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Leonardo Da Vinci - El genio divino
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Libro electrónico293 páginas3 horas

Leonardo Da Vinci - El genio divino

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¿La fuerte vocación de Leonardo hacia la investigación científica le resultó una ayuda o un estorbo en sus logros como artista? Es común que se le mencione como un ejemplo de las posibilidades que existen cuando se unen las artes y las ciencias. En él, se dice, el genio activo recibió un nuevo impulso a través de sus facultades analíticas; la razón reforzó la imaginación y las emociones. […] Profundo conocedor y creador incomparable, es el único hombre en la historia de la humanidad que ha penetrado en la belleza más resplandeciente y que ha unido la ciencia de Aristóteles con el arte de Fidias.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento9 dic 2019
ISBN9781644617304
Leonardo Da Vinci - El genio divino

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    Leonardo Da Vinci - El genio divino - Eugène Müntz

    Notas

    Autorretrato, c. 1512. Tiza roja en papel, 33,3 x 21,3 cm. Biblioteca Reale, Turín.

    Prólogo

    No hay nombre más ilustre en los anales del arte y de la ciencia que el de Leonardo da Vinci. Sin embargo, este distinguido genio carece aún de una biografía en la que se conjunte toda su infinita variedad de conocimientos. La gran mayoría de sus dibujos nunca se han publicado. Ningún crítico ha intentado todavía catalogar y clasificar estas obras maestras del buen gusto y el sentimiento. Fue a esta parte de la tarea a la que me dediqué primero. Entre otros resultados, le ofrezco ahora al público el primer catálogo descriptivo y crítico de la incomparable colección de dibujos que se encuentran en el Castillo de Windsor, que pertenece a Su Majestad, la Reina Isabel II.

    Entre los muchos volúmenes previos dedicados a Leonardo, los estudiosos buscarán en vano detalles sobre el origen de sus pinturas y el proceso por el cual cada una pasó del boceto primario a la ejecución final. Leonardo, como se demuestra de forma concluyente en mi investigación, logró alcanzar la perfección sólo a fuerza de un trabajo infinito. Fue debido al trabajo inicial realizado con tanta minuciosidad, con el ardiente deseo de lograr algo perfecto, que la Virgen de las rocas, la Mona Lisa y Santa Ana son obras tan llenas de vida y elocuencia.

    Sobre todo, se requirió del resumen y análisis de los manuscritos científicos, literarios y artísticos, cuya publicación completa iniciaron, en nuestra propia generación, estudiosos como Richter, Charles Ravaisson-Mollien, Beltrami, Ludwig, Sabachnikoff y Rouveyre, y los miembros de la Academia romana de Lincei.

    Gracias a un examen metódico de estas monografías sobre el maestro, creo haber podido penetrar más profundamente que mis predecesores en la vida interior de uno de los personajes que más admiro. Me gustaría dirigir especialmente la atención de mis lectores a los capítulos que tratan de la actitud de Leonardo hacia las ciencias ocultas, de la importancia del maestro en el campo de la literatura, de sus creencias religiosas y principios morales, así como de sus estudios de modelos antiguos, mismos que, como se verá, anteriormente eran motivo de controversia. He intentado además reconstruir la sociedad en la que vivió y trabajó el maestro, en especial la corte de Ludovico el Moro en Milán, el interesante y sugerente centro al que puede referirse la evolución general del Renacimiento italiano.

    Largas horas de lectura me han permitido encontrar un nuevo significado en más de una de sus pinturas y dibujos, así como descubrir la verdadera aplicación de más de una nota en sus manuscritos. Sin embargo, no me ufano de haber resuelto todos los problemas. Una empresa del calibre de ésta a la que me he dedicado exige la colaboración de toda una generación de estudiosos. El esfuerzo individual no es suficiente. Por lo menos puedo decir que he discutido opiniones que no pueden compartirse con moderación y cortesía y esto deberá granjearme cierta indulgencia por parte de mis lectores.

    Me queda el grato deber de agradecer a numerosos amigos y corresponsales que han sido tan amables de ayudarme en el curso de mis largas y laboriosas investigaciones. Aunque son demasiados para mencionarlos individualmente, he cuidado de que quede asentada la deuda que tengo con cada uno de ellos, en la medida de lo posible, dentro del volumen mismo.

    Virgen con una flor (La Virgen Benois), 1475-1478. Óleo sobre tela transferido sobre madera, 49,5 x 33 cm. Museo del Hermitage, San Petersburgo.

    Infancia de Leonardo y sus primeras obras

    El pintor de La Última Cena y de La Gioconda, el escultor de la estatua ecuestre de Francesco Sforza, el sabio genial, nace en 1452 en la orilla derecha del Arno, en Empoli, entre Florencia y Pisa. El caserío de Vinci, donde vio la luz, se encuentra como perdido en los pliegues y repliegues que forman el Monte Albano. Por un lado, la llanura, con el río, tan pronto seco como haciendo correr ruidosamente sus aguas amarillentas; por otro, el paisaje más accidentado de montículos sin fin, cubierto de villas; después, de vez en cuando, algún macizo más importante cuya cima pelada se cubre, al ponerse el sol, de reflejos violáceos.

    La patria de Leonardo era entonces tal como la vemos hoy: una naturaleza severa más bien que risueña y exuberante; un terreno rocoso bordeado de muros interminables, por encima de los cuales, en la vecindad de las casas, escapan algunas ramas de rosales; como vegetación, viñedos y olivares. Aquí y allá una villa, una casita, una granja; desde lejos, el edificio parece riente, con sus muros amarillos y sus ventanas verdes; pero al entrar en él, no se halla más que desnudez y pobreza; paredes cubiertas de un simple revoque; argamasa o ladrillos a modo de piso; pocos muebles y de los más modestos; ni tapices ni colgaduras; nada que despierte la idea del bienestar, por no decir del lujo; ninguna precaución, en fin, contra el frío, que es muy intenso en esos parajes durante los largos meses de invierno.

    En esas alturas se ha desarrollado una raza sobria, laboriosa, ágil, tan lejos de la despreocupación romana, del misticismo de la Umbría, como de la neurosis napolitana. Los agricultores forman allí la inmensa mayoría; los raros artesanos de esas regiones no trabajaron más que para las necesidades locales. En cuanto a los espíritus más ambiciosos, el horizonte era demasiado limitado en torno al campanario y han ido a buscar fortuna a Florencia, Pisa o Siena.

    Algunos biógrafos modernos nos hablan del castillo en el que Leonardo ha visto por primera vez la luz del mundo; citan, además, al preceptor de la familia, la biblioteca donde el niño encontró un primer alimento para su curiosidad; ¿qué más? Eso es leyenda, proclamémoslo bien alto, no historia.

    Existía ciertamente en Vinci un castillo, pero era una fortaleza, una ciudadela ocupada por los florentinos. En cuanto a los padres de Leonardo, no ocupaban más que una casa, muy modesta ciertamente, y no se sabe con seguridad si se encontraba en el pueblo mismo de Vinci o un poco más lejos, en la aldea de Anchiano. La servidumbre, a su vez, no comprendía más que una fante, es decir, una criada, con una remuneración de ocho florines anuales.

    Si hubo una familia extraña al cultivo de las artes, fue precisamente la de Leonardo. De cinco de sus ascendientes del lado paterno, cuatro habían desempeñado la función de notarios, y esos honorables funcionarios ministeriales habían conservado el prefijo ser, que corresponde al francés maître: fueron el padre del artista, su bisabuelo, su tatarabuelo y el padre de este último. No nos asombremos de ver a este espíritu independiente por excelencia desarrollarse en un estudio repleto de expedientes polvorientos. Los notarios italianos no se parecían a los típicos escribanos llevados a la escena por los dramaturgos modernos: en el siglo XIII, Benetto Latini, el maestro de Dante, pecó contra la primera condición de la gravedad pedantesca que estamos habituados a atribuir a sus colegas. En el siglo siguiente, otro notario, ser Lappo Mazzei de Prato, se hizo conocer por sus cartas escritas en el más puro idioma toscano y ricas en detalles agudos sobre las costumbres de sus contemporáneos. En el siglo XV, en fin, el notario de Nantiporta redactó una crónica sobre la corte romana, a veces poco edificante. Recordemos que Brunelleschi y Masaccio tuvieron también por padres a notarios.

    Se ve a la Providencia -escribe uno de ellos- hacer llover los dones más preciosos sobre ciertos hombres, a menudo con regularidad, a veces con profusión; se la ve reunir sin medida en un mismo ser la belleza, la gracia, el talento, y llevar cada una de esas cualidades a tal perfección que, hacia donde quiera que se vuelva ese privilegiado, cada una de sus acciones es en tal modo divina que, superando a todos los demás hombres, sus cualidades aparecen como lo que son en realidad, como concedidas por Dios y no adquiridas por industria humana. Es lo que se ha podido ver en Leonardo da Vinci, que unió a una belleza física por encima de todo elogio, una gracia infinita en todos sus actos; en cuanto a su talento, era tal que resolvía sin esfuerzo no importa qué dificultad que se presentase a su espíritu. La destreza se unía en él a una fuerza muy grande; la inteligencia y el valor tenían en él algo de regio y de magnánimo. En fin, su reputación creció de tal manera que, difundida por todas partes mientras vivía, se extendió más todavía después de su muerte.

    El historiador del arte Giorgio Vasari, a quien debemos esta elocuente evocación, termina con una expresión -intraducible- para pintar la majestad de la figura: "Lo splendor dell’aria sua, che bellissimo era, risseneneva ogno animo mesto".

    Leonardo había recibido de la naturaleza una fuerza poco común: retorcía un badajo o una herradura como si fuesen de plomo.

    Una especie de fallo, sin embargo, acompañaba sus aptitudes extraordinarias: era zurdo; sus biógrafos lo afirman formalmente. En su vejez la parálisis acabó también por hacerle perder completamente el uso de la mano derecha.

    Las facultades del espíritu no perjudicaban en nada las cualidades del corazón. Lo mismo que Rafael de Urbino, Leonardo se distinguía por una bondad infinita; lo mismo que él, testimoniaba interés y prodigaba afecto hasta a los seres privados de inteligencia. Cuenta Vasari que había tanta seducción en sus modales y en su conversación, que ganaba todos los corazones. Así, sin poseer en cierto modo nada propio, y trabajando poco, hallaba modo de tener siempre criados y caballos. Quería mucho a éstos, como, en términos generales, a todos los animales; les cuidaba y enjaezaba con tanto amor como paciencia. A menudo, al pasar por lugares donde se vendían pájaros, los compraba y les devolvía la libertad sacándolos él mismo de la jaula. Uno de sus contemporáneos, Andrea Corsali, desde lo profundo de la India, escribía en 1515 a Giulio de Medicis que lo mismo que nuestro Leonardo da Vinci, los habitantes de esas regiones no permitían causar daño a ningún ser animado. Esa necesidad de cariño, esa liberalidad, ese hábito de considerar a sus discípulos como su familia son rasgos que acercan a Leonardo y Rafael, y que diferencian a ambos de Miguel Ángel, el artista misántropo, solitario y enemigo de fiestas y placeres. Desde el punto de vista de la prosecución de su carrera, Rafael, en cambio, se acerca a Miguel Ángel mucho más que a Leonardo. Éste representa la despreocupación, el laisser-aller. Rafael prepara con un esmero extremo su porvenir; es a la vez laborioso y hábil, se ocupa desde muy pronto de establecer las bases de su fortuna; mientras que Leonardo vive al día y subordina su vida a las exigencias de la ciencia.

    Leonardo da Vinci y Andrea del Verrocchio, La Virgen con el Niño y ángeles, c. 1470. Témpera sobre panel de madera, 96,5 x 70,5 cm. National Gallery, Londres.

    La Virgen del Clavel, c. 1470. Óleo sobre panel de madera, 62 x 47,5 cm. Alte Pinakothek, Múnich.

    Desde el comienzo, el niño -y al respecto no vacilaremos en dar fe al testimonio de Vasari- mostró unas ganas desmesuradas, a veces incluso desordenadas, de saberlo todo; habría hecho los mayores progresos a no ser por la inestabilidad de su humor: comenzaba con ardor a estudiar una ciencia tras otra, iba desde el primer impulso al corazón del asunto, pero abandonaba con la misma facilidad el trabajo comenzado. En los pocos meses que dedicó a la aritmética, o más bien a las matemáticas, conquistó tal superioridad que confundía a cada instante a su maestro, poniéndole en apuros. La música no le atrajo menos, sobresalió singularmente en el manejo del laúd; ese instrumento le sirvió después para acompañar los cantos que improvisaba.[1] En una palabra, como otro Fausto, quiso recorrer el vasto ciclo de los conocimientos humanos y, no contento con haber asimilado las invenciones realizadas por sus contemporáneos, quiso vincularse directamente con la naturaleza para volver todavía al campo de la ciencia.

    Acabamos de indicar las raras aptitudes del niño de genio, la variedad de sus gustos y de sus conocimientos; después de haberle mostrado sobresaliente en todos los ejercicios del cuerpo, en todas las luchas del espíritu, es hora de ver el uso que ha hecho de dones tan extraordinarios. Desde muy temprano se acentuó en él una facultad suprema, a pesar de su universalidad precoz: me refiero a una vocación poderosa, irresistible, por el arte del dibujo. Al estudiar sus primeras producciones originales descubrimos que, mucho más que Rafael, Leonardo ha sido un prodigio. Las investigaciones más recientes han mostrado lo lento y penoso que fue el desarrollo del artista de Urbino, la dura labor que le fue necesaria antes de dominar su materia. En Leonardo no ocurre nada parecido. Desde el primer día se afirma con una autoridad y una originalidad admirables. No es que el trabajo fuese fácil para él: nadie producía con más lentitud. Pero su visión era de tal manera personal que, en lugar de ser discípulo de sus maestros, se convirtió en el iniciador de éstos.

    El padre de Leonardo parece haber residido más a menudo en Florencia que en Vinci, y es seguramente en la capital toscana, no en la oscura aldehuela de los alrededores de Empoli, donde se manifestaron las brillantes disposiciones de su hijo. Se ha logrado determinar el emplazamiento de la casa de los Da Vinci: estaba situada sobre la plaza de San Firenze, exactamente en el lugar donde se levanta hoy el palacio Gondi, y desapareció a fines del siglo XV.

    No trataré de mostrar aquí lo que fue Florencia durante ese período de hundimiento político, de prosperidad industrial y comercial, de sobreexcitación literaria, científica y artística. Entre mis lectores, varios -quizá- recuerdan publicaciones más antiguas, principalmente Precursores del Renacimiento, donde he trazado un cuadro, que creo bastante completo, de la vida intelectual a orillas del Arno en tiempos de Lorenzo el Magnífico.

    Hacia la época en que los Da Vinci se establecieron en Florencia, la escuela florentina había llegado a esa crisis en que es preciso renunciar o renovarse. La revolución inaugurada por Brunelleschi, Donatello y Masaccio había dado todo lo que era capaz de dar; vemos así a sus sucesores del último tercio del siglo XV flotar entre la imitación y el amaneramiento, impotentes como eran para fecundar una herencia en lo sucesivo gastada. En la arquitectura, cualquiera que fuese el talento de los Sangallo, el cetro no tardó en pasar a manos del urbinense Bramante, después a las de los representantes de la alta Italia: Vignolo, que nació cerca de Modena; Serlio, cuya patria fue Bolonia; Palladio, el más célebre de los hijos de Vicente. En la escultura, después de Verrocchio y Pollaiuolo, destacará un solo florentino; es verdad que se llama Miguel Ángel, pero a su alrededor ¡qué mediocridad y cómo se siente que está a punto de ser pronunciada aquí la última palabra!

    Como en todas las épocas en que la inspiración se debilita, reinaba entonces en los talleres florentinos un espíritu de discusión, de crítica extrema, propia ante todo para desalentar. Al no poder producir obras sencillas y de vigor como los gloriosos maestros de la primera mitad del siglo, los Masaccio, los fra Angélico, los Piero della Francesca, incluso los Andrea del Castagno, cada pintor trataba de hacer algo nuevo, algo extraordinario -"terribilitá" es la palabra con que Vasari designa esa preocupación-, de esa manera se colocaban por encima de la crítica. Nada más amanerado que esas pinturas florentinas de finales del siglo XV; se daría de buena gana toda la ciencia de un Pollaiuolo por un poco de inspiración. En materia de belleza femenina, el ideal era un tipo lacerado, mórbido, con caras pálidas y delgadas, de pupilas embotadas y mirar velado, de sonrisa entristecida; si seducen a pesar de la incorrección de las líneas, es porque reflejan un último rayo de la poesía mística de la Edad Media. Ese ideal, tan alejado de las figuras robustas y casi viriles de Masaccio, de Piero della

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