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La persona de Cristo
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Libro electrónico435 páginas7 horas

La persona de Cristo

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A lo largo de la historia de la Iglesia, la doctrina de la Persona de Cristo ha sido una pieza angular de la reflexión teológica. En La Persona de Cristo, Donald MacLeod vuelve a articular esta doctrina multifacética. Comienza con el Nuevo Testamento y con los esfuerzos modernos para comprender su cristología. Luego, el autor centra su atención en la historia de la teología cristiana, analizando los temas principales, que van desde el arrianismo del siglo IV hasta la cristología quenótica, y la cuestión de la unicidad de Cristo en el siglo XX.

La Persona de Cristo es una vía de acceso valiosa al amplio panorama de cuestiones que han conformado las confesiones ortodoxas de Cristo a lo largo de los siglos. El camino de la revelación de la tradición cristiana está bien señalizado, detectando cuidadosamente los peligros antiguos y modernos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento16 sept 2021
ISBN9788412335217
La persona de Cristo
Autor

Donald Macleod

Donald Macleod (MA, University of Glasgow; DD, Westminster Theological Seminary), now retired, served as professor and chair of systematic theology at the Free Church of Scotland College in Edinburgh and also as the school's principal. He pastored Kilmallie Free Church for six years and also served at Patrick Highland Free Church, a bi-lingual congregation in Glasgow, Scotland. He is well known as a previous editor of The Monthly Record of the Free Church and as a columnist in the West Highland Free Press and The Observer newspaper.

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    La persona de Cristo - Donald Macleod

    Presentación de la Biblioteca de José M. Martínez

    Con la Biblioteca de José M. Martínez el Centro Evangélico de Estudios Bíblicos de Barcelona (CEEB) inicia un proyecto, en colaboración con Publicaciones Andamio, que nos llena de ilusión, en primer lugar por lo que tiene de reconocimiento y en segundo lugar por la importante aportación que como CEEB podemos hacer en el ámbito de la educación y de la formación teológica evangélica en nuestro país.

    El CEEB es un instituto bíblico-teológico que inicia su andadura en el año 1969, desde entonces y de forma ininterrumpida viene realizando su labor académica y pedagógica hasta el presente. Por sus aulas han pasado más de 1.000 alumnos, muchos de los cuales son hoy reconocidos siervos de Dios y las asignaturas han sido impartidas, en un momento u otro de su historia, por destacados profesores, teólogos y eruditos nacionales y extranjeros (www.ceeb.org.es).

    Desde su inicio D. José M. Martínez estuvo involucrado en dicha iniciativa. Siendo uno de sus impulsores y estando presente en la reunión constitutiva del Centro el 11 de abril de 1969, fue elegido Vicepresidente de la primera Junta Directiva.

    En el año 1981, es elegido como Presidente, cargo que desempeñó hasta el año 1996 y bajo su presidencia se inicia una nueva singladura, que fortalecería el ministerio pedagógico y daría lugar a una organización más sólida del CEEB, que se consolidará en el año 1984 mediante la adquisición de una sede social idónea para la ubicación formal y estable del Centro.

    Además de su trabajo administrativo como vicepresidente y presidente de la Junta Directiva durante casi 30 años, D. José M. Martínez también ha sido miembro del Cuerpo Docente enseñando las asignaturas de Hermenéutica, Homilética y Teología Pastoral, cuyas clases y material docente dieron origen a los libros Ministros de Jesucristo (2 vols., Homilética y Pastoral) y posteriormente Hermenéutica Bíblica, ampliamente usados en España y en el continente hispanoamericano, de modo especial en institutos bíblicos y seminarios.

    Por todo ello, consideramos necesario reconocer el ministerio que D. José M. Martínez ha desarrollado a lo largo de los años en el CEEB y a favor de la obra evangélica en nuestro país. Una de las cualidades de D. José M. Martínez que siempre nos llamó la atención fue su amplitud de miras, su visión a largo plazo y la necesidad de compartir dones y colaborar con las iglesias y entidades evangélicas siendo consciente que, en muchos aspectos de la obra evangélica, la colaboración es la clave de la solución a ciertas limitaciones que individualmente podamos tener.

    Por ello, creímos que dicho reconocimiento no debería ser un acto puntual, sino algo que tuviese continuidad, que vinculara de forma permanente al CEEB y a D. José M. Martínez y que incorporase dicha amplitud de miras y visión de futuro. Con estas ideas en mente pensamos en publicar una serie de libros de temática bíblica y teológica, libros de reconocida valía en ámbitos evangélicos internacionales y ponerlos a disposición del pueblo evangélico bajo el título genérico Biblioteca José M. Martínez.

    Esta Biblioteca José M. Martínez, estará formada por títulos relacionados con la Teología Sistemática, escritos por autores de reconocido prestigio en el ámbito evangélico. Estos títulos combinan los principios y verdades bíblicas con la cultura contemporánea, proporcionando un excelente recurso para predicadores, maestros y para todos aquellos que desean crecer espiritualmente.

    El que esta Biblioteca lleve el nombre de José M. Martínez, no quiere decir que él personalmente esté de acuerdo con todos y cada uno de los planteamientos que los autores puedan exponer. Lo que sí podemos afirmar es la coincidencia en la perspectiva evangélica que domina toda la colección y la metodología, que aplica y contextualiza las doctrinas estudiadas a nuestras necesidades y desafíos contemporáneos.

    Por tanto, es nuestro deseo y oración que el Señor use esta Biblioteca para que el pueblo evangélico pueda seguir creciendo en la gracia y en el conocimiento que es en Cristo Jesús, siendo un apéndice del ministerio docente de D. José M. Martínez, quien ha recomendado personalmente esta colección, y que sea de gran estímulo y ayuda para la formación de nuevas generaciones de creyentes, al igual que su ministerio pastoral y su labor pedagógica lo han sido para varias generaciones de siervos de Dios que nos han precedido.

    Soli Deo Gloria.

    Por la Asamblea General del CEEB y su Junta Directiva

    Pedro J. Pérez

    Vice-Presidente y Decano académico del CEEB

    Prefacio

    Por diversos motivos he tardado un tiempo desmesuradamente largo en escribir este libro. En realidad, que haya llegado a este punto resulta casi milagroso. Durante los últimos diez años lo he retomado, abandonado y reanudado más veces de las que puedo recordar.

    La otra parte de mi excusa es que soy teólogo y, por consiguiente, por definición, un generalista. Mi labor no consiste en ser experto en ningún campo concreto, sino en tener en cuenta los acontecimientos importantes en una amplia gama de disciplinas, e intentar reunirlas para formar una unidad coherente. El trabajo constante de los especialistas académicos es indispensable para los teólogos, pero tenemos que esperar a que sus descubrimientos se prueben antes de poder usarlos como fundamento. El debate actual sobre las relaciones entre Pablo y el judaísmo, y entre Jesús y el ebionismo son poco relevantes para la cristología. Centrarse en la relación entre Jesús y el Espíritu Santo resulta más prometedor, siempre que no se acabe perdiendo en el adopcionismo.

    ¿Qué mayor privilegio puede tener un hombre que disfrutar de la oportunidad de escribir sobre un tema como la Persona de Cristo? Ruego a Dios que aporte honra a su Nombre.

    Donald Macleod

    Abreviaturas

    Introducción

    Este libro no es una afirmación académica aislada. Está escrito en el interior de la comunidad cristiana, por un miembro de ésta y para su beneficio. Como tal, refleja mi creencia personal de que el evangelio nos permite acceder al verdadero Jesús. También refleja mi creencia de que los grandes credos, lejos de traicionar los Evangelios, sintetizan fielmente su intención central de presentar a Jesús como el Hijo encarnado de Dios.

    Sin embargo, resulta fácil simpatizar con el escepticismo, contemporáneo o no. Las afirmaciones que formuló la iglesia primitiva (y, desde mi punto de vista, el propio Cristo) son asombrosas e incluso ofensivas. En numerosos momentos exigen una revisión radical de nuestras creencias intuitivas sobre Dios. Aunque personalmente he trascendido ya la duda e incluso la incertidumbre, espero no haber olvidado cómo piensan los no cristianos y, en cada etapa del argumento, he asumido que están mirando por encima de mi hombro y poniendo en tela de juicio mis conclusiones. Muchos de aquellos con los que discrepo profundamente han enriquecido mi vida al exponerme nuevas preguntas y ofrecerme nuevos programas.

    No existe un enfoque obligatorio a la cristología y, en determinados momentos, me he visto obligado a tomar decisiones metodológicas que se pueden criticar fácilmente.

    La más evidente es que, en contra de la corriente contemporánea, he optado por una «cristología desde arriba». Esto no quiere decir que no me tome en serio la humanidad de Cristo. Me la tomo muy en serio; algunos incluso pensarán que demasiado. Pero si hubiera optado por una cristología desde abajo, hubiera incurrido en un fingimiento. No parto desde abajo, sino desde la fe, convencido antes de poner la pluma sobre el papel (o el dedo sobre la tecla) de que Jesucristo es el Hijo eterno de Dios. Considero que ése es también el punto de partida de los Evangelios. En la época en que fueron escritos, Cristo ya estaba «arriba», y ese hecho determinó la selección, la disposición y la exposición de los materiales. Prima facie, este enfoque parece adolecer de una gran tendenciosidad. No obstante, no es más tendencioso que el que insiste en que debemos tratar a Cristo como «un hombre normal y corriente», y el Evangelio como si fuera literatura ordinaria.

    Una parte sustancial de este estudio es histórica, y aborda las preguntas suscitadas y las respuestas ofrecidas por el pensamiento cristiano desde Tertuliano hasta Barth (si este último me disculpa que le haya emparejado con el padre norteafricano), y de Práxeas a Edward Irving. Durante el curso de estas exposiciones se formuló la mayoría de preguntas posibles (y quizá algunas imposibles), y se propuso la mayor parte de respuestas posibles. Quedan pocas preguntas nuevas y menos respuestas novedosas.

    No podemos contentarnos jamás con la repetición -como los loros- de las definiciones del pasado. Sin embargo, sería presuntuoso hablar antes de haber escuchado a los padres. Los hombres como Atanasio y Agustín, Basilio y Calvino, son los Newtons y los Einsteins de la Teología. En comparación, nosotros somos pigmeos. Nuestra única esperanza para ver más lejos consiste en encaramarnos en los hombros de los gigantes.

    Esta aproximación histórica explica algunas de las peculiaridades de este libro. Por ejemplo, aborda la historia de Jesús tras dedicar tres capítulos al material neotestamentario básico. Mi motivo para hacer esto es que el debate sobre el Jesús histórico comenzó en un momento relativamente tardío en la historia del pensamiento cristiano. Aparte, su interés fundamental radicaba en desafiar la autenticidad del material evangélico tocante a la deidad de Cristo. En concreto, desafiaba (y sigue haciéndolo) la conclusión que intento establecer en el capítulo 3, a saber, que los títulos como el Hijo de Dios pueden localizarse en el propio Jesús.

    De forma parecida, aunque puede parecer evidente que hay que tratar la unicidad de Cristo al principio del libro, he optado por abordarla al final, dentro del contexto del debate contemporáneo. Estamos demasiado cerca de ese período como para evaluarlo correctamente, pero no puede haber duda de que la pregunta moderna crucial es «¿Qué hace a Cristo diferente?». Para la ortodoxia, la respuesta está muy clara. Cristo es diferente porque es Dios encarnado. Pero ¿qué pasa si rechazamos la ortodoxia, como hacen Bultmann y los asociados con The Myth of God Incarnate? ¿En qué sentido podemos seguir adorándole como único? ¿Y sobre qué base podemos seguir adorándole?

    En un momento posterior del libro (página 175) critico la famosa observación de Melanchton de que «conocer a Cristo supone conocer sus beneficios». Sin embargo, ésta contiene una verdad importante. Aunque escriba con la pluma de hombres y de ángeles, si no tengo la vida de Dios en mi alma, de nada me aprovecha.

    PRIMERA PARTE. «El mismo Dios del mismo Dios»: de los evangelios a Nicea

    Capítulo 1. El nacimiento virginal

    Un lugar común de la cristología moderna es que debemos comenzar con la humanidad de Jesús, no con su divinidad. Como resultado, se crea una tendencia contra una cristología «de lo alto» y se favorece poderosamente una «de abajo». Wolfhart Pannenberg es un ejemplo típico de ello. Habiendo afirmado que «el método de una cristología de lo alto está vetado para nosotros», sigue diciendo: «Nuestro punto de partida debe radicar en la pregunta sobre el hombre Jesús; sólo de este modo podemos analizar su divinidad».¹

    Por supuesto, este paradigma no se puede descartar sin más ni más. Klaas Runia escribe: «No tengo ninguna objeción a un concepto cristológico que empiece desde abajo. Creo que saca a la luz aspectos de la persona y de la obra de Jesús que una cristología de lo alto puede ignorar fácilmente. Además, es el mismo camino por el que la iglesia apostólica llegó a su confesión de Jesús como Mesías, como Señor, como Hijo de Dios».² No cabe duda de que la iglesia pasó por alto la humanidad de Cristo y se centró con demasiada exclusividad en «el Señor del cielo». También puede decirse —como sugiere Runia— que los primeros cristianos, en su viaje de fe, partieron «de abajo»: primero le conocieron en su humanidad y progresaron a partir de ella, con mayor o menor rapidez, hacia una comprensión de su deidad.

    A primera vista, el problema «de lo alto» o «de abajo» sólo se centra en el método. Si es así, podemos distanciarnos de él, diciendo simplemente que methodus est arbitrarius. Lo único que queremos es un sistema que nos permita acomodar los datos. Pero entonces nos encontramos con un hecho extraño: el Nuevo Testamento, casi con total unanimidad, nos presenta una cristología de lo alto. Parte del campo de su deidad, no del de su humanidad. Seguramente hay un buen motivo para esto. El Nuevo Testamento contempla a Cristo a la luz de la resurrección; y si articulamos nuestra teología desde el punto de vista de la fe, no podemos hacer otra cosa. Analizar la resurrección como una cuestión abierta por sí solo es un juicio contra la fe. Además, históricamente el movimiento descrito en el Nuevo Testamento va de Dios al hombre y, si empezamos desde abajo (desde el lado humano), puede resultar tremendamente difícil recuperar esta perspectiva. No carece de importancia que desde que el enfoque «desde abajo» se puso de moda se ha producido una avalancha de cristologías adopcionistas que no presentan a Cristo como Dios hecho hombre sino como un hombre que, en cierto sentido, se convierte en Dios. Según este paradigma, la naturaleza humana no se convierte sólo en un axioma, sino también en un factor limitador: no podemos decir nada de Cristo que no podamos decir del hombre. Como no es de extrañar, a muchos teólogos les resulta imposible arrancar de este punto de partida para creer en la deidad de Cristo.

    Independientemente de los motivos, el hecho está claro: el Nuevo Testamento parte de lo alto. Esto es evidente, sobre todo en el Evangelio de Juan. No es que Juan no sea un creyente firme en la humanidad del Señor, más bien al contrario. Es él quien habla del logos hecho carne (Jn. 1:14), retrata al Señor descansando junto al pozo de Jacob (Jn. 4:6) y, concretamente, menciona que cuando la lanza atravesó su costado manó sangre y agua (Jn. 19:34). De hecho, en su primera epístola, Juan sostiene que la negación de la humanidad física de Jesús es una señal del anticristo (1 Jn. 4:2 y ss.). El verdadero meollo del mensaje de Juan es que Cristo vivió una vida genuinamente humana, y que la vivió aquí abajo.

    Sin embargo, éste no es su punto de partida. El acceso a la cristología de Juan se encuentra únicamente en su prólogo, donde enfatiza prolongadamente la deidad de Cristo. Lo que nos encontramos en el umbral no es una afirmación sobre nada de aquí abajo, sino las palabras magníficas: «En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios» (Jn. 1:1). En este pasaje todo habla de lo de arriba. En el principio, cuando Dios creó los cielos y la tierra (Gn. 1:1), Cristo ya existía. Él hizo todas las cosas. Existía cara a cara con Dios y era Dios. Caminó entre los hombres sólo porque, siendo ya Dios, se hizo carne; e incluso en su estado encarnado, cuando los hombres le miraban y le veían de verdad, lo que percibían era la gloria del unigénito Hijo de Dios (Jn. 1:14). Incluso la idea de que el progreso de los discípulos hacia una visión más elevada de Cristo fue gradual se ve rebatido en cierta manera por el hecho de que, en su primer encuentro con Jesús, Natanael ya exclama: «Rabí, tú eres el Hijo de Dios; tú eres el Rey de Israel» (Jn. 1:49).

    La cristología de Hebreos sigue la misma pauta. Como en Juan, se enfatiza firmemente el hecho de la encarnación: «Así que, por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, Él también participó de lo mismo» (He. 2:14). Además, a lo largo de la epístola, la humanidad de Cristo se toma con la máxima seriedad. Tuvo una experiencia real de la muerte, gustándola (2:9); se perfeccionó por medio del sufrimiento (2:10); estuvo sujeto a las mismas tentaciones que nosotros (4:15); simpatiza con nosotros en nuestras debilidades; y aprendió la obediencia a través de sus sufrimientos (5:8).

    Todas estas ideas tienen una importancia incalculable, pero ninguna de ellas se menciona en primer lugar. Lo primero que se dice es que cuando Dios habló por medio de Cristo lo hizo a través del Hijo (He. 1:2). Este Hijo era el heredero de todas las cosas, y su creador (He. 1:2). Era el resplandor de la gloria del Padre, y la imagen expresa de su Ser (He. 1:3). Por lo que respecta a los seres más elevados de la Creación, Él era su Superior infinito. ¿A qué ángel llamó Dios «hijo» alguna vez? Incluso más, ¿qué ángel recibió jamás el título de «Dios» (He. 1:8)?

    Todo lo que el escritor de Hebreos dice después acerca de la vida y los sufrimientos terrenales de Jesús (y dice mucho), lo hace frente a este trasfondo. Cristo es el Hijo celestial de Dios, y es vulnerable a las experiencias de esta vida sólo porque optó por ser, durante un tiempo, un poco menor que los ángeles.

    Pablo no es distinto. También para él Cristo es el Señor, un ser cuyo origen está antes del tiempo y de este mundo. Esto refleja, probablemente, la experiencia de Pablo durante su conversión. Su introducción a la grandeza de Cristo no fue gradual en absoluto. En el camino a Damasco Pablo vio al Cristo resucitado, y la visión le cegó y le dejó como muerto (Hch. 9:3 y ss.). Dios le había revelado a Jesús como su Hijo (Gá. 1:16), y esta convicción fue, desde ese momento y para siempre, su punto de partida para describirle. Esto es así, por ejemplo, en su enseñanza en Gálatas, probablemente la más temprana de sus epístolas (escrita antes de que el Concilio de Jerusalén emitiera un veredicto autorizado sobre los temas que disputaban el apóstol y el judaísmo): «Pero cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley» (Gá. 4:4). Aquí la presencia de Cristo en el mundo y bajo la ley es el resultado de un movimiento que parte del cielo y cuyo iniciador fue Dios. 2 Corintios 8:9 se mueve en la misma dirección: «Porque ya conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que por amor a vosotros se hizo pobre». El movimiento no va de la pobreza a la riqueza pasando por la resurrección, sino desde las riquezas de la gloria preexistente a la pobreza de su vida terrenal, un entorno inhóspito y hostil donde, además, reinaba la impiedad.

    Sin embargo, la dinámica de la cristología de Pablo se aprecia más claramente en Filipenses 2:5-11. Aunque el propio Pablo no redactara este pasaje, sino que lo tomó prestado de un himno antiguo, es evidente que respaldaba su enseñanza. Aquí, una vez más, el punto de partida es la preexistencia de Cristo. La idea ya está implícita en la palabra hyparchōn («existente»), y todo el contexto la refuerza. Antes de que Cristo diera el gran paso de la kenōsis, ya existía como alguien que participaba de la forma de Dios, y era su igual en todos los sentidos.

    No obstante, cuando acudimos a los Evangelios sinópticos, ¿no hallamos una imagen distinta? ¿No es cierto que vemos una teología desde abajo? ¡De ninguna manera! El punto de partida de Marcos es el mismo que el de Juan: «Principio del evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios». Para ser justos, este pasaje se debate. La frase «Hijo de Dios» no figura en algunos manuscritos, y Westcott y Hort la omitieron de su edición del Nuevo Testamento (1885). De todos modos, los comentaristas recientes no han seguido su ejemplo. Vincent Tayler escribió: «Hay razones poderosas para aceptar la frase como original a la vista de su testimonio, su posible omisión por homoioteleuton y el uso del título en la cristología de Marcos».³ C. E. B. Cranfield adopta la misma postura: «Hay muchos motivos sólidos para aceptarla como original».⁴ Dennis Nineham está menos convencido: «Es complicado decidir si las palabras son originales», escribe; y añade: «Pero esta cuestión no reviste una gran importancia, dado que san Marcos creía ciertamente que Jesús era el Hijo de Dios, y esta creencia subyace en todo el Evangelio».⁵

    Por consiguiente, existen pocos motivos crítico-textuales para omitir la expresión «el Hijo de Dios» del texto de Marcos. Éste declara su convencimiento (y su tesis) en el mismo principio de su Evangelio, y todo lo posterior es una confirmación y una ilustración de esta idea.

    Sin embargo, no debemos aislar esta expresión. Como señala Nineham,⁶ el propósito de toda la sección introductoria (vv. 1-11) es el de establecer la identidad y las credenciales de Jesús. Una manera en que se consigue esto es describiendo la relación entre Jesús y Juan el Bautista. Juan, a pesar de su importancia, no fue más que el precursor de Cristo. En cierto sentido, la diferencia es meramente funcional: «Yo a la verdad os he bautizado con agua; pero Él os bautizará con Espíritu Santo» (Mr. 1:8). Pero la diferencia también es ontológica: «Viene tras mí el que es más poderoso que yo» (Mr. 1:7). Esta diferencia en estatus es incluso más evidente cuando reflexionamos sobre la importancia que tiene el hecho de que Marcos cite Malaquías 3:1. Dentro del contexto original, el propio Yahvé es el que viene, y la aplicación que hace Marcos del pasaje (y del título) a Jesús es un indicativo claro de la posición única que él atribuye a Jesús.

    La identidad y las credenciales de Jesús se afirman con la misma claridad, pero de forma más dramática, en la historia de su bautismo. Entonces no sólo es ungido visiblemente con el Espíritu Santo, sino que la Voz celestial atestigua que es el Hijo de Dios (y su Siervo): «Tú eres mi Hijo amado; en ti tengo complacencia» (Mr. 1:11). Es evidente que Marcos no permite que la deidad de Cristo vaya revelándose gradualmente a lo largo de su narrativa. Quiere asegurarse de que el lector, en su primer encuentro con Jesús, no tenga ninguna duda de que Aquel procede de lo alto. Por supuesto, también indica que el propio Jesús comenzó su obra poseyendo ya la garantía de que Dios era, en un sentido único, su Padre.

    Las narrativas del nacimiento

    Cuando llegamos a los Evangelios de Mateo y Lucas nos encontramos una «cristología de lo alto» bajo una forma muy especial: la historia de la concepción de la virgen. El nacimiento de Jesús fue totalmente normal. Las narrativas no indican que se conservó la virginidad en el nacimiento (por ejemplo, no se menciona la ausencia de los dolores habituales en el parto). Aún sugieren menos que María siguió siendo virgen toda la vida (semper virgo). Enseñan, sencillamente, que María quedó encinta sin que mediara relación sexual alguna. En el Evangelio de Mateo esto se expresa con las palabras «antes que se juntasen» (prin ē synelthein autous), es decir, antes de que se consumara el matrimonio. La reacción de José fue natural: decidió divorciarse de su esposa. Sin embargo, en un intento generoso de reducir la humillación de María, planeó hacerlo encubiertamente (Mt. 1:19). En este momento intervino el ángel del Señor para disuadirle: «no temas recibir a María tu mujer, porque lo que en ella es engendrado, del Espíritu Santo es» (Mt. 1:20). La concepción virginal se afirma más tarde, en el versículo 25: «pero [José] no la conoció hasta que dio a luz a su hijo primogénito». Las palabras ouk eginōsken autēn («no tuvo unión con ella») indican claramente que no tuvo relaciones sexuales con su mujer antes del nacimiento de Jesús. Las palabras «hasta [heōs] que dio a luz» implican con la misma claridad que sí que las tuvo después. El versículo 25 también resulta interesante, dado que nos informa de que fue José quien «le puso por nombre Jesús». Tal y como señala Cranfield, nombrar al hijo suponía aceptarlo como suyo.⁷ Era un acto de adopción, que confería a Jesús todos los derechos de la filiación legítima.

    Mateo entiende el nacimiento de Jesús como el cumplimiento de Isaías 7:14: «He aquí que la virgen [‘almâ] concebirá, y dará a luz un hijo, y llamará su nombre Emanuel». Según los lexicógrafos, la palabra hebrea ‘almâ no define estrictamente a una virgen, sino a una joven soltera.⁸ La idea es bastante académica, dado que se esperaba de las jóvenes solteras que fueran vírgenes. Si no lo eran, sus posibilidades de casarse se reducirían peligrosamente (Dt. 22:13 y ss.). Sin duda, los traductores de la Septuaginta entendían ‘almâ como «virgen» (en griego, parthenos). Lo cierto es que todas las versiones griegas y judías lo tradujeron como parthenos hasta Aquila (c. 130 d. C.), quien usó neanis («mujer joven»). Sin embargo, podemos estar seguros de que a Aquila lo movió el deseo de privar a los cristianos de un texto de comprobación.⁹

    Podemos hacer algunos comentarios sobre el uso que hace Mateo de Isaías 7:14.

    Primero, sean cuales sean los méritos de la exégesis de Mateo, su afirmación del nacimiento virginal es bastante independiente del otro texto. Isaías 7:14 puede resultar difícil de interpretar, pero Mateo 1:18, 25, no.

    Segundo, no se puede acusar a Mateo de intentar acomodar la verdad a las expectativas de sus lectores. Los judíos nunca aplicaron Isaías 7:14 al Mesías, ni siquiera después de que la Septuaginta hubiera traducido ‘almâ como parthenos.

    Tercero, resulta difícil entender por qué, si Mateo sólo pretendía inventar un nacimiento espectacular para el Señor, tuvo que buscar su inspiración en un pasaje tan oscuro y difícil como Isaías 7:14. En el Antiguo Testamento había otras fuentes más evidentes, como el nacimiento de Samuel (1 S. 1:1-20) o el de Isaac (Gn. 21:1-7; cfr. Ro. 4:18 y ss.). El tema de la esterilidad, prominente en ambas narrativas, aparece también en la historia de Juan el Bautista. Este tema se sacralizó por el hecho de que el pueblo judío debía su propia existencia a un milagro relacionado con esta misma aflicción, y si Mateo sólo hubiera querido una palanca apologética, ése era el tema que debía haber elegido.

    Por último, mientras que Isaías 7:14 y ss. contiene bastantes problemas como para volver loco a cualquier exegeta, probablemente la referencia a un nacimiento milagroso es la única certidumbre del pasaje. El nacimiento iba a ser una señal (vv. 11, 14). Es difícil entender cómo el parto de una «mujer joven» (RSV) podría conseguir ese objetivo. Una señal requería alguna circunstancia inusual; y, ¿qué más inusual que el niño naciera de alguien que era una ‘almâ/parthenos según el sentido natural de estos términos?

    El relato que hace Lucas del nacimiento de Cristo no es significativamente distinto del de Mateo. Incluso conserva su mismo regusto hebreo.

    Se presta más atención a la respuesta y a la actitud de María, y hallamos un énfasis más firme sobre la gloria de su Hijo: es el Hijo del Altísimo y el Hijo de David (Lc. 1:32); el gobernador de un reino eterno (1:33), y el Hijo de Dios (1:35). Pero la esencia del mensaje sigue siendo la misma: cuando quedó embarazada, María no era la esposa de José, sólo su prometida y, además, era virgen (1:27). Su embarazo fue un acto de la gracia divina, explicable no en términos de inseminación humana (ni de un acto mítico de engendramiento divino), sino del poder creativo del Espíritu Santo.

    Durante siglos, los cristianos aceptaron esta doctrina sin cuestionarla. Figuraba en lugar destacado en los primeros credos, y en el estándar doctrinal de las iglesias griega, romana y protestante. Sin embargo, en 1892, un pastor alemán llamado Schrempf se negó a usar el Credo Apostólico en el bautismo porque afirmaba este artículo, y durante el siglo XX incluso los teólogos relativamente conservadores lo han rechazado tachándolo de legendario. Por ejemplo, Hans Küng escribe: «Hoy día se admite, incluso entre los exegetas católicos, que tales historias son una colección de narrativas en gran medida inciertas, mutuamente contradictorias, intensamente legendarias y, en última instancia, con una motivación teológica».¹⁰ Emil Brunner considera que el nacimiento virginal es un intento de convertir un milagro de salvación en un problema metafísico: «la pregunta existencial ¿qué sucedió? se convierte en la inquisitiva ¿cómo sucedió?. Desde buen principio, la pregunta de cómo es posible que Dios se haga hombre está equivocada».¹¹ Wolfhart Pannenberg la considera una leyenda que surgió en los círculos de la comunidad judía helenista, y que, en lo tocante a su contenido, «plantea una contradicción irreconciliable con la cristología de la encarnación del Hijo de Dios preexistente, que hallamos en Pablo y en Juan».¹² Edward Schillebeeckx parece compartir el paradigma básico de Brunner: «Lo que tenemos aquí es una reflexión teológica, no una aportación de datos nuevos e informativos, como han demostrado bien a las claras los propios textos neotestamentarios».¹³ Más cerca de casa, William Barclay considera que la evidencia no es concluyente, y declara: «El problema supremo del nacimiento virginal es que diferencia de una forma bastante innegable a Jesús de los hombres; representa una encarnación incompleta».¹⁴ John Robinson es predeciblemente decisivo, y arguye que la doctrina del nacimiento virginal y la doctrina de la preexistencia son formas alternativas y mutuamente excluyentes de hablar sobre Cristo. No podemos hablar de ambas, ni tampoco entenderlas literal o descriptivamente; y ambas son tan confusas que hoy día resultan inútiles.¹⁵

    Estas negativas se encuentran respaldadas por diversas líneas de razonamiento.

    Dificultades en las narrativas del nacimiento

    Primero, hay objeciones a las narrativas en sí mismas. Las más importantes se centran en el relato de Lucas. Por ejemplo, se afirma que su historia contiene dos conceptos distintos de la filiación divina. Según el versículo 32, esa filiación está vinculada al reinado mesiánico: Él es el Hijo y también el Mesías. Sin embargo, según el versículo 35, la condición de Hijo está vinculada con la concepción milagrosa. Es el Hijo porque nació gracias al poder del Altísimo.

    Resulta difícil detectar incoherencias entre ambas visiones. Sin duda, la filiación davídica no es incompatible con la filiación divina, como no lo es con el hecho de que sea el Señor de David. Defender la idea de que los versículos 32 y siguiente, y 34 y siguientes representan dos fuentes diferentes es un recurso desesperado. Es razonable asumir que cualquier discrepancia hubiera sido tan evidente para Lucas como lo es para los estudiosos modernos; y ciertamente resulta difícil de creer que se hubieran tardado más de 2.000 años es descubrir algo tan evidente.

    El problema que plantea el propio versículo 34 es más grave: «¿Cómo será esto, si soy virgen?», preguntó María al ángel. Estaba prometida a José: ¿por qué le habría resultado tan inusual estar embarazada? Afirmar que sus palabras indican un voto previo de virginidad perpetua supone introducir una idea totalmente ajena al contexto (y a todo el Nuevo Testamento). En cualquier caso, si había hecho ese voto, ¿por qué se comprometió? Por otro lado, decir que María sabía que el ángel se refería a una concepción inmediata también resulta precario. Las palabras del versículo 31 no contienen una especificación cronológica. En ellas no hay nada que permitiera a María descartar la idea de quedarse embarazada después de su boda (un hecho aún futuro).

    Entonces, ¿cuál es el motivo de su pregunta y de la sorpresa que ésta evidencia? No hace falta asumir que no es más que un recurso literario de Lucas, que crea así la oportunidad de introducir la profecía del ángel.¹⁶ La explicación más sencilla es que en aquel momento María no pensaba con claridad. Después de todo, no era un tema del que ella hablase habitualmente; el ser que hablaba con ella era un ángel y la noticia que le había dado era impresionante. De hecho, a lo largo de la Escritura, parece que fueron pocas las personas que pudieran pensar (o hablar) con claridad cuando les visitaron ángeles. En Lucas 1:12, se dice que Zacarías se mostró turbado. Juan (Ap. 22:9) cayó instintivamente a los pies de su visitante celestial, adorándole equivocadamente. El estado mental de María, cuando habló, se parecía seguramente al de Pedro en el monte de la Transfiguración, cuando balbució: «hagamos tres enramadas, una para ti, otra para Moisés, y otra para Elías; no sabiendo lo que decía» (Lc. 9:33). María no había estado escuchando con atención; no ha dotado de cohesión lógica a las diversas partes de la información; y lo único que se grabó en su mente es que era extraño estar hablando de hijos cuando ni siquiera estaba casada.

    El silencio del resto del Nuevo Testamento

    La segunda línea de objeciones es más formidable: que aparte de las narrativas del nacimiento de Mateo y de Lucas, el resto del Nuevo Testamento guarda silencio sobre el nacimiento virginal y no demuestra ningún interés por éste.

    Pocos eruditos negarían los hechos sobre los que se sustenta esta objeción. Hay, como mucho, tres pasajes neotestamentarios en los que incluso los defensores más acérrimos del nacimiento virginal encontrarán alusiones al mismo.

    El primero de ellos es Juan 1:13. El texto que suele aceptarse de este versículo dice «[hijos] que no nacieron de sangre, ni de la voluntad de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino de Dios». Sin embargo, algunos manuscritos latinos antiguos ofrecían una lectura distinta, aplicando las palabras a Cristo y, más concretamente, a su nacimiento: «quien no nació de sangre [...] sino de Dios». Esta es la versión que apoyaba Tertuliano y aparece en algunas de las citas patrísticas del pasaje. Sin embargo, a pesar de todo, la evidencia manuscrita resulta tremendamente insuficiente, e incluso un defensor a ultranza del nacimiento virginal —como es J. G. Machen— concluye: «No nos sentimos inclinados a subrayar demasiado Juan 1:13 como testimonio del nacimiento virginal de Cristo».¹⁷

    Lo mismo podríamos decir de Gálatas 4:4: «Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley». Es muy improbable que la expresión «nacido de mujer» señalara a algo especial en el nacimiento de nuestro Señor. Por ejemplo, aparece en Mateo 11:11: «entre los nacidos de mujer no se ha levantado nadie mayor que Juan el Bautista». También lo encontramos en Job 14:1: «El hombre, nacido de mujer, corto de días y lleno de turbaciones». Estos pasajes sugieren poderosamente que en Gálatas 4:4 no se apunta a otra cosa que nuestro Señor tuvo una madre auténtica, humana.

    No obstante, cabe destacar que existe una diferencia importante entre las palabras de Gálatas 4:4 y sus paralelos aparentes. Tanto en Mateo 11:11 como en Job 14:1 la palabra que se usa es «nacido» (gennētos). En Gálatas 4:4 la palabra es genomenos («venido»). La variación sugiere una idea que retomaremos luego: aunque no afirman explícitamente el nacimiento virginal, los escritores neotestamentarios describen la llegada del Señor al mundo en unos términos muy infrecuentes. Entre tanto, baste decir que si Pablo hubiera querido no contradecir la doctrina del nacimiento virginal, no podría haber elegido mejores palabras

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