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El siglo del liberalismo Evolución geopolítica mundial (1820-1918)
El siglo del liberalismo Evolución geopolítica mundial (1820-1918)
El siglo del liberalismo Evolución geopolítica mundial (1820-1918)
Libro electrónico583 páginas10 horas

El siglo del liberalismo Evolución geopolítica mundial (1820-1918)

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El siglo del liberalismo, titulado originalmente Warldhistoria, folskens liv och kultur , fue publicado en la década de 1940 en Noruega, luego traducido a español por Carlos Barbeito y Enrique Ortega y reimpreso en 2018 con el subtítulo Evolución Geopolítica Mundial (1820-1918), es un estudio de análisis geoestratégico, alrededor de trascendentales hechos históricos que transformaron la humanidad durante este lapso.
A lo largo del texto quedan claras las divergencias ideológicas irreconciliables entre el absolutismo y el liberalismo, la rápida unificación de los Estados alemanes, el fortalecimiento del imperio austro-húngaro, el error geopolítico e histórico de enviar a Maximiliano como emperador de México, las intrigas y componendas de las cortes reales surgidas a partir de la Santa Alianza, o la incidencia de las revoluciones hispanoamericanas en las relaciones de poder en Europa.
Asimismo analiza la incidencia de la época victoriana desde Londres hacia sus colonias, el resurgimiento del imperio francés con la ambición de Luis Napoleón Bonaparte o Napoleón III, las consecuencias geopolíticas de la guerra de Crimea; la unificación de Italia y la obra político-estratégica de Giuseppe Garibaldi y el rey Victor Manuel II.
A renglón seguido analiza el influjo de la mentalidad geopolítica prusiana en el imperio alemán merced a la ascensión a la cancillería primero de Otto de Bismarck y luego del príncipe de Bülow, visión internacional que despúes de la guerra franco-prusiana de 1871 abrió el camino a los geógrafos alemanes que previeron el espacio vital del Estado, causa y razón de las dos grandes guerras del siglo XX, la estructuración científica de la guerra y la defensa nacional.
En otro capítulo analiza las consecuencias geopolíticas y geoestratégicas en el desarrollo de la guerra de secesión en la Unión Americana durante el gobierno de Abraham Lincoln, y luego enfatiza la visión estratégica de Estados Unidos en la guerra contra España en 1818.
Finalmente la obra describe y analiza todos los problemas políticos, geopolíticos, culturales y sociales que ocurrieron en el continente europeo después de la guerra franco-prusiana hasta 1914 cuando se desencadenó la sangrienta primera guerra mundial, como consecuencia del asesinato del archiduque Francisco Fernando en Sarajevo y una serie de conjeturas geopolíticas comprometieron a los imperios centrales de Alemania, Austria y Turquía en un feroz enfrentamiento, cuya voracidad se extendió pronto a los cinco continentes.
Para estudiosos de estos temas y lectores interesados en identificar realidades políticas internacionales que han incidido en la evolución de los pueblos, este libro es uno de los más claros ejemplos de la interconexión de la historia con la geopolítica. No puede faltar en su biblioteca.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 nov 2018
ISBN9780463996881
El siglo del liberalismo Evolución geopolítica mundial (1820-1918)
Autor

P. A. Nordstedt

Editorial de Noruega que durante las primeras décadas del siglo XX publicó libros de historia universal, geografía internacional, geopolítica, diplomacia y relaciones internacionales.

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    El siglo del liberalismo Evolución geopolítica mundial (1820-1918) - P. A. Nordstedt

    El siglo del liberalismo,

    Título Original: Warldhistoria, folskens liv och kultur

    P. A. Nordstedt,

    Traducción C Barbeito y Enrique Ortega,

    Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni en todo ni en sus partes, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio sea mecánico, foto-químico, electrónico, magnético, electro-óptico, por reprografía, fotocopia, video, audio, o por cualquier otro medio sin el permiso previo por escrito otorgado por la editorial.

    ISBN: 9780463996881

    Smashwords Inc.

    El siglo del liberalismo

    Absolutismo y liberalismo

    Los Estados alemanes

    Inglaterra victoriana

    El II Imperio

    Luis Napoleón Bonaparte

    La unidad italiana

    El proceso de unificación

    La Europa de Bismarck

    Prusia y la Confederación

    Errores y peligros

    La guerra de secesión americana

    Divergencias en los Estados Unidos

    La era del colonialismo

    El bagaje del hombre blanco

    Problemas europeos

    Bismarck sigue gobernando

    Europa en el crisol

    La república en marcha

    De Fachoda a Sarajevo

    La querencia de África

    Índice cronológico

    Absolutismo y Liberalismo

    Los estados alemanes. Alemania en 1848

    Desde el Congreso de Viena, la llamada Santa Alianza trató en vano de implantar un sucedáneo del antiguo régimen absolutista, porque ya no eran posibles las restauraciones permanentes. En 1830, la burguesía francesa derribó para siempre a los Borbones y proclamó un rey burgués, Luis Felipe —«la mejor de las repúblicas», como dijo La Fayette—, mientras otros pueblos europeos se agitaban simultáneamente en luchas por la libertad política o nacional.

    El liberalismo fue cristalizando muy lentamente en Europa, aunque apenas en la Península Ibérica por carecer los españoles y portugueses de una auténtica burguesía; en Inglaterra, la revolución industrial siguió su camino evolutivo; otros pueblos, como Grecia, Bélgica y los países hispanoamericanos, lograron su independencia nacional, y otros, como Polonia y Hungría, se vieron subyugados por sus inmediatos y vecinos imperios rectores. Dos países de territorios fragmentados —Italia y Alemania— se esforzaron en lograr a lo largo del siglo xix su unidad nacional, que consiguieron en 1870, un año hito de la historia europea.

    La aparición de nuevas ideas, de carácter socialista, habían promovido en Francia otra revolución, la del año 1848, si bien el auténtico socialismo empezó a abrirse paso a partir de esta misma fecha. Pero dicha revolución francesa, que estableció una segunda república sumamente efímera, había de desembocar al fin en el espectacular y no demasiado prolongado segundo imperio, el de Napoleón III, con un régimen fugaz, cargado de nostalgias.

    En el año 1848, los europeos liberales creyeron que se iniciaba una «primavera de los pueblos»; la génesis y desarrollo de los acontecimientos adquirió en algunos países un carácter muy complejo, particularmente en Alemania.

    David Federico Strauss, un teólogo radical a quien un escandaloso libro, Das Lebenfesu le costaría la cátedra, se estableció en Heilbronn para escribir, entre otras obras, la referente al pensador Ulrico de Hutten que durante las luchas de reforma defendió la libertad. Este influjo de Hutten aparece de nuevo en la carta que Strauss escribió el 29 de febrero de 1848, al enterarse de la caída de Luis Felipe:

    "¡Qué época se inaugura hoy! En mi opinión, ganaremos con ella, aunque de todos modos en las revoluciones nunca tenemos nada que perder. La noche siguiente a la llegada de esta gran noticia, me desperté varias veces y no hacía más que pensar en el acontecimiento. De momento, me angustiaba pensando que todo aquello podía ser sólo un sueño; luego me esforcé en despertarme del todo y volver a la realidad. Lo cierto es que nuestras más hondas esperanzas se realizan hoy".

    En 1848 la mayor parte de los países alemanes participaban de la misma opinión. Si la Francia de Luis Felipe «se aburría» al no poder decir nada, la mayoría de los alemanes estaban hartos del género de vida que se implantara después de su gran guerra de liberación. En Prusia, sobre todo, existía el sentimiento de que el gobierno había escamoteado a sus súbditos la legítima recompensa que merecía su bravura y todos aspiraban a lograr los mismos derechos sociales que otros pueblos occidentales.

    Los alemanes exigían una patria y estructuras políticas libres, parlamentarias, se rebelaban contra el absolutismo real y la opresión, rechazaban la monarquía de derecho divino y protestaban contra la despiadada persecución de sus compatriotas sospechosos de opiniones radicales, como Félix Reuter, entre otros muchos, profeta de la unidad, futuro autor de La vida del país. Los alemanes se rebelaron contra el persistente feudalismo que confería todos los derechos a los grandes señores y terratenientes, querían abolir la censura y la opresión del pensamiento, de la libre expresión, y otros tantos atentados contra la libertad nacional y personal.

    La revolución industrial alemana

    A mediados de siglo, Carlos Marx había pronosticado la resurrección del pueblo alemán, a la sazón en pleno marasmo, y que sería precedida por el canto del gallo francés, profecía que se cumplió en parte. La revolución de París en febrero fue como una señal de ataque para quienes ansiaban la liberación de Alemania; la caída de Luis Felipe, el «rey burgués», considerado en

    Europa como el más liberal de los monarcas, causó profunda impresión al otro lado del Rin, pero ello no impedía que el movimiento de liberación se hubiera preparado en Alemania desde mucho tiempo atrás, si no en la práctica, al menos ideológicamente. Alemania vivía en la esperanza y a la expectativa de que se presentara ocasión de lanzarse a la lucha.

    En enero de 1848, un alto dignatario de una pequeña corte alemana escribía: «Creo que vivimos el momento preciso en que el telón va a caer. Las ideas de ayer pierden o van a perder categoría. Ignoro lo que va a ocurrir, pero preveo una catástrofe.»

    Thomas Mann sitúa en 1835 los comienzos de su novela Buddenbrook. Una sociedad elegante y selecta charla sobre política en una casa patricia de la Mengstrasse de Lübeck; el cónsul Buddenbrook elogia el constitucionalismo trances y su actitud benevolente hacia los ideales prácticos de la nueva época. El viejo Johann Buddenbrook, típico representante del siglo XVIII, que se niega incluso a cambiar el calzón corto y las medias por el pantalón, exclama en su mejor dialecto bajo-alemán:

    «Las ideas prácticas: ¡no sé qué es eso! Hoy día existen escuelas técnicas y escuelas comerciales; los liceos y la educación clásica se consideran tonterías y nadie piensa más que en las minas, la industria, el dinero... ¡Muy bonito todo eso! Pero a la larga, demasiado simple».

    Johann Buddenbrook, a quien su muerte inminente evitaría el espectáculo de nuevos disturbios y cambios, aborda uno de los problemas más importantes a la sazón: el de la industrialización de Alemania, cuyos comienzos son muy sensibles en 1848 y sus progresos aún más rápidos.

    En los decenios siguientes a la contienda anti-napoleónica, se inició la explotación en gran escala de las minas hulleras del Ruhr. Los yacimientos eran muy ricos y surgió la industria siderúrgica de la Alemania occidental. Con anterioridad a 1820, estaban sólidamente asentadas las bases para el éxito espectacular de la empresa Krupp.

    Las fábricas de tejidos se desarrollaron igualmente y toda la aparatosidad de la vida económica moderna, con sus bancos, sociedades anónimas y grandes empresas, comenzaba a elaborarse. En 1825 se inauguraba el primer ferrocarril inglés entre Stockton y Darlington y seis años más tarde la línea Liverpool-Manchester. La primera línea férrea del continente fue construida en 1835 entre Bruselas y Malinas y, en el mismo año, Alemania entraba igualmente en el «club ferroviario».

    El nuevo medio de transporte se implantó rápidamente en varios de los estados en que a la sazón estaba dividida Alemania, y en 1848 los alemanes vivían la transición «de la diligencia al ferrocarril, de la apacible campiña con sus campesinos y las pequeñas ciudades con sus burgueses, al tumultuoso mundo fabril y de las masas populares».

    El estado industrial moderno estaba a punto de nacer, aunque todavía Alemania seguía siendo un país preponderantemente agrícola; los dos tercios de su población trabajaban en el campo y la clase obrera no había tenido aún ocasión de desarrollarse.

    Alemania contaba evidentemente con proletarios, pero sin proletariado organizado ni conciencia de clase; los proletarios de las ciudades eran, por lo general, antiguos artesanos y miembros de los gremios, arruinados por la nueva industria maquinista y obligados a trabajar en las fábricas, y en cuanto a los obreros agrícolas tampoco estaban mejor organizados. Conviene señalar que en la revolución alemana de 1848 no aparece huella alguna de movimiento obrero en el moderno sentido de la expresión:

    «Cuando empezó la lucha en las calles, el trabajador militaba en las filas de la burguesía radical; no conocía aún la lucha de clases y hacía causa común con el artesano. La protesta obrerista se orientaba más bien contra la fábrica que contra el empresario, odiaba las máquinas más que al capitalismo.»

    La aristocracia gobernante y la oposición burguesa

    Hasta 1848 Alemania fue dominada por la nobleza cortesana y los políticos terratenientes, de tendencias eminentemente conservadoras. Estos caballeros o señores de Alemania occidental no se sentían unidos en espíritu a Europa y ni siquiera al resto de Alemania. Se trataba, por lo común, de un tipo de hombre provinciano, afecto a uno de tantos estados, grandes o pequeños, en el que ejercía funciones públicas o militares, o hacía cultivar sus tierras.

    La idea de la unidad alemana se consideraba revolucionaria en vez de patriótica, y como una reivindicación opuesta a las tradiciones históricas de Alemania. Se proferían sarcasmos acerca del «charlatanismo alemán», expresión debida precisamente a un joven Junker(1) prusiano que ingresó en la vida política hacia 1845, Otto von Bismarck, señor de Schonhausen.

    (1) Junker, en alemán, es el equivalente al caballero o hidalgo español.

    Sin embargo, había excepciones y algunos nobles practicaban una filosofía totalmente diferente, más libre, generosa y de mayor responsabilidad nacional, y a tal respecto puede recordarse una frase del barón Von Vincke, que desempeñó notable papel en aquellas controversias revolucionarias:

    «El pueblo prusiano debe demostrar a Europa su valentía, fidelidad y decisión a mantener el derecho y defender sus derechos.» Von Vincke aludía también al «campo» que sus antepasados cultivaran durante siglos y donde esperaba hallar su último reposo. En su opinión, el primer deber de Prusia era fundar su vida política en el derecho.

    Tal era igualmente la opinión de la clase media, de la burguesía, auténtico núcleo de la sociedad alemana. La clase media se hallaba entonces en un estado de transición. Una nueva clase social surgía de la antigua categoría de artesanos y tenderos: el tipo emprendedor de los grandes industriales y fabricantes, cuya influencia social siempre en aumento abrió a esta aristocracia del dinero el camino del poder político.

    La nueva clase se hallaba convencida de que el arcaico estado burocrático, es decir, la autocracia prusiana, jamás podría resolver los nuevos problemas sociales nacidos de la creciente industrialización. Aunque se trataba de capitalistas intransigentes, comprendían que el terror policíaco era inadecuado e impotente para solucionar los problemas obreros que se planteaban.

    La nueva clase capitalista exigía la unidad alemana y el establecimiento de una representación nacional, ya que gracias a ella los súbditos, al menos los adinerados, se convertirían en ciudadanos responsables e interesados en el gobierno del país.

    Este frente común de comerciantes e industriales contra la autocracia se desarrolló especialmente en las regiones renanas, que estaban dispuestas a participar en la revolución inminente y en la lucha contra los «doce mil dominios señoriales». Más esencial e importante fue aún el papel desempeñado por otro sector de la oposición burguesa, los profesores y dirigentes de la juventud universitaria, llamados los burschenschaften por figurar entre ellos los teóricos de la revolución nacional, la unificación alemana, la patria común y la libre constitución.

    En primera posición militaba el historiador Friedrich Dallmann, cuya vigorosa actuación nacionalista le hizo perder su cátedra de Gotinga y que en 1845 hubo de buscar refugio en la universidad de Bonn. Investigador y publicista, educador de la juventud y político patriota, Friedrich Dallmann contribuyó en gran manera a informar a Alemania de los movimientos liberales del occidente europeo.

    Al mediar el siglo, escribió ampliamente sobre la revolución inglesa de 1688-1689 y de la francesa de 1789, trazando un paralelo elocuente entre la Francia anterior a la revolución y la Alemania de su época. Los Junkers consideraban a la revolución francesa como una especie de pecado original que había provocado la cólera divina sobre la Europa occidental y expulsado a los nobles alemanes de sus paraísos feudales; y en su opinión, el historiador profeta Friedrich Dallmann «cometía un crimen contra el espíritu y las altísimas y heroicas hazañas de la historia alemana».

    El Zollverein o unión aduanera

    Una medida de suma importancia para el movimiento de unificación alemana se adoptó con anterioridad a 1848, y fue el establecimiento del Deutsch Zollverein o unión aduanera alemana; de hecho, obra de los funcionarios prusianos lograda a pesar de todas las dificultades existentes. Cuando la industrialización quedó sólidamente implantada y mejoraron las condiciones económicas, Prusia se halló ante un problema urgente: la dispersión de sus territorios exigía la supresión en territorio alemán de los derechos aduaneros interiores.

    Tan necesaria medida no tardó en ser puesta en práctica; hacia 1834, la mayoría de países germánicos fueron invitados a suscribir el Zollverein, a excepción de Austria, cuyos intereses al respecto eran diametralmente opuestos a los de Prusia. Por supuesto, en opinión del príncipe de Metternich, que pretendía representar siempre el papel de oráculo de los estados germánicos, aquella unión o Zollverein era una insidiosa tentativa para «jacobinizar» a toda Alemania; en cambio, el ministro de Hacienda de Prusia tenía, evidentemente, opinión muy distinta, y consideraba el Zollverein como un paso decisivo para lograr «una Alemania unida, fuerte en el interior y en el exterior, bajo la dirección y protección de Prusia», objetivo que se logró al fin.

    La influencia beneficiosa de la unión aduanera se dejó sentir muy pronto, al ofrendar oportunidades para que pudieran maniobrar las nuevas fuerzas económicas. Con la baja de precios subsiguiente a la supresión de las barreras aduaneras en los países germánicos, Alemania se halló más capacitada para concurrir a los mercados internacionales, y ello era exactamente lo previsto por el padre espiritual y teórico del Zollverein, el economista Federico List, «quizá el único alemán de su época que se situaba a nivel internacional».

    En su obra sobre la revolución de 1848 a 1849, el historiador alemán Geit Valentín describe a List en estos términos: «un hombre sin cargos oficiales, pero que ejerce poderoso influjo nacional e internacional, filósofo, organizador, y hombre de polémica y de propaganda». Su discurso de Viena, que se haría famoso, nos muestra el entusiasmo y la auténtica fe de Federico List en una Alemania unida:

    «Alemania, que en artes, ciencias y literatura ocupa uno de los primeros lugares en la humanidad y que por sus riquezas naturales, el talento de sus hijos y la inteligencia de su política comercial, está predestinada a convertirse en el país más rico del continente europeo, también por su unidad y su evolución interna será un día la mejor garantía de la unidad europea: ¡Viva la unidad alemana!».

    Pero Federico List no poseía suficiente poder para decidir por si mismo el rumbo que seguiría Alemania. Las decepciones, las contrariedades e incluso la desconfianza de algunos adeptos, parecían dar la razón a quienes dudaban de que sus esfuerzos sirvieran de algo. Federico List se suicidó en 1846.

    Federico Guillermo IV de Prusia

    Desde 1840, Prusia era regida por Federico Guillermo IV, que, al estallar la revolución, alcanzaría más notoriedad que los demás jefes de estado alemanes. Quizá Federico Guillermo fue el más excéntrico de todos los monarcas prusianos, aunque la mayoría de sus contemporáneos le consideraba encantador; así, la reina Victoria decía de él que era «sumamente amable, amistoso y cordial, rebosante de buenas intenciones, de carácter natural y sincero», y Leopoldo de Bélgica confesaba que «era sensible a su simpatía». Con todo, el juicio que se formó de él la posteridad sería muy distinto.

    Sin duda, Federico Guillermo IV era hombre de excelentes cualidades, artista por temperamento, brillante orador y buen estilista; dibujaba bien y sentía preferencia por los temas románticos. En el ejercicio de la potestad regia, Federico Guillermo se mostraba embargado por los más elevados ideales: deseaba el bienestar de su pueblo y ardía de impaciencia por realizar hazañas que le proporcionaran éxito y fama.

    Su más caro deseo era el de imprimir su sello y su carácter en la época en que vivía, y aunque comprendiera la inminencia de acontecimientos decisivos para la historia de su patria y del pueblo alemán, por desgracia el monarca prusiano no podía considerar la situación con realismo y de modo objetivo; encerrado en ensoñaciones y fantasías, lo veía todo deformado por su prisma romántico y vivía un pasado medieval, cuando el Sacro Imperio fuera modelo de perfección.

    Con la herencia imperial que Federico Guillermo IV jurara mantener, figuraba además «la monarquía de derecho divino». Después de su coronación, profundamente convencido el monarca de que era el ungido del Señor, se hallaba también persuadido de que los reyes eran los únicos que podían saber y entender en los arcanos de la política, y encastillado así en sus supuestas facultades superiores, creía que era un deber sagrado reinar a su antojo sin consultar con nadie, ni recibir influencia alguna. Esta ausencia total de la realidad y su honda fe en el gobierno de esencia divina explican la pésima política de Federico Guillermo IV en 1848-1849.

    Cada vez con mayor energía, los prusianos exigían la participación en el gobierno y un sistema constitucional, pero el soberano de Prusia no quería oír hablar de ello. Detestaba profundamente el liberalismo occidental europeo y sobre todo su principio de la representación nacional, que regulaba claramente los derechos y deberes recíprocos de gobernantes y gobernados.

    En carta dirigida a Carlos Marx, a principios de marzo de 1848, Federico Engels describía con acritud al monarca prusiano:

    «Si solamente Federico Guillermo pretende oponerse a la Historia como hizo hasta ahora, entonces todo está ganado y la revolución alemana es un hecho decidido antes de pocos meses. Si quiere seguir aferrado a su sistema feudal, la cosa será difícil, pero sólo el diablo sabe de lo que es capaz este caprichoso imbécil si se le mete algo en la cabeza».

    Luis I de Baviera

    De los demás soberanos alemanes de aquella época sólo uno de ellos merece cierta atención: Luis I de Baviera.

    Baviera se mostraba muy ufana de su germanismo y se sentía mucho más alemana que Prusia y Austria, y aunque no desempeñaba apenas papel político, figuraba en primera línea en cuanto a evolución cultural; ello y el entusiasmo y dinamismo de su rey Luis I, que empezó a reinar en 1825, la colocaron al frente del movimiento artístico e intelectual del mundo germánico.

    Luis I reinaba en uno de los escasos países alemanes que disfrutaban de una constitución que prescribía, aunque en términos bastante vagos, la existencia de una representación nacional de competencia muy limitada. El monarca no se molestó en abolir la constitución bávara, pero se permitió interpretarla a su manera, con una interpretación muy personal que dejaba la ley política fundamental completamente al margen.

    El rey pudo obrar de este modo gracias a que gozaba de una extremada popularidad y, aunque los impuestos eran algo más crecidos, nadie protestaba por estar el pueblo de acuerdo con el empleo efectivo de tanto dinero.

    El rey ambicionaba situar a Baviera en el primer lugar de la cultura alemana, y que la renovación de las artes alemanas partiera de Münich; se rodeaba de artistas, les otorgaba apoyo material y servía de crítico constructivo, haciéndoles decorar los espléndidos monumentos que erigía con entusiasmo, en su anhelo de hacer de Münich, hasta entonces simple ciudad provinciana, una gran capital digna de compararse con Berlín y con Viena. No contento con celebrar brillantes fiestas, el rey Luis, además, era su principal animador; sus aficiones artísticas, su jovialidad y dinamismo le granjearon el afecto de los bávaros.

    País de las artes, Baviera era también el más firme baluarte del catolicismo. Con todo, la iglesia católica en Baviera, tanto el bajo clero como las jerarquías, era bastante progresista, aunque los católicos ultramontanos, partidarios del poder absoluto del papa y del mayor rigorismo en el dogma, habían reafirmado sus posiciones y su influjo en la opinión pública era cada vez mayor.

    Aumentaba la intolerancia y el clero progresista sobrevivía a duras penas, pese a sus esfuerzos por imponerse. Liberalismo y protestantismo eran hostigados con idéntico encarnizamiento, y los profesores sospechosos de inconformismo eran, perseguidos o destituidos de sus cátedras, la prensa sufría una asfixiante censura, el derecho de asociación estaba limitado y en numerosos casos era suprimido por orden del gobierno.

    Aparece Lola Montes

    El rey era devoto a su manera, ya que necesitaba de las bendiciones de la iglesia; su confesor le parecía un hombre indispensable, y como dicho confesor odiaba el liberalismo, Luis no ofreció el menor obstáculo a la expansión y triunfo de los integristas y ultramontanos, que favorecían su política y el orden en el país. Pero un día apareció en Münich un inesperado personaje, una bellísima danzarina, Lola Montes, que trastornó el curso de los acontecimientos.

    Esta mujer era de una belleza sorprendente y excepcional: cabellos negrísimos, tez morena y silueta sugestiva y encantadora. Era hija natural de un capitán escocés y de una criolla, y su nombre no era el de Lola Montes, como se hacía llamar, sino Betty Watson; casada con un oficial inglés, había acompañado a su marido a la India, pero le abandonó pronto, cansada de la vida colonial.

    Decidió convertirse en «bailarina española» y en calidad de tal debutó en un teatro de Londres, y luego en Berlín. Varsovia y París, alcanzando numerosos éxitos, casi siempre seguidos de ruidosos escándalos, por lo que iba siendo expulsada de todas partes. Cuando llegó a Münich en 1845, Lola Montes apenas tenía ya más reputación que perder.

    Después de algunos forcejeos, Lola consiguió una audiencia del monarca, quien quedó hechizado por ella y la colmó de obsequios, dinero, joyas, ricas pieles, palacios, embriagadoras orgías e incluso le otorgó el título de condesa de Lansfeld. Se la veía por doquier del brazo del soberano; este amancebamiento no fue considerado chocante por los discretos y mundanos muniqueses, sino perfectamente natural.

    La situación cambió cuando Lola empezó a interesarse por la política; la «bailarina española» era inteligente, ambiciosa y liberal doctrinaria, cuyo sueño fue convertir a Baviera en el núcleo liberal y democrático de Alemania. Declaró la guerra a jesuítas y «filisteos», a conservadores y absolutistas, y esto no le fue perdonado jamás.

    En septiembre de 1847, Leiningen, uno de los políticos bávaros más influyentes, afirmaba que «el régimen de Lola Montes» arrastraría al país a la insurrección y posiblemente incluso a la revolución. La oposición a la favorita no cesaba de aumentar; en febrero de 1848 las manifestaciones estudiantiles adquirieron en Münich un cariz amenazador y se exigía que Lola fuera sacrificada en aras de la paz del reino.

    La bailarina huyó a Suiza lo más de prisa que pudo, pero las consecuencias de su actuación eran irreparables; el monarca antaño tan popular se había comprometido demasiado en las audacias de la favorita y esto le hizo perder el respeto de su pueblo. Sus días en el trono estaban contados, la difícil posición en que se colocara le imposibilitaba de toda defensa, y nada pudo contra la ola revolucionaria que sacudió a Alemania un mes después de la partida de Lola Montes.

    La dieta nacional prusiana

    En febrero de 1847, Federico Guillermo IV de Prusia decidió convocar una Dieta nacional, es decir, una asamblea de las Dietas provinciales ya existentes, a las que unió como medida de seguridad la Herrencuria, o sea una asamblea de señores integrada por los príncipes de la casa real y la nobleza de más rancia estirpe. En Prusia se recibió la noticia con cierta esperanza, y en el extranjero con profundo interés.

    La Dieta nacional se reunió en abril de 1847 y Federico Guillermo pronunció en ella un discurso; existía —según él— una relación natural entre príncipe y pueblo, pero en cuanto a él, no permitiría jamás que tal relación condujera a unas relaciones constitucionales, ya que si hubiera sospechado por un momento que las dietas pretendían asumir el papel de una representación nacional, jamás las hubiera convocado. A continuación. Federico Guillermo habló extensamente sobre el poder real, la misión que el Todopoderoso le había confiado y que sólo él en el mundo podía cumplir.

    La dieta nacional prusiana de 1847 fue cualquier cosa excepto un éxito. Los dos principales partidos entablaron en ella un destacado combate de vanguardia inspirando al barón Von Vincke sus memorables palabras sobre el derecho, la justicia y la grandiosa misión histórica de Prusia: «el espíritu de las guerras de liberación sobrevivía en aquel hombre».

    El monarca no había tenido la menor intención de convocar al pueblo: sin embargo, el pueblo estaba allí presente y hablaba por boca de un hombre tan representativo como Von Vincke. Precisamente en aquella Dieta nacional prusiana, el joven Otto von Bismarck manejó sus primeras armas políticas; extremista del bando conservador, dirigió violentos ataques al barón Von Vincke y a sus partidarios.

    La dieta fue disuelta con un discurso de clausura en que el monarca adoptó aires profetices y patriarcales, pero los resultados tangibles fueron insignificantes; a cualquier insinuación de libertad política, la corte oponía barreras infranqueables, y al fin los diputados abandonaron Berlín, convencidos de que era indispensable una ofensiva más enérgica para que la monarquía tuviera una visión más sana y real de la situación y poder tratar con ello.

    Ignoraban cuándo serían convocados de nuevo e incluso si tal reunión tendría efecto alguna vez. La oposición había solicitado del rey que convocara la dieta periódicamente, pero no recibió respuesta alguna de Federico Guillermo, que prefirió encastillarse en sus delirios medievales con un suspiro de alivio.

    El Imperio de los Habsburgo

    El sistema Metternich

    En Austria nada ocurría entretanto. Metternich confesó más tarde que allí no se necesitaba gobernar, sino dejar las cosas siempre en el mismo estado, en puro inmovilismo. Toda la política de las autoridades austríacas consistía en mantener una invariable política autoritaria que consintiera las menos reformas posibles, régimen obra de Metternich: un poderoso estado imperial y absolutista creado por él, «corazón de la Europa anti-revolucionaria» que «se elevaba muy por encima de Alemania, Italia y el mundo eslavo, y que se mostraba firmemente decidido a mantener a Francia a raya y a no tolerar ninguna medida que condujera a acrecentar el poder de Prusia».

    El sistema consistía entre otras cosas en la organización de una confederación germánica que impidiera—y según Metternich era su principal misión— que cualquier estado inquieto o rebelde se levantara contra Austria. El estado austríaco incluía en su seno diversas nacionalidades, pero en el exterior debía actuar como un estado alemán: en resumen, que Austria debía dirigir la política de Alemania entera.

    En su aspecto externo, la creación de Metternich, sostenida por los recuerdos de un pasado glorioso, trataba de ser impresionante. El príncipe de Metternich procuraba aparecer siempre como un gran señor del siglo XVIII, de modales distinguidos, cínico, ingenioso y cáustico, afectando un aristocrático y profundo desprecio hacia el apasionado y renovador siglo xix.

    Clemente de Metternich jamás cambiaba de opinión y no comprendía el dinamismo, el progreso y valor de la nueva sociedad que alboreaba entonces. Más tarde, cuando abandonó definitivamente la escena política que dirigiera durante tanto tiempo, aún insistía afirmando:

    «De todo cuanto he hecho y dicho no tengo que suprimir una sola palabra». Hasta su muerte, Metternich se mantuvo tenaz en sus principios políticos, pero en 1848 el príncipe se vio atacado por todos los sectores de la sociedad europea, incluso en la propia corte austríaca.

    En el palacio imperial de Viena, la archiduquesa Sofía intrigaba sistemáticamente en contra suya, alegando que el gran canciller no era ya más que un anciano vuelto a la infancia y sordo por añadidura. Sofía estaba casada con el hermano menor del emperador Fernando I, el archiduque Francisco Carlos. En el Consejo de Estado, que intervenía en el gobierno por ser el emperador un infeliz retrasado mental, las críticas más acerbas se desencadenaban contra el anciano Metternich; por otra parte, Viena estaba indignada y no cesaba en sus ataques desaprobatorios de la política imperante; en Hungría, en Bohemia y en Italia aumentaba el descontento.

    Intransigencia absolutista

    Es obvio aclarar cuál era la actitud de Alemania en general, para la que el canciller austriaco era el opresor de los sentimientos más nobles y bellos de la generación joven, por insistir en mantener a toda costa la arcaica estructura del estado austríaco y cerrar en forma intransigente la ruta de su porvenir político.

    En cada región, en cada país donde se aspiraba a la libertad, fuese individual o nacional, el príncipe de Metternich era objeto de un odio feroz. Y, sin embargo, Viena era «la más amable de las ciudades alemanas» gracias a su corte, a su refinada aristocracia, a sus apuestos militares, con sus elegantísimos uniformes blancos, charreteras y plumajes, sus altivos y graves funcionarios, su música, sus teatros y cafés, su elegancia y su fino ingenio popular; con ello, en Viena había libertad para todo, excepto para hablar de política, tema extremadamente peligroso incluso como simple objeto de conversación.

    No obstante, a pesar de los innegables esfuerzos del gobierno, la libertad de palabra existía en cierto modo, pues todo el mundo estaba de acuerdo en maldecir al príncipe, a la imbecilidad del emperador y las directrices políticas del gobierno imperial. Tanto en cafés como en teatros, tertulias, oficinas y reboticas se criticaba despiadadamente al gobierno.

    En 1843 apareció en Hamburgo una obra titulada Austria y su futuro, publicación que nos ofrece una muestra de los asuntos que se discutían en la Viena de aquella época. Como principio, en aquel libelo se manifestaba que Austria nada tenía de estado nacional, por no ser más que un complejo conglomerado de naciones pronto a desintegrarse si no se adoptaban medidas drásticas y rápidas; acabando cuantos antes con la omnipotencia del valetudinario ministro, con la arcaica administración, rutinaria y formalista, por entero desprovista del sentido de la previsión y de idealismos, y de aquella burocracia sin alma.

    Estado y pueblo, en el imperio de los Habsburgo no constituían una unidad, sino, al contrario, el más vivo de los contrastes, y contra la burocracia ministerial y omnipotente no cabía otro recurso que la rebelión violenta, tanto de los miembros de la nobleza como de la burguesía.

    Tales eran los argumentos que se oían por doquier en Viena y en cualquier rincón de Austria: argumentos e ideas que aparecen en la obra literaria de Franz Grillparzer.

    Vienes y patriota, el poeta Grillparzer cantaba los ideales de la oposición en estrofas de arrebatadora melancolía. Mejor que nadie comprendía todo cuanto el régimen de Metternich tenía de trágico y desolador, multiplicando las protestas, cantando el amor a su país y la inminencia de la revolución:

    ¡Salve, Austria mía! Vivan tus nuevos caminos. Hoy, como siempre, mi corazón se conmueve cuando te hallo.

    Metternich, en opinión de Grillparzer, era un monstruo opresor que frenaba la evolución del país y consentía que el imperio se anquilosara, mientras otros países como Inglaterra y Francia, incluso la propia Prusia, se industrializaban a ritmo rápido. El canciller empobrecía a su patria y llegaba a comprometer la misma existencia de Austria.

    La oposición en la corte vienesa

    Desde 1835 figuraba al frente de la monarquía habsburguesa el emperador Fernando I, primogénito y sucesor de Francisco I, muy poco inteligente aunque bondadoso; en verdad, si Fernando no deseaba ningún mal a nadie, era por ser demasiado débil e indolente para desear alguna cosa. Gobernaba en forma puramente simbólica, incapaz de asumir la responsabilidad de una sola acción.

    El monarca padecía epilepsia y se hallaba incapacitado para el mando; era un enfermo que apenas sabía lo que pasaba en torno suyo, y, sin embargo, tenía en sus manos el destino de casi cuarenta millones de seres humanos.

    La emperatriz de Rusia quedó consternada el día que conoció al emperador austríaco: «Había oído hablar mucho de su cuerpecillo deforme, su enorme cabeza y su mirada errabunda y estúpida, pero la realidad supera todas las descripciones».

    En lugar de Fernando gobernaba el Consejo de Estado imperial, en el que Metternich era dueño y señor, si bien debe tenerse en cuenta también la presencia de la archiduquesa Sofía, mujer enérgica y enemiga de Metternich, a quien consideraba como el sepulturero de la monarquía de los Habsburgo.

    Además, el príncipe-ministro era muy capaz de borrar del número de los vivos a Francisco José, hijo preferido de la archiduquesa, para quien ésta ambicionaba el trono a la muerte del enfermo reinante, a quien intentaba casar Metternich, considerando que la imbecilidad y al epilepsia no presuponen Impotencia.

    Sofía reclamaba a través de su dócil marido un cambio radical de la política, apoyada por el conde Kolowrat, anciano noble que, aunque fuera enemigo declarado de la democracia, sabía que la política es el arte de lo posible y comprendía todo cuanto el emperador «no podía» y el canciller «no quería» comprender: que para subsistir era indispensable que la monarquía austríaca hiciera determinadas concesiones a las masas liberales.

    La oposición de la corte desempeñaría notable papel en los acontecimientos revolucionarlos que Iban a desarrollarse. Por supuesto, las Intrigas y críticas palaciegas no trascendían a la calle, ni a los liberales burgueses y obreros de tendencia más o menos radical, contra quienes no actuaba Kolowrat por razones tácticas.

    El descontento fermentaba sobre todo en la juventud estudiantil y en general entre los súbditos de Metternich que aspiraban a ser considerados ciudadanos y exigían la preferencia del talento sobre los privilegios de cuna o estirpe y una participación en el gobierno del país. De hecho, aquellos burgueses no eran en absoluto, revolucionarios, sino al contrario, excelentes patriotas.

    Acataban y proclamaban su lealtad a la majestad imperial austríaca, aunque estuviera representada por aquel infeliz ejemplar humano que era el soberano, y anhelaban la formación de una monarquía danubiana dominada por elementos germánicos, y predominante en toda Alemania, una estructura política constitucional, la libertad de prensa y una justicia digna de tal nombre. En cambio, a los elementos obreros les movía el odio atizado por su angustiosa situación económica, pero carecían de organismos y no conocían aún la Influencia de Marx, Engels o los socialistas franceses.

    Toda propaganda de tendencia Izquierdista e incluso liberal— acarreaba la pena de muerte en la Austria de Metternich, v por ello, al principio, la clase obrera se unió a la revolución burguesa y le sirvió de tropa de asalto; luego, ambas clases se separaron y cada una por su cuenta asumió la defensa de su propia causa.

    Oposición en Hungría y Bohemia

    El trono de los Habsburgo hubo de enfrentarse aún con otros problemas graves, los movimientos nacionalistas en algunas regiones: Bohemia, Italia y, sobre todo, Hungría.

    Hungría desempeñó un papel preponderante y personalísimo en la revolución, lo que nada tiene de sorprendente. La pretérita historia húngara servía de antecedente adecuado a los acontecimientos de 1848; Hungría era un reino independiente muy anterior a la Austria de los Habsburgo, y siglos antes Hungría disfrutaba de una constitución que limitaba de manera estricta el poder real, y fijaba los límites de los derechos del soberano y los de la nobleza, constitución que se hallaba aún en vigor, por ser la nobleza la dueña del país.

    Las estructuras políticas de Hungría eran netamente feudales: en los latifundios la situación de los campesinos era tan triste y miserable que hubo que ocuparse de este problema, evidente cuando se debatió otro problema palpitante, el político, es decir, el de los derechos legítimos de Hungría, sus relaciones con Austria y su posición en el seno del imperio de los Habsburgo.

    La corte de Viena consideraba a Hungría como una provincia austríaca, y los patriotas húngaros no ocultaban su descontento, ya que para ellos Hungría era un país aparte, uno de los más antiguos de Europa y más ricos en tradiciones históricas.

    Los húngaros no necesitaban reivindicar una constitución, que ya poseían de antiguo, y en ellos el constitucionalismo no se consideraba una innovación, aunque hubiera que revisarla y modernizarla para darle un carácter más liberal; además, querían ser ellos mismos quienes efectuaran tal reforma. Por supuesto, Metternich describía a Hungría como «la antecámara de la revolución y el primer fuego de su infierno».

    Los primeros síntomas de la revolución nacional surgieron en 1847, en un célebre discurso de un aristócrata húngaro, abogado y periodista, que se llamaba Luis Kossuth y alcanzaría en la historia húngara un lugar de primer orden. Kossuth sería el héroe de la revolución. Su discurso representó «una fervorosa exigencia de acabar con la política vienesa, encharcada en bastardos intereses familiares basados en la fuerza de los bayonetas».

    Austria —decía Kossuth— se encontraba ante una elección crucial: morir o renacer, ya que «del matadero vienes llega hasta nosotros un hedor insoportable». Los estados no pueden mantener su coherencia sino mediante la libre voluntad de los pueblos y no valiéndose da la burocracia y de la dictadura, y por tal razón Hungría debe recuperar su independencia total, obtener un gobierno propio y una Constitución libre.

    Para el canciller austríaco, la situación de Hungría era más delicada que las complicaciones que empezaban a aflorar en Bohemia, ante las que Metternich reaccionó con su estilo habitual; una frase suya muy elocuente resume toda su política: «¡Bohemia debe ser gobernada!», fórmula que no podía satisfacer ya a los interesados.

    Así, pues, otro movimiento nacionalista había surgido entre los checos, primeramente con carácter cultural, y más tarde político. Los checos eran un pueblo eslavo anexionado a la fuerza a la monarquía austríaca; de hecho, en el imperio los súbditos eslavos eran más numerosos que los germánicos, pero Viena reaccionó en este caso a la alemana y el último acto de este drama fue la rebelión declarada de los checos contra los intentos de germanización que trataban de imponerles.

    Comenzaron por rechazar el idioma alemán y a hablar sólo su propia lengua; después exigieron una ampliación de sus derechos y libertades. Por último, las reivindicaciones checas recibieron forma definitiva en una asamblea celebrada en Praga el 11 de marzo de 1848: derechos iguales para las dos nacionalidades coexistentes en Bohemia y representación nacional común para Bohemia, Moravia y Silesia. Es decir, el mismo pensamiento político de Luis Kossuth.

    El nacionalismo italiano

    «La liberación de Italia —decía lord Byron— es la poesía de la política. Una Italia libre. ¿Puede imaginarse objetivo más grandioso?»

    La frase data de 1821. Durante su estancia en los países mediterráneos, Byron se había iniciado en los problemas italianos. En otra ocasión escribía: «Estad seguros de que la suerte está echada. Por ello no oculto mi opinión acerca de los canallas alemanes o austríacos; no existe un solo italiano que los deteste más que yo».

    La Italia que tanto amaba Byron era en muchos aspectos un país atrasado, dividido, sumiso y servil. En el extremo sur, el reino de las Dos Sicilias reunía Nápoles y la isla siciliana bajo la despótica mano de Fernando II, pariente del emperador austríaco.

    Al norte de este territorio, los Estados Pontificios se extendían a todo lo ancho de la península, a las órdenes del papa Gregorio XVI, reaccionario y censor intransigente. En sus estados, las modernas invenciones, como el ferrocarril y el telégrafo, no existían. A intervalos periódicos, el papa organizaba persecuciones contra masones y conspiradores y los encarcelaba, desapareciendo a veces algunos de ellos sin dejar rastro.

    En el norte de la península los austríacos eran los dueños del país. Lombardía y Venecia eran posesiones imperiales gobernadas por un virrey austríaco, si bien de hecho estas regiones estaban directamente vigiladas desde Viena por el canciller imperial, que disponía de un excelente ejército de 70 000 hombres, acuartelados en cuatro ciudadelas poderosamente fortificadas, a las órdenes de un anciano militar, el mariscal de campo conde de Radetzky.

    Metternich trataba de convertir Lombardía y Venecia en puntos de apoyo para combatir la acción liberal europea y ex-tender la influencia austríaca a las provincias septentrionales de la península itálica, y si los italianos se rebelaban contra sus designios, el motín sería sofocado en el acto por la fuerza de las armas. En otras palabras, el gobierno vienes dejaba las manos libres a su ejército, a su policía y a sus innumerables espías, y de este modo el régimen austríaco en Italia se convirtió en un «permanente estado de sitio».

    Como era de esperar, los italianos se alzaron contra la opresión austríaca con todos los medios a su alcance; nada de extraño tenía que odiaran a los soldados extranjeros y a las autoridades de ocupación, quienes les trataban como a una raza inferior, como a indígenas de color, gesticulantes, grotescos, o como a bandoleros vulgares.

    Los italianos conspiraban contra los representantes de la ocupación austríaca, y apenas se les presentaba la ocasión atentaban contra ellos, con la consigna de «¡Abajo los bárbaros!». El problema más grave para los italianos era hallar la manera de expulsar a aquellos bárbaros y su solución permaneció largo tiempo en el dominio de la utopía y del sueño más o menos irrealizable.

    Mazzini, el idealista

    Entre los soñadores de la libertad italiana figuraba uno a quien las autoridades retrógradas consideraban como el más peligroso de aquellos patriotas. Giuseppe Mazzini, fundador de la sociedad Joven Italia y creador y animador de la ideología de los radicales italianos. Más tarde, cuando todo se hubo conseguido, e Italia fue un país libre, se diría de Mazzini que «sólo él estuvo velando mientras los demás dormían, y que fue el único en mantener el fuego sagrado».

    Mazzini hubo de huir de su patria y refugiarse en Inglaterra, y desde Londres, el inteligente revolucionario observaba con mayor seguridad e interés los acontecimientos, dirigiendo a sus hombres, que exponían de continuo sus vidas diseminando por toda Italia las ideas del maestro. En su manifiesto Joven Italia, publicado por Mazzini en 1831, afirmaba que la nueva Italia debía fundarse en los conceptos de independencia, unidad y libertad, expulsar a los austríacos y convertir la península en un estado libre y democrático.

    Mazzini siguió su programa con una inflexible fidelidad, siempre dispuesto a todos los sacrificios por lo que consideraba la justicia, el derecho y la verdad, ideales no sólo aplicables a Italia sino a todos los seres humanos.

    En el mundo liberal, en particular en Inglaterra, la labor de Mazzini halló eco favorable. Desde hacía muchos años, los políticos británicos consideraban a Italia como la cuna de una nueva política. Una joven inglesa llamada Florence Nightingale, que prometía un glorioso porvenir, y muchos de sus compatriotas, veían en el movimiento de liberación italiano no sólo un simple fenómeno político, sino una religión democrática, una fe liberal, el símbolo preciso de la lucha entre el bien y las potencias de la sombra.

    En Italia, las ideas de Mazzini iban conquistando adeptos e incluso un soberano italiano se unió a sus principios liberales y patrióticos: el rey Carlos Alberto de Cerdeña y Piamonte. Tal vez Carlos Alberto no sentía simpatía alguna por el liberalismo y menos aún por la democracia, pero le convenía adoptar aquella postura para perjudicar a los austríacos y tratar de obtener beneficios pescando en el revuelto río de la revolución.

    Había comenzado su reinado actuando como un autócrata convencido, e incluso persiguió sin piedad a Mazzini y a sus adeptos, pero con los años, Carlos Alberto no pudo resistir la tentadora perspectiva de una Italia libre de austríacos, teniendo en cuenta además que de una guerra de liberación no podían deducirse sino ventajas para él y para su reino. Carlos Alberto era un hombre de naturaleza complicada, indeciso de carácter, fluctuando siempre entre el conservadurismo y la adopción, más o menos oportunista, de las ideas liberales.

    El rey de Cerdeña-Piamonte confesó un día en un rasgo de sinceridad que nunca «estaba seguro de sí mismo, ni en amor ni en política». En un aspecto, sin embargo, demostró lógica y decisión en sus esfuerzos: para reorganizar el ejército piamontés y tenerlo siempre dispuesto para lanzarlo contra los austríacos cuando se presentase la ocasión.

    Pío IX ocupa el solio pontificio

    Tal era la situación cuando un acontecimiento sensacional llenó de alegría a los italianos y de estupor al mundo: en 1846 ocupaba el solio pontificio un amigo del pueblo, un hombre que comprendía a la perfección el espíritu de su época y a sus contemporáneos. Pío IX sucedió a Gregorio XVI y comenzó su pontificado promulgando un decreto que nadie juzgara posible en los Estados Pontificios: se concedió la libertad a todos los presos políticos, que pasaban del millar; los desterrados podían regresar al país, y, hasta ciertos límites, la prensa fue declarada libre.

    Pío IX llegó bastante más lejos en sus generosas reformas que los demás monarcas seculares. Sus medidas liberales alcanzaron enorme repercusión en los movimientos de unificación nacional y de liberación de aquella época, ya en plena expansión. Si alguien podía unir al pueblo italiano sería precisamente el papa, un pontífice de espíritu progresista, y fue Pío IX quien abrió a Italia

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