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Los Impuestos al Consumo como Principio de Política Fiscal
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Los Impuestos al Consumo como Principio de Política Fiscal

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Los Impuestos al Consumo como Principio de Política Fiscal, se plantea una tesis de gran actualidad: reducir el impuesto sobre la renta para estimular la inversión productiva y el empleo compensando esa reducción con la generalización e incremento.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 ene 2021
ISBN9786076143940
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    Los Impuestos al Consumo como Principio de Política Fiscal - Adolfo Arrioja Vizcaíno

    Vizcaíno

    CAPÍTULO I

    La Naturaleza de los

    Impuestos al Consumo


    "Defínese al impuesto, diciendo que es

    la cuota que la ley señala al gobierno

    como precio de la protección que ejerce

    para la producción de la riqueza".

    Manuel Dublán

    Derecho Fiscal, 1865

    SUMARIO: 1. Evolución. 2. Evolución en México. 3. Impuesto sobre Ventas versus Impuesto al Valor Agregado (IVA). 4. La Naturaleza de los Impuestos al Consumo.

    1. EVOLUCIÓN

    Los antecedentes más remotos de los impuestos al consumo podemos encontrarlos tanto en la legislación romana como en los cánones feudales que, a diferencia de lo que ocurrió en Roma, particularmente en los tiempos de la República, fueron verdaderos decretos-ley —también conocidos como úkases u ordenanzas— que expresaron la voluntad omnímoda del monarca o del señor feudal. Al respecto, no hay que perder de vista que, de acuerdo a lo expresado por el jurista del Renacimiento, Jean Bodino, en su obra clásica Los Seis Libros de la República, debemos a la Roma imperial y al mundo feudal el concepto de soberanía entendido como súper omnia, es decir el poder supremo inherente a la figura del gobernante, llámesele rey, emperador o señor feudal o de la guerra, sea por designio divino o humano, que puede sintetizarse bajo el principio político de que cada barón es soberano en su baronía.¹

    Dentro de semejante contexto, el mundo feudal fue pródigo en el establecimiento de impuestos al consumo. Desde luego, los tributos variaron en función de la época y del lugar, pero hasta cierto punto, es factible señalar, dentro de las variables y las incertidumbres que son propias de la historia, algunas constantes que prevalecieron desde la baja Edad Media hasta bien entrado el Renacimiento, cerca de mil seiscientos años, comprendidos del siglo I de la era cristiana al siglo XVI. El siguiente cuadro-resumen contribuye a dar una idea general de esas constantes tributarias:

    El Renacimiento, entre otras muchas novedades, trajo aparejada una marcada resistencia a la cauda de tributos medievales en aras de la libertad internacional del comercio como un reflejo casi indispensable de la libertad de pensamiento y de acción, tanto artística como política, que fue el sello distintivo de esa etapa ilustrada dentro de la (generalmente violenta) evolución de la humanidad. Una prueba de ello estuvo constituida por la Banca Médicis que, asentada en Florencia, operó no solamente en Italia, sino en Francia, España, Inglaterra, Holanda, Alemania y hasta el Medio Oriente.

    Otro ejemplo notable lo tenemos en la primera Bolsa de Valores fundada en Brujas, Bélgica, en la que se empezó a especular, en ocasiones con gran precisión, sobre los precios y valores futuros de toda clase de mercaderías, desde los hilados y tejidos hasta las joyas e inclusive sobre las cosechas futuras de los entonces muy apreciados tulipanes holandeses. Exactamente lo mismo que actualmente se hace en el mercado de futuros de Chicago, aunque ahora, por razones naturales opera fundamentalmente a base de monedas y divisas.

    La ruptura toral que el Renacimiento significó versus los dogmas y creencias de la edad feudal, entre ellos la prohibición de cobrar intereses de cualquiera clase, se extendió inevitablemente a la actividad económica, principalmente al comercio exterior. Un nuevo mundo caracterizado por la preeminencia del poder secular sobre el eclesiástico que, en palabras del filósofo inglés Thomas Hobbes, expresadas en su célebre obra Leviatán, significó que el derecho divino de los reyes debía sustituirse por el principio de la soberanía del Estado.³ Un nuevo mundo que estuvo, además, mejor comunicado gracias a la invención de la imprenta y su consecuencia natural: la libertad de expresión; lo que necesariamente ocasionó que el comercio tuviera que desenvolverse en forma dinámica e integral, una vez que fueron rotas las viejas y anquilosadas ataduras medievales.

    En el terreno económico la libertad de comercio, también necesariamente, tuvo que conducir al nacimiento del capitalismo comercial dentro de un sistema que fue generalmente conocido como mercantilismo porque acabó por identificar las ganancias de los comerciantes, con el bien nacional, o sea con el fortalecimiento del poderío del reino.

    Del mercantilismo al capitalismo industrial solamente quedaba un paso, puesto que partiendo de semejante premisa: el comercio exterior como fuente primigenia de generación de dinero para el reino o la Nación-Estado; el mercantilismo contribuía a desarrollar y perfeccionar la industria de un país.

    Dentro de semejante contexto, los impuestos deberían operar como un mal necesario que, sin embargo, no entorpeciera el libre desarrollo del comercio internacional. En palabras de Sir Willian Petty —que debe ser considerado por encima de los muy mencionados, en obras especializadas sobre la historia de las doctrinas económicas, Antonio Serra y Francesco Botero (ambos de origen italiano)—, como el teórico por excelencia del mercantilismo: Aunque los príncipes pueden verse obligados a recaudar por vía de impuestos más de lo que necesitan, a fin de crear una reserva para casos de emergencia, no deben hacerlo con demasiada frecuencia, porque retirarían dinero de sus súbditos de la circulación productiva. El dinero que el príncipe ha recaudado podría estimular, si se le gasta sabiamente, el comercio y la industria, y así volvería en mayor cantidad a los bolsillos del pueblo.

    Desde luego, sin adivinarlo, por razones obvias, en este comentario Petty pone el dedo en la llaga de lo que constituye una de las principales preocupaciones de la política fiscal de la segunda década del siglo XXI, al plantear la importancia de que el Estado utilice la propia política fiscal, no para fines estrictamente recaudatorios, sino también para estimular las actividades productivas que, a fin de cuentas, acaban por generar una mayor recaudación tributaria. En cierto sentido y mediante el correspondiente análisis retrospectivo, Petty se nos presenta como un genuino precursor de las ideas de John Maynard Keynes, que más adelante serán objeto de una valoración especial.

    El entorno creado por el mercantilismo puso en retirada a un buen número de impuestos al consumo hasta bien entrado el siglo XVIII (aunque, hasta cierto punto, subsistieron las gabelas y los estancos), para dar paso al, en ese entonces, novedoso concepto del impuesto sobre la renta, entendiéndose por renta la diferencia, en cualquier año, entre el producto de la cosecha y el costo de la siembra. Concepto que, en el caso de los comerciantes, se tuvo que llevar a la diferencia entre el ingreso obtenido y los gastos legítimamente efectuados para poder obtener el propio ingreso. Es decir, a la utilidad pura y simple.

    El mismo Petty en su obra Treatise on Taxes and Contributions (Tratado sobre Impuestos y Contribuciones), escribió: El Estado existe para proteger la propiedad individual, y el individuo debe estar dispuesto a contribuir a los gastos del Estado. Esta contribución debería ser proporcional a la propiedad, cuyos beneficios goza la gente bajo la protección del Estado.

    El periodo que va del fin del siglo XVIII a los inicios del XIX —época que coincide con el enorme desarrollo económico que representó la revolución industrial inglesa, cuyos beneficios, a la par con su evidente explotación de la mano de obra de la clase proletaria, pronto se extendieron a Europa y los Estados Unidos de América—, implicó el nacimiento y la consolidación del impuesto sobre la renta como el tributo por excelencia. A ello contribuyeron las que probablemente sean las obras fundacionales tanto de la economía política como de la economía clásica: La riqueza de las Naciones de Adam Smith (publicada en 1785), y Los Principios de Economía Política y Tributación de David Ricardo (publicada en su versión definitiva en 1821).

    Partiendo del supuesto de que, cualquier tributo viene finalmente a pagarse por una sola de las tres fuentes originarias de toda renta: ganancia, salarios y rendimientos,⁷ Smith desarrolla todo un tratado de política fiscal que, en esencia, le plantea al Estado la necesidad de contar con un régimen tributario que sea naturalmente justo, equitativo y generador de riqueza, de tal forma que el propio régimen resulte proporcional al ingreso percibido, cierto y cómodo para los contribuyentes como razonable a la renta tributaria que efectivamente rinda al príncipe. Dicho en otras palabras, si se desea el progreso económico como fuente primigenia de la riqueza de las naciones, los tributos no deben constituir un obstáculo a la independencia y al desarrollo del capitalismo industrial.

    Sobre semejantes bases, el impuesto sobre la renta determinado en función de la respectiva capacidad económica de cada contribuyente mediante tasas o tarifas progresivas, resulta fundamental para que, en lo que atinadamente Smith denomina igualdad en la imposición, se sustente el impulso del bienestar de las naciones. No por nada, Adam Smith es universalmente conocido y aclamado en ciertos círculos del pensamiento tanto tributario como financiero, como el apóstol del liberalismo económico.

    Por su parte, David Ricardo se ocupó extensamente de la renta que los terratenientes obtenían de sus cosechas, así como del incremento no ganado con motivo de la plusvalía de sus tierras, para pugnar porque se les castigara fiscalmente con un mayor y mejor impuesto sobre la renta, toda vez que, el interés del terrateniente se opone no sólo al del obrero y el industrial, sino que también entra en pugna con el interés general de la sociedad.

    La teoría ricardiana, también conocida como de la escases, es susceptible de resumirse en los términos siguientes:

    La población crece a un ritmo más rápido que la producción de alimentos (un contemporáneo y seguidor de David Ricardo, Thomas Malthus, alarmaría a media Europa con el mismo criterio, puesto que en su célebre obra Ensayo sobre el principio de población y la forma en la que afecta el mejoramiento de la sociedad, publicada, en su versión definitiva, en la segunda década del siglo XIX, sostuvo que mientras la población crecía en progresión geométrica, verbigracia, 1, 2, 4, 8, 16, 32, 64, 128, etc., los alimentos solo aumentaban en progresión aritmética, verbigracia, 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, etc.). Por lo tanto, los precios de los alimentos tienden a incrementarse en una proporción mucho mayor que los salarios de los trabajadores y que las utilidades de los industriales, generando un fenómeno negativo que David Ricardo da en llamar la ley de los rendimientos decrecientes.⁹ Es decir, la renta de los terratenientes va a subir constantemente en detrimento de los salarios y las utilidades de los otros sectores productivos de la sociedad: los trabajadores, industriales y comerciantes.

    Ante esta situación, en el esquema ricardiano no hay alternativa posible: el Estado debe castigar severamente con el impuesto sobre la renta a los terratenientes para procurar beneficiar, vía el gasto público desde luego, a los sectores menos favorecidos de la estructura productiva.

    Es así como a lo largo del siglo XIX, el impuesto sobre la renta se convirtió en el tributo por excelencia. Primero gravando la renta y el incremento no ganado de los terratenientes y, posteriormente —una vez que se demostró que la teoría de la escases no tenía ningún sustento en la realidad, en virtud de que las nuevas técnicas de producción de alimentos, fruto en su mayoría de la revolución industrial, volvieron risibles las negras profecías de Malthus y David Ricardo—, los salarios de los trabajadores y las utilidades de los comerciales e industriales.

    No obstante la supremacía del impuesto sobre la renta, consagrado por los grandes tratadistas de la época, los viejos impuestos al consumo subsistieron en sus vertientes principales. Así, como en el precepto bíblico, crecieron y se desarrollaron el impuesto a la importación, las alcabalas, las gabelas y los impuestos al papel sellado y del timbre que, en mayor o en menor grado y dependiendo del tiempo y del país, contribuyeron a complementar razonablemente la recaudación fiscal primaria proveniente del impuesto sobre la renta.

    Los estancos, creados a partir del siglo XVI en gran medida gracias a la colonización europea de América, África y la India, al iniciarse y consumarse los movimientos independentistas y anticolonialistas que caracterizaron a la mayor parte del siglo XIX, fueron desapareciendo paulatinamente.

    A lo largo del siglo XX, así como en los inicios del XXI, el impuesto sobre la renta —con incontables cambios y adecuaciones que han tenido que darse en función de la evolución del pensamiento económico y de las políticas fiscales que han tenido que implementarse en cada Nación, según sus circunstancias—, ha subsistido, pero siempre en compañía de diversos impuestos al consumo como el impuesto sobre ventas (generalmente conocido como sales tax), el impuesto al valor agregado (IVA) y la multiplicidad de impuestos sobre producción y servicios. Sin olvidar, desde luego, a los inevitables impuestos al comercio exterior (de importación y de exportación) que, a pesar de la proliferación de tratados y de zonas de libre comercio, subsisten en desafío a las ideas clásicas de los librecambistas como Adam Smith y Sir William Petty, cuyo pensamiento tuvo un resurgimiento importante hacia finales del siglo XX, cuando se buscó canalizar el comercio exterior hacia diversos bloques geográficos de libre comercio, pero contrariando la idea clásica del impuesto a la importación como instrumento de equilibrio entre las balanzas de pagos de las diferentes naciones.

    2. EVOLUCIÓN EN MÉXICO

    Gran parte de las distorsiones y excesos que suelen caracterizar al sistema fiscal mexicano de 1970 a la fecha, tienen su origen remoto en el régimen tributario que se generó en el largo periodo, que va de 1521 a 1821, del llamado virreinato español. La acumulación de tributos sobre las mismas fuentes, las cargas tributarias sin una explicación lógica, así como el exceso de leyes, de regulaciones y de decretos, generalmente redactados en un idioma deliberadamente confuso, representan el legado de tres siglos de dominación hispana.

    Por lo tanto, preciso es hacer referencia a ese complejísimo régimen fiscal para tratar de entender no solamente la respectiva evolución de los impuestos al consumo en nuestro país sino, primordialmente, la forma en la que suele legislarse en México, cuando de contribuciones se trata.

    El siguiente cuadro-resumen sirve para dar una idea general de lo que estamos hablando:

    Almojarifazgo. Consistió en el típico impuesto a la importación de toda clase de bienes, géneros y mercancías. El fluido e intenso comercio que se dio con España a través del puerto de Veracruz y con Las Filipinas mediante el arribo, aproximadamente cada tres meses, de la Nao de China o Galeón de Manila al puerto de Acapulco, hicieron del almojarifazgo (palabra de raíces árabes que significa aduana), uno de los rendimientos tributarios más apetecibles para el tesoro español.

    Alcabalas. El comercio entre las diversas regiones de México (entonces llamado Nueva España), en la época de la colonia y hasta el periodo presidencial del general Porfirio Díaz (último tercio del siglo XIX y primera década del XX), fue una verdadera pesadilla en virtud de que el tránsito de las mercancías de un lugar a otro (o de una intendencia a otra, que fue el nombre oficial que se asignó a las provincias que, en su conjunto, integraron la Nueva España, hacia mediados del siglo XVIII), se gravaba con impuestos locales en la garita de entrada a cada provincia o intendencia. Si bien las alcabalas contribuyeron al sostenimiento de las provincias, los costos de las mercancías se elevaron en tal forma que el consumo de artículos no necesarios o indispensables para la vida diaria, quedó reservado únicamente para las minorías privilegiadas. Además la doble tributación fue evidente, puesto que en tratándose de mercancías de importación que por ejemplo, se trasladaban de Veracruz a la Ciudad de México, al almojarifazgo había que sumar las Alcabalas.

    Estancos. Como se señaló con anterioridad, los estancos —herencia medieval que España desarrolló y aprovechó de manera notable en sus colonias americanas—, no son otra cosa que los monopolios impuestos por la corona para procurar provecho al tesoro real. Dentro de semejante régimen los estancos del tabaco, del vino, del aceite de oliva, de los naipes (la única diversión posible en un mundo sin cine, radio y televisión), de la sal y de la pólvora, impuestos a la Nueva España pronto se convirtieron en una fuente privilegiada de ingresos para la corona, contribuyendo, paralelamente al atraso económico con el que México nació a la vida independiente, toda vez que al haberse coartado durante tres siglos, la producción local de los artículos materia de los estancos, el país se encontró, de pronto, en la independencia pero sin fuentes propias de riqueza. Esta es una de las causas que explica el desastre económico y financiero en el que vivió México la mayor parte del siglo XIX, hasta la llegada del gobierno de don Porfirio Díaz.

    Derechos y Aprovechamientos. Deliberadamente se emplean estos términos, utilizados por el Código Fiscal de la Federación en vigor, para comprender un conjunto de cargas tributarias que permearon la vida cotidiana de la colonia y los hábitos de consumo de sus habitantes, como el impuesto al pulque, los derechos del 20% (coloquialmente conocidos como el quinto del rey) sobre los productos de las minas de oro y plata (fuente por excelencia de la riqueza colonial), los derechos por la emisión y compra de papel sellado (indispensable para cualesquiera de los múltiples trámites burocráticos que implantó la administración virreinal), y los derechos sobre la venta y arrendamiento de oficios, singular actividad que a la fecha es de tráfico habitual en sindicatos como los del magisterio y del petróleo. Sobra decir que, a través de esta clase de derechos y aprovechamientos, el virreinato siguió engrosando, y de continuo, las cajas reales para financiar, sin provecho público alguno, las incontables guerras europeas de la época, en las que España se involucró, las más de las veces sin necesidad alguna.

    Diezmos. Si algún antecedente hubo, durante el virreinato, del actual impuesto sobre la renta, lo más probable es que lo encontremos en esta figura. Surgido en la Europea medieval con motivo del célebre Concilio de Trento, el diezmo fue una contribución forzosa que obligaba a cada católico a donar el 10% de su ingreso anual para el sustento, y la mayor gloria de la Iglesia. Sin embargo, en la Nueva España merced a una bula del Papa Alejandro VI (Rodrigo Borja en España, y después Borgia en Italia) fechada en Roma el 16 de

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