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La leyenda de la luna negra
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Libro electrónico861 páginas13 horas

La leyenda de la luna negra

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Tras quinientos años de paz, una escalada de violencia sacude al Territorio Unificado de Alzagor y el Consejo de los Señores se ve obligado a tomar medidas para tratar de detener a su líder, que se hace llamar Nemeos, la Fiera.
Al mismo tiempo, un hallazgo fortuito realizado en una apartada comarca rural provocará una carrera despiadada entre los que desean hacerse con ese objeto para respaldar sus ambiciones de poder y derrocar a la Casa gobernante.
La crisis que amenaza a la Casa Thyss obligará a Vanyr, el heredero de la Kyroneia, a tomar una decisión crucial: abandonar su vida despreocupada, asumir su responsabilidad y acudir en ayuda de su padre.
Una tormenta de ambiciones, traición y muerte se desata sobre el Territorio, poniendo en riesgo un oscuro secreto guardado celosamente durante más de mil años. El poder de la Luna Negra, el talismán forjado por los Antiguos, será conjurado otra vez, aunque solo unos pocos serán capaces de manejarlo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento29 may 2019
ISBN9788417965631
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    La leyenda de la luna negra - Pablo Petrides

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Pablo Petrides

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    ISBN: 978-84-17965-63-1

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    PRÓLOGO

    A pesar de lo avanzado de la noche, la luz aún brillaba a través de los cristales de las ventanas del taller de Brancalet de Hus, el orfebre real. Hacía semanas que el artesano trabajaba hasta entrada la madrugada, olvidándose muchas veces de comer y quedándose dormido sobre su banco de trabajo.

    Gendher de Cathrach, el septuagésimo tercer rey de Thalendor, la Tierra del Eterno Verano, le había encargado la fabricación del regalo de bodas de su hijo Espheret, y el plazo corría demasiado deprisa.

    —Debe ser una joya jamás vista en Thalendor, orfebre —le había dicho el rey, con los grandes ojos azules brillando de pasión—; una joya que concentre toda la belleza y el espíritu de la Tierra del Eterno Verano. No puede ser tan sólo una hermosa alhaja, sino también un reflejo de la majestad y del poderío de la casa real de Cathrach; una joya que perdure por siempre y que se convierta en el símbolo de la realeza para los siglos venideros hasta el fin de los tiempos. Tienes mi permiso para buscar en cualquier lugar que consideres necesario y para disponer libremente de todos los recursos del reino para realizar tu tarea. Nada te estará vedado… Quiero tener la joya en mis manos dentro de dos lunas. —Brancalet había visto en los ojos de su soberano la advertencia silenciosa—. Ve, y que el destino te sea propicio.

    Desde entonces, Imfeth, la luna, había crecido y decrecido hasta desaparecer por completo y ya colgaba de nuevo del cielo nocturno, llena y redonda, señalándole a Brancalet los pocos días que le quedaban para cumplir con su rey.

    Había probado con las piedras más bellas y valiosas de todo el reino. Estudió cada una de ellas con detenimiento: diamantes, zafiros, esmeraldas doradas, rubíes… todos ejemplares únicos e irremplazables, y diseñó los engarces más bellos y originales que pudo tallar. Pero no quedó satisfecho. Ninguna de las variantes poseía el espíritu de majestad, el aura de poder que el rey Gendher le había pedido. Todas eran joyas bellísimas, pero ninguna tenía la magia que precisaba.

    Brancalet estaba sentado ante su mesa de trabajo con los codos apoyados en ella y la cabeza entre las manos. Miraba, con los ojos enrojecidos por el cansancio, su última creación: un medallón de oro rojo tallado en forma de estrella de ocho puntas, cuyo centro era un fantástico «dragón verde», un diamante con la forma y el tamaño de un huevo de gallina que brillaba ferozmente bajo la luz de los candiles del taller. La cadena trenzada de plata de la que colgaba la hermosa gema era en sí misma una joya magnífica, pero Brancalet no estaba satisfecho.

    —Cualquiera con oro suficiente podría encargarme uno igual —murmuró, pasando el dedo por la superficie pulida del diamante—. No creo que eso le gustara a Gendher…

    De pronto, alguien llamó a la puerta con dos golpes que resonaron en el silencio nocturno.

    Sobresaltado, Brancalet demoró unos instantes en reaccionar y caminó hasta la puerta. Temiendo que fuera un ladrón, le pasó la tranca a la puerta y preguntó:

    —¿Quién es?

    —Abre, orfebre —respondió una voz cascada—. No temas.

    Sin saber muy bien por qué, Brancalet abrió la puerta y se encontró ante un anciano de rostro ajado y larga barba blanca. Usaba una túnica del mismo color, que parecía haber conocido tiempos mejores, y un maltrecho sombrero de fieltro gris de ala ancha que le ocultaba los ojos.

    —Supe que estás buscando una piedra, orfebre —dijo el viejo, a modo de saludo—. Una piedra… especial, digna de un rey. Yo tengo lo que buscas —y, sin pedir permiso, se deslizó al interior del taller.

    —¿Quién eres? —preguntó Brancalet, olfateando un engaño—. ¿Quién te dijo que yo precisaba una piedra?

    —He tenido muchos nombres —contestó el viejo con voz cascada—, pero para ti seré el Guardián. Sí… Es un buen nombre. Y nadie me dijo nada… Yo sé muchas cosas…

    Brancalet empezó a ofuscarse. Era muy tarde y estaba cansado. Ese viejo le hacía perder su precioso tiempo.

    —¿Te…? ¿Te envía el rey? —preguntó—. Dile que… —el viejo sonrió a medias y lo interrumpió.

    —No, no. No te preocupes. Gendher no sabe que estoy aquí. —El recién llegado tomó una silla por el respaldo y se dejó caer en ella—. Pero, dime: ¿has encontrado una gema digna de la casa de Cathrach?

    Brancalet miró un momento al viejo. No parecía peligroso; algo chiflado, a lo sumo. Y no le vendría mal descargar la tensión con alguien. Al fin y al cabo, si Gendher lo había enviado para averiguar cómo iba el trabajo, terminaría enterándose de una u otra forma. Se sentó en una silla frente al anciano con el mentón clavado en el pecho.

    —No. Aún no. Y me quedan solo siete días.

    —¡Ah! Siete días… No es mucho tiempo, ¿verdad? Ni siquiera para ustedes.

    El Guardián soltó una risita seca. Metió la mano entre los pliegues de su túnica y extrajo una bolsa de terciopelo negro muy gastada cerrada con un lazo de cuero.

    —Toma, Brancalet de Hus —le dijo colocando la bolsa sobre la mesa, frente al orfebre—. Esto es lo que has estado buscando.

    Brancalet levantó la cabeza, con el ceño fruncido, y tendió la mano hacia la bolsa. Pero el anciano fue sorprendentemente rápido y le tomó la muñeca con una mano flaca de uñas crecidas y amarillentas, pero que le atenazó el brazo con fuerza sobrehumana.

    —¡No, orfebre! Aún no. Solo podrás abrirla una vez que yo me haya ido. No antes.

    —¿Por qué? ¿Es una broma? —Brancalet se molestó. El apretón del desconocido le dolía bastante—. Si lo es, viejo, te aseguro que no es graciosa.

    El anciano rio otra vez en voz baja y soltó la mano de Brancalet.

    —Te aseguro que no es una broma. —Sus ojos brillaron desde la sombra, bajo el ala del sombrero—. Dentro de esa bolsa encontrarás una gema que ha estado esperando este momento durante muchos, muchísimos años. Más de los que podrías contar. Yo la he guardado y custodiado hasta que llegase el momento de que viera la luz. Y ese día ha llegado. Tú, sin saberlo, eres el elegido, el encargado de darle forma y de despertar su poder dormido desde hace milenios.

    Brancalet tuvo otra vez la intención de tomar la bolsa y abrirla, pero su muñeca dolorida lo desalentó.

    —¿Poder? ¿De qué clase de poder hablas, Guardián? —Al orfebre le quedaba tan poco tiempo para cumplir con el encargo del rey, que deseaba que lo que el viejo decía fuera cierto.

    —¡Ah! Es una piedra muy especial. —El anciano acarició el terciopelo con sus dedos manchados de vejez—. Es un trozo de Imfeth, la Luna Negra. —Brancalet miró maquinalmente por la ventana en busca del disco color humo que regía las noches de Thalendor—. Algún cataclismo pretérito lo arrancó de allí y lo arrojó sobre este mundo cuando las montañas aún eran jóvenes. El propio Uras el Primigenio fue quien la encontró, y de inmediato sintió su enorme poder latente. Supo que ese no era el momento de despertarlo, por lo que resolvió guardar la piedra hasta que su tiempo llegase. Desde entonces, una larga cadena de guardianes la ha custodiado, en secreto, a la espera del día señalado.

    —Pero… ¿Por qué recién ahora decides que es tiempo de hacerla aparecer? ¿Y quién eres tú para decidirlo?

    El viejo volvió a sonreír, sin alegría.

    —Yo no soy nadie, orfebre. Solo el último de sus custodios. El día ha llegado; yo lo he estado esperando. Sería difícil explicarte cómo lo sé, Brancalet de Hus, pero créeme que es así. Y tú eres el elegido para darle forma a este magnífico talismán, a esta roca destinada a un rey, a una dinastía de reyes, y solo un rey podrá sostenerla como emblema de su majestad sin temer a su poder colosal.

    El orfebre miró alternativamente a la bolsa sobre la mesa y al viejo sentado frente a él. Todo le sonaba a una gran patraña; quizás el viejo se había enterado del encargo y quería obtener algún dinero a su costa. Pero si en esa bolsa había una gema que realmente valiera la pena, estaba dispuesto a cerrar los ojos y a aceptar todo lo que el viejo le dijera, por más absurdo que pareciese. De todas maneras, le quedaban un par de cartas por jugar.

    —¿Y cuánto quieres por la piedra, anciano? —preguntó, buscándole los ojos al otro.

    El Guardián demoró unos instantes en responder.

    —No has entendido, Brancalet —dijo—. No he venido a venderte la piedra, sino a entregártela. A partir de ahora, es tuya. Mi misión fue cuidar de la piedra hasta ponerla en tus manos, y la he cumplido. No necesito recompensa por haberlo hecho.

    Así que no era dinero lo que quería. La situación era aún más oscura…

    —No te creo una sola palabra, viejo —dijo cortante, jugando su última baza—. Creo que quieres embaucarme y tomarme el pelo. ¡Así que vete por donde viniste y llévate esa bolsa con lo que sea que tenga adentro! No tengo tiempo para perder contigo.

    El visitante quedó en silencio por un largo rato, soportando la mirada dura de Brancalet, mientras la luz de las lámparas dibujaba caprichosas y movedizas sombras en su rostro anguloso.

    —Ya me esperaba algo así, orfebre —dijo, por fin, con tono divertido—. Así que prepárate, porque voy a convencerte…

    El viejo apoyó las dos manos en el borde de la mesa y Brancalet se echó instintivamente hacia atrás. El Guardián respiró profundamente un par de veces y recitó, con voz grave:

    Tzármi pó ta fegári,

    skoteinós ópos th núkta

    Om pih arkaih ai iskur lízo

    Filaktó ton Bassilaks mérji na téllos tou xronkou

    Katára eóneia ti sfemeristen

    Maurh fegári tha Thalendor,

    Sirgalós fote moíra sou!

    De pronto, una ráfaga de viento helado se coló por la ventana y apagó las llamas de las lámparas. Un escalofrío recorrió la espina de Brancalet, y antes de que pudiera levantarse para encender otra vez la luz, un vago resplandor empezó a derramarse por la habitación. Azorado, el orfebre vio que la fantasmal luminiscencia provenía de la boca entreabierta de la bolsa de terciopelo que descansaba sobre la mesa. Congelado en su sitio, mantuvo la vista fija en la fuente del resplandor azul grisáceo que se intensificaba momento a momento. Pronto fue lo suficientemente fuerte como para que Brancalet pudiera ver las facciones del viejo rígidas como las de una estatua; los ojos, ocultos bajo el ala del sombrero, brillaban en el fondo de sus cuencas devolviendo parte del fulgor que llenaba el lugar.

    El fenómeno duró apenas unos momentos, y terminó tan abruptamente como había comenzado. La luz de la bolsa de terciopelo se apagó y las lámparas, por sí solas, volvieron a encenderse. Brancalet se quedó en silencio, con la frente húmeda de sudor frío. No era un hombre supersticioso, pero lo que acababa de ver lo había aterrado.

    El viejo se aflojó visiblemente cuando el resplandor se extinguió. Tosió un par de veces y se levantó de la silla con dificultad.

    —Queda en tus manos, orfebre —le dijo, con voz cansada—. Tú sabrás lo que hacer… Y lo harás bien.

    El viejo giró como para abandonar el lugar, pero Brancalet quiso detenerlo. Se paró e intentó tomarlo por la túnica, pero su mano le golpeó el ala del sombrero, haciéndolo caer.

    —¡Espera un poco, viejo! —dijo el orfebre mientras el Guardián levantaba su sombrero del piso—. Tienes que decirme…

    En ese momento, el anciano se volvió hacia él y Brancalet pudo verle el rostro completo por primera vez. Tenía las cejas pobladas e hirsutas, del mismo color blanco que su barba, y sus cabellos eran escasos y finos como hebras de seda plateada. Pero fueron sus ojos los que detuvieron el corazón del orfebre: una película blanca y gelatinosa los cubría totalmente, privándolo de la visión.

    Brancalet se quedó inmóvil, con la palabra en la boca. El viejo era ciego. Absolutamente ciego. Entonces, ¿cómo había podido…?

    —Harás bien tu trabajo, Brancalet de Hus —repitió el Guardián, ya con el sombrero sobre la cabeza. Y sin decir nada más, abandonó el taller.

    El orfebre real lo vio irse sin atinar a nada, con la mente hecha un lío, y solo mucho rato después de que el anciano cerrara la puerta tras de sí, se animó a acercarse otra vez a la mesa y a tender la mano hacia la bolsa de terciopelo negro. Con el pulso tembloroso desató el nudo del cordón que la cerraba y, con temor, introdujo la mano en ella, poco a poco, como esperando que en cualquier momento algo lo atrapara y lo jalara hacia adentro.

    En el fondo del envoltorio, sus dedos tocaron algo duro y frío. Rodeó el objeto con la mano y con sumo cuidado lo sacó de la bolsa y lo depositó sobre la mesa, frente a él.

    Se trataba de un trozo de mineral en bruto, de forma aproximadamente oblonga, de un palmo de largo y medio de ancho; tenía aristas irregulares y la superficie rugosa y opaca. No parecía peligroso ni capaz de producir los fuegos de artificio que Brancalet había visto hacía rato. Más confiado, lo levantó y lo hizo girar ante sus ojos, estudiándolo con mirada experta en busca de las posibles facetas de corte y de las vetas interiores de la piedra que pudieran arruinar la talla. A primera vista le pareció una piedra ordinaria, sin brillo; su aspecto no se correspondía en lo más mínimo con lo que el viejo le había dicho de ella. Si él la hubiera encontrado por ahí, no le habría echado una segunda mirada. Y no era, sin duda, lo que el rey Gendher quería como regalo para su hijo.

    Sin embargo, algo en ella le llamó la atención: su color uniformemente negro. Por más que la hacía girar, buscando que la luz incidiera sobre la roca desde distintos ángulos, el color se mantenía invariable: negro absoluto, sin el menor cambio de matiz. Ni la más insignificante mancha contaminaba el profundo azabache de la piedra. Ni la más minúscula intrusión de sales maculaba sus lóbregas profundidades. Si no fuera por esa particularidad, sería un guijarro más, común y corriente.

    Pero él había visto el resplandor después de que el viejo pronunciara aquellas extrañas palabras. Dejó la roca en la mesa y revisó la bolsa de terciopelo en busca de algún truco, pero estaba vacía. No había nada más en ella ni lo había habido antes, cuando apareció aquella luz mágica. El viejo nunca había tocado la bolsa desde que la dejara sobre la mesa. Tan solo estaba la vulgar roca negra que tenía frente a sí. Aunque lo de vulgar ya se le antojaba inadecuado.

    La volvió a levantar y la hizo girar otra vez entre sus dedos. Su ojo profesional trazó inconscientemente dos o tres posibles cortes para su posterior tallado. Se sabía capaz de hacerlo, aún con una gema tan poco atractiva, pero lo que le preocupaba era otra cosa. ¿De dónde había salido el extraño fulgor grisáceo? Salvo que el viejo fuera un mago consumado —y, en ese caso, lo había engañado sin obtener nada a cambio—, la única respuesta posible era que esa roca negra tenía ciertas cualidades extraordinarias que no se apreciaban a simple vista.

    Si tan solo recordara las palabras del anciano. Quizás fueran una especie de conjuro o algo así. Las había pronunciado en un idioma desconocido para él, pero igual se sorprendió a sí mismo intentando repetirlas en voz alta. De alguna extraña manera, habían quedado grabadas en su memoria, aunque no tenía idea de su significado. Y cuando terminó de decirlas, la magia funcionó otra vez.

    Al principio, creyó que era un engaño de sus ojos cansados, pero luego se convenció de que era real. Una voluta de humo plateado empezó a desenroscarse en el corazón de la piedra. En pocos instantes se transformó en una espiral iridiscente que abarcó toda la gema, haciéndola brillar con fuerza entre las manos de Brancalet. Aunque parecía incandescente, el orfebre la sentía fría como el hielo. La espumosa luminosidad creció en intensidad hasta empalidecer las llamas de las lámparas del taller, aunque no hubo viento frío esta vez. Brancalet mantenía la vista clavada en las entrañas de la piedra, como hipnotizado. A pesar de su poder, el fulgor no le lastimaba los ojos, aunque lo mirara directamente. Por el contrario, la luz parecía envolver su cerebro como un bálsamo, calmando sus temores y despertando sensaciones de calma, bienestar, orgullo y lealtad y una inamovible fe en las palabras del viejo Guardián; parecía como si el conocimiento hubiera estado siempre allí, en su mente, esperando a ser despertado por el estímulo adecuado. De pronto, todo cobraba sentido; todo encajaba a la perfección, y Brancalet sentía, sabía, que las cosas no hubieran podido ser de otra manera.

    Imágenes difusas cruzaron de forma fugaz por su mente: grandes reyes aún por nacer, una tierra desconocida, la Tierra Allende el Mar, una ciudad ignota edificada a las orillas de un ancho río que la dividía por la mitad. De algún modo, supo que estaba viendo el futuro y, sobreponiéndose a todas las demás, vio la imagen de una joya bellísima, el talismán de una dinastía eterna: una piedra negra maravillosamente tallada, engastada en una increíble montura de oro rojo y plata azul. Tomó conciencia de que esa era la mejor forma posible —la única, quizás— de tallar la roca para obtener de ella su mejor brillo, realzar su gran poder. De pronto no ansió otra cosa que poner manos a la obra y forjar esa gema. Nada le importaba más en su vida que hacerlo, y hacerlo ya.

    Como respondiendo a su deseo, la luz de la piedra negra se apagó en un aliento, y Brancalet estuvo de vuelta en su taller, sentado a la mesa, con la roca entre las manos sudorosas. Con respeto místico la dejó sobre la mesa y se secó las manos en el pantalón. Inspiró profundamente varias veces, recogió la piedra, se levantó de la mesa y caminó hasta su banco de trabajo.

    No le importó lo avanzado de la hora; ni siquiera se preocupó por no haber cenado. Tenía que empezar cuanto antes. Le ardían las puntas de los dedos por la impaciencia. No tenía mucho tiempo, pero sabía exactamente lo que debía hacer. El viejo se lo había dicho, recordó. Y también le había dicho que lo haría bien.

    Los siglos por venir le darían la razón.

    -

    EL JOVEN PASTOR se desperezó largamente a la sombra del sauce que había elegido para tomar su siesta. Estiró sus miembros hasta que le crujieron las articulaciones y se puso en pie de un salto, súbitamente despejado. Echó un vistazo al sol, que ya había empezado a recorrer su camino descendente hacia el horizonte, y decidió que era hora de juntar su rebaño y regresar a casa. Se calzó su sombrero de paja de ala ancha y comenzó a reunir a las cabras que, después de haberse saciado de agua y alimento, se habían echado a dormitar bajo los manchones de sombra que proporcionaban los desperdigados árboles que crecían en el lugar.

    Giblin las fue levantando una a una con leves golpes de su cayado y las fue reuniendo en el centro de la hondonada que había elegido para que pastaran. Era un buen lugar que él utilizaba a menudo: protegido del viento seco del este por las colinas pedregosas que cercaban el pequeño valle circular, el pasto crecía allí fuerte y jugoso, y un delgado arroyo de corriente rápida y clara cruzaba por el fondo de la depresión convertido en una cinta de agua fresca que alcanzaba para que el ganado abrevara.

    Cuando tuvo reunido a todo el grupo de cabras grises, cumplió con la precaución que había aprendido de su padre: las contó. Y agradeció el haberlo hecho, ya que había veinticinco y debían ser veintiséis. Miró a su alrededor, buscando el lugar en donde podía haberse ocultado la cabra faltante, pero no la encontró. Sabía exactamente cuál era: una hembra de dos años, con la lana gris moteada de blanco. Nunca le había dado problemas, pero siempre había una primera vez para todo, como decía su padre. Trepó a una roca que afloraba sobre el terreno y buscó otra vez, desde lo alto, pero con igual suerte. Enojado con la cabra, intentó con otro truco que había aprendido siendo un niño. Se acercó al rebaño reunido y con la punta del cayado pinchó a varios animales, haciéndolos balar de sorpresa y enojo. Quizás la cabra perdida contestara a las voces de sus congéneres y le permitiera ubicarla. Y tuvo suerte. Al tercer o cuarto balido, el animal perdido respondió desde su escondite.

    Giblin escuchó el sonido a su espalda, apagado y lejano. Giró y le bastó una mirada para saber por dónde había escapado el animal. Sobre la falda de una de las colinas que cerraba el valle había una falla natural, tallada en la roca a modo de escalera. Los bloques de piedra gris, pulidos por milenios de vientos y lluvias, semejaban grandes escalones que conducían a la cima. El pastor no perdió tiempo y empezó a trepar en busca de la cabra. Aunque era joven y ágil, la escalada no le resultó sencilla, ya que el desnivel entre cada escalón de piedra alcanzaba más de dos codos.

    —Solo a una maldita cabra demente se le ocurre trepar por aquí —resopló al alcanzar el extremo superior de la falla.

    Allí, a casi veinte codos de altura por sobre el valle, había una plataforma natural de roca, lisa y yerma, de apenas tres pasos de largo por dos de ancho, cortada horizontalmente contra la ladera de la colina. El único acceso al lugar era por donde Giblin había trepado: los bordes eran abruptos y la pared del fondo de la plataforma de roca era un acantilado cortado a pico que se alzaba otros diez o doce codos hasta la cima de la colina. No había lugar en donde la cabra hubiera podido guarecerse, y no hubiera podido escapar salvo por donde Giblin había subido. El audaz animalito debía estar allí, pero Giblin no lo veía. Mientras recobraba el aliento, observó el lugar. La única vegetación que crecía allí era una tupida hiedra de la variedad berul, cargada de acampanadas flores azules, que colgaba por la pared del acantilado hasta el suelo de la cornisa. Giblin sonrió al darse cuenta de dónde estaba el animal perdido y por qué había subido hasta allí. Las flores de berul eran un manjar para las cabras, y su aroma pesado y dulce la había atraído hasta allí arriba. La hiedra caía en cascada desde las rendijas del acantilado en las que había asentado las raíces, y el goloso animal debía estar en medio del matorral, hartándose de flores.

    —¡Ven aquí, bicho desgraciado! —gritó Giblin mientras salvaba la corta distancia que lo separaba de la pared de piedra.

    Con el cayado azotó las guías cargadas de flores, cortándolas y haciéndolas caer al suelo, pero solo encontró roca gris tras ellas. Silbó, llamando a la cabra, y la respuesta provino desde su izquierda. Giblin caminó hasta al centro mismo del muro, donde el matorral parecía ser más denso. Golpeó con violencia la hiedra, creando una lluvia de hojas y flores mutiladas, y cuando apartó las guías que aún colgaban frente a él, se llevó una sorpresa.

    Despojada de la cortina vegetal que la había cubierto hasta entonces, apareció ante sus ojos una abertura en la roca de forma semicircular, de unos dos codos de alto y poco más de cuatro de largo.

    —Habías resultado curiosa… —murmuró, agachándose para echar un vistazo.

    Pero la luz del día apenas alumbraba un par de pasos hacia adentro. Luego, la oscuridad era total. Giblin silbó de nuevo y la cabra volvió a contestarle, fielmente, desde adentro. De acuerdo con el eco del sonido, Giblin juzgó que la cueva era bastante profunda. Impaciente, entró a buscar al animal, ya que este no parecía tener intenciones de salir. A gatas, arrastrando el cayado en una mano, se metió por la abertura. La luz exterior, bloqueada ahora por su cuerpo, no tardó en desaparecer. Giblin se detuvo tratando de acostumbrar sus ojos a la oscuridad y notó, con sorpresa, que el lugar —un túnel largo y estrecho— no carecía completamente de luz. Una claridad vaga y muy leve le permitía ver dónde apoyaba las manos, y así pudo divisar, claramente impresas en el suelo arenoso por el que se arrastraba, las huellas de las pezuñas de su cabra.

    Reanudó su marcha y seis o siete pasos más adelante se dio cuenta de algo raro. La leve claridad existente, en lugar de menguar a medida que se adentraba en la cueva, parecía aumentar. Era como si la fuente de la luz estuviera en el fondo del túnel, y no en la entrada. Giblin pensó en el rebaño que había quedado allá abajo, en el valle. No corría peligro, decidió. Lo peor que podía pasar sería tener que juntar a los animales otra vez. Aún quedaban un par de horas de luz, y no iba a volver a casa con una cabra de menos. Así que siguió gateando, cueva adentro, deseoso de encontrar al condenado animal.

    El apuro y la escasa luz reinante se conjuraron para que el pastor no se diera cuenta de que el túnel terminaba abruptamente. De golpe, su mano derecha encontró vacío donde esperaba hallar piso firme. Su brazo se hundió en el aire y, completamente desequilibrado, Giblin cayó en la penumbra. El pastor giró en el aire y golpeó el piso con el hombro derecho, cuatro codos más abajo. Pasados los primeros instantes de desorientación, Giblin se incorporó, entre gruñidos de dolor. Se sentó y se tocó con cuidado el hombro magullado.

    —¡Y todo por una condenada cabra! —rezongó entre dientes.

    Sorprendido, vio que el resplandor que había notado en el túnel era mucho más intenso allí, en donde se convertía en un fulgor dorado y ubicuo suficientemente intenso como para permitirle ver claramente el lugar en el que estaba. Era una ancha caverna abierta en la roca viva, de forma casi circular y de unos siete pasos de diámetro. Las paredes se curvaban hacia arriba hasta el techo abovedado, a unos quince codos del suelo. Allí, en lo alto, una abertura irregular y alargada dejaba entrar la luz que iluminaba el lugar. Giblin supuso que el techo de la cueva debía estar al nivel de la cima de la colina, y que allí debía estar el hueco que dejaba pasar la luz.

    Un balido triste interrumpió su examen del lugar y de un vistazo encontró a la cabra perdida. Estaba a su derecha, de pie y con su pata delantera derecha levantada y recogida. Probablemente se la había lastimado al caer —como él— del túnel. Giblin se levantó y se acercó al animal. Este lo reconoció y aceptó sus afectuosas palmadas en el lomo.

    —Ya veo por qué no pudiste volver. Vamos, busquemos cómo salir de aquí.

    No podría trepar con la cabra a cuestas por el lugar por el que había caído. Buscó pues algún lugar por donde alcanzar la boca del túnel de entrada. Mientras caminaba por la cueva, algo sobre la pared izquierda llamó su atención. Era un bulto oscuro y alargado, ubicado sobre una especie de escalón de piedra adosado contra la pared de la caverna. Giblin abandonó momentáneamente su búsqueda y se acercó al lugar. Visto de cerca, el bulto resultó ser un trozo mohoso y arrugado de tela oscura que parecía tener algo debajo.

    —Parece que no somos los primeros en entrar aquí, pequeña —murmuró.

    Curioso, tomó la tela por una esquina para levantarla, pero se quedó con un trozo en la mano. Con una mueca de asco, Giblin la desmenuzó entre los dedos, convirtiéndola en polvo. Tomó uno de los extremos del paño e intentó quitarlo de un tirón, pero el tejido, reseco y añoso, se desintegró completamente con el movimiento y llenó el aire con una nube de polvo oscuro que le provocó un ataque de tos y estornudos, obligándolo a alejarse un tanto y a cerrar los ojos.

    Cuando volvió a abrirlos, lo más grueso del polvo ya se había asentado, y se quedó pasmado al ver, a través de la fina niebla de sedimento que amortajaba el aire, lo que la tela había estado cubriendo.

    Sobre la losa descansaba el cadáver de un hombre asombrosamente bien conservado. Yacía boca arriba, con las piernas estiradas y las manos cruzadas sobre el pecho. Tenía el cabello largo y negro y la barba espesa y lacia. La piel del rostro, seca como cuero curtido —y del mismo color—, se estiraba sobre los huesos anchos y fuertes de los pómulos y la frente. Uno de los ojos aparecía cubierto por un parche oscuro, aparentemente de cuero, y en el otro los párpados, hundidos sobre la cuenca, aún tenían en su lugar las pestañas, oscuras y entrelazadas.

    Giblin se estremeció al ver la expresión de ese antiguo rostro momificado. La muerte había grabado para la posteridad el último grito de sufrimiento de ese hombre. Tenía la boca abierta, dejando al descubierto una doble hilera de dientes oscuros y desparejos. El rostro estaba contraído en una torturada mueca de espanto, como si hubiera expulsado su último aliento en un alarido de dolor.

    El pastor no entendía mucho de cadáveres, pero sabía lo suficiente como para notar que ese había sobrevivido a la putrefacción admirablemente. Sabía que eso no era normal, y sintió un respetuoso temor hacia el muerto que allí descansaba.

    La vestimenta del cadáver estaba casi tan bien conservada como el cuerpo en sí. Por ella, Giblin dedujo que el hombre no había sido precisamente un pastor de cabras. Llevaba pantalones ajustados, botas de cuero y tenía el torso ceñido con una especie de chaleco hecho de pequeños eslabones de metal herrumbrado, bajo el cual se veía una camisa de manga larga de tela oscura. El atuendo lo completaba una larga espada que descansaba, al costado del cuerpo, enfundada en un tahalí de cuero tachonado con discos de metal opaco que le cruzaba el pecho. Al otro lado del cadáver, había una alforja de cuero, no muy grande, que estaba cerrada.

    Giblin se estremeció, pero no de frío. Mirando el cuerpo, recordó una antigua leyenda que se contaba en la zona acerca del Guerrero Tuerto, un soldado que había huido de sus enemigos tras robarles un valioso tesoro y se había ocultado por allí, en las colinas de la zona nordeste de la provincia de Elmeya, sin que jamás volviera a saberse de él. A pesar de la búsqueda realizada por sus perseguidores, nunca habían podido encontrar ni al guerrero ni al tesoro robado, y nunca se supo si había podido escapar o si había encontrado la muerte allí.

    Giblin nunca —salvo en su temprana niñez— había creído en la veracidad del cuento; su madre utilizaba la figura del Guerrero Tuerto para amenazarlo cuando no tomaba su plato de sopa. Pero el cuerpo que tenía ante sus ojos le ponía la piel de gallina. Ese hombre había sido, obviamente, un guerrero, y había perdido un ojo; si ese no era el cadáver del legendario Guerrero Tuerto, Giblin regalaría sus cabras. Solo faltaba el tesoro.

    Olvidado ya del animal lastimado, el joven venció su temor y revisó más de cerca el cuerpo. Poniendo cuidado en no tocarlo, se inclinó sobre este y levantó la alforja de cuero con dos dedos. No pesaba lo suficiente como para contener un tesoro de oro y piedras preciosas. Quiso abrirla, pero el cuero estaba duro y rígido; si quería ver el contenido, debía romper la tapa. Decidido, hizo presión sobre ella hasta quebrarla y vio que dentro de la alforja solo había un cilindro de un palmo de largo, hecho de algún material más claro que el cuero de la bolsa. Giblin lo sacó con cautela y lo observó de cerca: parecía ser un rollo de pergamino, quizás una carta o algo por el estilo. Probó a desenrollarlo, pero el pergamino se había vuelto quebradizo y le rompió una esquina en el intento. Contrito, devolvió el rollo a la alforja y esta a su lugar. Observó detenidamente la momia buscando dónde podría haber ocultado algo de valor, pero ni sobre el escalón de piedra ni a su alrededor había nada que pudiera esconder lo que él buscaba.

    De pronto, al mover la cabeza, la luz incidió en un ángulo particular sobre el cuerpo yacente y despertó un destello dorado entre los dedos del muerto.

    Giblin se quedó como de piedra, con la vista clavada en esas manos apergaminadas cruzadas sobre el pecho. Al mirar más de cerca, vio una doble cadena de gruesos eslabones amarillentos, semicubierta por los restos de la vestimenta, que rodeaba el cuello y desaparecía entre los dedos del cadáver. Temblando, extendió una mano hacia la joya que parecía estar oculta bajo las manos del muerto, y en el momento exacto en que tocó el objeto, un resplandor cegador brotó del mismo y lo deslumbró. Una violenta descarga le mordió la yema de los dedos, le sacudió el brazo y lo arrojó desordenadamente contra el piso de la cueva, dejándolo aturdido y sin aliento.

    Muy despacio, el joven pastor se levantó, masajeándose el brazo afectado. Ya no le cabía duda de que ese era el cadáver del Tuerto y de que alguna milenaria maldición, no mencionada en la leyenda popular, protegía su tesoro. Asustado a morir, Giblin se cargó la cabra sobre los hombros y buscó por donde huir de allí. A cada instante echaba aterradas miradas al cuerpo momificado, temiendo que en cualquier momento pudiese levantarse e ir tras él para castigar su sacrilegio. Desesperado al no encontrar una vía de escape, se arrimó al muro de piedra por donde había caído y en un alarde de fuerza muscular del que no se habría creído capaz, alzó al animal sobre su cabeza y lo depositó por sobre el borde. Apoyó las manos en la cornisa y se impulsó con las piernas, trepando apresuradamente, raspándose las manos y quebrándose un par de uñas en el intento. Una vez arriba, empujó a la cabra hacia delante, dentro del túnel, y la siguió, gateando a toda prisa, rumbo al exterior.

    Mientras descendía de la colina de regreso al valle, y aún temblando de miedo, se acordó de su cayado, olvidado en la caverna, pero pensó que por nada del mundo lo harían volver allí.

    Le contaría todo a su padre, sí, pero no regresaría jamás a esa horrible cueva.

    .

    EL TERRITORIO UNIFICADO de Alzagor estaba dividido administrativamente en doce provincias. Cada una de ellas respondía, casi exactamente, al territorio de una de las doce tribus primitivas que se habían reunido, más de mil años antes, para formar la unidad política que hoy existía. El año de la firma del Tratado de Unificación era conocido como Año de la Unificación, y a partir de entonces se había dejado de lado el antiguo calendario —la Cronología de la Llegada—, basado en el legendario arribo de los Antiguos al territorio de Alzagor, ocurrido casi tres milenios antes de la unificación. Así, el Año de la Unificación correspondía al año 2814 de la Llegada, y el presente era el año 1012 de la Unificación.

    Cada provincia, gobernada por aristocracias regionales hereditarias, descendientes más o menos directas de los clanes gobernantes en las tribus cuando la Unificación, estaba a su vez dividida en cantones, cuya cantidad variaba para cada una de ellas. Assur —la provincia más extensa, en la que estaba ubicada la ciudad de Thassos, la actual capital del Territorio— tenía catorce cantones; Sabyr, la más pequeña, tan solo cuatro. Al frente del gobierno de cada cantón había un namos, un funcionario administrativo elegido por aclamación popular, pero que debía contar con la anuencia del señor de la provincia, el jefe de la casa gobernante, para ejercer su cargo.

    Egure Tormen era a la vez el namos del cantón de Yzmir y el herrero del pueblo del mismo nombre, ubicado al noroeste de Alzagor, en la provincia de Elmeya, la de las Doradas Planicies, justo sobre el límite con la provincia de Stephya, la Boscosa, al este de aquella. Egure había sido el hombre más joven que jamás ocupara el cargo; lo había asumido dos años antes, a los veintinueve, y la aclamación de los pobladores había sido tan abrumadora que Elon Garmand, el señor de Elmeya, había acompañado la carta de su nombramiento con sus felicitaciones escritas de puño y letra.

    El namos de Yzmir no tenía el tipo físico característico de los elméyidas, que por lo común eran altos y estilizados, de piel pálida y ojos claros. Su caso no era raro, ya que, en las zonas fronterizas entre provincias, como lo era Yzmir, las identidades físicas se diluían y los biotipos se mezclaban. En Egure Tormen, en particular, aparecían con fuerza los rasgos heredados de su abuela paterna, oriunda de la provincia de Sherbaya, la de los Níveos Montes, ubicada al noreste de Elmeya. Egure no alcanzaba los seis pies de altura, pero tenía los hombros anchos, el pecho macizo y los miembros poderosos. Un cuello grueso y sólido le sostenía la cabeza grande y redonda, coronada por una melena negra y encrespada. Su rostro era tan fuerte como el resto de su cuerpo: ojos grandes, negros y brillantes como ascuas; nariz ganchuda y mandíbulas pesadas, tapizadas por una barba oscura y erizada como las púas de un puercoespín.

    Egure estaba de pie en el borde de la cornisa, con las piernas abiertas y los gruesos brazos cruzados sobre el pecho. Tenía el poblado entrecejo fruncido y las mandíbulas apretadas. Sus ojos estaban clavados en la lejanía dorada de las planicies de Elmeya, en el oeste, hacia donde el sol descendía con rapidez. Sin embargo, su mente estaba mucho más cerca. Lo que había visto en el interior de la cueva que tenía a sus espaldas lo había alterado profundamente. No solo por el cadáver en sí, que hubiera sido suficiente para sorprenderlo, sino también, y sobre todo, por lo que el muerto tenía entre las manos.

    En su carácter de namos, Egure asistía cada año al Festival de la Unificación, que tenía lugar en Thassos, para celebrar el aniversario de la firma del tratado. Como parte del ritual establecido, en esa ocasión todos los namos y todos los señores de Alzagor rendían homenaje al kyrión, renovando sus votos de lealtad para con la autoridad máxima del Territorio. Para la festividad, el kyrión vestía sus mejores galas y usaba el símbolo más venerado de su rango: la Luna Negra de Thalendor.

    Egure nunca había visto una joya más bella en toda su vida. Un magnífico cristal del tamaño de un puño, de color negro profundo y perfecto, tallado en forma de luna creciente, engarzado en una fabulosa montura de oro rojo y plata azul, realzada con decenas de esmeraldas, rubíes y zafiros. La imponente alhaja colgaba de una doble cadena de oro macizo, gruesa como el pulgar de un hombre. El conjunto era sobrecogedor y no dejaba lugar a ninguna duda, al que lo contemplaba, de su majestad y de su poder. Y por si su aspecto no fuera suficiente, la legendaria historia asociada a la gema le agregaba un aura sobrenatural y mítica que erizaba los cabellos.

    La joya había sido forjada por los Antiguos en su tierra natal, Thalendor, la Tierra del Eterno Verano, para que sirviera como símbolo de la realeza. Luego, el rey Espheret la había traído consigo cuando condujo a su pueblo hasta Alzagor escapando de la gran inundación, y durante los casi doscientos años que los Antiguos habían morado en el Territorio, la joya adquirió fama como talismán poderoso y mágico, símbolo protector de la dinastía de Cathrach, la casa real de Thalendor.

    Cuando los Antiguos se preparaban para regresar a su tierra, después de la muerte de Espheret, su hijo Ardonal el Zurdo decidió regalar tan maravilloso objeto, como demostración de agradecimiento y como símbolo de hermandad, al jefe de la tribu de los assurii, Nofert, que había contraído matrimonio con Laneera, la hermana menor de Ardonal. A partir de entonces, la Luna de Thalendor había pertenecido a la casa de Assur, y cuando el Territorio se unificó —casi tres milenios más tarde— y Ghad Minheer, jefe de los assurii, fue nombrado primer kyrión de Alzagor por el Consejo de los señores, la Luna Negra, fiel a su tradición, se convirtió en el símbolo de los gobernantes del Territorio.

    El herrero de Yzmir se rascó la barba, inquieto. Él había visto a la Luna Negra, resplandeciente y sobrecogedora, colgando del cuello del kyrión Balder Thyss casi un año antes, durante el último Festival de la Unificación. Sin embargo, acababa de ver, entre las manos de un cadáver momificado aparentemente muchos siglos atrás, una joya idéntica: la misma piedra en forma de luna, absolutamente negra, la misma montura fabulosa, la misma cadena de oro gruesa y pesada. No podía confundirse; no era sencillo olvidar una gema así. Debía tratarse, obviamente, de una falsificación confeccionada antes de que el guerrero que descansaba en la caverna muriera. Un examen minucioso debería confirmarlo.

    Sin embargo, el problema no le parecía tan sencillo. La Luna Negra era el símbolo por excelencia de la legitimidad de la autoridad del Territorio; era la representación misma del poder del kyrión. Si la gema que había dentro de la cueva llegara a caer en manos inescrupulosas, la legitimidad de los assurii como gobernantes de Alzagor podría verse cuestionada. Y aun cuando, al final, se probara que se trataba de una falsificación, seguro que el tiempo que se tardara en hacerlo sería un período de agitación e inestabilidad que en nada haría bien al pueblo del Territorio.

    Egure sintió ruidos a su espalda. Gobet Calves, el padre del pastor Giblin, lo había guiado hasta la caverna después de comunicarle lo que su hijo había encontrado. El namos había salido de la cueva en primer lugar y ahora, por lo que parecía, Gobet se estaba arrastrando hacia fuera por el túnel.

    Egure Tormen sabía lo que su señor, Elon Garmand, pensaba acerca del kyrión Balder. Sencillamente, creía que era un incapaz, débil de carácter, torpe e irresoluto. Pero Garmand era un hombre honorable y noble que respetaría hasta el final su juramento de fidelidad al kyrión. Sin embargo, Egure también lo sabía ambicioso y decidido, y si Garmand llegaba a sospechar o a tener algún indicio que le permitiera interpretar, aunque fuera de un modo tendencioso y hasta retorcido, que la casa de Assur no tenía derecho genuino a ocupar la kyrioneia, entonces podría iniciar una campaña en contra de Balder, tratando de obligarlo a abandonar el cargo supremo.

    Según sabía Egure por boca del propio Elon Garmand, había varios integrantes del Consejo de los señores que estaban celosos de la permanencia de los assurii en la kyrioneia de Alzagor durante tanto tiempo. Hacía al menos cuatrocientos años que un assurii de la casa Thyss o de alguna de sus ramas emparentadas ocupaba ininterrumpidamente el cargo. Varias provincias tenían la suficiente fuerza política o económica como para aspirar con seriedad a ocupar el lugar de Assur en una potencial situación de conflicto. Y Elmeya, la de las Doradas Planicies, era una de ellas.

    Gobet llegó a su lado y lo devolvió al presente.

    —¿Y bien? —le preguntó con la respiración agitada—. ¿Qué piensas?

    Egure se enfrentó al padre de Giblin. Gobet era casi una cabeza más alto que él, aun cuando caminaba permanentemente encorvado, como si su cuello fuera incapaz de sostener en alto el peso de su cabeza huesuda y casi calva. De miembros largos y estilizados, a pesar de la diferencia de estatura su figura resultaba empequeñecida por la fuerza que emanaba del macizo cuerpo de Tormen.

    —No sé, Gobet —respondió este con voz resonante—. Ese cadáver lleva allí muchos siglos, estoy seguro.

    —Sí. —Los ojos de Gobet apenas rozaron los de Egure—. Tantos que bien podría ser el cuerpo del Guerrero Tuerto.

    —¿De qué? ¡Ah! El Tuerto… —Egure sonrió. Hasta entonces no se le había pasado por la cabeza relacionar el hallazgo con esa vieja leyenda local.

    A pesar de que nunca la había considerado más que una parte de la tradición de la zona, debía reconocer que el muerto en la cueva coincidía con la descripción que la historia hacía del Guerrero Tuerto. Y para rematar la cosa, tenía un tesoro entre las manos. Al menos, se parecía mucho al tesoro más grande de todo Alzagor.

    El herrero miró a Gobet fijamente. No era difícil adivinar sus pensamientos. Estaba muy nervioso y no se quedaba quieto ni un instante. Obviamente, estaba convencido de que su hijo había hallado el cadáver del Guerrero Tuerto. Quizás, al fin y al cabo, la leyenda hubiera tenido su origen en las andanzas reales del hombre que yacía muerto en la caverna.

    Pero eso no cambiaba nada. Egure pensaba que el problema que le había caído en las manos era muy delicado y que no le correspondía a él resolverlo. Aunque si por él fuera, sepultaría al cadáver en la cueva y cegaría la entrada para siempre. Esa sería la mejor solución a la larga, pero su sentido del deber lo obligaba a avisar a su señor. Y eso era exactamente lo que iba a hacer. Faltando poco menos de dos meses para el Festival de la Unificación, el señor de Elmeya ya habría abandonado su residencia permanente en Uhlm y habría viajado a Thassos para instalarse allí. Pero eso no iba a detenerlo.

    Egure decidió que había terminado en la colina. Regresó con Gobet a Yzmir, a galope tendido, y le encargó a su sobrino Sinise, un mocetón alto y recio, que partiera con el padre de Giblin de vuelta hacia la cueva y que montara guardia en la entrada hasta que él regresara, sin dejar pasar a nadie. Gobet no agregaría nada a la vigilancia, Egure lo sabía, pero mientras estuviera junto a Sinise no tendría oportunidad de abrir la boca. Cuanta menos gente supiera del tema, mejor.

    Por su parte, organizó su partida hacia Thassos. Iría en persona, ya que no se atrevía a delegar esa responsabilidad en nadie. Quizás exageraba, pero prefería hacerlo antes que arrepentirse después.

    A la mañana siguiente se levantó antes del alba y desayunó unos trozos de queso de cabra con un cargado té de hierbas. A la luz cenicienta del amanecer llenó sus alforjas con provisiones y partió de Yzmir justo cuando los primeros rayos del sol asomaban sobre los contrafuertes de los lejanos Pinder Oros.

    Tenía por delante un largo viaje de casi trescientas leguas. Sin prisa, podía cubrirlas en tres días de viaje, pero no era el caso. Forzaría a su caballo al máximo para cubrir la distancia en la mitad de ese tiempo. Estaba convencido de la importancia del mensaje que portaba, y deseaba entregarlo cuanto antes.

    .

    EGURE CRUZÓ LOS Gutrul Oros, las Montañas sin Fin, por el paso Yaugur, la estrecha meseta que separaba a dicha cadena montañosa, al sur, de las Montañas del Viento, al norte. Bordeando las estribaciones orientales de las montañas, Egure se dirigió hacia el sur y cruzó el reseco desierto de Ut-Khamsin, las Arenas Yermas, que marcaba el límite entre la provincia de Rya y la de Assur. Al tomar ese camino, Egure había preferido enfrentar el páramo a cambio de ganar velocidad. La otra ruta posible lo habría llevado por la vertiente occidental de los Gutrul Oros hasta el paso de Phelerat, el Puente de Hielo, en donde se habría arriesgado a verse bloqueado por alguna de las eternas ventiscas que azotaban el lugar, situado a más de ocho mil pies de altitud. A fin de evitar un indefinido retraso, pues, había optado por agotar su caballo en el Ut-Khamsin y cambiarlo por uno de refresco en Nividia, un poblado de Assur ubicado a la salida del desierto en donde echó una cabezada. Finalmente, alcanzó las afueras de Thassos apenas treinta y ocho horas después de salir de Yzmir.

    Egure Tormen detuvo su caballo en lo alto de una de las suaves elevaciones que descendían hacia el valle del Monestyr, el Río de los Cántaros, al noroeste de la ciudad. Conforme con el viaje que había realizado, se tomó unos minutos para observarla antes de bajar hacia allí.

    Thassos, la de las Trescientas Cúpulas; Thassos, la capital de la provincia de Assur y del territorio unificado de Alzagor. A pesar de su título de namos, Egure era, en esencia, un herrero de un pequeño pueblo rural, y cada vez que llegaba a Thassos se sentía deslumbrado por la belleza y el esplendor de la urbe más grande de Alzagor.

    La capital se extendía sobre el fondo del valle como una amplia alfombra policroma e irregular, cercada en su totalidad por una muralla blanca e impoluta, testigo de pasados tiempos más tumultuosos. Claramente distinguibles sobre el trazado cuadricular del resto de las construcciones, de techo chato, las marcas distintivas de la ciudad refulgían bajo el sol de principios de primavera. Salpicadas a lo largo y a lo ancho de la ciudad, centenares de cúpulas de diversos tamaños semejaban joyas multicolores engarzadas en el tejido geométrico de la ciudad. Todas estaban revestidas de azulejos esmaltados de variados colores y pertenecían a los edificios más notables de Thassos. Desde las casas de las familias más acaudaladas, pasando por distintos edificios públicos, hasta el propio Palacio de Gobierno, que ostentaba la cúpula más grande del Territorio, la maravillosa Dheremiznur, la Cúpula del Sol Poniente, revestida de azulejos dorados y de veinte pasos de diámetro.

    La corriente ancha y lenta del Monestyr cortaba a la ciudad por la mitad, describiendo una amplia curva de norte a sur. Sus aguas, adecuadamente canalizadas, proporcionaban el riego necesario a los cientos de jardines y parques que embellecían Thassos y que, desde donde Egure estaba, se veían como manchas verdes y espumosas. La ciudad era demasiado grande como para gustarle a Egure; sin embargo, su atmósfera cosmopolita y floreciente lo fascinaba.

    Espoleó su caballo iniciando el descenso hacia el valle, y veinte minutos después desembocó en el amplio camino de acceso a la ciudad: una gran avenida de diez pasos de ancho, pavimentada con grandes losas grises. Egure puso su caballo al trote y, antes del mediodía, alcanzó la puerta norte de Thassos, la Garum Dahr, la Puerta de la Estrella Blanca. El enorme portón doble era tan ancho como el camino que a él llevaba y tenía veinte codos de alto. Sus hojas de madera y hierro habían sido espléndidamente trabajadas por antiguos artesanos assurii y estaban abiertas de par en par. Dos miembros de la Guardia de Assur custodiaban la entrada, uno a cada lado de la puerta; altos y graves, estaban enfundados en sus uniformes color verde y oro, con una media luna negra estampada en el pecho. La lustrosa alabarda que portaban en su mano derecha era mucho más formal que disuasiva.

    Egure entró a la ciudad al paso, sin que los guardias le echaran ni una mirada. A pesar de que nunca había ido solo a Thassos, no tuvo problemas para llegar al Palacio de Gobierno, sede del Consejo de los señores y residencia permanente del kyrión del Territorio. La ancha avenida pavimentada con adoquines de granito oscuro que nacía en la puerta de la ciudad, artísticamente arbolada y cuajada de estandartes auriverdes, desembocaba directamente en la plaza mayor de Thassos, frente a la cual estaba ubicado el Palacio.

    El namos de Yzmir recorrió la calle, recta y pulcra, envuelto en el bullicio natural de la capital. Cabalgaba por el borde del camino, alejándose lo más posible de la continua y doble corriente de hombres, caballos y carros que inundaba el centro de la avenida. Allí dentro, aún a esa avanzada hora de la tarde, el movimiento era mucho más intenso que afuera y Egure no entendía cómo los habitantes de Thassos podían acostumbrarse a vivir en medio de semejante agitación, sumergidos en tamaño escándalo.

    Mil pasos al sur de la Garum Dahr, Egure llegó a la plaza mayor: un cuadrilátero de trescientos pasos de lado bellamente decorado con estanques, canteros con flores y árboles de diversas especies. Con su caballo al paso, se acercó hasta el Palacio de Gobierno, que se levantaba sobre el costado oeste de la plaza, de cara al sol naciente. Estaba construido en granito azulado, extraído de las canteras de los Gutrul Oros, tenía tres plantas y el techo plano. Desde donde estaba, demasiado cerca de la fachada, Egure no alcanzaba a ver la gran cúpula dorada que coronaba el edificio. Una amplia escalinata de granito pulido en forma de abanico conducía desde el nivel de la calle hasta el monumental pórtico de entrada.

    El elméyida detuvo su caballo al pie de la escalera y de inmediato un lacayo vestido con la librea amarilla y verde a cuadros característica de la casa de Assur apareció a su lado para encargarse del animal. Egure desmontó y estiró sus miembros entumecidos por el cansancio y el largo viaje, se sacudió como pudo el polvo acumulado sobre su ropa y emprendió el ascenso hacia la entrada del Palacio.

    A medida que subía admiró la obra de arte que eran, en sí mismas, las grandes hojas de madera de ébano azul de la puerta. Estaban talladas con pericia sin igual, representando distintas escenas de la historia de Alzagor: el desembarco de los Antiguos en las playas de Almudyn, el regalo de la Luna Negra de Thalendor a Nofert, jefe de los assurii, la partida de los Antiguos de regreso a Thalendor y la firma del Tratado de la Unificación con Ghad presidiendo el primer Consejo de los señores. Dos gruesas columnas torneadas de mármol veteado enmarcaban los magníficos portales y un gran escudo de armas de Assur, tallado en la misma piedra del resto del edificio y pintado de vivos colores, coronaba la entrada: una banda diagonal verde sobre un campo amarillo brillante y una luna creciente negra en medio del blasón.

    En la fachada del Palacio, decenas de ventanas acristaladas chispeaban al sol, alineadas en tres hileras, una por cada planta. Cada una estaba coronada por un arco de medio punto que tenía una luna creciente grabada en su piedra central.

    Un capitán de la guardia, canoso y de rostro rígido y anguloso, le cortó el paso en el umbral. Otros dos, más jóvenes y de menor rango, custodiaban la entrada al edificio.

    —Mi nombre es Egure Tormen —dijo el recién llegado ante la pregunta del oficial—. Soy el namos de Yzmir y requiero ver a mi señor, el kyr Elon Garmand.

    El veterano guardia cerró un ojo y lo miró con el otro, negro y brillante, de arriba abajo.

    —Un namos, ¿eh? —El pelo rígido de polvo y las ropas sucias y ajadas de Egure no se correspondían con la idea que él tenía de lo que debía ser un jerarca del Territorio. En su descargo, cabía decir que nunca había pisado ninguna región rural de Alzagor, donde la vida era muy diferente a la de la gran ciudad—. ¿Y quiere ver al kyr Garmand?

    Egure asintió con su gran cabeza desmelenada. Estaba demasiado cansado como para protestar. Además, no tenía la menor intención de provocar un incidente. Aunque si hubiera estado en su pueblo, con gusto le hubiera dado una tunda a ese imbécil, para quitarle su aire de superioridad.

    —¿Cómo me dijo que se llamaba? —inquirió el capitán, tomando asiento frente a una pequeña mesa que había a su derecha, tras una de las columnas de la entrada.

    —Egure Tormen —repitió el herrero, pacientemente.

    El guardia mojó una pluma en el tintero que había sobre la mesa y garrapateó unas líneas en una hoja de papel. Ladró una orden y enseguida apareció un jovencito vestido con la librea de Assur. El capitán le entregó el papel doblado y le susurró al oído algo que el elméyida no pudo escuchar. Luego el lacayo desapareció por una puerta hacia las entrañas del Palacio.

    Durante los veinte minutos que siguieron, Egure permaneció parado, en el umbral de la puerta mientras el viejo guardia le echaba miradas desconfiadas, sentado frente a la exigua mesa. Desde donde estaba, Egure no podía ver con claridad el interior del edificio, en penumbras, pero adivinaba los mármoles que recubrían las paredes y los pulidos bronces de la gran lámpara de diez picos que pendía del techo. Justo cuando la paciencia se le estaba agotando, el jovencito reapareció en el lugar y le entregó un papel prolijamente plegado al viejo guardián. Este lo leyó durante más tiempo del necesario, como para asegurarse de que no había un error, y se levantó de la silla.

    —Parece que el kyr tiene mucho tiempo libre hoy —dijo sin mirar a Egure—. Lo recibirá ahora.

    El herrero de Yzmir apretó los dientes ante la deliberada omisión de cualquier tratamiento de cortesía y traspasó al guardia con una mirada ardiente como un hierro de su fragua.

    —Llévalo con el kyr Garmand —ordenó el capitán al joven lacayo—. Y luego regresa aquí enseguida.

    El joven abrió la puerta por la que había salido y vuelto a entrar poco antes.

    —Sígame, por favor, namos —dijo.

    Egure cruzó a grandes pasos el piso enlosado, pasando junto al insolente guardián sin dedicarle ni una mirada. Ya tenía esa cara angulosa y desagradable grabada en la memoria. Quizás tuviera ocasión, más tarde, de tomarse una revancha.

    Precedido por el lacayo del Palacio, Tormen recorrió un amplio corredor revestido de mármol y ornado con las más finas maderas del Territorio. Cada pocos pasos, un gran farol de bronce y cristal pendía del techo alto y artesonado, y una ventana doble se abría hacia la plaza, iluminando el camino de ambos. Al final de la galería, subieron por una ancha escalera de mármol jaspeado, flanqueada por una baranda tallada en madera de ébano azul, en forma de columnas, rematada por un pasamano de bronce pulido a espejo. La escalera describía una curva, girando sobre sí misma, y desembocaba en un corredor gemelo al que había recorrido en la planta baja, aunque ubicado sobre la parte trasera del edificio. Sobre la pared de la derecha se abrían, una tras otra, las ventanas que daban hacia el parque de la Residencia, y sobre la izquierda, cada quince pasos, había grandes puertas dobles que conducían, según Egure recordaba de sus anteriores visitas, a los despachos y aposentos privados que cada uno de los señores de las provincias

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