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Leonardo Da Vinci - Artista, Pintora del Renacimiento
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Libro electrónico444 páginas6 horas

Leonardo Da Vinci - Artista, Pintora del Renacimiento

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¿La fuerte vocación de Leonardo hacia la investigación científica le resultó una ayuda o un estorbo en sus logros como artista? Es común que se le mencione como un ejemplo de las posibilidades que existen cuando se unen las artes y las ciencias. En él, se dice, el genio activo recibió un nuevo impulso a través de sus facultades analíticas; la razón reforzó la imaginación y las emociones. […] Profundo conocedor y creador incomparable, es el único hombre en la historia de la humanidad que ha penetrado en la belleza más resplandeciente y que ha unido la ciencia de Aristóteles con el arte de Fidias.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 dic 2022
ISBN9781785256530
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    Leonardo Da Vinci - Artista, Pintora del Renacimiento - Eugène Müntz

    1. Autorretrato, c. 1512. Tiza roja en papel, 33,3 x 21,3 cm. Biblioteca Reale, Turín.

    Prólogo

    No hay nombre más ilustre en los anales del arte y de la ciencia que el de Leonardo da Vinci. Sin embargo, este distinguido genio carece aún de una biografía en la que se conjunte toda su infinita variedad de conocimientos. La gran mayoría de sus dibujos nunca se han publicado. Ningún crítico ha intentado todavía catalogar y clasificar estas obras maestras del buen gusto y el sentimiento. Fue a esta parte de la tarea a la que me dediqué primero. Entre otros resultados, le ofrezco ahora al público el primer catálogo descriptivo y crítico de la incomparable colección de dibujos que se encuentran en el Castillo de Windsor, que pertenece a Su Majestad, la Reina Isabel II.

    Entre los muchos volúmenes previos dedicados a Leonardo, los estudiosos buscarán en vano detalles sobre el origen de sus pinturas y el proceso por el cual cada una pasó del boceto primario a la ejecución final. Leonardo, como se demuestra de forma concluyente en mi investigación, logró alcanzar la perfección sólo a fuerza de un trabajo infinito. Fue debido al trabajo inicial realizado con tanta minuciosidad, con el ardiente deseo de lograr algo perfecto, que la Virgen de las rocas, la Mona Lisa (véase el vol. II) y Santa Ana son obras tan llenas de vida y elocuencia.

    Sobre todo, se requirió del resumen y análisis de los manuscritos científicos, literarios y artísticos, cuya publicación completa iniciaron, en nuestra propia generación, estudiosos como Richter, Charles Ravaisson-Mollien, Beltrami, Ludwig, Sabachnikoff y Rouveyre, y los miembros de la Academia romana de Lincei.

    Gracias a un examen metódico de estas monografías sobre el maestro, creo haber podido penetrar más profundamente que mis predecesores en la vida interior de uno de los personajes que más admiro. Me gustaría dirigir especialmente la atención de mis lectores a los capítulos que tratan de la actitud de Leonardo hacia las ciencias ocultas, de la importancia del maestro en el campo de la literatura, de sus creencias religiosas y principios morales, así como de sus estudios de modelos antiguos, mismos que, como se verá, anteriormente eran motivo de controversia. He intentado además reconstruir la sociedad en la que vivió y trabajó el maestro, en especial la corte de Ludovico el Moro en Milán, el interesante y sugerente centro al que puede referirse la evolución general del Renacimiento italiano.

    Largas horas de lectura me han permitido encontrar un nuevo significado en más de una de sus pinturas y dibujos, así como descubrir la verdadera aplicación de más de una nota en sus manuscritos. Sin embargo, no me ufano de haber resuelto todos los problemas. Una empresa del calibre de ésta a la que me he dedicado exige la colaboración de toda una generación de estudiosos. El esfuerzo individual no es suficiente. Por lo menos puedo decir que he discutido opiniones que no pueden compartirse con moderación y cortesía y esto deberá granjearme cierta indulgencia por parte de mis lectores.

    Me queda el grato deber de agradecer a numerosos amigos y corresponsales que han sido tan amables de ayudarme en el curso de mis largas y laboriosas investigaciones. Aunque son demasiados para mencionarlos individualmente, he cuidado de que quede asentada la deuda que tengo con cada uno de ellos, en la medida de lo posible, dentro del volumen mismo.

    2. Virgen con una flor (La Virgen Benois), 1475-1478. Óleo sobre tela transferido de madera, 49,5 x 33 cm. Museo del Hermitage, San Petersburgo.

    Infancia de Leonardo y sus primeras obras

    Leonardo da Vinci es el representante más completo del espíritu nuevo, la más alta personificación de la alianza del arte y la ciencia: pensador, poeta, fascinador sin rival. Al recorrer su obra, de una incomparable variedad, hasta en sus fantasías se encuentran -para emplear, ligeramente modificada, la feliz expresión de Edgard Quinet- las leyes del Renacimiento italiano y la geometría de la belleza universal.

    Si además de un pequeñísimo número de composiciones terminadas -La Virgen de las rocas, La Última Cena, Santa Ana, La Gioconda-, la obra pictórica o escultórica del maestro ofrece fragmentos maravillosos, su obra dibujada nos adentra en toda la ternura de su corazón, en la riqueza austera de su imaginación. Acerca de ese aspecto conviene insistir en primer lugar.

    Dos períodos de la vida humana han llamado particularmente su atención: la adolescencia y la vejez -la infancia y la edad madura le preocuparon con menor intensidad-. Así, nos ha dejado una larga serie de tipos de adolescentes soñadores y entusiastas.

    No conozco en el arte moderno figuras más verdaderamente libres, altivas, espontáneas y, digamos la palabra, más divinas, para oponer a las maravillas del arte antiguo. Aladas, diáfanas y, sin embargo, llenas de verdad, evocan, gracias al genio de Leonardo, regiones más perfectas que aquellas a las que tienen por misión llevarnos. Tomemos en el Museo del Louvre dos cabezas que forman pareja: una ilustra la belleza antigua; otra, la belleza propia de los hombres del Renacimiento. La primera representa a un adolescente con el perfil limpio y puro como un camafeo griego, con el cuello desnudo, los largos cabellos artísticamente rizados y ceñidos por una corona de laurel. La segunda nos ofrece la misma fisonomía, pero adaptada a lo italiano, con más vida y fogosidad: una pequeña toca en la cabeza, coquetamente llevada; en los hombros, indicios de un jubón. El historiador Séailles[1] ha mostrado en Leonardo al verdadero precursor de Bacon. Algunos hombres geniales -Arquímedes, Cristóbal Colón, Copérnico, Galileo, Harvey, Pascal, Newton, Lavoisier, Cuvier- han vinculado sus nombres a descubrimientos más ruidosos. Pero ¿alguno de ellos ha reunido esa universalidad de condiciones innatas, ha mostrado una curiosidad tan apasionada, un ardor tan penetrante en el estudio de las disciplinas más variadas, ha tenido esos relámpagos de genialidad y esa intuición reveladora de los vínculos ignorados entre hechos susceptibles de ser agrupados en una visión de conjunto? No se podrá menos que deplorar la especie de pudor y de repulsión que le inspiraba la imprenta. Si sus escritos hubiesen sido publicados, se habría adelantado un siglo el desarrollo de las ciencias. Mientras un cualquiera, como su amigo fra Luca Pacioli, se presenta ante el público llevando en la mano varios volúmenes en bellas letras de molde, Leonardo, por timidez o por orgullo, quedó completamente inédito hasta el último suspiro.

    He aquí, en rápidas pinceladas, algunos de los rasgos que han hecho de Leonardo, junto a Miguel Ángel y Rafael, el gran maestro del sentimiento, del pensamiento y de la belleza.

    Es hora ya de emprender detalladamente el análisis de tantas maravillas; diría de tantos esfuerzos supremos, si la obra de Da Vinci no fuese tan sana, tan normal, tan profundamente vívida.

    Empecemos por estudiar los orígenes y los inicios de este taumaturgo.

    El pintor de La Última Cena y de La Gioconda, el escultor de la estatua ecuestre de Francesco Sforza, el sabio genial, nace en 1452 en la orilla derecha del Arno, en Empoli, entre Florencia y Pisa. El caserío de Vinci, donde vio la luz, se encuentra como perdido en los pliegues y repliegues que forman el Monte Albano. Por un lado, la llanura, con el río, tan pronto seco como haciendo correr ruidosamente sus aguas amarillentas; por otro, el paisaje más accidentado de montículos sin fin, cubierto de villas; después, de vez en cuando, algún macizo más importante cuya cima pelada se cubre, al ponerse el sol, de reflejos violáceos.

    La patria de Leonardo era entonces tal como la vemos hoy: una naturaleza severa más bien que risueña y exuberante; un terreno rocoso bordeado de muros interminables, por encima de los cuales, en la vecindad de las casas, escapan algunas ramas de rosales; como vegetación, viñedos y olivares. Aquí y allá una villa, una casita, una granja; desde lejos, el edificio parece riente, con sus muros amarillos y sus ventanas verdes; pero al entrar en él, no se halla más que desnudez y pobreza; paredes cubiertas de un simple revoque; argamasa o ladrillos a modo de piso; pocos muebles y de los más modestos; ni tapices ni colgaduras; nada que despierte la idea del bienestar, por no decir del lujo; ninguna precaución, en fin, contra el frío, que es muy intenso en esos parajes durante los largos meses de invierno.

    3. Cimabue, Virgen en la Majestad con ocho ángeles y cuatro profetas, c. 1280. Témpera sobre panel de madera, 385 x 223 cm. Galleria degli Uffizi, Florencia.

    4. Giotto di Bondone, La Virgen entronizada con el Niño, Ángeles y Santos, 1310. Témpera sobre panel de madera, 325 x 204 cm. Galleria degli Uffizi, Florencia.

    5. Leonardo da Vinci y Andrea del Verrocchio, La Virgen con el Niño y ángeles, c. 1470. Témpera sobre panel de madera, 96,5 x 70,5 cm. Galería Nacional, Londres.

    En esas alturas se ha desarrollado una raza sobria, laboriosa, ágil, tan lejos de la despreocupación romana, del misticismo de la Umbría, como de la neurosis napolitana. Los agricultores forman allí la inmensa mayoría; los raros artesanos de esas regiones no trabajaron más que para las necesidades locales. En cuanto a los espíritus más ambiciosos, el horizonte era demasiado limitado en torno del campanario y han ido a buscar fortuna a Florencia, a Pisa o a Siena.

    Algunos biógrafos modernos nos hablan del castillo en el que Leonardo ha visto por primera vez la luz del mundo; citan, además, al preceptor de la familia, la biblioteca donde el niño encontró un primer alimento para su curiosidad; ¿qué más? Eso es leyenda, proclamémoslo bien alto, no historia.

    Existía ciertamente en Vinci un castillo, pero era una fortaleza, una ciudadela ocupada por los florentinos. En cuanto a los padres de Leonardo, no ocupaban más que una casa, muy modesta ciertamente, y no se sabe con seguridad si se encontraba en el pueblo mismo de Vinci o un poco más lejos, en la aldea de Anchiano. La servidumbre, a su vez, no comprendía más que una fante, es decir, una criada, con una remuneración de ocho florines anuales.

    Si hubo una familia extraña al cultivo de las artes, fue precisamente la de Leonardo. De cinco de sus ascendientes del lado paterno, cuatro habían desempeñado la función de notarios, y esos honorables funcionarios ministeriales habían conservado el prefijo ser, que corresponde al francés maître: fueron el padre del artista, su bisabuelo, su tatarabuelo y el padre de este último. No nos asombremos de ver a este espíritu independiente por excelencia desarrollarse en un estudio repleto de expedientes polvorientos. Los notarios italianos no se parecían a los típicos escribanos llevados a la escena por los dramaturgos modernos: en el siglo XIII, Benetto Latini, el maestro de Dante, pecó contra la primera condición de la gravedad pedantesca que estamos habituados a atribuir a sus colegas. En el siglo siguiente, otro notario, ser Lappo Mazzei de Prato, se hizo conocer por sus cartas escritas en el más puro idioma toscano y ricas en detalles agudos sobre las costumbres de sus contemporáneos. En el siglo XV, en fin, el notario de Nantiporta redactó una crónica sobre la corte romana, a veces poco edificante. Recordemos que Brunelleschi y Masaccio tuvieron también por padres a notarios.

    Un punto capital en la investigación de los orígenes de Leonardo y de sus vínculos familiares es el capricho de la suerte que hizo nacer a este artista por excelencia en el ambiente más burgués de la unión de un notario y una campesina. Cuando se habla de Rafael, por ejemplo, se puede sacar a relucir, para hablar de la selección de raza, predisposiciones hereditarias, adiestramiento por la educación. La verdad es que, frente a la inmensa mayoría de otros artistas célebres, las aptitudes o la especialización de los padres no entran aquí para nada y la vocación personal, ese don misterioso, lo es todo. ¡Oh, vanidad de las teorías de Darwin y de Lombroso, qué desafío os lanza sin tregua la aparición de los talentos y de los genios! De igual modo que en la profesión de los antepasados de Leonardo no aparece nada como para formar una vocación de artista, los sobrinos y los descendientes de los sobrinos del gran hombre volvieron a ser simples labradores. ¡He aquí cómo juega la naturaleza con nuestros razonamientos! Suponiendo que los discípulos de Darwin practicasen con la especie humana el sistema de los cruzamientos, habría tantas probabilidades de que los productos obtenidos fuesen monstruos como de que fuesen hombres superiores.

    Por lo menos, si los padres de Leonardo no entraron para nada en la génesis de su genio, le infundieron una salud robusta, una sangre generosa.

    El joven Leonardo conoció a su abuelo paterno, Antonio di ser Pietro, de 85 años, en la época en que el niño contaba cinco; conoció igualmente a su abuela, veintiún años más joven que el marido. Carecemos de detalles sobre esos dos personajes, y confieso que no haré el más ligero esfuerzo para iluminar la oscuridad que les rodea. Pero sería imperdonable que no me dedicase, y con todas mis fuerzas, a desentrañar aunque no fuese más que algunos rasgos del carácter de su hijo, el padre de Leonardo.

    Ser Piero, maese Pedro, tenía 22 o 23 años en el momento del nacimiento de Leonardo. Fue -los documentos lo proclaman a pesar de su aparente sequedad- un hombre activo, inteligente, emprendedor, el verdadero artesano de la fortuna de los suyos. Salido casi de la nada, aumentó rápidamente su clientela y adquirió inmueble tras inmueble; en una palabra, de pobre notario de aldea, se convirtió en un personaje rico y honrado. En 1498, principalmente, le hallamos propietario de varias casas y de numerosas fincas más o menos importantes. A juzgar por el brillante impulso que supo dar a sus negocios, y también por sus cuatro matrimonios -precedidos de una alianza irregular- no menos que por su numerosa progenie, era ciertamente una naturaleza viva y exuberante, una de esas figuras de patriarca pintadas con tanta elocuencia por Benozzo Gozzoli en los muros del Camposanto de Pisa.

    Ser Piero se unió muy joven con la que, sin llegar a ser su mujer, debía ser la madre de su hijo mayor. Era una cierta Catalina, probablemente una simple aldeana del pueblo de Vinci o de los alrededores (un autor anónimo del siglo XVI afirma, sin embargo, que Leonardo, por parte de madre, había nacido de buena sangre). La unión duró poco: ser Piero se casó el mismo año del nacimiento de Leonardo, mientras que Catalina, por su parte, se casó con uno de sus compatriotas, que respondía al nombre poco eufónico de Chartabrigha o Accattabrigha di Piero del Vaccha, probablemente también él un campesino (¡qué hacer en Vinci sino cultivar la tierra!). Contrariamente a las costumbres modernas y al código civil, fue el padre el que se encargó del niño.

    Al principio, la situación de Leonardo fue relativamente envidiable; sus dos primeras madrastras no tuvieron hijos, y esa circunstancia, que no se ha tenido en cuenta hasta aquí, explica cómo adoptaron en cierto modo al pequeño intruso: no hacía sombra a la propia prole. Leonardo contaba ya 23 años cuando su padre, que recuperó pronto el tiempo perdido, esperaba todavía un heredero legítimo. Pero desde el día en que el joven vio llegar al primer hermano terminó su dicha y su tranquilidad bajo el techo paterno. Comprendió que no tenía más remedio que buscar fortuna fuera, y no se lo hizo repetir dos veces. A partir de ese momento también su nombre desaparece de la lista de miembros de la familia en los documentos oficiales.

    6. Jacopo Bellini, La Virgen de la humildad adorada por Leonello d’Este, c. 1440. Óleo sobre panel de madera, 60 x 40 cm. Museo del Louvre, París.

    7. La Virgen del Clavel, c. 1470. Óleo sobre panel de madera, 62 x 47,5 cm. Alte Pinakothek, Múnich.

    8. Andrea Mantegna, El Bautismo de Cristo, c. 1500-1505. Témpera sobre tela, 228 x 175 cm. Iglesia de Sant’Andrea, Mantua.

    9. Piero della Francesca, El Bautismo de Cristo, c. 1440-1445. Témpera sobre panel de madera, 167 x 116 cm. Galería Nacional, Londres.

    Leonardo habla varias veces de sus padres, especialmente de su padre, a quien llama "ser Piero", pero sin agregar la menor palabra que pueda hacernos apreciar sus sentimientos al respecto. Se podría uno inclinar a tacharle de sequedad de corazón si semejante ausencia de emoción no estuviese en el carácter de la época: padres e hijos se esforzaban por comprimir sus sentimientos; se evitaba sobre todo el sentimentalismo. Ninguna época testimonia más repulsión hacia todo lo patético y hacia todo pathos. Apenas si, desde lejos, por ejemplo en las admirables cartas de una patricia florentina, Alessandra Strozzi, la madre del famoso banquero, estallan gritos nacidos del corazón.

    No obstante, la impasibilidad de Leonardo sobrepasa toda medida y constituye un verdadero fenómeno psicológico. El maestro registra, sin una palabra de sentimiento, de cólera o de emoción, los latrocinios de un alumno, la caída de su protector, Ludovico el Moro, así como la muerte de su padre.

    Y, sin embargo, sabemos exactamente qué tesoros de bondad y de afecto se ocultaban en él. Llegaba hasta la debilidad su condescendencia hacia los servidores, se plegaba a sus caprichos, les atendía durante las enfermedades y dotaba a sus hermanas.

    Acabamos pronto con la historia de las relaciones entre Leonardo y su familia natural, que estuvo lejos de ser para él una familia de adopción. Ser Piero da Vinci murió el 9 de julio de 1504, a los 77 años (y no a los 80, como dice Leonardo, que menciona su muerte en términos de extremo laconismo). Entre sus cuatro mujeres, sólo la última, Lucrezia, que vivía todavía en 1520, es mencionada con elogios por un poeta amigo de Leonardo, Bellincioni. En cuanto a los nueve hijos y a las dos hijas, todos nacidos de los dos últimos matrimonios, parecen haber sido, con respecto a su hermano consanguíneo, más bien adversarios que amigos.

    Especialmente después de la muerte de su tío, hacia 1507, provocaron dificultades de índole interesada. Francesco da Vinci, por su testimonio del 12 de agosto de 1504, había dejado algunos lotes de tierra a Leonardo: de ahí un proceso. Sin embargo, más tarde se produjo un acercamiento. En 1513, durante la permanencia de Leonardo en Roma, una de sus hermanastras encargó a su marido que la recordase al artista, entonces en el cenit de la gloria. En su testamento Leonardo dejó a sus hermanos un testimonio de afecto: les donó los cuatrocientos florines que había depositado en el hospicio de Santa María Novella, en Florencia. Finalmente, su discípulo predilecto, Melzi, en una carta que les dirigió para anunciarles la muerte del maestro, les comunica que éste les ha dejado su pequeña finca de Fiesole (el testamento, no obstante, es mudo al respecto). Agreguemos que una de las obras de juventud de Leonardo, el cartón que representa a Adán y Eva, quedó en posesión de uno de sus parientes (Vasari dice que en poder de su tío), que lo entregó después a Octaviano de Medicis.

    Ningún otro miembro de la familia de los Vinci ha destacado en la historia, con excepción de un sobrino de Leonardo, Pierino, hábil escultor, muerto en Pisa hacia mediados del siglo XVI, a los 33 años. El único rasgo que los Da Vinci han heredado de su progenitor es, al parecer, una rara vitalidad. En efecto, la descendencia de ser Piero se ha perpetuado hasta nuestros días. En 1869 un investigador afortunado, Uzielli, descubrió cerca de Motespertoli, en un lugar llamado Bottinaccio, a un campesino llamado Tomás Vinci. Hecha la verificación, ese buen hombre, que guardaba los documentos de la familia, y que, como su antepasado ser Piero, contaba con una numerosa prole, resultó ser descendiente de uno de los hermanos de Leonardo, Domenico. Por efecto de un recuerdo conmovedor, dio a su hijo mayor el glorioso nombre de Leonardo.

    Resumo la genealogía de la familia de los Da Vinci, tal como ha sido elaborada por Uzielli: nada iguala a la fuerza de resistencia de las familias italianas. La de Miguel Ángel existe todavía, lo mismo que la de Leonardo. ¡Pero qué decadencia! Cuando en 1875, en ocasión de las fiestas del centenario, se investigó en torno a los herederos del nombre de Buonarroti, se encontró que el jefe, el conde Buonarroti, había sido condenado a presidio por delito de falsificación; que otro Buonarroti era cochero de plaza en Siena, y que el último, en fin, era un simple soldado. ¡Esperemos que en honor de su glorioso abuelo se le haya promovido luego a general! Si los descendientes de Leonardo da Vinci no ocupan una posición brillante, al menos ninguna tara recae sobre su honorabilidad.

    Después de haber trabado conocimiento con la familia de Leonardo da Vinci, ha llegado el momento de analizar las disposiciones del niño genial, de esa naturaleza tan espléndidamente dotada, de ese caballero cumplido, de ese Proteo, de ese Hermes o de ese Prometeo, epítetos que llegan a cada instante a la pluma de los maravillados contemporáneos (Lomazo: Trattato della Pittura).

    Se ve a la Providencia -escribe uno de ellos- hacer llover los dones más preciosos sobre ciertos hombres, a menudo con regularidad, a veces con profusión; se la ve reunir sin medida en un mismo ser la belleza, la gracia, el talento, y llevar cada una de esas cualidades a tal perfección que, hacia donde quiera que se vuelva ese privilegiado, cada una de sus acciones es en tal modo divina que, superando a todos los demás hombres, sus cualidades aparecen como lo que son en realidad, como concedidas por Dios y no adquiridas por industria humana. Es lo que se ha podido ver en Leonardo da Vinci, que unió a una belleza física por encima de todo elogio, una gracia infinita en todos sus actos; en cuanto a su talento, era tal que resolvía sin esfuerzo no importa qué dificultad que se presentase a su espíritu. La destreza se unía en él a una fuerza muy grande; la inteligencia y el valor tenían en él algo de regio y de magnánimo. En fin, su reputación creció de tal manera que, difundida

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