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Dios Uno y Trino
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Libro electrónico314 páginas4 horas

Dios Uno y Trino

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La Trinidad constituye el centro de la fe cristiana. Esta iniciación teológica pone al alcance del lector medio la doctrina católica sobre el misterio.
La Biblioteca de Iniciación Teológica responde a la necesidad -muchas veces manifestada- de contar con unos libros de divulgación teológica que estén al alcance del cristiano que quiera profundizar en su formación. En esta colección se han publicado diecinueve títulos.
Esta iniciación ofrece una síntesis de la doctrina católica sobre la Santísima Trinidad, para aquellos fieles que desean conocer y amar más al Dios que se nos ha revelado en Jesucristo. Asequible para cristianos de cultura media, expone los contenidos de la fe y los argumentos que se han considerado más valiosos a lo largo de la historia para fortalecer su fe y su vida espiritual, y para capacitarles en la difusión de la doctrina revelada.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 nov 2002
ISBN9788432141409
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    Dios Uno y Trino - Gonzalo Lobo Méndez

    Capítulo I

    LA EXISTENCIA DE UN DIOS QUE REVELA

    «Dios, infinitamente Perfecto y Bienaventurado en sí mismo, en un designio de pura bondad ha creado libremente al hombre para que tenga parte en su vida bienaventurada. Por eso, en todo tiempo y en todo lugar, está cerca del hombre. Le llama y le ayuda a buscarlo, a conocerle y a amarle con todas sus fuerzas. Convoca a todos los hombres, que el pecado dispersó, a la unidad de su familia, la Iglesia. Lo hace mediante su Hijo que envió como Redentor y Salvador al llegar la plenitud de los tiempos. En El y por El, llama a los hombres a ser, en el Espíritu Santo, sus hijos de adopción, y por tanto los herederos de su vida bienaventurada»¹.

    Con estas palabras empieza el Catecismo de la Iglesia Católica la enseñanza sobre Dios, el Dios que existe realmente y se nos ha manifestado a los hombres de modo progresivo en diversas etapas históricas, con el fin de que los hombres participemos ya en la tierra de la felicidad de Dios. Por eso, el estudio sobre Dios no termina en un saber intelectual asequible a algunas personas, sino que se prolonga en un movimiento de amor a Dios que ilumina y da sentido pleno, grandioso, a toda la existencia humana; comienza por la liberación del pecado, prosigue por la elevación del hombre al plano sobrenatural de la gracia divina y descubre el sentido divino de todas las vicisitudes de los hombres y de los pueblos.

    Por eso, se comprende con facilidad que la cuestión sobre Dios tiene para un cristiano una importancia capital: a) Es la cuestión más radical de toda la Teología, porque el misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central que está en el corazón de la fe cristiana. Y b) Es la cuestión más radical de la existencia humana, pues en el Dios vivo se encuentra la razón última del ser del hombre y el sentido pleno de su dignidad.

    La historia afirma que en todos los pueblos en todas las épocas históricas se encuentran abundantes expresiones religiosas². Esta afirmación se basa en tres hechos principales: 1. La religiosidad es un hecho muy primitivo que coincide con el origen del hombre; por ejemplo, en el paleolítico superior (entre los años 35.000 y 9.000 antes de Cristo) se han encontrado huesos tallados, grabados, pinturas (como las de la cueva de Altamira en Cantabria), estatuas femeninas y enterramientos que permiten afirmar la religiosidad y el culto a Dios de esos pueblos. 2. En cuanto al tiempo, los documentos históricos (al menos ya desde Homero, en el siglo IX antes de Cristo) expresan que la vida humana de todas las épocas está vertebrada por profundas vivencias religiosas; por ejemplo, el descubrimiento de América mostró que los pueblos nativos, desconocidos hasta entonces por los europeos, tenían grandes templos y prácticas religiosas. 3. En cuanto al espacio, la historia también afirma haber encontrado expresiones religiosas en todos los pueblos y culturas conocidos hasta hoy.

    Tales manifestaciones religiosas son costumbres y tradiciones populares que ponen al vivo las inquietudes humanas en búsqueda del sentido de la vida y de la muerte, del dolor y de la enfermedad, del mal y de la esperanza en el más allá. Estas vivencias religiosas son llamadas religiones naturales o positivas, y las encontramos como tradiciones antiquísimas que afirman de diferentes maneras que el hombre de todos los tiempos busca a Dios para guiar su vida por los caminos de una conducta buena.

    No consta históricamente que esas tradiciones sean revelaciones o manifestaciones de Dios. Más bien habría que decir a la luz de la historia y, particularmente, de la fe cristiana, que tales revelaciones no tuvieron lugar. No obstante, esas tradiciones antiguas de los pueblos expresan el deseo de Dios que está «inscrito en el corazón del hombre», como enseña el Catecismo³. La filosofía ofrece el siguiente argumento: La racionalidad del hombre busca una explicación a los misterios de la vida humana y esa explicación se encuentra en la aceptación de un Ser infinito y eterno al que los hombres llaman Dios. Zubiri afirma que el misterio del hombre sólo se entiende si se acepta que «hombre y Dios» son expresión de la genuina estructura humana, pues sin la referencia a Dios no se puede entender al hombre⁴.

    La fe cristiana da una explicación más concreta y firme: «El hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar»⁵. San Agustín lo expresa de un modo muy bello: «Nos creaste, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti»⁶.

    El estudio sobre Dios es una cuestión que afecta de modo decisivo al hombre, pues abarca toda la existencia humana. En otras palabras: al conocer y tratar a Dios el hombre busca, aunque en ocasiones no sea consciente de ello, su verdadera dignidad —lo que suele llamarse el «sentido de la existencia humana»—, capaz de conocer y amar a Dios.

    1. El Dios de los filósofos y el Dios de la revelación

    Pascal, pensador cristiano francés del siglo XVII, formuló unas expresiones que se hicieron famosas: «el Dios de los filósofos» y «el Dios de la fe» o el «Dios de Jesucristo». Para Pascal, la expresión «Dios de los filósofos» quiere decir la imagen o el concepto de Dios que llega a conocer el hombre a través de su inteligencia natural: es el Absoluto, el primer Ser, el Dios infinito, el Todopoderoso, el Dios de los metafísicos, el primer motor de Aristóteles; en definitiva, el Dios creador de todas las cosas. A este planteamiento no hay nada que objetar. Se trata de un concepto de Dios que es fruto del pensamiento humano y nos dice «algo» válido sobre Dios, aunque no llega a desvelarnos su carácter personal con el que estamos llamados a establecer un diálogo amoroso. Tal planteamiento lo admite Santo Tomás de Aquino y la mayor parte de los filósofos y teólogos católicos; y lo ha aceptado el Magisterio de la Iglesia para expresar que el pensamiento humano puede alcanzar un conocimiento de Dios cierto, aunque limitado; y que ese conocimiento natural de Dios es la antesala para el conocimiento del Dios que se ha revelado sobrenaturalmente a los hombres. Hay que decir que toda la cultura occidental, considerada como la más desarrollada, descansa inicialmente sobre ese hallazgo humano de Dios⁷.

    Pascal, parece que opone el «Dios de los filósofos» al «Dios de la fe» o «Dios de la revelación», es decir, al Dios vivo que se ha revelado a los hombres en Jesucristo y, antes, a los Patriarcas, desde Abrahán a Moisés. Según Pascal, el conocimiento de Dios que el hombre alcanza con su inteligencia no serviría para conocer mejor al Dios que se nos ha revelado; se trataría de dos mundos o dos planos distintos sin comunicación alguna entre sí.

    Sin embargo, es claro que el creyente, al aceptar al Dios que se ha revelado, tiene antes un concepto o imagen natural de Dios. En estos términos lo expresa el Catecismo: «La santa Iglesia, nuestra madre, mantiene y enseña que Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser conocido con certeza mediante la luz natural de la razón humana a partir de las cosas creadas. Sin esta capacidad, el hombre no podría acoger la revelación de Dios. El hombre tiene esta capacidad porque ha sido creado a imagen de Dios»⁸.

    En el anterior texto se nos enseñan tres verdades importantes: 1a, que el hombre tiene capacidad natural de conocer a Dios, principio y fin de todas las cosas; en otras palabras, que el hombre es capaz de Dios. 2a, que esta capacidad le viene al hombre porque ha sido creado por Dios a su imagen. 3a, que el conocimiento natural de Dios es previo y necesario para acoger la revelación sobrenatural.

    En definitiva, no tiene ningún sentido oponer como incompatibles el «Dios de los filósofos» y el «Dios de la fe», porque se trata del único y mismo Dios al que los hombres se han dirigido en sus plegarias. En el primer caso —el «Dios de los filósofos»—, nos encontramos con la imagen de Dios a la que llega la inteligencia humana a través de las cosas creadas por Dios. En el segundo caso —el «Dios de la fe»—, nos encontramos con la imagen que el propio Dios nos ha manifestado amorosamente a los hombres para ofrecernos la salvación eterna. Podríamos decir que el primero es un conocimiento elemental y cierto de Dios, un conocimiento de Dios como «desde fuera»; y el segundo, un conocimiento «desde dentro» y «desde arriba»: el conocimiento seguro y sobrenatural del Dios Uno y Trino y de la intimidad de la vida divina que el propio Dios nos ha manifestado, y a la que nos llama a participar.

    Podemos concluir este epígrafe afirmando: 1o, que el conocimiento natural de Dios es el inicio necesario para el conocimiento sobrenatural; 2o, que ambos son complementarios: el conocimiento humano es inicial; el sobrenatural es conocimiento de plenitud por ser un don de Dios gratuito y amoroso; 3o, que ese conocimiento humano está subordinado al conocimiento de fe, por ser éste mucho más perfecto, dado que nos viene directamente de Dios; 4o, que hay una mutua interdependencia entre uno y otro conocimiento, pues si falta el conocimiento natural el hombre se incapacita para recibir el conocimiento de fe; sin embargo, no hay una continuidad mecánica entre uno y otro, pues el primero es fruto de la razón humana que se plantea con honradez el sentido de la vida, y el segundo es fruto de la personal respuesta de fe a la revelación de Dios⁹.

    2. La revelación de Dios en la historia y en las palabras

    ¿Cómo conocemos que existe Dios? Contamos con dos fuentes de conocimiento: la fuente de la creación divina, es decir, el conocimiento que nos proporciona el estudio del mundo material y del hombre; y la fuente de la historia, es decir, las intervenciones de Dios en la historia de los hombres.

    El encuentro del hombre con Dios es un encuentro personal que incluye los actos de conocimiento y de amor. Nuestro conocimiento de Dios es siempre un encuentro con el misterio: encuentro con una realidad que nos trasciende, que está aquí más allá de nuestro conocimiento. Este conocimiento pide una apertura del hombre entero.

    Sólo en la aceptación de Dios, encuentra el hombre el sentido a los interrogantes de su existencia.

    El verbo «revelar»¹⁰ significa poner a la vista algo que estaba escondido, manifestar o descubrir algo que se ignoraba, correr el velo para poder ver lo que hay tras él. La revelación se refiere principalmente a Dios; consiste en la acción por la que Dios se manifiesta a los hombres. Hay dos tipos o modos diferentes de revelación:

    a) Revelación natural. Consiste en la manifestación del ser y de las obras de Dios a través de la naturaleza y del hombre, porque tanto la naturaleza como el hombre son criaturas de Dios que, de alguna manera, dan a conocer a su Creador. Así lo expresa el Compendio: «A partir de la creación, es decir, del mundo y de la persona humana, el hombre, con la sola razón, puede con certeza conocer a Dios como origen y fin del universo y como sumo bien, verdad y belleza infinita»¹¹.

    Este conocimiento es accesible a todos los hombres, porque se basa en la razón humana; por eso, todos los hombres son capaces de conocer que Dios existe, que es bueno, que a todos corresponde la misma dignidad natural, que hay unos valores morales que brotan del mismo ser del hombre y que todos estamos llamados a una vida eterna, a la vida en Dios¹².

    b) Revelación sobrenatural. La otra revelación se llama sobrenatural y consiste en la manifestación que Dios ha hecho libremente en la historia para expresar el misterio de su intimidad y de su voluntad de salvar a todos los hombres. «Dios dispuso en su bondad y sabiduría revelarse a sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad, mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina»¹³. Dios se ha revelado a los hombres —en el modo y en el contenido— de modo gradual, hasta alcanzar su plenitud en Jesucristo. 

    Necesidad de la revelación sobrenatural. En las condiciones históricas en las que se encuentra —y la etapa actual lo manifiesta notoriamente—, el hombre experimenta muchas dificultades para conocer y amar a Dios con la sola luz de su razón, así como para conocer la propia dignidad de la persona humana.

    El Catecismo enseña que, debido a su situación después del pecado original, «el hombre necesita ser iluminado por la revelación de Dios, no solamente acerca de lo que supera su entendimiento, sino también sobre las verdades religiosas y morales que de suyo no son inaccesibles a la razón, a fin de que puedan ser, en el estado actual del género humano, conocidas por todos sin dificultad, con una certeza firme y sin mezcla de error»¹⁴. Por esto, como dice el Catecismo en la primera frase de la cita anterior, «el hombre necesita ser iluminado por la revelación de Dios».

    c) ¿Y los que pasan de Dios? Nos encontramos ante una situación cultural de ateísmo práctico¹⁵ que rechaza la referencia a Dios. Es fruto del laicismo militante que pretende expulsar a Dios y a la religión de la vida pública de la humanidad, encerrarlo en el ámbito subjetivo de los racionalismos del siglo XIX y crear una moral civil individualista carente de valores objetivos¹⁶.

    Tras las huellas de una racionalidad funcional, es decir, la racionalidad que busca resultados prácticos de orden temporal, Europa desarrolla, desde finales del siglo XX, una cultura que, de una manera desconocida antes por la humanidad, excluye a Dios de la conciencia pública, 7a sea negándole totalmente, 7a sea juzgando que su existencia no es demostrable, sino incierta, 7 por tanto, perteneciente al ámbito de las decisiones subjetivas, algo de todos modos irrelevante para la vida pública.

    La racionalidad funcional ha producido un desorden en la conciencia moral. 1) Se dan filosofías positivistas, antimetafísicas, en las que Dios no tiene lugar. 2) Autolimitan la libertad humana a la propia decisión. 3) Esa racionalidad funcional difunde: lo que se sabe hacer, se puede hacer; 7 lo que se puede hacer sería moralmente bueno. 4) El laicismo ilustrado rechaza la referencia a Dios: es la expresión de una conciencia que quiere ver a Dios cancelado definitivamente de la vida pública de la humanidad, encerrándolo en el ámbito subjetivo de culturas residuales del pasado¹⁷. 5) En contra de esas tesis, la revelación divina afirma la existencia de Dios y la elevación de los bautizados a la condición sobrenatural de hijo de Dios.

    d) Motivos de la revelación sobrenatural. Las consideraciones anteriores ponen de manifiesto la importancia y la bondad de esa revelación histórica de Dios: Los motivos son variados; podemos sintetizarlos del modo siguiente: Dios quiere hacer a los hombres capaces de responderle, de conocerle y de amarle más allá de lo que ellos serían capaces por sus propias fuerzas¹⁸; es decir, al revelarse Dios de modo sobrenatural, revela también al hombre que ha sido llamado a una situación a un fin sobrenaturales, para «vivir en Dios». Esta elevación sobrenatural: 1) descubre, en primer lugar, lo que Dios es en sí mismo, es decir, manifiesta la vida íntima de las tres Personas divinas; 2) al mismo tiempo, ilumina la dignidad excelsa del hombre, de todo hombre, como don de Dios; 3) descubre también la raíz del mal, del pecado de los hombres; 4) manifiesta el destino último del hombre, la comunión amorosa con Dios en el cielo, en la vida eterna; y esa elevación sobrenatural queda muy bien expresada en la filiación divina que recibimos los cristianos en el sacramento del Bautismo, por la que entramos a participar de la intimidad que es propia de Dios, en la vida trinitaria; 5) por último, ofrece al hombre la garantía divina de unas verdades y de unos valores morales que el hombre puede alcanzar por sus capacidades naturales, como la dignidad humana, asentada en la creación del hombre a imagen de Dios, los principios morales básicos que dirigen la vida personal y la convivencia social, así como el uso de los bienes de la tierra.

    e) Respuesta a la revelación sobrenatural. La respuesta del hombre a la revelación sobrenatural de Dios es la fe, aquella gracia divina por la que el hombre, como enseña el Concilio Vaticano II, «se entrega entera y libremente a Dios, le ofrece el homenaje total de su entendimiento y voluntad, asintiendo libremente a lo que Dios revela». Y precisa a continuación: «Para dar la respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con el auxilio interior del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede a todos gusto en aceptar y creer la verdad»¹⁹.

    Dios, «el único que es inmortal, el que habita en una luz inaccesible, a quien ningún hombre ha visto ni puede ver» (1 Tm 6, 16) por ser enteramente espiritual, ha querido manifestarse a sí mismo a los hombres y comunicarnos su propia vida divina. El motivo lo expresa con claridad San Pablo: «En El nos eligió antes de la creación del mundo, para que fuéramos santos y sin mancha en su presencia, por el amor; nos predestinó a ser hijos adoptivos por Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad» (Ef 1, 4-5). Es decir, Dios se reveló a los hombres para hacernos hijos suyos, para introducirnos en el ambiente amoroso de la vida trinitaria.

    San Ireneo de lyon, como nos recuerda el Catecismo²⁰, expresa muy bien esta pedagogía divina bajo la imagen de un mutuo acostumbrarse entre Dios y los hombres: «El Verbo de Dios [...] ha habitado en el hombre y se ha hecho Hijo del hombre, para acostumbrar al hombre a comprender a Dios y para acostumbrar a Dios a habitar en el hombre, según la voluntad del Padre».

    3. El Dios de Israel y la polémica con los falsos dioses

    Al leer el Antiguo Testamento salta a la vista que Dios toma la iniciativa para relacionarse con los hombres²¹. Lo ha hecho desde el origen, como veremos en el n. 7.1. Dios se da a conocer como ser personal a nuestros primeros padres y les invita a la comunión con El. Se presenta como el Creador y el Salvador de los hombres.

    El Dios de Israel, además de ser un Dios creador, eterno, justo o providente, es un Dios que salva a su Pueblo; en este obrar salvífico Israel descubre la fidelidad de Dios, su inmutabilidad, omnipotencia, unicidad y todas las demás perfecciones divinas: «Yo, el Señor, soy tu Dios, que te he sacado del país de Egipto, de la casa de la servidumbre. No habrá para ti otros dioses delante de mí» (Ex 20, 2-3). Se comunica con el hombre a través de la palabra y del diálogo amistoso que suscita con él: «Dijo Dios...» (Gn 1, 26). Está presente y providente como un padre en todos los acontecimientos de la historia humana: «No temas, pueblo mío» (Is 10, 24). Será el fin y el sentido supremo del hombre y de su vida, es decir, el juez que juzga con justicia y el Dios amoroso que salva al hombre: «Pondré mi gloria entre las naciones y conocerán todas las naciones la sentencia que he dictado y la mano que he puesto sobre ellos. Desde aquel día en adelante sabrá la casa de Israel que Yo soy el Señor, su Dios» (Ez 39, 21-22).

    Con una experiencia tan directa y rica de Dios se entiende que el pueblo de Israel rechace a los falsos dioses de los pueblos vecinos, que no habían recibido la palabra de Dios; son dioses «muertos», fabricados por los hombres con metales y barro; son dioses llenos de todas las miserias humanas; dioses que nacen y mueren como los hombres. Se entiende también que sea un gran pecado abandonar al Dios vivo para adherirse a esos dioses falsos.

    Por eso, los libros sagrados recuerdan con frecuencia las formas de infidelidad y de negación de Dios. Desde el ateísmo —la negación explícita de Dios—, hasta otras decisiones de los hombres que son auténticos pecados. Por ejemplo, la blasfemia del nombre de Dios, cuando los no israelitas niegan que el Señor sea la fuente de salvación y de esperanza; pero también cuando un israelita injuria el nombre de Dios con maldiciones y juramentos falsos. También es blasfemia atribuirse poderes propios de Dios.

    La idolatría es otra forma grave de infidelidad contra Dios. El pueblo de Israel sufrió dos grandes tentaciones distintas y paralelas: una fue la tentación de seguir a otros dioses, los de los pueblos vecinos y los de los pueblos dominadores (cananeos, egipcios, fenicios). La otra fue hacerse imágenes de Dios, con la pretensión de «tenerlo a su disposición» y a la medida limitada del propio hombre.

    La pedagogía de Dios salvador se extiende a lo largo de toda la historia del pueblo de Israel, con la prohibición de las imágenes, con la predicación contra el seguimiento de Baal, con la burla de los profetas contra los falsos ídolos de los pueblos. El pecado de idolatría lleva a los pueblos a la depravación moral, a cerrar la vida humana en el horizonte terreno, a la avaricia como valor supremo de la existencia.

    4. Sabiduría del creyente y necedad de los que niegan a Dios 

    «Mi alma está sedienta de Dios, del Dios vivo. ¿Cuándo podré ir a ver el rostro de Dios?» (Sal 42, 3). «De ti piensa mi corazón: Busca su rostro. Tu rostro, Señor, buscaré. No me escondas tu rostro» (Sal 27, 8-9). 

    Estas palabras de la Sagrada Escritura expresan no sólo que el hombre tiene capacidad de conocer a Dios, sino también el afán, la sed, la inquietud o la necesidad —como se quiera decir— más profunda que el hombre ha manifestado a lo largo de la historia. En otras palabras, el hombre está dotado de una dimensión trascendente y de infinito, por la que ve que las cosas terrenas, por maravillosas que sean, no sacian el corazón humano ni

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