El escarabajo ciego
Por Jorge Muñoz
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El escarabajo ciego - Jorge Muñoz
casa.
1
Por las venas de Antonia corría una enfermedad supuestamente hereditaria, al menos eso decían los médicos; también afirmaban que pese a todo podría vivir largos años. Su esposo, Alfredo Schmidt Baroja, se maravillaba del buen estado anímico de su mujer, puesto que él no habría resistido la incertidumbre de no saber de qué enfermedad se trataba porque los especialistas discrepaban en el diagnóstico. Y el matrimonio, celebrado en 1923, con la oposición tenaz de su madre, que tenía aspiraciones más altas para su único hijo, había resultado todo un acierto humano y social gracias a las cualidades de Antonia. Claro que él había guardado con estricto celo el asunto de la enfermedad de su mujer.
Durante los años de mayor auge económico, el padre de Antonia había reunido en la inestable sociedad que los cobijaba el dinero suficiente para que los suyos pudiesen adoptar el estilo de vida de la clase media acomodada de la época. En el salón familiar había un piano vertical y muebles de estilo. Dos criadas cuidaban de su hogar, y sus hijos estudiaban en colegios caros. Carlos tenía intención de ser arquitecto y Antonia recibía clases de idiomas, música y canto; ella deseaba convertirse en cantante lírica, aunque tal oficio no era bien mirado en aquellos años. Pero la súbita muerte del padre dejó al descubierto la verdadera situación económica de la familia, que tenía grandes deudas contraídas por el jefe de hogar para mantener el tren de vida que llevaban. La viuda y sus dos hijos debieron abandonar la casa familiar y radicarse en un pequeño departamento. La madre, que poseía una hermosa voz y tocaba muy bien el piano, comenzó a impartir clases de canto y Antonia debió trabajar en un almacén de barrio para que su hermano Carlos pudiera estudiar arquitectura. Sin embargo, la belleza de Antonia era la verdadera esperanza de la madre que pensaba en un matrimonio afortunado.
–No te vayas a enamorar de esos vagabundos que pululan por el barrio, recuerda las últimas palabras de tu padre –le repetía con insistencia.
Y Antonia enrojecía al oírla, mientras contestaba:
–¡Ay, mamá! ¡Córtala con esas tonterías!
Y todo eso duró hasta el día en que Alfredo Schmidt entró al almacén donde trabajaba Antonia a comprar un paquete de cigarrillos y después de observarla supo que no podría olvidar a esa muchacha encantadora. Al principio ella se mostró indiferente, pero él era joven y confiaba en sí mismo. Primero hubo un intercambio de notas escritas, luego algunas palabras y sonrisas discretas, después las visitas de Alfredo al departamento donde halló la favorable actitud de la madre de ella. Sin embargo, no ocurrió lo mismo con la madre de Alfredo que no aceptó a la joven por considerarla poca cosa para su hijo. Pero él se las arregló para sacar adelante su amor y casarse con la bella Antonia y mantener las diferencias en un nivel que no causara daño. La ausencia de hijos fue un contratiempo penoso para los flamantes cónyuges, mas la hija de Carlos, el hermano de Antonia que había quedado solo con la niña, era un verdadero consuelo para ellos porque la pequeña Constanza pasaba la mayor parte del tiempo en casa de su tía Antonia, que la mimaba como a su propia hija.
Constanza era una chica bella, inteligente y caprichosa; consciente de lo mucho que la adoraban sus tíos se aprovechaba de ello para obtener todo lo que deseaba, vestidos, zapatos y clases de canto y baile, puesto que su intención era ser actriz. En el colegio tenía mal rendimiento en todas las asignaturas, salvo las que se relacionaban con música, danza y teatro. En cuanto a su padre, lo despreciaba porque después de su fracaso matrimonial se había dado a la bebida y con frecuencia regresaba ebrio a casa; incluso, llegó a decir que en una de esas borracheras la había violado. Pero eso jamás se comprobó y como era muy fantasiosa sus tíos optaron por no creerle, aunque no la dejaban ir sola a casa de su padre.
La invasión de Manchuria por los japoneses no tuvo ninguna repercusión en la ciudad de N y mucho menos en la tranquila vida de la familia Schmidt. La única que le prestó atención fue la tía Irma que anotó el suceso en su diario de vida. La buena mujer, prima de Antonia, se preocupaba de los sucesos políticos y militares a través de los diarios y el aparato de radio que le encantaba escuchar, especialmente por la noche.
2
Cuando Constanza cumplió quince años sus tíos la enviaron a la capital para que entrara en la academia de canto y también reforzara sus estudios de alemán y francés, con ese fin quedó instalada en casa de la tía Irma. La tía era una solterona alta, gruesa, de cabello gris y mirada bondadosa que cocinaba estupendamente y consentía en todo a la adolescente inquieta y llena de energía. Allí, en la gran ciudad, Constanza conoció a Vicente, un primo lejano, de singular hermosura física, que manifestaba extraordinarias aptitudes musicales combinadas con un carácter débil y cierta propensión al alcohol. Vicente se enamoró de su prima y le ofreció matrimonio. La oferta encantó a Constanza, que sintió halagada su vanidad, y pese a que no amaba al muchacho le dio esperanzas, diciéndole:
–Sí, está bien, pero por ahora tengamos esto en secreto hasta que salga de la academia.
–Claro, yo te voy a esperar cuanto sea necesario, sin ti no puedo vivir –repuso Vicente, lleno de juvenil pasión.
Pero el destino tiene sus propios caminos y no pudiendo aguardar más, movido por la desesperación y el fantasma de los celos –se rumoreaba que alguien más pretendía a la joven– Vicente la esperó a la salida de la academia y le manifestó que si no se casaban pronto iba a suicidarse. El alma romántica y vanidosa de Constanza recibió la imprevista noticia como lo haría una heroína del cine y a la noche siguiente se fugó con su primo, dejando a la tía Irma sumida en la desesperación. Alfredo y Antonia, avisados por la solterona, llegaron a la capital y fueron de inmediato a la policía a denunciar el secuestro de Constanza, porque para ellos la niña no era capaz de protagonizar una fuga amorosa.
Durante tres días Constanza estuvo recluida en una habitación pequeña y sucia alquilada por su amante, que pasó todo el tiempo ebrio, hablando disparates y llorando. Movida por la indignación y la repugnancia, la muchacha se fue sin saber adónde ir.
Después de dar vueltas por lugares desconocidos, callejuelas estrechas y mal iluminadas por la amarillenta luz de los faroles, fue hallada por la policía. Sus tíos la colmaron de caricias y palabras consoladoras, pero ella se negó rotundamente a hablar del secuestrador. Regresaron los tres a la ciudad de N, donde Alfredo y Antonia tenían su casa, y la enfermedad de Antonia se manifestó nuevamente con dolores de estómago y mareos, pero se negó a consultar al médico.
–Ahora debo ocuparme de la niña, ya habrá tiempo para el médico –le dijo a su marido.
Pero Constanza ya no era la niña moldeada por la imaginación de Antonia, presionada por su anhelo de ser madre, en el corazón y en la mente de la joven palpitaban nuevos deseos y ensoñaciones.
Por otra parte, los acontecimientos políticos de Europa –la Italia fascista había invadido Etiopía– iban esparciendo vientos de inquietud a los que era cada vez más difícil sustraerse, algunos productos empezaban a escasear y los precios a subir.
3
La llegada de la tía Irma aquel duro invierno, trajo nuevas noticias de la capital, unas buenas, otras malas. Entre estas, la peor fue contar, con el rostro empapado en lágrimas, que Vicente se había suicidado con un tiro de pistola. Para Antonia y Alfredo la trágica noticia fue algo triste, sin que los conmoviera demasiado porque nunca habían apreciado al muchacho.