santiago de Chile

    Fono / fax: (56-2) 2792 6518 / 2792 6520

    www.cuartopropio.cl

    Diagramación: Tania Encina

    Edición electrónica: Sergio Cruz

    Impresión: FullService

    IMPRESO EN CHILE / PRINTED IN CHILE

    1ª edición, enero de 2013

    Queda prohibida la reproducción de este libro en Chile

    y en el exterior sin autorización previa de la Editorial.

    Para Carla y Lara

    Solidaridad con Chile

    La verdadera grandeza está sólo en el hombre,

    no en la obra ni en los resultados.

    Nicolás Gómez Dávila

    1

    Kerstin bajó del avión exhausta. Sin embargo, el cansancio del viaje se disipó rápidamente al recibir el primer abrazo del envolvente calor de febrero en Santiago.

    Era la primera vez que aterrizaba en el continente, aunque la imagen de Chile, a veces dulce, a veces amarga, la había acompañado desde que tenía veintitrés años. ¡Cuántas veces se había imaginado ese momento! Se lo había imaginado como no podía ser, con Marcelo esperándola a la salida, un abrazo por fin, como la última escena de una película extremadamente romántica.

    Pero la realidad era otra: Kerstin era una desconocida en esa ciudad. Tres décadas atrás había tenido contacto estrecho con chilenos pero a todos les había perdido el rastro.

    Mientras el taxista subía sus maletas al auto, Kerstin sacó de su cartera una libreta roja en que había anotado la dirección del hotel. Lo había elegido por su cercanía al Mapocho, reservando expresamente una habitación con vista al río. El taxista supo de inmediato de qué hotel se trataba y se puso en marcha.

    ­ –¿De dónde viene?–, le preguntó al poco rato por el camino.

    –De Munich–, respondió Kerstin, amable y distante a la vez. No tenía ganas de conversar. Quería estar sola con sus impresiones de la ciudad de la cual tanto había oído hablar en su juventud, observar las imágenes que pasaban a través del vidrio como las de una película sin editar. Desde la radio se escuchaban conversaciones, opiniones, música. Kerstin escuchaba con gusto. No entendía mucho pero no le importaba; hacía tiempo que no escuchaba hablar español con acento chileno.

    En el hotel la recibieron con amabilidad.

    –No se preocupe, yo le subo las maletas–, le ofreció un hombre joven, moreno, bajo, pero ella no quiso. Prefirió subir sus maletas ella misma, siempre lo había hecho así en los hoteles.

    Su habitación le gustó, era tal como se la había imaginado: con grandes ventanales y vista al río. El Mapocho real, en cambio, era más modesto, más angosto, más lechoso y oscuro que el de su imaginación. Kerstin se sentía cansada. Eran recién las diez de la mañana en Chile. Decidió recostarse a descansar un rato antes de salir.

    2

    Marcelo llegó el año 1975 a Munich. Kerstin estaba entonces en el sexto semestre de filosofía en la Universidad Ludwig-Maximilian y vivía en una comunidad con otros estudiantes en un departamento altbau en el barrio de Haidhausen. Eran los tiempos de la vehemencia política, de las opiniones sostenidas con ahínco, de la susceptibilidad por las injusticias del mundo, del ejército rojo alemán. Ella no era originaria de Munich sino de Dachau, una ciudad más pequeña y más provinciana, una especie de pueblo grande que tenía su propio monumento a la injusticia: los antiguos campos de concentración erigidos por los nazis para judíos, gitanos, homosexuales, comunistas. Muchas veces al año pasaba, con o sin querer, por ahí.

    El primer encuentro entre Kerstin y Marcelo tuvo lugar pocas semanas después de la llegada de Marcelo a la ciudad. Estaba sentado en un podio informativo en el aula de la Universidad junto a otros tres exiliados chilenos. Marcelo era el que más se destacaba entre ellos. Le impresionó su tono enfático, aunque ella no entendía nada de lo que él decía. El traductor se esforzaba por transmitir al alemán las palabras y emociones de los oradores con la mayor exactitud posible, pero éstos no se lo ponían nada fácil; hablaban rápido, con pocas pausas y se interrumpían unos a otros a cada rato. Apenas le daban tiempo para traducir. En ese primer momento no sintió nada especial por Marcelo. Mucho más que las personas, la conmovieron los testimonios que ellos daban sobre lo que estaba ocurriendo en Chile. Era la primera vez que Kerstin escuchaba semejantes testimonios entre sus contemporáneos. Cosas de crudeza similar habían ocurrido también en Alemania, pero eso pertenecía al tiempo de sus tíos mayores que vivieron la Segunda Guerra Mundial. En Chile todo eso sucedía en el presente. En el auditorio no cabía nadie más. Estaba repleto de estudiantes, profesores y otras personas que querían informarse, entender, participar, apoyar. Cuando llegó el momento de hacer preguntas, muchos alzaron la mano para pedir la palabra, Kerstin también la alzó. El traductor y moderador alemán se esforzó por ordenar la discusión, por dar a cada uno su espacio para comentar y preguntar. Cuando le llegó su turno a Kerstin, se puso de pie y preguntó a Marcelo cómo había logrado salir del país. Así comenzó todo. Marcelo tomó el micrófono para contestar la pregunta de la rubia sentada en una de las últimas filas y lo hizo con gusto. Contó que había partido primero a Argentina para no alejarse demasiado de su país y que para ello había contado con la ayuda de personas que estaban en Chile a las cuales no podía mencionar en ese podio para no perjudicarlas, "porque Pinochet tiene oídos por todas partes. Al poco tiempo de su estadía en Buenos Aires se dio cuenta de que allí tampoco se podía quedar por la alta inestabilidad política imperante: los militares argentinos estaban preparándose para seguir el ejemplo de sus colegas chilenos. Fui a la embajada de la República Federal en Buenos Aires porque mucha gente de mi partido se había venido para acá. Algunos estaban en Berlín, otros en Bremen, otros aquí en Munich", explicó. La gente del auditorio escuchaba con interés.

    La discusión fue larga, larguísima, el interés del público parecía inagotable, pero Marcelo ya no volvió a concentrarse del todo en la discusión; nuevos pensamientos comenzaron a distraerlo. Cuando el público por fin empezó a disgregarse, se le acercó. Aquella primera vez, la conversación fue corta, una especia de autopresentación y suscinto interrogatorio sobre ella. ¿Cómo te llamas?, ¿qué estudias? –el alemán de Marcelo no daba para más.

    Kerstin quiso saber cuánto tiempo llevaba en Alemania.

    –Dos meses–, contestó Marcelo. Después le contó en frases cortas y gramaticalmente correctas que había aprendido en el Instituto Goethe por gentileza del partido social demócrata –ellos le estaban financiando un curso de alemán para extranjeros y que algunos amigos y gente interesada en lo que pasaba en Chile se reunían los sábados en un restaurant español no lejos de Goetheplatz. –¿Quieres venir?–, la invitó. Kerstin aseguró que iba a hacer todo lo posible.

    Cuando entró al local, Marcelo estaba sentado en un especie de escenario improvisado tocando la guitarra y cantando con una voz agradable y melódica una canción en español. Fue la primera sorpresa de la noche. Le pareció bastante más atractivo que en la reunión política. La saludó desde lejos con un guiño y una sonrisa muy natural mientras cantaba. A Kerstin le gustó la familiaridad del ambiente en el local. Parecía que todos se conocían entre sí. Tuvo una vaga sensación de estar viviendo algo exótico. Se sentó cerca de la puerta en la única mesa desocupada que quedaba y se dedicó a observar la situación. Antes de entrar a la universidad apenas había oído hablar de, ¿Jile?, ¿Sile? No sabía exactamente cómo se pronunciaba. Ya se lo iba a preguntar a Marcelo.

    Cuando terminó su concierto privado, Marcelo le hizo una señal para que se fuera a sentar a su lado. Esa noche Kerstin conoció a los otros chilenos que habían participado en el podio y a muchos otros amigos y correligionarios de Marcelo, entre ellos Patricio, René y Sergio, con quienes tuvo bastante que ver durante los casi tres años que fue su amiga especial. No todos los presentes eran chilenos, había también alemanes, españoles y un austríaco risueño llamado Willy, a quien Marcelo le tenía especial simpatía. El tema de conversación en el local eran variaciones sobre la política chilena. A veces se hablaba en español y a veces en alemán. Cuando Kerstin no entendía, se dedicaba observar. Aunque entre las palabras que más sonaban estaban dictadura, patria y lucha, Kerstin sintió la fuerza de otros temas no explícitos en la conversación pero igualmente presentes: la amistad y la solidaridad. Junto con la nostalgia por Chile y la tristeza por lo que allí pasaba, se notaba en el ambiente un sentimiento de alegría por estar allí juntos. Kerstin se sintió contenta, contentísima de haber aceptado la invitación de Marcelo. No podía imaginarse otro lugar mejor para estar en ese momento. Ese chileno moreno de ojos más bien claros y labios gruesos tenía una radiación especial, un extraño don de convencimiento. Nunca había estado con un latinoamericano y nunca había soñado siquiera con estarlo, pero la idea no le molestaba. Sintió casi con sorpresa que todo en ella decía que sí.

    Cuando salieron del local más allá de las dos de la mañana, Kerstin había tomado tres vasos de vino tinto de la Rioja y se sentía liviana y feliz. Caminaron hacia el metro tomados de la mano como si eso fuera lo más natural del mundo. Poco antes de llegar a las escaleras mecánicas, Marcelo aprovechó la puerta entreabierta de un edificio en la Goethestraße para entrar con ella al hall oscuro y besarla. Kerstin se dejó llevar. Todo le parecía inesperado y hermoso, un momento especial, tan especial que mintió por primera vez en su vida, amparada por la sombra de ese escondite romántico, para no arruinarlo. Marcelo le preguntó si tenía pareja. La pregunta era evidente, en algún momento tenía que venir, sin embargo, no la esperaba allí. Dijo que no, lo cual no era verdad; pero decirle que sí tenía pareja, hubiera sido complicado. Hubiera tenido que explicarle que había alguien –Wolfgang– pero no se sentía realmente enamorada, que él le gustaba mucho más y que no se iba a demorar en terminar la otra relación para estar libre para él. Todo eso le parecía imposible de explicar con tres vasos de vino a cuestas y por temor a que Marcelo –con su nivel básico de alemán– no la entendiera. Simplemente le dijo que no, que estaba sola.

    Se despidieron en la estación de Max Weber Platz con la promesa de hablarse por teléfono durante la semana. Caminando hacia su departamento en la Kellerstraße, Kerstin sintió que algo nuevo e importante le había ocurrido, algo que la iba a tocar más profundo que lo que había habido hasta entonces en su vida.

    Lo primero que hizo al otro día fue llamar por teléfono a Wolfgang para decirle que la noche anterior se había enamorado de un chileno. Habló con una seguridad y un convencimiento que a él, su ex amigo desde ese momento –y a la vez compañero de universidad, le parecieron inusitados; tanto, que no le pidió más explicaciones.

    3

    Cuando abrió los ojos, le costó orientarse. Había dormido profundamente. Sus nuevas coordenadas aparecieron recién después de algunos segundos... Estaba en Santiago de Chile. Tenía hambre. Decidió darse una ducha corta y arreglarse para salir. Sacó de su maleta un vestido liviano de verano con un estampado armónico y juvenil en blanco y rojo, lo dejó en la cama y se metió al baño. La liviandad de la tela le dio gusto; había dejado un Munich nevado con temperaturas bajo cero. Cuando estuvo lista, llamó a la recepción y pidió un taxi. Su español no era malo, a pesar de que lo hablaba poco. Desde que se había separado de Marcelo, sólo lo había hablado en las vacaciones, cuando iba con su familia a Chipiona, cerca de Sevilla.

    –Al centro, por favor.

    –Me podría decir más o menos a dónde quiere ir?–, pidió el conductor.

    –A un restaurant– dijo Kerstin, manteniendo la misma vaguedad.

    –Restaurantes hay muchos por todas partes– apuntó el hombre, –¿quiere algo bonito, desde donde se pueda ver todo Santiago?

    –Sí, algo bonito–, contestó entusiasmada.

    –Entonces la llevó a Providencia, al restaurant giratorio. Desde allá arriba se aprecia toda la ciudad.

    Otra vez pasaron las imágenes de una película sin editar por la ventana del vehículo. La ciudad se veía más europea y más colorida que tres horas antes. Esta vez sí conversó con el taxista. Le contó –porque éste se lo preguntó– que venía de Alemania y que estaba de vacaciones en Chile.

    –Yo tengo un primo en Alemania–, comentó el taxista, –mi primo vive en una ciudad que se llama Hannover, la conoce?

    –Nunca he estado allí –, respondió Kerstin.

    –¿Es la primera vez que viene a Chile?

    –Sí, la primera vez.

    En el restaurant, un hombre joven y amable le asignó un lugar junto a la ventana y le llevó la carta. Al estudiarla, Kerstin reconoció nombres: las empanadas que no faltaban en las peñas de solidaridad, ensalada chilena con cilantro, pastel de choclo. Muchas imágenes aparecieron inevitablemente en su mente, como si de pronto algo las hubiera liberado. Kerstin las dejó venir. Se había preparado para ello. Le había prometido a su hermana Ingrid que no iba a dejar que los recuerdos recobraran el poder de hacerla sufrir. Eso ya había pasado. Tristeza y melancolía, sí, quizás, pero no dolor. De eso ya no más.

    Desde la ventana se veía el panorama esplendoroso de la ciudad con brillo veraniego. El río Mapocho estrecho y lechoso parecía dividir Santiago en dos partes desiguales. El paisaje sembrado de modernos edificios a un lado del río y manchas difusas de pobreza al otro. Las diferencias sociales siempre fueron un tema para los exiliados. En algún lugar allá abajo andarán Marcelo y todos los demás, pensó. Ordenó una empanada de carne de entrada, pastel de choclo de plato de fondo y una ensalada chilena y sacó en seguida un libro en español para leer mientras llegaba el pedido, un libro de Erasmo: Elogio de la Locura. Había leído ese libro en alemán en sus tiempos de universidad y quería leerlo de nuevo, este vez en español para repasar las ideas locas del humanista y al mismo tiempo practicar el idioma. Se acordaba de una frase que había quedado dando vuelta en su memoria como el refrán de una canción... "la prudencia exagerada es una imprudencia, o algo así. Pero no se pudo concentrar en la lectura porque la conversación de la mesa vecina la distrajo. ¡Cuánto tiempo que no escuchaba la palabra huevón"! Marcelo la decía a cada rato cuando conversaba con René o con sus

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