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Maese Zacarías
Maese Zacarías
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Libro electrónico70 páginas44 minutos

Maese Zacarías

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El maestro Zacarías, cree que ha descubierto el secreto de la vida en los relojes y mecanismos que fabrica. Sin embargo, el reloj que ha instalado en el ayuntamiento siempre se retrasa y tiene que ir constantemente a repararlo. Un día, cuando se dirigía al ayuntamiento, se cruza con un extranjero que ha llegado al pueblo. El extraño, cuya rareza ha impresionado a la gente, le pregunta sobre la identidad de una chica que ha conocido en el camino. Se trata justamente de Geranda, la hija del maestro Zacarías 
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento12 may 2019
ISBN9788832953060
Autor

Julio Verne

Julio Verne (Nantes, 1828 - Amiens, 1905). Nuestro autor manifestó desde niño su pasión por los viajes y la aventura: se dice que ya a los 11 años intentó embarcarse rumbo a las Indias solo porque quería comprar un collar para su prima. Y lo cierto es que se dedicó a la literatura desde muy pronto. Sus obras, muchas de las cuales se publicaban por entregas en los periódicos, alcanzaron éxito ense­guida y su popularidad le permitió hacer de su pa­sión, su profesión. Sus títulos más famosos son Viaje al centro de la Tierra (1865), Veinte mil leguas de viaje submarino (1869), La vuelta al mundo en ochenta días (1873) y Viajes extraordinarios (1863-1905). Gracias a personajes como el Capitán Nemo y vehículos futuristas como el submarino Nautilus, también ha sido considerado uno de los padres de la ciencia fic­ción. Verne viajó por los mares del Norte, el Medi­terráneo y las islas del Atlántico, lo que le permitió visitar la mayor parte de los lugares que describían sus libros. Hoy es el segundo autor más traducido del mundo y fue condecorado con la Legión de Honor por sus aportaciones a la educación y a la ciencia.

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    Maese Zacarías - Julio Verne

    V

    ​Capítulo I

    Una noche de invierno

    La ciudad de Ginebra está situada en la

    punta occidental del lago al que ha dado o

    debe su nombre. El Ródano, que la cruza a su

    salida del lago, la divide en dos barrios

    distintos, y se divide a su vez, en el centro de

    la ciudad, por una isla que se alza entre sus

    dos orillas. Esta disposición topográfica se

    reproduce con frecuencia en los grandes

    centros comerciales o industriales. Sin duda,

    los primeros habitantes quedaron seducidos

    por las facilidades de transporte que les

    ofrecían los brazos rápidos de los ríos, "esos

    caminos que andan solos", según la frase de

    Pascual. Con el Ródano, son caminos que

    corren.

    En la época en que todavía no se alzaban

    sobre esa isla, anclada como una goleta

    holandesa en medio del río, construcciones

    nuevas y regulares, la maravillosa agrupación

    de casas montadas unas sobre otras ofrecía a

    los ojos una confusión llena de encantos. La

    escasa extensión de la isla había obligado a

    varias de esas construcciones a encaramarse

    sobre estacas, colocadas en desorden en las

    rudas corrientes del Ródano. Esos gruesos

    maderos, ennegrecidos por el tiempo,

    carcomidos por las aguas, se parecían a las

    patas de un cangrejo inmenso y producían un

    efecto fantástico. Algunas redes amarillentas,

    auténticas telas de araña tendidas en el seno

    de aquella construcción secular, se agitaban a

    la sombra como si fueran el follaje de

    aquellos viejos bosques de robles, y el río,

    abismándose en medio de aquel bosque de

    estacas, espumeaba con lúgubres mugidos.

    Una de las viviendas de la isla sorprendía

    por su carácter de extraña vetustez. Era la

    casa del viejo relojero maese Zacarías, de su

    hija Gérande, de Aubert Thun, su aprendiz, y

    de su vieja sirvienta Escolástica.

    ¡Qué hombre tan extraordinario era

    Zacarías! ¡Su edad parecía indescifrable!

    Ninguno de los más viejos de Ginebra habría

    podido decir hacía cuánto tiempo su cabeza

    enjuta y puntiaguda se bamboleaba sobre sus

    hombros, ni qué día se le vio caminar por

    primera vez por las calles de la ciudad

    dejando flotar al viento su larga cabellera

    blanca. Aquel hombre no vivía, oscilaba como

    la péndola de sus relojes. Su cara, flaca y

    cadavérica, tenía tintes sombríos. Como los

    cuadros de Leonardo da Vinci, tiraba a negro.

    Gérande ocupaba el cuarto más hermoso

    de la vieja casa, desde donde su mirada iba a

    posarse melancólicamente, por una estrecha

    ventana, sobre las cimas nivosas del Jura;

    pero el dormitorio y el taller del viejo

    ocupaban una especie de cava, situada a ras

    del río y cuyo piso se apoyaba sobre las

    estacas mismas. Desde tiempo inmemorial

    maese Zacarías sólo salía a las horas de las

    comidas y cuando iba a regular los diferentes

    relojes de la ciudad. Pasaba el resto del

    tiempo junto a un banco cubierto por

    numerosos instrumentos de relojería, que en

    su mayor parte él mismo había inventado.

    Porque era un hombre hábil. Sus obras se

    admiraban en toda Francia y Alemania. Los

    operarios más industriosos de Ginebra

    reconocían en voz alta su superioridad, y

    constituía un honor para aquella ciudad, que

    lo mostraba diciendo:

    -¡A él corresponde la gloria de haber

    inventado la rueda catalina!

    En efecto, de esta invención, que los

    trabajos de Zacarías hicieron comprender

    más tarde, data el nacimiento de la auténtica

    relojería.

    Y después de trabajar tan prolongada

    como maravillosamente, Zacarías volvía a

    colocar con lentitud las herramientas en su

    sitio, recubría con ligeros globos de cristal las

    finas piezas que acababa de ajustar y dejaba

    en reposo la activa rueda de su torno; luego

    levantaba una trampilla practicada en el suelo

    de su reducto, y allí, inclinado horas enteras

    mientras el Ródano se precipitaba con

    estrépito bajo sus ojos, se embriagaba con

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