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Fábulas de un Cuentacuentos
Fábulas de un Cuentacuentos
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Libro electrónico158 páginas1 hora

Fábulas de un Cuentacuentos

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Fábulas de un Cuentacuentoss es un libro de cuentos cortos. Lo que distingue a este libro es el flujo y la facilidad con la que el autor lleva a sus lectores a un viaje de sentimientos humanos, una búsqueda de encuentros perspicaces y armoniosos con fenómenos naturales. Si bien cada historia es independiente de la otra, de alguna manera, cuando el lector termina el libro. Todos los cuentos se funden en una experiencia estimulante.

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento19 ene 2020
ISBN9781071526958
Fábulas de un Cuentacuentos

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    Fábulas de un Cuentacuentos - Khaled Saeed

    Prólogo

    El sol esplendoroso hacía infinitos espejismos en la arena. Me atemorizaba decepcionarme y darme cuenta que no existía ningún Oasis en el horizonte, por eso nunca sabía si confiar en esas ilusiones ópticas, pero siempre me sentía atraído hacia ellas.

    Había dejado la carretera, tomando un atajo a través del desierto, pero pronto me había perdido en camino y me hallaba vencido por mi imprudencia, ese deseo natural en mí por perderme en tierras salvajes. Dentro de lo más profundo, buscaba la armonía con la naturaleza y estar con aquellos que fueron olvidados dentro de un túnel del tiempo. Y esos vacíos me ofrecían la posibilidad de hallar una salida.

    A lo largo de la suave arena, mi todoterreno dejaba rastro. Envolví mi cabeza y cuello con un pañuelo, una manera práctica y útil de protegerme del sol abrasador y de la fina y peligrosa arena. Mientras mi auto descendía de una de las dunas interminables, vi una larga y oscura tienda de campaña a la derecha y me dirigí hacia ella.

    Al acercarme, pude ver una casa de adobe atrás de la tienda de campaña. Había un campamento beduino, el hogar de los nómadas del desierto. Algunos niños me saludaban y señalaban, luego vi a un hombre curioso salir de la tienda.

    La gente que vive en la jungla suele ser cautelosa con los extraños y con el sol ardiente en los ojos de un nómada. Sabía que para ese hombre sería difícil identificar mis intenciones. Me quité el pañuelo  del rostro y maneje hasta ver el sol. Al ver mi expresión y debido a la velocidad de mi automóvil, el hombre iba a decidir si merecía ser atacado o si podrían darme un refugio. Aún más importante, confiaría en su aguda intuición, en sus corazonadas.

    El hombre no cubrió sus ojos. Como los halcones que él entrenaba para cazar. Sabía que él estaría viendo a través de la arena del desierto para determinar si yo era un amigo o enemigo. Sin embargo, el llevar descubierto mi rostro era un indicio de mis buenas intenciones. A pocos pasos de él, detuve el auto y empecé a caminar hacia él. Como yo llevaba puestos unos pantalones de mezclilla, sabía que era un forastero. Por eso mismo, él notó fácilmente que yo no llevaba ningún arma.

    El hombre llamó a un niño para que le quitara el arma que llevaba en su espalda. Fue un gesto amable, pues significaba que ya no me vería más como un delincuente potencial.

    La paz sea contigo, le saludé

    La paz sea contigo también respondió con modestia y sin preguntarme nada más, me guio hacia su tienda.

    Al entrar, vi alrededor y me sentía maravillado mientras observaba el esfuerzo visible con el cual debió haberse tejido esa tienda. Imaginaba esos dedos envejecidos y agrietados entrelazando gruesos hilos por innumerables días y noches. Me preguntaba si las mujeres, que pacientemente habían tejido, se sentían exhaustas desde el principio al hacer esta tarea o se sentían exaltadas al haber terminado su labor.

    El hombre me sirvió primero una pequeña taza de café árabe y me trajo agua después. Un sediento viajero había consumido impulsivamente grandes cantidades de agua y aunque beber café puede causar cierto malestar, eso no me impidió conservar el líquido vital.

    Una vez satisfecho me sentí cómodo, pero luego de ese prudente intervalo, el hombre colocó un cojín en su espalda; yo sabía que el momento de las preguntas había llegado:

    ¿Qué te trae por aquí, mi hermano?

    Su dedo índice rozaba suavemente su barba recortada. En su mundo, el afecto era una cortesía, no precisamente una señal de familiaridad.

    Soy un viajero que perdió su camino cuyo destino es ser tu huésped.

    Un huésped es una bendición de Dios,  estaré honrado de tenerte aquí.

    Eres noble y cortés, respondí sinceramente.

    Él aceptó mis palabras de gratitud deteniéndose un poco para luego continuar: Evidentemente eres un extraño en estas tierras, ¿A qué te dedicas, mi honorable huésped?

    Vuelo a través de los cielos, cruzo los mares y busco las montañas.

    Él asintió con su cabeza reflexivamente: ¿Y hacia dónde te diriges?

    Voy hacia el Oeste.

    Sí, he escuchado que ahí hay lujos y riquezas.

    He escuchado eso también, respondí.

    Nos sentamos en silencio por un instante y luego él me sonrió: Eres un vagabundo, pero no todos los que vagan están perdidos. Cena con nosotros esta noche, podríamos alabar a Dios, pues sus bendiciones son numerosas.

    Posiblemente Dios te recompensará. Acepto, no solamente por cortesía, sino porque quiero permanecer aquí.

    Después de dar indicaciones a su familia para hacer los arreglos necesarios, él regreso a la tienda por una jarra de té:

    ¿Qué buscas a través de tus viajes?, me preguntó luego darme una taza de té.

    Incluso los nómadas siempre tienen un propósito al viajar, puedo entender su interés genuino por saber la razón de mi viaje:

    Espero aprender..., de la gente que encuentro casualmente en cada lugar y de la naturaleza misma, respondí.

    ¿Observándolos?

    No. Sintiéndolos.

    "Bien... el conocimiento nos acerca a Dios. Y después del aprender, ¿Qué harás, mi hermano?

    Me convertiré en un narrador de historias.

    ¿Las personas en el lugar de dónde vienes aún escuchan historias?

    No precisamente. Ahora las leen.

    ¿Pero por qué te quieres convertir en un narrador de historias?, preguntó con curiosidad.

    Alguien tiene que hacerlo.

    En la tierra donde él vivía, un narrador de historias era un huésped bienvenido. Sus ojos destellaban ante la idea de escuchar mis cuentos.

    Qué Dios te ayude. ¿Me contarías alguna de tus historias? preguntó ansiosamente, y enrolló un poco de tabaco en un papel.

    Internos

    Su patada fue particularmente brutal esta mañana.

    En este frío y amargo amanecer, el dolor resonaba por todo mi cuerpo hambriento.

    ¡Levántate y muévete! Me dijo el policía con desprecio, alejándose.

    Si señor, mascullé entre dientes.

    La calle es una buena maestra. Pronto aprendí que para un vagabundo sin hogar, el ego y la moralidad son lujos inasequibles. Otra rápida lección fue evitar ver a través de los espejos, para que la realidad amarga no te aplaste.

    Para subsistir, había que despojarse de las emociones y quejarse resultaba inútil. La gente no te veía como un ser humano. Para ellos, no existías.

    Existir significaba aceptar cada día como venía, esperando que esa vida no se te escapara al caer la noche.

    Sin embargo, quejarse no servía de nada, por eso cada vez que lo hacía, me levantaba y seguía.

    Nunca tuve que ver hacia atrás para ver si dejaba algo. No llevar a cuestas la carga de las posesiones materiales, ayudaba. No temes perder lo que nunca has tenido.

    Pero aún poseía mi cuerpo y sentía dolor en el abdomen. Como aún cojeaba hacia la cocina donde servían sopa caliente gratis en las mañanas, era difícil saber qué era más doloroso, si el hambre o la patada.

    Una vez, el dueño de la tienda de sopas había vivido sin hogar, como nosotros, pero nunca se olvidó de las calles cuando su vida cambió. Pero ciertamente los tiempos también cambian para el resto de nosotros. Nadie nació sin hogar, nadie nació siendo vagabundo.

    Sí, había ocasiones cuando los tiempos cambiaban.

    Sentado en una banca, sentí el calor del vapor ascender de mi taza y desaparecer en el aire frio. Como yo, la persona sentada a mi lado había puesto sus manos alrededor de la taza para calentarse. 

    La llamábamos Tía, pero eso no tenía nada que ver con la edad. La edad era otro hito que no importaba en las calles.

    Excavó entre su abrigo y tomó una hoja de periódico cuidadosamente doblada que contenía pedazos de pan, y sin verme, se deslizó hacia mí.

    Otro día había comenzado.

    El bullicio de las calles contrastaba con el frío y solitario amanecer hace apenas un rato. La mañana se sentía más cálida cuando las temperaturas no aumentaban tanto. Parece que la sola presencia de las personas hacía la diferencia.

    Lo frío del hielo del pavimento gradualmente descendía de mis huesos y empezaba a sentir como el calor de la vida se filtraba. Pensaba si alguien había notado el cambio.

    Al desaparecer la noche, un grupo de jóvenes se dispersaba. Ellos acecharían los locales nocturnos para vender drogas o desencadenar la violencia en contra de aquellos que buscaban indulgencias en la oscuridad de la noche, una lógica retorcida.

    Al caer la mañana, empezaba a desplazarse por las calles un grupo de personas que no eran de los nuestros y nunca lo habían sido. Los nombramos Los Internos.

    Ellos aparecían por las mañanas, provenían de lugares desconocidos y desparecían al caer la noche. Algunos se movían como si fueran carteristas o mendigos, otros hacían chanchullos a escondidas. Y luego había músicos extraños cuyos sueños de gloria se habían hecho añicos.

    A diferencia de nosotros, ellos tomaban las calles para vivir, no para sobrevivir. Pretendiendo no ser conscientes de los alrededores, sus ojos lanzaban miradas furtivas a los rostros lejanos y cercanos, buscando víctimas potenciales.

    Eso es lo que los alejaba. Porque, para nosotros, ver para todos lados no era necesario, podríamos percibir gente y lugares sin ver.

    En una ocasión, pudimos observar por única vez la presencia de Los Internos en la noche, agarrando botellas medio vacías o luciendo drogados y aturdidos. Inconscientemente, se

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