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Sonata ritual: Cuerpo, cosmos y envidia en la huasteca meridional
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Libro electrónico662 páginas12 horas

Sonata ritual: Cuerpo, cosmos y envidia en la huasteca meridional

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Relación entre ritualidad y cuerpo de un cuadrante étnico de la huasteca, nahua, tepehua, totoca y otomí
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 ago 2019
Sonata ritual: Cuerpo, cosmos y envidia en la huasteca meridional

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    Sonata ritual - Leopoldo Trejo Barrientos

    respectivamente.

    PRIMER MOVIMIENTO

    EL CANON RITUAL

    El ritual es en acto, es praxis,¹ por lo tanto debe ser descrito, en primera instancia, a partir de los mecanismos básicos que posibilitan su construcción, ejecución y reinvención, y no sólo en función de creencias y significados que aparentemente vehicula. Esta distinción entre mecanismo y significado puede arrastrarnos hasta los orígenes mismos de la díada forma-contenido, oposición que hunde sus raíces en lo más profundo del pensamiento en Occidente.² Si bien no es nuestra intención entrar en detalle sobre su historia y estado actual, tampoco podemos darla por sentada de un plumazo. Creemos conveniente tomar una instantánea de su desarrollo, una fotografía que nos sirva de punto de partida. La escena elegida trata de la poco formal discusión que en la segunda mitad del siglo pasado sostuvieron Claude Lévi-Strauss (1995) y Vladimir Propp (1992).

    Claramente sorprendido por los importantes avances que el formalismo ruso había alcanzado en el análisis morfológico del cuento fantástico —que evidentemente adelantaban por varios años los propios del estructuralismo francés para el mito—, Lévi-Strauss se vio en la nece-sidad de hacer evidentes las diferencias entre ambos métodos. Afirmó que, a diferencia de la forma que se opone al contenido en los mismos términos que lo abstracto a lo concreto, la estructura es en sí misma contenido, sólo que este último se haya aprehendido en una organización lógica concebida como una propiedad de lo real (Lévi-Strauss, 1995: 115). Por eso para el estructuralismo —aseveraba el único de los pensadores estructuralistas que se autoafirmaba como tal— no es pertinente tal diferencia.

    No obstante el entusiasmo del maestro galo, lo que en realidad distingue al estructuralismo de la morfología no es el método en sí, sino el uso del enorme corpus de información etnográfica que permite a la antropología recrear el universo de significación dentro del cual se desarrollan las narraciones míticas. De ahí que Lévi-Strauss (1995: 115) afirme que la oposición entre forma y contenido se impone al formalismo porque el contexto que pudiera arrojar luz sobre el significado de los cuentos ha desaparecido prácticamente. Por lo tanto, al no poder reconstruir la lógica de las sustituciones (paradigmática), que es la que da acceso al significado, los estudios morfológicos están condenados a permanecer presos del sintagma. Lévi-Strauss (1995: 137) sentencia:

    Apegándose exclusivamente a las reglas que presiden la disposición de las proposiciones, [el formalismo] pierde de vista que no existe lengua en la que pueda deducirse el vocabulario a partir de la sintaxis. El estudio de un sistema lingüístico cualquiera requiere el concurso del gramático y del filólogo, lo cual equivale a decir que en materia de tradición oral la morfología es estéril a menos que la observación etnográfica, directa o indirecta, acuda a fecundarla. Imaginarse que se pueden disociar las dos tareas, emprender primero la gramática y dejar el léxico para más tarde, es condenarse a no producir nunca sino una gramática exangüe y un léxico donde las anécdotas tendrán el puesto de definiciones.

    Si estuviéramos comprometidos con el estudio del mito, quizá, y no con poca reticencia, podríamos adoptar la posición estructural. Sin embargo, tratándose del ritual, de ese bastardeo del pensamiento que vanamente intenta reconstituir a base de repeticiones y segmentación el continuo que el pensamiento clasificador del mito ha impuesto al universo (Lévi-Strauss, 1997: 608), nos resulta mucho más provechoso pensar a partir de formas, no de estructuras, pues creemos que a partir de la homologación de las diferentes esferas de la sociedad a la estructura de significación, puntada a puntada se ha ido tejiendo un antifaz que impide ver con claridad la singularidad de cada una de las vías de expresión humana.

    En otras palabras, metodológicamente cancelamos la idea de tratar al ritual como si fuera única y exclusivamente un signo o, en su defecto, una estructura simbólica. Con esta primera toma de posición lo que intentamos es pensar un simbolismo ajeno a la exclusividad de los significados, distinguiendo por esta vía diferentes clases de contenidos. Asimismo, renunciamos también a la posibilidad de construir una gramática ritual, pues estamos claros que, en su intencionalidad, las formas tienen una naturaleza restrictiva y no generativa, a pesar de la enorme capacidad inventiva que evidencian en su ejecución.³ Sobre este último punto, Edmund Leach, defensor de la gramática en diferentes esferas culturales,⁴ no tiene otra opción sino aceptar que, de haber una gramática y sintaxis ritual, ésta, en todo caso, resultaría laxa (Leach, 1981: 16).

    Es necesario señalar que nuestra postura no es fruto de mera inspiración, imposición o moda, sino resultado de la observación y registro detallado de un ritual de costumbre interétnico donde los oficiantes fueron otomíes y los participantes principalmente totonacos, pudiendo entrever los resortes que posibilitan eso que llamamos entendimiento ritual. Ante la relativa cancelación de lengua y tradición propia como código común, nos vimos obligados a preguntar: ¿qué pasa con el cifrado e interpretación del ritual cuando son varios los grupos étnicos y lenguas interactuando en él?

    Después de contrastar registros posteriores, pudimos postular la existencia de dos niveles distintos de aprehensión del ritual entre los pueblos de la Huasteca sur; uno inmediato y general que se halla anclado en la forma; otro, ciertamente más profundo, que requiere del conocimiento y manipulación de códigos exclusivos de cada uno de los pueblos indios. Este primer supuesto trae aparejado dos clases de contenidos, uno simpático y formal, que es ajeno a códigos étnicos exclusivos y pasa por alto las diferencias, permitiendo la interacción y entendimiento mínimo necesario en contextos interétnicos; el otro antipático y sígnico, que al hallarse anclado en los estilos y contextos particulares, apunta hacia el saber del especialista: al mismo tiempo que suscita una mayor comprensión al interior de un grupo (consecuencia de la comunión en el código), implica también jerarquías, así como la emergencia de conflictos y luchas de poder en ocasión de rituales interétnicos, dado el privilegio a la singularidad por sobre las diferencias.

    Al primero, el sintagmático, lo hemos llamado intencional, en tanto no implica un proceso de codificación y decodificación, y por lo tanto no pone necesariamente en juego un sistema de significados o contenidos. Se ancla en el sentido, el cual es inferido prescindiendo de la significación, atendiendo al orden de sucesión de las unidades constitutivas (un protocolo) y, en el contexto interétnico, también al reconocimiento de ciertos índices específicos. Dichos indicadores formales conllevan contenidos muy básicos, primarios, principios ordenadores legibles en el tipo ritual de cada grupo étnico. Coordenadas básicas como principios duales que sirven de andamiaje a la práctica ritual: arriba-abajo, afuera-adentro, macho-hembra, maduro-inmaduro, tomando en ocasiones sentido en función de la oposición fasto-nefasto. Quizás el mayor de los indicadores formales sea precisamente el cuerpo: como veremos a lo largo de esta obra, tanto la praxis ritual como las coordenadas básicas del pensamiento indígena sudhuasteco están eminentemente cruzadas por diversas manifestaciones del cuerpo que superan las nociones biofísicas del mismo.

    Es importante advertir que se trata de ejes ordenadores que no configuran correspondencias lineales que empatan lo masculino con el afuera o lo femenino con el abajo. Estos ejes se combinan entre sí dando lugar a complejas configuraciones sobre las que se proyecta un sinnúmero de significados. Estos indicadores formales permiten inferir sentidos en modo alguno constreñidos a una lectura lineal. Gracias a que están libres de la fidelidad a un código, se caracterizan por su enorme potencial evocativo, de ahí que hayamos decidido caracterizarlos, siguiendo a Dan Sperber, como eminentemente simbólicos (Sperber, 1988). Esta es una de las aristas de la aprehensión intercultural a la que hemos definido como entendimiento.

    En tanto sintagmas intencionales, los protocolos rituales no sólo son susceptibles de ser segmentados en sus unidades discretas, sino que su análisis reclama tal ejercicio. Para el costumbre sudhuasteco distinguimos cuatro categorías básicas de unidades según un eje que va de lo más comprensivo a lo más limitado. Siguiendo de cerca las exégesis locales, así como nuestra propia observación, identificamos: 1) el proceso ritual en su conjunto; 2) los episodios que componen a todo el proceso; 3) las secuencias de cada episodio, y 4) las fases en que se subdividen dichas secuencias. Su pertinencia quedará clara conforme se avance en los capítulos de esta sección.

    Anclada en los estilos particulares, antipática en la medida en que se afianza en las diferencias, se erige la comprensión. Como era de esperar, el sentido de su contenido depende de la lógica interna que se vive y recrea en la interacción de los distintos códigos particulares que conforman cada estilo ritual —en donde la lengua y la identificación étnica evidentemente juegan un rol esencial— dejando poco espacio a la evocación, explotando al máximo el universo de significados. No obstante esta riqueza semiótica, fieles a nuestra toma de posición, hemos intentado no constituir en sistema al conjunto de exégesis que registramos y presentamos. Nuestra intención no es afirmar la semejanza o diferencia a nivel de las creencias, sino tan sólo denotar las asociaciones que el saber esotérico puede asignar a cada fase ritual.⁶ Por lo demás, tal y como proponía Lévi-Strauss, el contraste entre los cuatro tipos rituales hará evidentes interesantes procesos de sustitución —paradigmáticos— que efectivamente nos ayudarán a comprender mejor algunos significados. Mas nos conformamos aquí con enfatizar la forma intencional que subyace a la vida ritual y al pensamiento de los indígenas de la Huasteca sur, pues desde nuestro registro, la intencionalidad formal es una de las aristas rituales que presenta mayor estabilidad.

    En sentido estricto, cuando decimos entendimiento nos referimos a una comprensión formal basada sólo en el plano de la expresión; y por comprensión a la que se funda en la semiosis producida por la relación entre el plano de la expresión y el plano del contenido, una especie de comprensión sustancial.⁷ Ni la una ni la otra están llenas o vacías de sentido; ambas participan de él de alguna manera, siendo el privilegio a la significación su diferencia, tan pequeña e insalvable como la que distingue al agua marina de la continental.

    Las páginas de esta primera sección fueron redactadas a partir de una primera voz general a la que se irán sumando otras tantas consecuentes que la siguen e imitan. Obviamente, este ejercicio de repetición melódica supone transformaciones al modelo o protocolo general, transformaciones que pese a su evidencia no dejan de repetir en lo general la propuesta primera. A partir de este ejercicio polifónico tenemos la doble intención de profundizar en el conocimiento de los mecanismos que hacen del ritual de costumbre el parámetro privilegiado, para así construir antropológicamente un primer cimiento de la unidad cultural de esta región.

    Deseamos advertir al lector que, debido a la enorme flexibilidad de los costumbres, nos resultó imposible abordar su estudio y exposición a partir de ejemplos concretos, viéndonos en la necesidad de recurrir a síntesis arbitrarias que presentamos como los tipos rituales.⁸ En otras palabras, si bien ningún costumbre vivo se ajustará paso a paso a los protocolos que a continuación expondremos, a partir de ellos consideramos que es posible reconocer las principales fases y secuencias de cualquier costumbre, desde los más complejos hasta los más simples.


    ¹ Praxis a la manera de Marx y Engels, bajo "una concepción del hombre como ser activo y creador, práctico, que transforma al mundo no sólo en su conciencia, sino práctica, realmente" (Sánchez Vázquez, 2003: 57).

    ² El recurso a la forma aparece en Aristóteles al situarla como la esencia necesaria o sustancia de las cosas que tienen materia, la forma reclama a la materia. Como procedimiento autónomo de su contenido, aparece en Carnap en sus afirmaciones que apuntan a que el único objeto del conocimiento y de la comunicación son las relaciones formales que rigen los contenidos de la conciencia y no los contenidos en sí mismos (Abbagnano, ²⁰⁰⁴: ⁵⁰⁹-⁵¹¹). Bajo nuestro registro veremos que en los rituales de la región se presenta una solución diferente, una que está a medio camino de ambas, pues en términos aristotélicos la sustancia necesaria de la forma es intencional.

    ³ La generación de nuevas intenciones es sumamente restringida y puede observarse en el universo limitado de motivaciones que propician un costumbre. En realidad, la libertad de acción y de invención afecta sólo de manera indirecta y gradual la intencionalidad global.

    […] todas las diferentes dimensiones no verbales de la cultura, como los estilos de vestir, el trazado de una aldea, la arquitectura, el mobiliario, los alimentos, la forma de cocinar, la música, los gestos físicos, las posturas, etc., se organizan en conjuntos estructurados para incorporar información codificada de manera análoga a los sonidos y palabras y enunciados de un lenguaje natural. Por tanto, doy por sentado que es exactamente igual de significativo hablar de reglas gramaticales que rigen el vestido que hablar de reglas gramaticales que rigen las expresiones verbales (Leach, ¹⁹⁸¹: ¹⁵).

    ⁵ Esto sucede también en el interior de un mismo pueblo indígena, pues tenemos claro que el saber esotérico es asunto de unos cuantos, no es un saber democrático.

    ⁶ Asociaciones de un saber que, como hemos dicho, se vale de la jerarquía.

    ⁷ Sobre este punto, hemos publicado un artículo que despliega en detalle el aparato crítico en que fundamos esta distinción (cfr. Trejo et al., 2009).

    ⁸ La noción de tipo la hemos pensado en oposición al espécimen o caso concreto [type/token].

    EL CANON DEL COSTUMBRE

    En los varios tipos rituales que ofreceremos hemos identificado tres secuencias fundamentales: una de preparativos, otra dirigida a las entidades nefastas, que puede llevarse a cabo ya sea en el patio de la casa de costumbre o al interior de ésta, y que supone una limpia colectiva, y una última secuencia dedicada a las entidades fastas, realizada principalmente frente al altar. Claro está que no pretendemos encasillar la diversidad de prácticas rituales y limitarlas a un guión de secuencias rígidas mutuamente discernibles; por eso advertimos que cada tipo ritual es un modelo ideal, por lo tanto fallido, sujeto a innumerables variaciones por parte de los ejecutantes que le aportan múltiples matices. No obstante, la segmentación propuesta evidencia importantes regularidades formales, conformando las piezas de lo que hemos dado en llamar un protocolo ritual.

    De hecho, la revisión bibliográfica nos revela segmentaciones muy similares, aunque los varios autores utilizan diversos términos que nunca son sistemáticos, ni siquiera dentro de la obra de un mismo autor.¹ Hemos visto aquí que es posible homologar entre sí las secuencias de los rituales observados en cada uno de los pueblos indígenas. Roberto Williams (2004: 174) había, de alguna forma, sugerido que los rituales tepehuas suelen ordenarse en dos partes: la primera dirigida a los difuntos —nuestra secuencia nefasta—, la segunda realizada frente al altar —nuestra secuencia fasta—.² Por su parte, Jacques Galinier (1987: 466-467) identifica básicamente dos secuencias en los rituales otomíes, aunque a veces repara en una secuencia previa de ritos preparatorios: la primera estaría dirigida a las instancias patógenas —secuencia nefasta— y la segunda dedicada a las divinidades ortógenas —secuencia fasta—. El análisis de los Sandstrom (1986: 101-103) no difiere mucho de esta secuenciación, consignando la existencia de tres partes en los rituales nahuas: preparativos, limpia preliminar y ofrenda. Veremos que el caso totonaco no se distancia de esta secuencia común a los varios grupos indígenas de la región. Es esto lo que permite, como ya han anotado los Sandstrom (1986: 35), que ritualistas de determinada filiación cultural puedan dirigir costumbres de filiación distinta.

    Los cuatro pueblos aquí presentados comparten la misma precaución por distinguir y aislar a los entes nefastos de los fastos.³ Pero esta precaución no sólo distingue y dispone espacios y tiempos rituales sino también se ve reflejada en eso que los antropólogos estamos acostumbrados llamar, de manera genérica, ofrenda, de ahí que nos hayamos visto en la necesidad de reservar este término para los depósitos ritua-les entregados a los entes ortógenos, mientras que a los depósitos rituales para las potencias patógenas los llamamos simplemente depósitos.⁴ Será hasta el Tercer movimiento que esta transitoria oposición entre ofrenda y "depósito al mal aire o depósito nefasto" cobre pleno sentido; mientras tanto, bastará con tener en mente que cuando nos refiramos a la ofrenda estaremos describiendo secuencias fastas.

    Gracias a estas secuencias y al orden en que los actos se presentan, podremos acceder al entendimiento de las intenciones que orientan el proceso ritual. Por otro lado, diversos códigos (cromáticos, espaciales, numéricos) se avienen de distintas maneras en un orden secuencial, que en virtud del contexto, son la pauta para la adecuada aplicación de los mismos y su función discriminativa. Así, tenemos la presentación como una de las fases focales de la secuencia de apertura, la barrida-limpia (que ya hemos identificado como parte de la secuencia nefasta) y la ofrenda (secuencia fasta) que, grosso modo, son las tres secuencias fundamentales de un episodio ritual en la Huasteca meridional.

    En atención a nuestro registro etnográfico, advertimos que hay procesos rituales compuestos por dos o más episodios. De este modo, las tres secuencias se reproducen una y otra vez, dependiendo del número de episodios que tenga un ritual, sobre todo tratándose de uno grande. Lo más común es que se realicen dos o tres episodios: uno preparativo (en que los especialistas consultan lo que requieren a las entidades divinas, la etiología de un mal o el tipo de ofrenda y sacrificio que se necesita para superar un problema). Dos o tres semanas después se hace la ofrenda propiamente dicha, segundo episodio, que por su naturaleza y complejidad es el que describimos con mayor detalle y el que ha ofrecido mayor información relativa al orden secuencial. El tercer episodio es una réplica que clausura el proceso ritual, es el cierre de un espacio-tiempo particular, o la respues-ta enviada por las potencias a fin de dar a conocer su beneplácito o rechazo.

    En todo caso, este tercer episodio realizado entre cuatro, siete y 15 días después del episodio central (tiempo en el cual los especialistas rituales, y en algunos casos los participantes, mantienen rigurosa vigilia, evitando todo contacto sexual), vuelve a reproducir ese mismo orden secuencial que estructuró los episodios anteriores. Y si en el episodio central se verifica la ofrenda (consistente en grandes cantidades de comida y bebida, sacrificios de aves y marranos, además de diversos presentes), en el episodio réplica vuelve a presentarse una fase de ofrenda, esta vez más sencilla, de mucho menor envergadura, pero que responde al orden secuencial previsto. Este orden de ejecución que compone cada una de las secuencias varía entre un tipo ritual y otro, dependiendo del grupo que se trate. Es lo que hemos identificado páginas atrás como protocolo, el tipo ideal que gobierna códigos, fases y parafernalia al interior de cada grupo.

    Visto de cerca, mientras su diversidad resulta de la suma y combinación de las fases, la lógica intencional o motivación depende del objetivo general del proceso ritual: dicho objetivo es el que da coherencia y orden al conjunto de actos, fases, secuencias y episodios. Esto significa que, si bien las intenciones de fase son varias, las motivaciones del proceso ritual no; situación que nos llevó a plantear dos protocolos de costumbre: los terapéuticos y los agrario-meteorológicos. Así, mientras los nahuas suelen distinguir en términos formales entre un ritual curativo y uno propiciatorio, los otomíes prácticamente no lo hacen (aun cuando reconozcan tal diferencia al nivel de las intenciones), en tanto que tepehuas y totonacos recurren a una clara y meridiana distinción entre unos y otros.

    Los rituales terapéuticos tienen como finalidad restaurar la salud o, en su defecto, impedir la enfermedad. Al estar dirigidos a personas específicas, se realizan en los altares familiares, en las casas, por lo que suelen tener una convocatoria sumamente limitada, reducida a los especialistas y al grupo doméstico (tal como sucede entre los totonacos), mientras que en otros casos este carácter personal no impide que se den cita numerosos invitados, como en los casos de promesas entre otomíes y nahuas.

    Por otra parte, los rituales agrario-meteorológicos son responsabilidad de todos por igual, y en lugar de llevarse a cabo en una casa particular se desarrollan en un espacio comunal, que en algunos casos recibe el nombre en español de casa de costumbre, que incluso puede ser construida especialmente para la ocasión. De no haberla, una casa particular se transforma en casa de costumbre. A los responsables, encargados de haber hecho la convocatoria, los promeseros o encabezados, se les reconoce un papel ritual importante como representantes de la comunidad (o comunidades) ante las potencias solicitadas. Tanto por su interés general, el enorme gasto que suponen, así como por el gran número de fases, secuencias y episodios que implican, a estos costumbres suele llamárseles grandes (o del pueblo),⁷ exigiendo por ello la participación de todos los habitantes de una comunidad, o al menos su contribución en dinero, especie o con su trabajo.

    Huelga decir que esta distinción formal del proceso ritual entre intencionalidades terapéuticas y agrarias, tal como ocurre entre nahuas, tepehuas y totonacos, no sólo cumple funciones expositivas, sino que es trascendental para la práctica del costumbre, pues aunque es exagerado hablar de una sintaxis ritual, lo cierto es que la elección de una motivación cancela la posibilidad de uso de determinadas fases que aparecerán entonces como exclusivas de su contraparte intencional. No obstante, todos reproducen un orden secuencial particular en cada protocolo. Por ahora destaquemos los ejes principales de dicha secuencia tripartita que rige todo episodio del costumbre, orden que empieza por una secuencia de apertura, luego una nefasta, la fasta, para finalmente concluir con un episodio más, la réplica.

    SECUENCIA DE APERTURA

    En ella los seres humanos se presentan ante las potencias. Es un momento de consulta, tanto de los asistentes hacia los chamanes, como de éstos hacia los númenes. En un costumbre la convocatoria es amplia y siempre se contará con numerosos asistentes desde el principio. Conforme van llegando presentan sus viandas ante el sahumador de la mesa del altar, de manera que todos y sus respectivas ofrendas (refrescos, cervezas, dinero, velas, e incluso las aves de corral que habrán de ser sacrificadas) pasan por el humo del copal, cuyo aroma no ha dejado de elevarse desde un inicio. Responder atendiendo a la invitación de quien hace la promesa o costumbre es un gesto de solidaridad y reciprocidad. Incluso a veces la invitación convoca a personas enemistadas, quienes deben hacer a un lado sus diferencias para cumplir el compromiso: tejer flores, preparar alimentos, interpretar sones rituales, o confeccionar muñecos antropomorfos.

    Cuando hablamos de rituales interétnicos no hemos de entender que la parafernalia ritual utilizada sea producto de un trabajo étnicamente diferenciado. Confeccionar ramilletes de flores, recortar papel o preparar mole no son actividades que respondan a diferencia étnica alguna. Se trata más bien de un saber otorgado por las potencias divinas a algunos de los sujetos participantes, especialmente los chamanes y músicos. Con la llegada de estos últimos comienzan los sones, melodías que subrayan el carácter ritual de lo que se está preparando. Silbatos, campanas y sonajas pueden acompañar estos procedimientos, mientras se saluda a las potencias convocadas al recinto en el altar.

    Durante largas horas hombres, mujeres y niños van y vienen preparando todo lo necesario para el momento de las ofrendas. Las mujeres se concentrarán alrededor del fogón haciendo tortillas, cocinando tamales, desplumando pollos… Por su parte, los hombres tejen flor, limpian y arreglan el altar, al tiempo que los niños cumplen con múltiples mandados. Cuando los diversos artefactos rituales hayan sido elaborados, los ritualistas hayan terminado de confeccionar sus figuras antropomorfas y en la cocina los pollos se sumerjan en agua hirviente, será tiempo para pensar en la ofrenda. Sin embargo, antes es preciso eliminar todo peligro que ponga en riesgo la eficacia del costumbre mismo. Bajo diversas formas y con distintos códigos puestos en operación, los chamanes proceden a la expulsión de entes contaminantes, dando inicio a lo que hemos denominado secuencia nefasta.

    SECUENCIA NEFASTA

    Esta secuencia es esta una de las fases medulares del ritual, pues se hace entrega y se depositan viandas a las entidades nefastas, a los malos aires, para luego expulsarlos con una limpia. Sólo a condición de mandar de vuelta al monte a los malos aires se puede realizar la secuencia propiciatoria de entidades fastas. Tiene lugar afuera de la casa de costumbre, sitio donde se colocan figuras antropomorfas a las que habrán de incorporase las entidades nefastas: diablos o, más propiamente, malos aires vinculados con muertos u otras entidades del cosmos capaces de hacer daño (mostrando su ambivalencia constitutiva, siendo malos aires de la Tierra, el Agua, el Fuego, entre otros), responsables de acarrear múltiples enfermedades, así como de movilizar la temible y devastadora envidia.

    Las entidades nefastas reciben oblaciones de alcohol, cigarros y refrescos; en algunos casos gustan de comida destrozada. Mientras que entre los otomíes (y en algunos casos también entre los nahuas y los tepehuas) se suele salpicar la sangre de un pollo negro inmaduro sobre los recortes de malos aires (incluso un guajolote, como veremos en las siguientes páginas), a los entes patógenos no se les baña con la fuerza de esta sustancia vital. En cambio será común encontrar que tanto entre los totonacos y algunos tepehuas, como entre nahuas y algunos otomíes, se utilicen huevos y pollitos con muy poca sangre (sin implicar con ello que dicho uso esté ausente entre los otomíes). Con excepción de los tepehuas (que habrán de ofrecernos una singular práctica de limpia), el aro de bejuco que encierra los tendidos de malos aires es un elemento ritual común a nahuas, otomíes y totonacos, característico de esta fase.⁸ Lo cierto es que ahí donde se emplea el aro, los especialistas proceden a limpiar a los presentes, ya sea en grupos o individualmente, haciéndoles pasar a través del aro de diversas formas y en número variable: la limpia a través de esta circunferencia suele practicarse recorriendo el aro de abajo hacia arriba, de arriba para abajo, o de ambas maneras, tantas veces como sea necesario según prescriba el protocolo determinado.

    Hecho esto, el aro es trozado por el chamán, que luego recoge y junta todo el tendido para arrojarlo al monte. El caso tepehua es peculiar, pues como se verá, no sólo no registramos el uso de aro alguno (en ninguna de las tres áreas donde están ubicados), sino que habrán de limitarse a alimentar a los entes nefastos (como se puede apreciar entre los tepehuas del sur) y a lavar la parafernalia ritual.⁹ En cambio, encontraremos en ambos extremos de la polaridad tepehua el peculiar uso de lienzos de tela de algodón, cuyo tratamiento nos llevó a pensar —erróneamente— en un uso análogo al del aro de limpia, cuya función sería la de limpiar a los asistentes.¹⁰ Y es que, lo mismo que con el aro, sólo después de sujetar el lienzo sería posible entrar al recinto ritual. Por el contrario, el contraste de la información y las posibilidades de ser cuerpo en la Huasteca meridional nos ilustraron sobre lo lejos y equivocados que estábamos en nuestra comprensión de los lienzos de tela, tan importantes en las tres variaciones del costumbre tepehua, que lejos de ser receptáculos de lo nefasto se nos revelaron como la condición de posibilidad para entregar la ofrenda en sí, bajo la misma lógica antropomórfica que encontramos en los fetiches rituales utilizados entre los otros grupos indígenas.

    Desde luego, dichas variaciones no se limitan a las formas de hacer entre los tepehuas. En realidad, la adaptación, las innovaciones, la supresión y desarrollo de elementos rituales son comunes a los cuatro grupos en cuestión, y son aplicables tanto al orden de lo formal como al de lo secuencial: es posible que la secuencia nefasta se distinga de la fasta sólo por la ubicación de los depósitos rituales, sin importar que uno anteceda al otro, tal y como sucede entre los otomíes de Ixtololoya y los nahuas de Puyecaco, para quienes tanto las ofrendas como los depósitos nefastos pueden ser simultáneos. Hay casos especiales, como los tepehuas del norte, donde la secuencia nefasta se limita a una sencilla barrida, sin recurrir al aro ni mucho menos al depósito. No obstante, se hace énfasis en el orden cronológico.

    En general puede decirse que, después de que las viandas, flores y figuras antropomorfas nefastas son depositadas y posteriormente expulsadas lejos del espacio habitado, los asistentes ingresan a la casa de costumbre, no sin antes recibir una última barrida justo en el umbral de la puerta. A partir de este momento están listos para entregar la ofrenda, es decir, para agasajar a las potencias fastas. Terminada la limpia principia el costumbre propiamente dicho.

    SECUENCIA FASTA

    En esta secuencia todos los especialistas dotan de sangre sacrificial a las figuras antropomorfas y se presentan las ofrendas. Es el momento en que bebidas y platillos cocinados abarrotan de aromas y colores los altares y las mesas de ofrendas de toda casa de costumbre. Antes de que llegue la comida, tal como lo enuncian nahuas y otomíes, se firman los recortes de papel con sangre de al menos una pareja de guajolotes o pollos (macho y hembra), haciendo pasar una pluma mojada con este líquido vital sobre la boca, corazón o estómago de cada una de las figuras de papel. Hecho esto, tal como sucede en cada uno de los protocolos, se deshacen los atados florales y se colocan junto con distintos tipos de bebidas servidas en tazas, en cada uno de los sitios en que se ubican las potencias divinas: el altar, la Mesa de totonacos y tepehuas del sur, la Cruz exterior (ahí donde se utiliza), el fogón y el pozo.

    Es también el momento en que los músicos reciben sus obsequios y se entrega toda la ofrenda. Además de las tazas de café, atole de amaranto y chocolate, piezas de pan, todo en número variable (dependiendo del código numérico que esté en operación), colocadas cuidadosamente ahí donde ya se habían desplegado las flores. Es la hora en que se entregan los pollos cocidos o los guajolotes, ya sea que se den enteros, acaso partidos por la mitad, sin patas, sin cabeza, pues estas partes suelen tener un destino diferente. Como veremos, será el momento en que los totonacos siembran cabezas, y en el que algunos otomíes alimentan al fogón.

    Quizás el rasgo principal de esta secuencia, además de la ofrenda visible en los platillos cocinados con las aves y la abigarrada parafernalia floral que inunda el recinto ritual, sea la ofrenda manifiesta en el baile que se ha de sostener durante toda la noche o noches que dura el ritual. De ahí que el papel de los músicos sea fundamental en el adecuado desempeño de todos los trabajos realizados por los asistentes. Sin música no hay costumbre. La interpretación de los sones (cada uno señalando a una entidad divina en particular, a una fase, una intención), es un trabajo que también se ofrenda. Al llegar el amanecer en que se concluye el costumbre, otras fases orientadas a consumar la ofrenda propician la convivencia entre asistentes y el reconocimiento público a quienes colaboraron. Fases de cierre y clausura en que se consumen los alimentos entre todos, en que se reparten las viandas y se reciben las gracias de las entidades divinas. Es entonces que la interacción in prescentia entre humanos y potencias se suspende momentáneamente, hasta el próximo episodio ritual del costumbre.

    UN EPISODIO MÁS: LA RÉPLICA

    La réplica, que tiene lugar días después del episodio central, es una repetición del costumbre a menor escala. Como se podrá advertir, se trata de un espacio-tiempo que restablece un contacto directo puesto en suspenso, un vínculo en el que el humo vuelve a elevarse de los sahumadores y en el que nuevos arreglos florales reverdecen los altares cargados de flores aún no del todo marchitas y demás adornos que aguardaron por esta vuelta a la ofrenda. La réplica es la despedida, pero también la respuesta, espejo que devuelve a los humanos las demandas, voces y sonidos con que se reconocen los rostros de lo divino. Pasemos ahora a detallar esos lazos particulares con que se revisten los protocolos del costumbre, sea nahua, tepehua, otomí o totonaco. En todo caso, formas del saber hacer ritual gracias a las cuales se tejen coincidencias y superan adversidades.


    ¹ Llama la atención el poco consenso en el registro formal, incluso en uno de los más destacados etnógrafos del ritual mesoamericano, Evon Z. Vogt, quien no es consistente en el uso de los términos con que da cuenta de las varias formas de segmentar el ritual zinacanteco (Vogt, ¹⁹⁹³).

    ² En el mismo lugar, Williams afirma que la limpia con aro aparece, precisamente, entre las dos secuencias rituales. Aunque según nuestras observaciones —y aquí no nos limitamos a tepehuas— la fase de limpia con aro si bien puede fungir como una bisagra entre lo nefasto y lo fasto, pensamos que es un acto ritual propio de la primera secuencia, realizada en el exterior y que en ocasiones requiere, después de hecha, una barrida.

    ³ De igual forma, muestran el mismo cuidado en distinguir los géneros, macho y hembra, en casi todos los casos.

    ⁴ El concepto de depósito ritual es propio de Danièle Dehouve, quien lo define de la siguiente manera: "Varias personas se han reunido en un espacio sagrado, depositan en el suelo una multitud de objetos ceremoniales de distinta clase, añaden flores, sacrifican un animal y exponen comida preparada, frutos y bebidas. Luego, abandonan o entierran el montón así realizado. Propongo llamar a este acto depósito ritual o ceremonial y considerar que es una práctica religiosa esencial entre los indígenas de México y América Central que pertenecen al área cultural mesoamericana" (Dehouve, ²⁰⁰⁷: ¹⁵).

    ⁵ En algunos costumbres, sea terapéutico o agrario, se impone un ciclo de diversos procesos rituales similares que se tendrán que llevar a cabo cada año. En cada uno las exigencias van siendo mayores conforme se avanza en los rituales: primero se sacrifican pollos, luego guajolotes y finalmente una pareja de cerdos. Llegado el tiempo del último costumbre, el ritual que se hace es sumamente largo y costoso, razón que explica el que también se le considere grande. Es probable que el lavamiento de manos que describe Ichon en su estudio monográfico corresponda con uno de estos rituales, compuesto por cuatro años. Entre los nahuas de Huexotitla, los rituales de cuatro años son especiales de curación, sobre todo cuando la enfermedad es grave o se ha diagnosticado que la persona trae don de chamán.

    ⁶ De las promesas daremos cuenta más adelante; valga sólo decir que son costumbres cuya intención es la iniciación de un chamán o el ritual que ofrecen diferentes personas con el fin de agradecer o encausar el favor de entidades numinosas.

    ⁷ Esto puede variar, pues también se le nomina costumbre grande a aquel que incluye visita al cerro.

    ⁸ En caso de visita a los cerros y demás sitios peligrosos fuera del entorno doméstico del pueblo, los aros que rodean los depósitos nefastos suelen mostrar notable heterogeneidad: pueden hacerse aros gigantescos capaces de rodear las distintas mesas con sus depósitos y a la gente; por lo general están hechos de bejuco, o con hilo, y en ocasiones llevan atadas hojas silvestres, recortes de papel o solamente flores. Los hay también los que están conformados mediante un largo atado de cruces (rombos hechos con estambre de colores) clavadas en el suelo como estacas. Su función es demarcar un área y confinar así las intrusiones inconvenientes.

    ⁹ Sin embargo, extrañamente encontramos que entre los tepehuas de Huehuetla se conoce como costumbre justamente a los procesos de limpieza y ofrenda que se siguen en todo ritual funerario: aunque no hay un aro de limpia, todos los que hayan estado en contacto con el difunto deben ser sometidos a un singular tipo de limpia: sobre sus cabezas deben pasar 25 giros de una cuerda confeccionada con jonote (una víbora), la que después de limpiar a los deudos habrá de ser desechada en el monte o en el río.

    ¹⁰ Sin embargo, pese a que no hemos registrado la presencia de aros de limpia en ninguna de las tres islas que conforman dicho grupo etnolingüístico, es posible que algún chamán innovador incorpore este uso entre los tepehuas, dada la cotidiana cercanía de la ritualidad otomí, totonaca y nahua. La experiencia enseña que la tremenda flexibilidad y dinamismo de los dispositivos rituales indígenas puede sorprendernos con cada nueva visita etnográfica.

    VARIACIÓN TOTONACA

    Si la tranquilidad de la mañana se ve turbada por el estruendo de un cohete, eso significa que hay costumbre y que el chamán, los músicos y las molenderas se encuentran reunidos en la casa donde solicitaron sus servicios. Únicos indispensables para el costumbre, los chamanes son verdaderos directores de orquesta. Desde el inicio de los preparativos hasta el último momento del proceso ritual, la audiencia y el resto de los especialistas permanecen atentos a sus indicaciones. Son ellos quienes determinan el tipo de ritual a realizar, así como todo lo necesario para llevarlo a cabo, siguiendo un protocolo al que inducen innumerables variaciones. No hay tiempo ni espacio del ritual que no sea o haya sido de alguna manera dispuesto por los o las curanderas, pues dicho sea de paso, tanto hombres como mujeres pueden dirigir los rituales. Por lo general trabajan solos, aunque en algunas ocasiones pueden llegar acompañados de un auxiliar —comúnmente un aprendiz— que les ayudará a confeccionar la parafernalia o realizar actos rituales relativamente sencillos.¹

    Su actuar solitario no significa que tengan que hacerlo todo. Por el contrario, emprender un proceso ritual implica la competencia de los saberes y habilidades de muchos otros especialistas, entre ellos los músicos. Su papel dentro del proceso ritual es trascendental ya que la música cumple las veces de marcador ritual —digamos sintagmático— a partir del cual la audiencia reconoce el inicio y término de cada una de las fases. A la manera de una orquesta que sigue los movimientos de su director, los músicos ejecutan el son indicado para cada momento. Sabedores de una melodía escrita en totonaco y compuesta por la tradición, violín y arpa (o violín y guitarra) guían a los participantes del costumbre a través del conjunto de intenciones que busca transmitir el chamán. Sin embargo, sería erróneo pensar que a cada fase del ritual corresponde un son. En realidad, lo que presenciamos son series de sones generalmente compuestas por 25 fragmentos, más algunas otras que, en vez de marcar una fase en particular, sirven de interludio.

    Así como la música marca los tiempos, los brazos de las molenderas cargan el peso de la ofrenda. Las que muelen el chile son mujeres encar-gadas de la elaboración de vasijas rituales, así como de la preparación y disposición de los depósitos rituales, ya sea que se trate de ofrendas o bien de los depósitos nefastos. Por si fuera poco, son ellas las que cortan y cuentan los pollos en tantas piezas como sea necesario, pues en la ritualidad totonaca todo lo que se ofrece a las potencias, se trate de flor, sones, alimentos y bebidas, debe estar contado. Las molenderas son responsables de contar y colocar, según la instrucción del chamán, cada pieza que será entregada. Pero su labor no termina ahí, pues en determinadas fases toman un rol principal, ya lavando al chamán o a la promesera, ya entregando las brasas que quemarán el copal o bailando las ofrendas en la proximidad del alba. Dada su importancia, en todos y cada uno de los momentos del proceso ritual, las que muelen el chile reciben ofrenda, además de un pago en dinero.²

    Los chamanes más viejos tienen el cuidado de colocar los altares en la pared occidental de las casas para que miren hacia donde nace el Sol. Esto significa que la Mesa que recibirá las ofrendas —complemento estructural del altar en el tipo totonaco —mirará también hacia dicha dirección, que es la de los Padres o Santos y de las Madres Mayores. Sobre todas sus funciones, el altar de costumbre prefigura una distinción entre el adentro de la casa y el afuera, marcado en ocasiones por una cruz que llamaremos exterior. Esta distinción, común al conjunto de los pueblos de la Huasteca sur, es interesante para el caso totonaco, ya que los santos y el altar están asociados con el astro solar y los truenos, mientras que los depósitos rituales a la Luna y a los malos aires se hacen a un costado de la Cruz exterior. Bajo esta lógica, el adentro delimita el espacio fasto, mientras que lo exterior es espacio susceptible para el trato con lo nefasto.

    Una particularidad central que los totonacos comparten con los tepehuas del sur y de la sierra es la colocación y uso de una Mesa frente al altar, la cual sirve para depositar sobre y debajo de ella las ofrendas a las potencias fastas. A partir de la comparación con los tipos nahua y otomí, vemos que la presencia entre totonacos y tepehuas de la Mesa está directamente relacionada con una especie de desatención que tienen, al menos, con la parte inferior de los altares. Es a través de la analogía que se propone entre la Mesa y el plano cósmico terrestre, por un lado, y la desatención a la parte inferior del altar por otro lado, que nos sentimos tentados a sugerir que la Mesa de ofrendas, aunque no es un equivalente exacto del plano inferior del altar que reconocen nahuas y otomíes, de alguna manera lo asimila.³ En resumen, la Mesa de ofrendas es, sin lugar a dudas, una de las características centrales del costumbre totonaco que comparte con los tepehuas meridionales y de la sierra.

    Otra de las peculiaridades de los grupos totonacanos de la Huasteca es la confección de figuritas de corteza llamadas talakšin.⁴ Se trata de pequeños muñequitos que emulan un cuerpo humano, de entre cinco y siete centímetros de largo y cuya piel está hecha de corteza de hule, su esqueleto es una pequeña raja de madera de ocote, y su corazón consiste en una gota de resina o, un trocito de copal. No obstante tener piel, corazón y esqueleto, con la sangre de los sacrificios los muñequitos estarán completos (cfr. Ichon, 1990).

    Figura 2. Atados rituales de corteza de hule totonacos. Foto: Museo

    Nacional de Antropología (MNA).

    Estos muñequitos hacen las veces de los recortes de papel que caracterizan la ritualidad tanto de nahuas como de otomíes, y parcialmente de los tepehuas del sur y de la sierra. Los talakšin⁵ totonacos son depositados y acompañan tanto a las oblaciones fastas como a las nefastas, incorporando así a las potencias solicitadas. Para lograr lo anterior se recurre a un código numérico preciso y estrecho que es el que, a final de cuentas, ordena y distingue al tipo ritual totonaco. Sobre el asunto Ichon (1990: 270-271) apunta:

    Nunca son hechos ni utilizados sino en serie. Se les emplea siempre agrupados y su número corresponde a un número sagrado. Para una ofrenda al Viento, se harán siete; para una ceremonia contra la ma-la suerte, 17; para el Trueno, 20 o 25; para las estrellas 12 y 13; para una ceremonia importante, 25 y múltiplos de 25 hasta completar 300; es pues su número el que indica a cuál divinidad o a cuál género de ceremonia se destinan […].

    Vemos pues que el muñeco totonaca no tiende a representar a cada deidad bajo una forma más o menos realista; todas las deidades están compuestas, en suma, del mismo elemento, en forma humana —el muñeco— pero en número variable: ese número determina la deidad.

    Desde nuestro punto de vista, la numerología totonaca tiene, sobre todo, la finalidad de distinguir los dos ámbitos en que los seres sobrehumanos se presentan —fasto y nefasto— y a partir de esta primera y básica clasificación, marcar cuáles de ellos están comprometidos con la reproducción sexual de los hombres y del resto de la vida, así como cuáles, por su naturaleza mortecina aunque esenciales, tienden a perjudicar a los humanos.

    Aunque trascendental para la práctica ritual, la numerología totonaca se reduce a la suma y sustitución de las siguientes cifras básicas:

    De esta serie, las cinco primeras cifras son fundamentales, siendo el resto accesorias e incluso poco precisas en tanto algunos chamanes no las reconocen. El 4 y el 5 aparecen constantemente en estrecha relación con la Mesa de ofrendas, en tanto el primero dice las esquinas y el segundo el centro. Por su parte, los números 12 y 13, así como la suma de ambos, 25, sólo pueden ser entendidos en conjunto y en relación con la distinción de género básica y necesaria para la reproducción humana. Encontramos que todas las deidades, ya sean fastas o nefastas, suelen pensarse y representarse en pareja. Parece inconcebible una forma de vida que no se enmarque en el acoplamiento sexual. Quizá lo más interesante está en notar que cuando se trata de potencias benévolas la distinción entre macho y hembra, es decir, entre 13 y 12, resulta central, mientras que en el contexto de oblaciones nefastas el género no se distingue aunque vayan en pareja. En otras palabras, todas las ofrendas deberán ir en parejas y distinguirse entre macho y hembra. En cambio, la indiferenciación sexual es propia de lo nefasto.

    La preocupación por reiterar una y otra vez el código numérico es obsesiva, pues se le encuentra en todos los tipos de ofrenda, desde refrescos hasta estrellas. Podríamos citar decenas de casos en donde el par 12 y 13 marca una dualidad sexualmente diferenciada que se expresa de manera sintética mediante la suma de ambos, es decir, con el número 25, la expresión numérica de la completitud totonaca. Veinticinco es el principio de todas las cifras superiores. Al momento en que las que muelen el chile comienzan a disponer las ofrendas de pollos cocidos, bebidas y demás, amontonan sobre el centro de la Mesa de ofrendas entre 100 y 200 tamales de ofrenda o puleih.⁷ Evidentemente estas enormes cantidades tienen sentido en tanto que resultan de la suma de las ofrendas para cada una de las cuatro esquinas.

    Por otro lado, entre totonacos lo que no está completo es nefasto. Por eso el 7 representa irremediablemente a los entes nefastos. Cada vez que encontremos un depósito con siete elementos sabremos que es nefasto o para muerto. Pero como los difuntos y malos aires también necesitan pareja, entonces veremos que en la disposición de los muñecos y oblaciones el número que se repite una y otra vez es el 14 (y en ocasiones 17), es decir, 7 y 7, una pareja al parecer con el mismo género y por lo tanto no reproductiva.

    A pesar de que cada chamán tiene un estilo propio de hacer y dirigir el ritual, la innovación está cuidadosamente inscrita dentro de un juego acotado de posibilidades. En realidad los especialistas no están precisamente interesados en quebrar los esquemas sino en conducir y reducir las contingencias del mundo a principios más o menos controlables y reconocibles. Por ejemplo, si un niño llora mucho, lo más seguro es que las Madrecitas estén molestas y sea necesario hacer un Natsi’itni, es decir, un ritual y ofrenda especiales para bebés y niños, cuya finalidad es darle de comer a las Madres Mayores responsables tanto de la fertilidad de las mujeres como del bienestar de los pequeños.⁹ Si una persona se pone triste sin razón evidente, puede ser que la causa sea la envidia de cualquiera en el pueblo, o sus difuntos padres, o un marido o una esposa fallecidos; en tales casos, lo más recomendable es una contentación, o algo más complicado que implique un reemplazo y contentación, o si la tristeza se torna enfermedad y el muerto no suelta al vivo, entonces se pide un toqomakat o incluso una promesa.

    Es frecuente también que el Maíz, la Tierra, el Agua o el Fuego manden enfermedades si no son tratados con el debido respeto, pues a fin de cuentas de ellos depende la vida. De ser esta la causa del malestar, puede bastar con una ofrenda sencilla sin necesidad de Mesa de ofrendas, o bien, como en el caso del Fuego, de un costumbre largo que no requiere de altar ni de Mesa. Pero si por desgracia el tiempo es malo y se presentan catástrofes como inundaciones, desgajamientos, sequías, caídas recurrentes de rayos o algún otro tipo de meteoro extraordinario, entonces será menester organizar costumbres específicos para la potencia que controla dicha manifestación, que puede ser la Sirena, el Aktsini’ o los Maqlipni o Rayos. Detrás del solitario estruendo de un cohete se despliegan diversas posibilidades de ritual, por eso el interés inicial de saber dónde y de qué es el costumbre.

    Pero aunque la definición del por quién, dónde y para qué, tiene como resultado una enorme gama de posibilidades de costumbre, en realidad su forma suele ser muy similar, variando principalmente el número y orden de aparición de las fases.¹⁰ Por ejemplo, mientras que el Natsi’itni es muy breve, un costumbre de lluvia enfocado a desviar los rayos despliega muchas más fases que incluyen las del Natsi’itni, pero jamás una de flechamiento de Estrella ni un reemplazo. En otras palabras, aunque diverso en estilos y clases, el costumbre está sometido a ciertas regulaciones protocolarias. Visto de cerca, si bien las intenciones de fase son varias, las motivaciones del proceso ritual no; situación que nos permite plantear dos protocolos básicos de costumbre: 1) terapéuticos y, 2) agrario-meteorológicos.¹¹

    Resultado de su motivación, en un costumbre agrario es prácticamente imposible que aparezcan fases terapéuticas como el reemplazo, flechamiento y tankoluj, las cuales cobran sentido sólo cuando hay una persona enferma o en deuda. Pero nada más lejano que creer que los condicionamientos se limitan a la determinación de un objetivo o motivación; al contrario, sobre todo en caso de los costumbres curativos, donde vemos que existe una subdivisión según si se requiere la intervención de los santos, y por lo tanto de

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