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Una obra que recoge en una sola oleada el clima político, emocional, lírico, erótico de la generación del golpe, como no se ha visto en ninguna otra ficción de esa época. Da cuenta de una manera alborotada y con ruda poesía de la sexualidad juvenil. La dispersión del exilio, la melancolía de las relaciones perdidas, la elaboración tan emocionalmente inteligente de las frustraciones, el ansia de un hogar sentimental, de una patria recuperada en la mujer, iluminan este capítulo casi no escrito de la historia de Chile.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento23 dic 2014
ISBN9789563243369
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    Te habría dicho que sí - Manuel Jofré

    jofré

    NOTA DEL PRETENDIDO AUTOR

    Nada es fácil en este mundo, desde la identidad de con quienes hablamos hasta el hecho de una muerte que parece no acaecer. Que una persona esté en dos partes del planeta, dentro y fuera de Chile al mismo tiempo, tiene que ver con la actual ubicuidad humana.

    Por esta novela pasan mujeres ansiadas, conjugadas en una doble historia, donde todos los nombres son enigmas y todas las acciones símbolos de un juego superior. Aquí re-aparecen los desaparecidos, la política se hace perversión y los torturados y torturadores luchan dentro de sí mismos.

    La tortura, la pornografía, las drogas, en las relaciones humanas, son un hecho infaltable, y el amor, siempre presente, es a la vez algo inasible aunque está allí al alcance de la mano. Mientras los compañeros de colegio se matan entre sí, desaparece una revolución social y se desata una revolución sexual.

    ¿La amada o el amor? ¿La verdad o la mentira? ¿Los otros o yo? Las eternas preguntas de siempre recorren a estos personajes. Cada uno narra y escribe su propia historia. El doble mismo se duplica. 

    En esta novela primera, parte de una larga historia de otras que no se escribieron, la imaginación sirve para modelar la realidad; y el sexo, la palabra y las drogas son nuevas y potentes realidades. Así se mezclan, como en la vida, utopía social y orgasmo vital, verbalización maravillada y mirada a los ojos, traición y solidaridad.

    Es una novela que habla del Chile que se lleva dentro, un país más que bicentenario que no se sabe dónde está, un Chile olvidado y presente, dispar y generoso, magnífico y demoledor, como pudo ser una bala reluciente.

    PRIMERA PARTE

    EUGENIO EUFORIA

    1. ARRIBA EN LA CORDILLERA

    Peñalolén es una palabra mágica. Lo repito una y otra vez mientras camino de noche junto a la vertiente. En su agua crecen los berros salvajes y croan los sapos. Pese a que voy muy cargado, siento la mochila liviana en mi espalda. Llevo en ella comestibles, ropa, agua, frazadas y mi pequeña carpa. Nunca antes había caminado solo por los faldeos cordilleranos de Santiago de noche. Me he despedido de mis amigos scouts hace tres horas atrás y voy consultando mi brújula cada quince minutos. Ya he encontrado las instrucciones en el primer punto y sigo ascendiendo, sin cansarme. Por primera vez estaré veinticuatro horas solo, de noche y de día, caminando, bajo la luna llena.

    Peñalolén es una palabra mágica. Alguien me dijo que por aquí había caminado varias veces Andrés Bello, junto a Mariano Egaña y sus amigos. Tal vez cabalgaban. No lo sé. Dicen que Peñalolén significa la cuesta de las piedras, pero no estoy seguro. Otros creen que es lugar de hermanos. A veces camino por los senderos dibujados en los cerros y otras veces fijo un punto de referencia un par de cuadras hacia arriba y me alegro al alcanzarlo en unos minutos. Los espinos ralean, o se hacen más frecuentes. Esquivo sus ramas espinosas. La vertiente serpentea entre las piedras y quiero asegurarme de llenar mi cantimplora en su nacimiento. He estado en excursiones antes en este lugar, recuerdo. Pero no tengo una buena memoria fotográfica. Además que todo es distinto de noche.

    Cuando acepté hacer el raid de veinticuatro horas yo no calculé la fecha, así que no sabía que iba a haber luna llena en la Cordillera de Los Andes esa noche. Cuando estoy en la falda oeste de los cerros logro ver a lo lejos, en el valle, a Santiago, centelleando con sus luces nocturnas. Más precisamente, yo soy de Plaza Egaña, más abajo del Canal San Carlos, hasta donde llegan los troles. Toda mi vida he vivido a los pies de la Cordillera y sus tajos y promontorios me resultan familiares. Pero nunca he visto un mapa de esta parte de los cerros. De hecho, planeo hacer yo mi propio mapa cuando levante mi carpa, un par de horas más. Primero debo encontrar el segundo puesto y leer las instrucciones allí. Por ahora, solo la luna me acompaña. Y las palabras donde me narro a mí mismo lo que me va pasando.

    Yo soy de Plaza Egaña, repito una y otra vez. Me afirmo, musitando, mientras mis bototos hacen rodar algunas piedras cuesta abajo. Calculo que de día en este lado del cerro no da mucha luz del sol, contemplando los pocos arbustos. Tal vez haya poca agua. A mi derecha, alcanzo a divisar a la distancia una especie de río de piedras, que llena el seno de una quebrada. Me siento bien. Llevo pantalones cortos, medias hasta casi la rodilla y un suéter grueso para el frío. Pero no está helado. Se escuchan pocos ruidos de pájaros, y la suave brisa tampoco hace sonar las ramas de los espinos. La quebrada llena de piedras se va acercando a mí a medida que camino. Yo soy de Plaza Egaña, y la cordillera no puede desconocerme.

    Las sombras de los espinos y otros arbustos cuyo nombre no conozco juegan con mis ojos. El aire llena mis pulmones. La vertiente es una serpiente de plata que caracolea entre los promontorios, buscando su caída libre, para descender hacia el valle. El suelo está limpio. No hay basura, solo piedras, ramas, pastos secos, algunos senderos marcados con bosta de vaca y excremento de cabras, en forma de pequeñas bolitas oscuras. Miro el suelo con cuidado, pensando que puedo pisar una culebra. No me gustan las culebras ni las arañas. Pienso que no hay nadie en muchas cuadras a la redonda. Qué diría si me viera caminando de noche la Virginia o la Eliana Cárdenas. Claro, ellas no son scouts y deben estar tranquilamente en sus camas. Me gustaría estar allí con ellas. Mientras todos duermen, solo yo voy caminando por la Cordillera, casi a medianoche, cumpliendo este requisito para ser jefe de tropa.

    Las sombras juegan con las figuras de los árboles espinos y la brisa les da un contorneo que a veces me inquieta. De vez en cuando me doy vuelta rápidamente para ver si alguien me sigue, pero no logro ver a nadie. Mis compañeros me estarán esperando mañana en la tarde cuando termine todo el raid. Supongo que llegaré cansado y me felicitarán. La caminata va a ser exitosa, porque no creo que haya ningún contratiempo. La vertiente se va haciendo más profunda y más delgada y a veces se detiene formando una pequeña poza. Pienso que voy caminando a gran velocidad mientras la tierra gira y todo está en movimiento alrededor mío. Parpadeo y miro fijamente por un instante y todo parece inmóvil en su lugar. Solo mi mente gira velozmente por distintos caminos.

    Peñalolén es mi conjuro personal al igual que Plaza Egaña. Me gustan las eñes. No hay eñes en inglés. Son como una cosa nuestra. E-ga-ña-Pe-ña-lo-lén. Sin embargo, vivo en Ñuñoa. Aquí hay más eñes todavía. De repente, canta un pájaro oscuro a mi derecha e interrumpe mis pensamientos. Me veo caminando con la cabeza baja, cuesta arriba, con la luna en mi espalda. Ella me cuida mis movimientos. La luna me permite ver el camino hacia delante. El agua gorgotea, susurra en las curvas y yo musito mi canción de las eñes. ¿Qué será de la Inelia y la Eliana a esta hora? Me gustaría estar acurrucado junto a ellas. Esquivo una roca grande, en medio del sendero, que sobresale de la tierra. ¿Cuántos años llevará allí esta piedra? Tiene figuras de algas talladas por el tiempo en su cara. Sé que hasta aquí llegó el mar hace miles de años. Miro a izquierda y derecha. Ahora hay un viento suave y cada árbol danza con su sombra. Un susurro se extiende por todo el cerro. Desde lo lejos, debo verme como un tronco erguido y delgado en movimiento. Una varilla. Eso soy. Una varilla en la montaña. Sin ramas pero con mochila. Un pequeño árbol de ramaje compacto.

    Las nuevas indicaciones encontradas en el puesto número dos señalan que debo dirigirme hacia el sur, a la Quebrada de Macul. Allí, en el estero, debo armar mi carpa. Ya es cerca de medianoche; mi reloj indica que son las 11:50. Calculo que me demoraré unas dos horas en caminar hasta allá, hacia el sur. Iré subiendo y bajando cerros, caminando paralelo a la Cordillera, sobre su falda. Ya he llenado mi cantimplora. Ha empezado a soplar un viento más fuerte, que baja de las montañas. El aire es ahora más frío. De improviso los cerros ya no me dejan ver las luces de la ciudad. Los árboles se mueven y contornean. De repente se forma un remolino que levanta hojas y briznas de pasto seco. Soy de Plaza Egaña y voy hacia Macul. Me doy vuelta para ver si alguien me sigue. Sigo caminando contento. En un par de horas podré descansar.

    Algunas nubes juegan a tapar la luna. Se han multiplicado los gorjeos de los pájaros a medida que he abandonado el sendero de la vertiente. Probablemente el viento los ha despertado. Levanto la mano derecha y tapo completamente la luna llena. Con mi mano izquierda puedo tapar la punta de los picachos cordilleranos. Camino con mis manos en alto como un árbol cargado con una mochila. Llegando a la quebrada de Macul debo buscar una rama fuerte de un árbol y usarla para levantar mi carpa. He venido sin mi báculo de coligüe porque quiero hacerme un báculo esta misma noche, para que me recuerde el raid. En la quebrada haré un mapa de lo recorrido, primero hacia el este, hacia arriba, y luego hacia el sur. Voy a hacer una fogata para calentarme y armarme una comida. Si me apuro, tendré más tiempo para descansar. Tengo también papel para escribir mi diario de viaje. No hay muchos datos que anotar pero tengo que entregar este diario junto con el mapa al terminar la prueba. El verdadero diario está siendo impreso en mi mente. En las quebradas, el viento baja silbando desde las montañas y los espinos entran en mis ojos y producen figuras de todo tipo. 

    He estado antes en la Quebrada de Macul pero nunca he recorrido los cerros intermedios. Danzan las sombras, el aire entona canciones y la luna aparece y se oculta. Ya es más de medianoche. Pronto llegaré al río de piedras que divisaba desde más abajo y esa será la parte más difícil de mi viaje nocturno. Me canso más ahora porque el terreno está siempre inclinado y mi pie izquierdo está siempre más arriba que mi pie derecho. Esté desnivel le da una apariencia cómica a mí caminar. Cruzo una pirca de piedras. Las piedras desiguales están unidas por un barro seco. Desciendo bruscamente. Hay menos luz y ya no hay un sendero que seguir. Nadie me ve caminar. Los remolinos de aire parecen haberse multiplicado. Todo baila a mi alrededor. Ya nada parece quieto. El mundo es un torbellino. Y yo camino a través de él.

    El paisaje parece haber cambiado abruptamente. Acabo de cruzar el río de piedras. Parecen gigantescos huevos prehistóricos. Hay trechos de luz intensa, como si la luna estuviera encima de mí, y pedazos oscuros como si nada más existiera. El Universo es una lucha entre la luz y la oscuridad. Yo igual debo caminar con los torbellinos que parecen acercarse cada vez más. Supongo que los remolinos se producen porque hay viento frío y aire caliente que se encuentran. El mundo me parece ahora una pugna del frío con el calor. De repente, de la nada, se levanta un torbellino a la izquierda, a pocos metros de distancia. Me quedo detenido, esperando que alguien salga de la pequeña vorágine que se agita a mí alrededor. Pienso en Moisés, en El mago de Oz y en los torbellinos de los cuentos de Poe. Otro remolino nace a mi derecha. Los dos remolinos se mueven, avanzan, me cortan el paso, chocan entre ellos y desaparecen en la nada. Atravieso rápidamente el lugar donde los dos torbellinos recién giraban y no me vuelvo a mirar para atrás.

    Ya estoy cerca de la Quebrada aunque aún no la diviso. El aire parece frío y tibio a la vez. Fragmentos de luz y de oscuridad se entrecruzan delante de mí. De repente todo se queda quieto por un segundo y luego se reanuda el movimiento perenne. El Universo es una lucha entre el movimiento y la inmovilidad. Yo mismo avanzo y me detengo a cada momento. Miro a todos lados y camino lo más rápido que puedo. Troto en medio de los cambios de luces, de temperatura, de movimiento. Las piedras parecen flotar alrededor mío. Los árboles se sumen en la tierra. Algo de agua salpica mi rostro. Por fin esta puerta de sensaciones combinadas parece abrirse y cerrarse por completo. Bajo corriendo por la Quebrada de Macul, porque los sauces, con sus faldas rotas, ya la anuncian. Apenas llego a la orilla del estero todo parece calmarse. Nada gime en el aire. La tibieza lo invade todo. La luz y la oscuridad ocupan cada una su lugar sin alterarse. Las ramas se mecen suavemente. Se abre el nuevo día, como un umbral de un paisaje diferente. Me siento en una piedra, me saco la mochila, y mientras miro las constelaciones que giran en el cielo, cruzo mis piernas y mis brazos, cierro los ojos y siento que ha llegado el fin de mi jornada, como si fuera un viejo condenado a vivir su muerte luego de haber cruzado un pórtico. Ahora solo me queda escribir todo esto en mi diario de viaje.

    2. LA TOMA DEL LICEO

    Era una noche sin luna. Íbamos con Lara, el Loco Muñoz y Valdebenito caminando hacia abajo por Irarrázabal, en Ñuñoa. Preferimos no quedarnos más cerca del Liceo sino que ir a la Plaza de los Aburridos. No imaginábamos aún la dimensión épica que más tarde tomarían nuestros asuntos. El Loco Muñoz caminaba con su andar desgarbado y su cabeza llena de monitos, ratones, autómatas y todo eso. Lara preocupado como siempre de la seguridad, la infiltración y las proyecciones posteriores. Valdebenito, moreno, callado y cabizbajo. Yo, pensando, como siempre, que vivía dentro de cuentos, comedias y poemas. Somos del Liceo 7 de Ñuñoa, pensaba mientras saboreaba la palabra Ñuñoa. Alguna vez estaré en Estados Unidos y diré que Ñuñoa es home.

    —Creo que he inventado, primero que nadie, el vino en polvo —dijo el Loco Muñoz.

    —Mejor que eso, habría que inventar el agua en polvo —dice Valdebenito, con su voz suave.

    —Imagínate, vas por el desierto del Sahara, tienes sed, solo tienes agua en polvo, le echas agua y te queda mucha más agua... —agrega el Loco.

    Ya era cerca de medianoche en pleno Ñuñoa. El plan había sido discutido varias veces antes. Aunque los planes no tienen mucho sentido cuando uno tiene catorce años. La onda era simplemente tomarse el Liceo. No podíamos seguir con esta situación. Uno de los locales, el más viejo de todos, había sido testigo esa mañana de un nuevo accidente. Una de las murallas de mi sala de clases se había caído, derrumbándose sobre Carlitos Soto y el Loro Arce. Informamos al Centro de Alumnos, al Guatón Sánchez, el presidente, quien dijo que teníamos que hacer algo y que iba a hablar con el Chico Gutiérrez. Fue tremendo estar en la clase con la vieja de Francés, y sentir cómo caían los adobes de los gallineros. Menos mal que era primavera y ya no hacía tanto frío. Ahora en la noche sí que está más helado, aquí en Irarrázabal. El viento del sur silba su canción aguda y se mete entre nuestras ropas.

    —Si nos apuramos más entraremos en calor —dice el Valdebenito. 

    —Yo tengo un cigarro, así que podemos ir pitiando entre todos —agrego yo.

    —Buena idea, Horlérico —me musita El Loco Muñoz.

    En Irarrázabal con Monseñor Eyzaguirre nos paramos a encender el cigarrillo. Era un Cabañas, sin filtro, ovalado, que le había robado a mi abuelo en la tarde. Luego de pitar la primera chupada, se lo paso al Loco y recuerdo la conversación con el Chico Gutiérrez. Mira, tú te vas a hacer cargo de las molotov que están debajo del piso del local central, en una caja de cartón, cerca de la Rectoría. No íbamos a hablar de eso frente a los otros. Una vez dentro del local las guardas en un lugar seguro y después las distribuimos. ¿Ya?. Asentí. Así que ya tenía mi tarea especial. El problema es que no iba a ser fácil entrar al Liceo. Había solo un guardia nocturno, pero como está en plena Avenida Irarrázabal no se podía entrar por el frente, sino que necesariamente había que hacerlo por el costado. El plan definitivo iba a ser conversado por el Chico Gutiérrez, el Guatón Sánchez y el Pelao Sáez. No sabíamos tampoco, a esa altura, si íbamos a tener el apoyo de algunos profesores. Tremenda sorpresita para Capriroli, el rector. Ojalá que no llame a los pacos.

    —Yo avisé en mi casa que nos íbamos a tomar el Liceo, me pareció que era mejor que supieran la razón por la cual no iba a llegar a dormir —les cuento.

    —Yo también les dije —agrega Valdebenito.

    —Lo mejor sería calentar aceite o alquitrán, para tirarle a los pacos cuando aparezcan —dice el Lara, que venía maquinando esta idea por varios minutos.

    —¿No será peligroso? —pregunto.

    —Ni siquiera estamos seguros de cuándo van a llegar los pacos —dice El Loco Muñoz, y agrega que está de acuerdo con Lara, como siempre. Se ríe, mostrando su frenillo plateado.

    Cuando llegamos a la plaza ya había cinco compañeros del Liceo. Estaba el Guatón Sánchez, el Coco Llanos, el Flaco Tapia, el Rucio Parada y el Chico Ferrada. Avanzamos hacia el centro de la plaza donde se podía conversar sin ser visto ni oído. Por otro lado apareció el Chico Gutiérrez y se juntó a conversar con el Sánchez. Hicimos un círculo y el chico dijo que el derrumbe de la muralla había puesto en peligro la vida de los estudiantes, que habían discutido toda la tarde qué era más conveniente hacer y que todos estaban de acuerdo con el paro, y solo había diferencias en cómo proceder para la toma del local. Los estudiantes tenían que votar la huelga general en la mañana, pero como forma de presión había que tomarse el Liceo esa noche, haciéndose fuertes dentro hasta la mañana, cuando llegaran los profesores, los empleados y los estudiantes. Una vez allí, llamaríamos por teléfono a los diarios y emisoras para que estuvieran presentes, testimoniando lo que iba a acontecer, y se enteraran de lo que había pasado.

    —Ahora —dijo el guatón Sánchez, que había tomado la palabra—, iremos en parejas hasta la casa de los Fernández en la calle Quirihue, que es un departamento en el tercer piso. La puerta del edificio, en el primer piso, estará junta, sin llave, al igual que una ventana del corredor del segundo piso, por donde pasaremos al techo de una de las salas que da al patio del Liceo. 

    —Hay que hacer todo en silencio y silbar si se divisan los pacos o se ve algo sospechoso —agregó el Chico Gutiérrez.

    Caminábamos ya hacia el Liceo cuando un par de focos iluminaron una esquina a la distancia. Igual, nos fuimos separando lentamente en parejas. Me tocó ir con el Coco Llanos, que es mi mejor amigo del curso. Algunos perros aullaron a la distancia. Las luces desaparecieron. De las sombras surge un nuevo compañero del Liceo, el Olavarría, que nos dice que vio una micro oscura cerca del Liceo. Estaba estacionada a la vuelta, en otra de las calles de acceso. 

    —El primer grupo tendrá que llegar hasta las oficinas de Rectoría, mientras que la segunda pareja conversara con el guardia y se apostará en la puerta principal del local, una vez que cruce el

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