Maese Zacarías
Por Julio Verne
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Julio Verne
Julio Verne (Nantes, 1828 - Amiens, 1905). Nuestro autor manifestó desde niño su pasión por los viajes y la aventura: se dice que ya a los 11 años intentó embarcarse rumbo a las Indias solo porque quería comprar un collar para su prima. Y lo cierto es que se dedicó a la literatura desde muy pronto. Sus obras, muchas de las cuales se publicaban por entregas en los periódicos, alcanzaron éxito enseguida y su popularidad le permitió hacer de su pasión, su profesión. Sus títulos más famosos son Viaje al centro de la Tierra (1865), Veinte mil leguas de viaje submarino (1869), La vuelta al mundo en ochenta días (1873) y Viajes extraordinarios (1863-1905). Gracias a personajes como el Capitán Nemo y vehículos futuristas como el submarino Nautilus, también ha sido considerado uno de los padres de la ciencia ficción. Verne viajó por los mares del Norte, el Mediterráneo y las islas del Atlántico, lo que le permitió visitar la mayor parte de los lugares que describían sus libros. Hoy es el segundo autor más traducido del mundo y fue condecorado con la Legión de Honor por sus aportaciones a la educación y a la ciencia.
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Maese Zacarías - Julio Verne
V
Capítulo I
Una noche de invierno
La ciudad de Ginebra está situada en la
punta occidental del lago al que ha dado o
debe su nombre. El Ródano, que la cruza a su
salida del lago, la divide en dos barrios
distintos, y se divide a su vez, en el centro de
la ciudad, por una isla que se alza entre sus
dos orillas. Esta disposición topográfica se
reproduce con frecuencia en los grandes
centros comerciales o industriales. Sin duda,
los primeros habitantes quedaron seducidos
por las facilidades de transporte que les
ofrecían los brazos rápidos de los ríos, "esos
caminos que andan solos", según la frase de
Pascual. Con el Ródano, son caminos que
corren.
En la época en que todavía no se alzaban
sobre esa isla, anclada como una goleta
holandesa en medio del río, construcciones
nuevas y regulares, la maravillosa agrupación
de casas montadas unas sobre otras ofrecía a
los ojos una confusión llena de encantos. La
escasa extensión de la isla había obligado a
varias de esas construcciones a encaramarse
sobre estacas, colocadas en desorden en las
rudas corrientes del Ródano. Esos gruesos
maderos, ennegrecidos por el tiempo,
carcomidos por las aguas, se parecían a las
patas de un cangrejo inmenso y producían un
efecto fantástico. Algunas redes amarillentas,
auténticas telas de araña tendidas en el seno
de aquella construcción secular, se agitaban a
la sombra como si fueran el follaje de
aquellos viejos bosques de robles, y el río,
abismándose en medio de aquel bosque de
estacas, espumeaba con lúgubres mugidos.
Una de las viviendas de la isla sorprendía
por su carácter de extraña vetustez. Era la
casa del viejo relojero maese Zacarías, de su
hija Gérande, de Aubert Thun, su aprendiz, y
de su vieja sirvienta Escolástica.
¡Qué hombre tan extraordinario era
Zacarías! ¡Su edad parecía indescifrable!
Ninguno de los más viejos de Ginebra habría
podido decir hacía cuánto tiempo su cabeza
enjuta y puntiaguda se bamboleaba sobre sus
hombros, ni qué día se le vio caminar por
primera vez por las calles de la ciudad
dejando flotar al viento su larga cabellera
blanca. Aquel hombre no vivía, oscilaba como
la péndola de sus relojes. Su cara, flaca y
cadavérica, tenía tintes sombríos. Como los
cuadros de Leonardo da Vinci, tiraba a negro.
Gérande ocupaba el cuarto más hermoso
de la vieja casa, desde donde su mirada iba a
posarse melancólicamente, por una estrecha
ventana, sobre las cimas nivosas del Jura;
pero el dormitorio y el taller del viejo
ocupaban una especie de cava, situada a ras
del río y cuyo piso se apoyaba sobre las
estacas mismas. Desde tiempo inmemorial
maese Zacarías sólo salía a las horas de las
comidas y cuando iba a regular los diferentes
relojes de la ciudad. Pasaba el resto del
tiempo junto a un banco cubierto por
numerosos instrumentos de relojería, que en
su mayor parte él mismo había inventado.
Porque era un hombre hábil. Sus obras se
admiraban en toda Francia y Alemania. Los
operarios más industriosos de Ginebra
reconocían en voz alta su superioridad, y
constituía un honor para aquella ciudad, que
lo mostraba diciendo:
-¡A él corresponde la gloria de haber
inventado la rueda catalina!
En efecto, de esta invención, que los
trabajos de Zacarías hicieron comprender
más tarde, data el nacimiento de la auténtica
relojería.
Y después de trabajar tan prolongada
como maravillosamente, Zacarías volvía a
colocar con lentitud las herramientas en su
sitio, recubría con ligeros globos de cristal las
finas piezas que acababa de ajustar y dejaba
en reposo la activa rueda de su torno; luego
levantaba una trampilla practicada en el suelo
de su reducto, y allí, inclinado horas enteras
mientras el Ródano se precipitaba con
estrépito bajo sus ojos, se embriagaba con