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Bajo cielos bajos: serie
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Libro electrónico306 páginas4 horas

Bajo cielos bajos: serie

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¿Cómo demuestras que un hombre es inocente de un crimen?
El hermano menor de Martin está en la cárcel por matar a un pescador en Venezuela. Desafortunadamente, Martin es un capitán de carga, no un detective y no está seguro de cómo proceder. La policía venezolana, una misteriosa y hermosa abogada, un gringo vicioso, un narcotraficante aparentemente afable y un tipo llamado Raúl preferirían que Martin se diera la vuelta y se fuera a su casa.
Él tiene a Maggie para ayudarlo, pero es bueno que Ugly Bill esté en camino para unirse al juego.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento10 dic 2020
ISBN9781547599400
Bajo cielos bajos: serie

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    Bajo cielos bajos - Ed Teja

    BAJO CIELOS BAJOS

    UNA NOVELA DE MARTIN BILLINGS

    POR ED TEJA

    "No sé debajo de qué cielo

    Ni en qué mares estará tu destino..."

    Richard Hovey, Unmanifest Destiny

    [1993, Ensenada, Tigrillo, Venezuela]

    El pequeño campamento de pescadores consistía de dos edificios viejos que parecían haber salido del agua para agruparse juntos en la costa de Punta Tigrillo. El día que moriría, como casi todas las mañanas de su vida, Antonio se levantó con el sol. Todavía medio dormido, se paró de su chichorro y se enfundó un par de jeans viejos y una camiseta que había dejado en el piso junto al chinchorro la noche anterior. Desató el chinchorro de las alcayatas fijadas a las paredes de cemento, lo enrolló y lo metió en una bolsa hecha de una vieja red de pesca.

    Poniéndose unas sandalias, salió al porche cubierto donde mantenía los barriles de agua dulce traídos de la ciudad. Con un cuenco vacío que estaba en el suelo, sacó un poco de agua y se la echó sobre la cabeza, sintiendo el estímulo en la piel. El agua corrió por el piso de cemento y salió por un tubo a la tierra sedienta del desierto. Luego tomó un pequeño bidón de agua vacío de y lo llenó.

    Miró el agua tranquila. Se sintió mejor. Más alerta. Parecía que sería un buen día. Con el bidón de gua, salió del campamento de pescadores y siguió un sendero angosto y muy andando que atravesaba la maleza de las colinas hacia la ladera roja, al lado opuesto de la orilla. En la cima, llegó a un refugio bajo y a un área plana que daba sobre Punta Tigrillo. El refugio era precario, con unos palos de madera, sin paredes y un techo de latón corrugado. Puso el bidón de agua en el piso donde el sol no le diera sino al atardecer. Sabía que el agua se mantendría fresca y le serviría como bebida refrescante cuando la necesitara. Luego se paró en el borde del claro donde comenzaría su vigilia.

    Era una linda mañana. Las nubes estaban bajas sobre el mar y una fina bruma llenaba el espacio entre nubes y mar oscureciendo el horizonte. Mirando hacia el norte y hacia el Caribe, el agua y el cielo formaban una sola superficie sin cortes, que brillaba en un gris metálico. Luego, cuando llegara el viento de la mañana, alborotaría el agua, pero por ahora el mundo estaba tranquilo, el agua brillante y plana que parecía no terminar nunca.

    Normalmente Antonio podía ver el borroso contorno de la isla de Margarita a unos 65 kilómetros. Con frecuencia parecían dos islas separadas con el centro bajo desapareciendo en el mar, pero hoy no veía nada de eso.  Permanecía escondida detrás de la cortina gris.

    De todos modos, era una linda mañana y ver cosas distantes no era tan importante. Sabía que la isla de Margarita estaba ahí, con sus hoteles elegantes, negocios y casinos. Pero él estaba ahí para trabajar, para avistar peces.

    El que avista los peces era responsable de alertar al resto de los pescadores del campamento, el padre de Antonio, sus hermanos y tíos, para que pudieran salir con sus peñeros, los botes de madera, ya cargados con las redes, a pescar mientras los cardúmenes migraban por el angosto canal llamado Paso Compañero, que separaba la minúscula isla Caracas del Este de la isla Varados.  Desde ese lugar, Antonio podría ver a los peces reunirse para su recorrido por el agua profunda del Caribe.

    Mirando hacia el mar, Antonio achicó los ojos contra el intenso resplandor del agua. Hoy tenemos cielos bajos, murmuró, recordando cómo su tío Manuel odiaba los días de nubes bajas, sobre todo cuando empezaron a fallarle los ojos.

    El tío Manuel con frecuencia protestaba que el trabajo de vigía no era trabajo para hombres, sino para pelícanos. Sin embargo, los pelícanos sufrían la misma suerte de los vigías, su vista disminuía a medida que envejecían. Las zambullidas en el agua en busca de peces eventualmente les arruinaban totalmente los ojos. Muchos pelícanos morían con el  cuello roto, cuando su mala visión confundía el brillo de la luz en un techo de zinc con el brillo plateado de un pez.

    Hoy el resplandor era fuerte, pero el agua se veía perfecta para los peces, y eso era lo importante, lo que hacía un buen día. Antonio se sacudió la resequedad de los ojos. Al otro lado del paseo, en la isla de Caracas del Este, veía los peñeros de los pescadores de otros campamentos, pescadores artesanales que troleaban temprano de mañana con sus señuelos hechos a manos.

    Ya habían terminado por la mañana y habían llevado sus barcos a la playa llamada Las Negadas, donde se sentaban a fumar y a conversar. Más tarde podían pasar por el campamento de la familia de Antonio a comprarles sardinas para usar como carnada para luego pasar parte del día pescando pargo rojo y catalana. Excepto por los pescadores, las aguas alrededor de las  islas y el paso permanecían vacías y tranquilas.

    Al arreciar el calor de la mañana, Antonio fue al refugio a tomar agua. Levantó el bidón, se lo llevó a los labios y sintió el agua fresca y dulce en la lengua. Sacó un trapo de algodón blanco del bolsillo, lo empapó con agua y se lo pasó por los ojos. Le alivió el dolor que ya estaba comenzando. Se ató el trapo a la cabeza y volvió a salir, dejando que sus profundos ojos castaños recorrieran de nuevo el agua. Nada. Por ahora no había nada. Ni una onda pequeña perturbaba el agua.

    El viento de la mañana comenzó a levantar y aunque todavía era suave, batía la superficie del mar en pequeñas olas picadas que reflejaban la luz de la mañana en rápidos destellos plateados. Sonrió, pensando cuando era joven y aún estaba aprendiendo, las veces que había visto esos destellos plateados y gritado emocionado: ¡Peces!

    Su tío reía y le decía: No, muchacho. Eso no es sino la luz que baila en el mar. No podemos comer la luz. No podemos venderla. Aprende a esperar las verdaderas señales.

    De pronto vio un fulgor de luz cerca del canal. El fulgor se extendió, dividiéndose en patrones regulares. Levantó la cara mirando sobre la nariz para minimizar el resplandor del sol, como su tío le había enseñado. Entonces lo vio. Un gran cardumen de peces había comenzado a girar fuera del paso, juntando coraje o esperando a los peces  más lentos antes de entrar. Antonio se preguntó si los peces de alguna manera sabían que el canal representaba peligros especiales para ellos, porque no solo siempre estaban ahí los pescadores, sino que grandes grupos de delfines con frecuencia nadaban por ahí, alimentándose de los abundantes cardúmenes. En el angosto canal, atrapados entre las islas, tenían menos espacio para huir. Quizás eso era suficiente para hacerlos girar nerviosos en círculos antes de hacer su recorrido.

    Antonio se llevó la mano a los ojos y comenzó a calcular el tamaño del cardumen. A veces convenía dejar pasar uno pequeño para atrapar un cardumen más grande que podía haber asustado al pequeño. Calcular el tamaño también era parte del trabajo del vigía. Sintió la boca seca otra vez. Siempre la sentía seca cuando comenzaban a aparecer los peces.

    Se pasó la lengua por los labios y todos sus sentidos se centraron en las aguas azules de Punta Tigrillo.  El resplandor ya no importaba. Ya no le quemaba los ojos ni los labios resecos. No veía ni sentía nada, salvo el movimiento de los peces. No pensaba en nada sino en qué significaba el movimiento. Mientras observaba y calculaba, el grito a su familia esperaba en su garganta para el momento exacto, el preciso instante que les daría suficiente tiempo para recoger las redes sin asustar a los peces para que huyeran a aguas más profundas.

    Pepe estaba sentado en la parte baja del barranco mirando las redes apiladas a su alrededor en el peñero grande de madera, las boyas flotando cerca de la borda. Estaba inquieto. El peñero se balanceaba suavemente contra la orilla arenosa. Era una sensación relajante. El viento era inmejorable, el agua perfecta para los peces. Puso una mano en el agua clara. Hasta la temperatura era la que debía ser. Sonrió pensando que significaría una buena pesca. En el limitado vocabulario de los placeres de Pepe, la pesca se traducía en dinero, dinero para ron y mujeres.  El año había sido bueno. Así que hasta ahora, no tenía quejas, pero más era mejor, ¿cómo no?

    Viendo la superficie del agua, Pepe vio un buen número de peces saltando. Era extraño. No había sabido nada de Antonio. Miró hacia el barranco, pero no veía a su hermano. Bueno, debe estar tomando agua o algo. Pero él había visto los peces. Antonio debió haberlos visto. Llenaban el agua. ¿Por qué no había avisado? Pero avistar los peces era el trabajo de Antonio, el de Pepe era esperar.

    De pronto, su padre llegó corriendo a la orilla, hacia bote, seguido por los tíos de Pepe.

    Arranca el motor, le gritaron mientras corrían.

    Sorprendido, Pepe fue hacia estribor y haló del cable para arrancar el anciano motor Evinrude de 75 HP. Sintió una ola de orgullo cuando cobró vida con un rugido sano al primer jalón. Hacerle mantenimiento al motor para que encendiera cuando lo necesitaran, era su trabajo y también estaba muy orgulloso de su trabajo.

    ¡Traigan las redes!  ¡Rápido! Su padre sudaba profusamente y todavía intentaba recuperar el aliento después de la carrera, pero sus palabras tenían la autoridad que hacían saltar a la gente. Uno de sus tíos empujó el otro peñero al agua y encendió el motor. Su trabajo era ser el ancla para la enorme red, sosteniendo un extremo mientras los hombres en el barco de Pepe la estiraban para rodear los peces.

    ¿Y Antonio?, preguntó Pepe mientras ubicaba el barco para que sus tíos pudieran extender la red en el paso.

    Seguro que se quedó dormido, dijo el padre. Ya me encargaré de tu hermano cuando terminemos con los peces.

    Pepe se estremeció ante la mirada oscura de su padre. Sabía lo que le esperaba a Antonio.

    Ya era media tarde cuando los hombres terminaron de lanzar la red, obligaron a los peces a entrar y la sacaron, retirando los pescados a mano con mucho cuidado para no dañar la red ni los pescados.

    Luego cargaron la captura, mayormente sardinas, en un barco para que un tío la llevara al pueblo de Mochima para venderla.

    Con el trabajo terminado, Pepe y su padre fueron al campamento para ver si Antonio había bajado del acantilado. No estaba ahí y las mujeres les dijeron que no lo habían visto. Esto también era inusual, pero si Antonio se había quedado dormido, todavía estaba durmiendo o sabía que se había metido en un lío.

    Los dos hombres empezaron a subir el escarpado sendero al puesto de observación, levantando polvo seco. El corazón de Pepe le dio un vuelco. Antonio, de hecho, yacía en el suelo, pero no estaba dormido. Estaba boca abajo en un cargo de sangre. El padre corrió hacia él y dio vuelta el cuerpo. Antonio tenía los ojos abiertos y vidriosos y le salía sangre de la garganta.

    Está muerto, gimió el pescador. ¡Muerto! ¡Alguien degolló a mi hijo mayor!

    Pero Pepe no escuchó. Estaba tirado como un muñeco de trapo sobre unas rocas rojas... se había desmayado.

    [Cumaná, Venezuela]

    Cinco policías y cinco soldados bien armados de la cercana base de la guardia nacional tomaron posición agazapados detrás de unos autos estacionados al otro lado de la calle donde había una casa pequeña de bloques de cemento en medio del barrio del pueblo. Realmente no era una casa, sino más bien una caja mínima de obra limpia con una sola ventana enrejada y un techo de zinc. Y era exactamente igual a las casas que la rodeaban.

    Los investigadores policiales no tenían uniforme. Usaban ropa casual, típica de la Policía Técnica Judicial. Hubieran pasado por ciudadanos corrientes, se no ser por el pesado revólver que cada uno llevaba en el cinto. Los soldados, sin embargo, tenían ropa de faena camuflada y boinas moradas. Cada uno portaba un rifle de asalto.

    Detrás de uno de los autos, un hombrecito con ropa raída, estaba arrimado a uno de los policías.

    Sí, está ahí, señor, dijo el hombre. Tanto su voz como sus manos eran delgadas y temblorosas. Es seguro. Yo  mismo lo vi entrar no hace ni veinte minutos.

    El policía, cuyo nombre era Wilfredo, estaba cansado. También tenía calor. Gruñó y miró sobre el baúl del auto hacia la casa, como si armado con esta información, pudiera ver a través de las paredes. Luego miró al hombre y sacudió la cabeza. Detestaba a los informantes, pero su oficina estaba corta de personal, y sin ellos, no tenía casi recursos en la calle. El trabajo era demasiado importante como para no seguir todas las pistas posibles, aún si venían de alguien tan repulsivo como este hombrecito sucio.

    ¿Hay alguien adentro con él?, preguntó Wilfredo.

    El hombrecito se encogió de hombros. Tiene a una chica con él, su mujer. No vi a nadie más.

    Sí,  muy bien. Pero pensó, ¿Hay algo  más que no me has dicho o que no me dirás si no pregunto?

    Suspiró y le dio un dinero al hombre. El hombre tomó los billetes con ganas.

    Ahora, le dijo Wilfredo entre dientes, lárgate rápido de aquí.

    Feliz de poder irse ya que tenía el dinero, corrió entre las casas y desapareció en el hueco de una pared de cemento medio derrumbada. Wilfredo se secó la frente con un pañuelo y lo observó mientras corría.

    Una vez que había desaparecido, Wilfredo le hizo una señal a los otros, primero con los ojos y luego levantando la mano. Todos respondieron en silencio a la señal. Aspiró largo y profundo. Luego se levantó y se dirigió a la calle, sintiéndose incómodamente vulnerable si adentro había un asesino apuntándole con un arma. Cruzó la calle tan desinteresadamente como pudo, sin quitarle la vista a la ventana ni a la puerta. No vio nada, no escuchó nada.

    Podía ser que el informante hubiera mentido.

    A veces sucedía, pero usualmente era cuando había mucho dinero en juego. Este apenas se estaba ganando unos miles de bolívares, pero sabía bien lo corto que sería su futuro si engañaba a la policía. No, lo más probable era que hubiera dicho la verdad.

    Se detuvo frente a la puerta e hizo otra señal. Los guardias nacionales apuntaron los rifles de asalto hacia la casa y los otros cuatro policías salieron de detrás de los autos para unirse a él frente a la casa. Rodearla no tenía sentido. Estas casas no tenían una puerta trasera. Con frecuencia compartían la pared trasera con el vecino de atrás.

    Wilfredo soltó una risita viendo a los oficiales cruzar la calle corriendo. Consideraba que él estaba fuera de forma, pero esos muchachos jóvenes daban lástima. Demasiada cerveza y demasiado tiempo detrás de un escritorio los había ablandado. Menos mal que no tenían que correr lejos. Pero los guardias se ocuparían del trabajo pesado. Estaban en buenas condiciones físicas.

    Wilfredo esperó hasta que sus hombres estuvieran ubicados, listos para entrar, respirando fuerte. Nada se movía en la calle, era un horno. La gente sensata estaba durmiendo una siesta.

    La brisa refrescante que mantenía grato el litoral no llegaba hasta esta parte de la ciudad. Deseó haber venido en la mañana cuando estaba fresco. Bueno, se ocuparían de esto y luego podría parar a tomarse algo frío  antes de volver a la oficina. Eso ayudaría.

    Soltó un resoplido calmante, sacó el revólver calibre .38 que llevaba en el cinto y pateó la puerta. Se abrió de golpe increíblemente fácil. Claramente no estaba cerrada con llave. Los cinco policías entraron al interior oscuro por la puerta abierta, las armas listas.

    Hubo un movimiento en un ángulo del ambiente y las cinco armas apuntaron hacia él, con un desorden de voces policiales exigiendo que quien estuviera ahí no se moviera.

    Una voz les gritó en inglés, ¿Qué diablos es esto?

    Cuando sus ojos se adaptaron a la oscuridad, Wilfredo vio a un hombre y una mujer desnudos en la cama. La mujer les dio la espalda. Su ropa y las sábanas estaban en una pila en el suelo.

    Volteen hacia acá y pongan las manos sobre la cabeza, ordenó. Hicieron lo que él dijo.

    ¿Quién rayos es usted?, preguntó el hombre en un español cascado.

    La policía, señor. Se acercó a la cama y sacó su cartera, donde estaba la placa dorada, y se las mostró. ¿Es usted Timothy Billings?.

    Sí, ¿y qué?

    Wilfredo vio que el hombre parecía recuperar rápido la compostura ya que estaba lidiando con la policía. ¿Estaría esperando a alguien más? La mujer parecía ser latina, probablemente venezolana. Miró a Wilfredo en silencio sin molestarse en cubrir su desnudez. Mientras la observaba, en el rostro de la mujer se dibujó un desdén arrogante. Era una chica atractiva y quizás pensaba que él andaba buscando un show gratis.

    Wilfredo se dirigió al hombre. Señor Billings, le comunico que está arrestado por asesinato. Vio la cara de asombro de Billings antes de voltearse hacia sus hombres. Estaban observando felices a la chica desnuda.

    Revisen el lugar, idiotas. A ver qué encuentran, les dijo. De mala gana dejaron de mirar y se desparramaron por la pequeña casa, abriendo y revolviendo cajones y clósets.

    ¿Ya podemos vestirnos?, preguntó Billings, indicando la pila de ropa en el suelo junto a la cama.

    Wilfredo señaló la ropa con el revólver. Alfredo, revisa la ropa, vacía los bolsillos antes de dársela a esta gente.

    El fornido policía comenzó a revisar la ropa lenta y meticulosamente. Wilfredo notó que primero revisó la ropa del hombre, tomándose su tiempo. Pasó más tiempo mirando a la chica que haciendo su trabajo, pero, ¿qué podía hacer él al respecto? Así son las personas. Los hombres quieren ver mujeres desnudas.

    Quiero ver a un abogado, dijo Billings. "Y exijo reunirme con alguien del consulado de Estados Unidos. Soy ciudadano estadounidense.

    Wilfredo sonrió. No, señor. Por ahora es un criminal. Quizás más tarde pueda ser un ciudadano estadounidense.

    Alfredo le devolvió los pantalones a Billings y él se los puso. Bien, como me está arrestando por asesinato, ¿le importaría decirme a quién se supone que maté? ¿O acaso es un secreto porque piensa que soy un criminal?

    ¿Así que no sabe?. Billings lo negó con la cabeza. Wilfredo suspiró. Creemos que mató a un pescador llamado Antonio González.

    ¿Mi hermano murió?, preguntó la chica.

    Wilfredo arqueó una ceja. El caso se estaba poniendo interesante. ¿Era su hermano? ¿Y no sabía que lo habían matado?

    ¿Cómo iba a saberlo, idiota?

    Imagino que sus familiares te lo habrían dicho.

    Si los hubiera visto.

    Wilfredo lo pensó. Habían pasado dos días desde el asesinato y decidió que podía ser posible que ella no lo supiera. Nunca ocurriría en su familia, pero todas las familias eran diferentes.

    Ahora protestaba el hombre. Yo no maté a nadie, y mucho menos a Antonio. Antonio me caía bien.

    Qué tediosas eran las negativas. Es una manera extraña de demostrar su afecto, señor. Golpeando a las personas en lugares públicos y amenazando sus vidas no es cómo se tratan los amigos. Pero le sugeriría que se guarde su preciada conversación para las muchas entrevistas que deberá enfrentar en los próximos días. De otro modo, usted se cansará de repetirlo y yo me cansaré aún más de escucharlo.

    Finalmente Alfredo terminó de revisar la última prenda y de mala gana le entregó a la chica el delgado vestido. Wilfredo se rió. Es increíble cuánto se tarda en revisar una simple prenda cuando se es un profesional minucioso, ¿no, Alfredo?

    Alfredo se encogió de hombros y Wilfredo volvió a reír. Después de todo, ¿qué iba a hacer Alfredo? ¿Apurarse a cubrir el cuerpo hermoso de la mujer cuando podía estarlo admirando? Alfredo era un policía decente, pero seguía siendo un hombre.

    Cuando la chica se puso el vestido, Wilfredo los esposó a los dos. Se volvió hacia Alfredo. Cuando la revisión de la casa esté completa, déjame las evidencias y llévatelos a ellos a la cárcel para procesarlos. Suspiró de nuevo. En la cárcel diles que este quiere un abogado y al representante del consulado.

    Alfredo se rió. Por supuesto.

    ¿Y yo?, protestó la chica. ¿Por qué me están arrestando? ¿Cree que yo también maté a mi hermano?

    ¿Arrestada? No, señorita, no la estamos arrestando. La estamos llevando en custodia como posible testigo. Al menos podrá darnos información importante sobre los involucrados, y en particular sobre su novio gringo. Podrá irse una vez que nos haya dado una declaración completa.

    La chica lo encaró. Espero que al menos me permita dar la declaración vestida.

    Wilfredo ladeó la cabeza. Tiene muy malos modales para ser una chica tan linda. Con razón mis hombres la tomaron por una puta. Rápidamente salió a fumar un cigarrillo y para alejarse de sus improperios mientas sus hombres terminaban la revisión.

    El caso le pesaba incómodo sobre los hombros a Wilfredo. Rápidamente se estaba convirtiendo en algo tedioso. Peor aún, tenía implicaciones políticas. Que un extranjero estuviera implicado siempre complicaba las cosas. Resolver el crimen y hacer el caso requeriría un esfuerzo concienzudo de su parte, por el cual no recibiría ningún crédito. Sacudió la cabeza. Era una pena que el mundo fuera tan complicado. Una pena que porque hubiera un gringo involucrado, personas importantes se interesarían en el crimen y habría que apegarse a las incómodas reglas de las evidencias. Pero así era la naturaleza del mundo y un humilde policía debía aceptarla como era. Le dio el último jalón al cigarrillo y tiró la colilla al piso. La miró arder un minuto y volvió a pensar en el trabajo.

    CAPÍTULO UNO

    Estaba cómodamente sentado en mi silla de siempre en la mesa del bar Power Boats, bebiendo con calma una cerveza fría. Me gusta este lugar porque me da una vista privilegiada. Desde mi silla puedo ver los barcos anclados en la bahía de Chaguaramas, en Trinidad. Y también es el lugar donde la gente me encuentra cuando me necesita.

    Estaba en mi segunda cerveza Stag cuando el barman me gritó, ’¡Oye, Martin, hay un fax para ti en la oficina!

    Le indiqué con la mano que lo había escuchado y terminé el resto de la cerveza.

    Power Boats es una marina donde la gente guarda los barcos y lanchas, trabaja en los barcos o solo pasa el tiempo alrededor de los barcos. Para quienes no les gustan los barcos, es un lugar aburrido y estúpido. A pesar del nombre, ya no es un lugar solo para lanchas a motor, aunque sí lo era antes que los yates descubrieran Trinidad. De hecho, hoy el mayor porcentaje de los negocios en Power Boats es con los veleros de crucero. Tiene un gran

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