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Los guerreros de Dazeta: La conquista de Olduten
Los guerreros de Dazeta: La conquista de Olduten
Los guerreros de Dazeta: La conquista de Olduten
Libro electrónico734 páginas10 horas

Los guerreros de Dazeta: La conquista de Olduten

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Desde la creación del tratado Acero-espacial innumerables periodos de gestas se han sucedido durante los últimos tres milenios. Las dos grandes órdenes militares de Dazeta han luchado valerosamente expandiendo el imperio para conseguir la fama y la gloria suficientes para alcanzar el trono. Es durante este periodo de conquistas incesantes, que los Víboras encuentran a Olduten, un planeta remoto que supondrá un verdadero reto para la orden militar. Algo más que su destino se decidirá en sus campos de batalla, también el propio devenir del imperio.
Aleirke, un hijo mestizo, deberá realizar la misión más complicada de su vida si los Víboras quieren triunfar. En un mundo de barbarie y sangre parece ser que él es el único que se cuestiona la guerra y busca la paz ¿Cuándo el heroísmo se ha extendido como un cáncer, será capaz de sobreponer su moral a su deber?
Adéntrate en la trepidante historia de cómo los Víboras espaciales consiguen la gran victoria que lo cambiara todo. Disfruta de una novela interesante, llena de acción, aventuras y romanticismo en un mundo oscuro y cruel.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 ago 2018
ISBN9788417608521
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    Los guerreros de Dazeta - Alberto Pascual

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    Colección: Novela

    © Alberto Pascual Gómez, Miguel Pascual Gómez y Jaume Ferriol Perelló

    Edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes.

    Diseño de portada: Antonio F. López.

    Imagen de cubierta: © Pablo Galapalo.

    ISBN: 978-84-17608-52-1

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    Falta menos de un año para que expire el plazo de los diez que se acordaron, periodo en el que los Víboras Espaciales han combatido con ferocidad en otras seis mortíferas misiones. Algunas de ellas resultaron ser catastróficas, grandes fracasos que se escribieron con letra lo más pequeña posible en su intachable historia. Otras, sin embargo, lograron resolverse con gran habilidad. No obstante, a pesar de estos triunfos, el destino parece burlarse de ellos, pues nuevamente se ven doblegados por la gran efectividad de los guerreros del acero en sus misiones. Solo una gran hazaña podrá cambiar el rumbo que les espera a los Víboras Espaciales y a Dazeta.

    Sabrás lo que es un víbora espacial,

    todo por un objetivo, todo por una misión;

    no toleramos ninguna oposición,

    es la base de nuestro código militar.

    Historia ambientada en el año 3312 d. de U.

    Prólogo

    El suelo del solitario planeta Dazeta era tan rojizo como lo había sido siempre. Sin embargo, aquella noche las estrellas brillaban menos. De hecho, la luz era casi inexistente, parecía haber adoptado un color marrón. Aleirke se agachó para acariciar la fina capa de arena. Pasó el dedo sobre ella y, cuando lo miró, la yema se había teñido con el color característico del planeta. Entonces sonrió. Aquel movimiento era un ritual que había seguido desde niño. Siempre que se disponía a realizar un viaje lo llevaba a cabo, era una manera de sentirse cercano a su amado hogar. Y, aunque sabía que la huella de aquella arena tan fina desaparecía enseguida, intentaba recordar el máximo tiempo posible el suave tacto de su piel haciendo contacto con ella.

    Se incorporó y dirigió una mirada a su nuevo uniforme y, al momento, su pelo corto y rubio se sacudió levemente por una de las habituales ráfagas de viento. El uniforme se componía de una armadura de titanio que cubría el torso y las piernas; la parte visible del cuerpo que la coraza no cubría quedaba cubierta por un traje de combate de color azul marino que hacía juego con el color de sus ojos. Una extraña cinta negra le rodeaba una parte del brazo, un nuevo invento creado por los grandes científicos de los Víboras Espaciales. Era el traje de la Sexta Compañía de Élite, los alborotadores, de la cual era el capitán.

    Habían pasado varios años desde que estuvo bajo la tutela de su padre, Taion, y tras su muerte sus entrenamientos se habían intensificado.

    A Aleirke no le gustaba hablar del entrenamiento. En realidad, lo llevaba en secreto. No porque se avergonzara de su padre, a quien se había sentido muy unido, ni tampoco porque aquel valeroso guerrero hubiera fallecido en una misión en la que tenía que colocar un potente explosivo. Además, Taion había dado su vida por la Orden de los Víboras Espaciales y había intentado inculcar en su hijo que merecía la pena luchar por los ideales de la orden a la que servían. A decir verdad, Aleirke no llegaba a comprender las bases de un código militar tan estricto que obligaba a abandonar a los propios camaradas ante cualquier muestra de debilidad.

    Aleirke no compartía aquel código. Para él era tan habitual cuestionar las órdenes que se había enemistado con su general hasta tal punto que este lo consideraba el peor de sus hombres de confianza. Es más, de no haber sido por su gran habilidad en el combate, lo habrían destituido en más de una ocasión. Sin embargo, Aleirke era el capitán más joven de la Sexta Compañía de Élite y se enorgullecía por ello. Deseaba que su padre le hubiera visto llegar tan lejos, pero no tenía tiempo para lamentaciones, pronto partiría hacia su nuevo destino. El lugar era una incógnita, solo el general de los Víboras Espaciales lo conocía. En este sentido, Aleirke se había enterado de una serie de rumores y, aunque muchos eran falsos, no podría cerciorarse de su veracidad hasta que no los comprobara él mismo. Solo una cuestión estaba clara: Dairop, el mejor cazador estelar de todo Dazeta, había descubierto las coordenadas de un planeta inmenso, con una atmósfera similar a la de Dazeta, y no tardó en compartir dicha información con su amigo Oldut. Era innegable que aquel cazador tenía una clara preferencia por la Orden Militar de los Víboras Espaciales.

    El capitán de la Sexta Compañía de Élite avanzó con decisión y, mientras sus botas negras dejaban huellas nuevas en la arena fina y rojiza, sus vivaces ojos observaron las cinco grandes aeronaves que se encontraban frente a él. Las pitones del aire debían el nombre a su forma, similar a la cabeza de una serpiente. Habían sido construidas por los ingenieros y los mecánicos más brillantes de los Víboras Espaciales y estaban listas para partir a la misión. Consciente de que no podía demorarse más, Aleirke se detuvo unos segundos a examinarlas para saber en cuál de todas ellas debía subir.

    La nave situada en el centro era un poco más grande que las demás. A diferencia del resto, su único color no era el verde, sino que alternaba partes de su superficie con el amarillo oscuro, lo que la hacía parecer aún más grande. Sin duda, aquella nave debía de ser la encargada de transportar al alto mando de la compañía, a soldados renombrados, a capitanes hábiles y feroces y, por supuesto, al general.

    «Esa es la mía», pensó, y enfiló sus pasos hacia la enorme pitón del aire que se encontraba en el centro.

    Mientras avanzaba hacia ella caminó en medio de una multitud de soldados que, como él, buscaban sus respectivas pitones del aire. Entonces se dio cuenta de que uno de los capitanes de esas compañías comunes se esforzaba en poner orden y se alegró de que todos sus hombres tuviesen más claro que él mismo qué nave los transportaría.

    De pronto, sus ojos se detuvieron en una hermosa joven de cabello rubio que lo miraba a los ojos. Habían coincidido en una misión cuyo objetivo era recuperar el guante de oro en el planeta nevado Isenkhan, una misión que él mismo había comandado, pero en aquel momento no recordaba su nombre. Quizá no deseaba hacerlo. Aunque ella no era más que un simple soldado, entre ambos había existido algo más que el vínculo entre superior y subordinado. No habían mantenido una relación amorosa, pero el interés que ella mostraba hacia él resultaba evidente y, aunque él lo negara, en cierto modo ella le resultaba agradable.

    Meneó la cabeza a ambos lados cuando un nombre, Salit, afloró en su mente. Así se llamaba la joven. Lo había intentado olvidar, aunque, sin duda, parecía inútil. Habían compartido momentos románticos en el lejano planeta nevado; incluso habían llegado a besarse. Pero ¿por qué no habían llegado más lejos? La respuesta era sencilla: estaba enamorado de otra persona.

    Al ver que había reparado en ella, la muchacha trazó en sus labios una sonrisa angelical con la esperanza de alcanzar una mayor complicidad con él; sin embargo, Aleirke se encogió de hombros y continuó su camino hacia la rampa que daba acceso a la pitón del aire central. Antes de llegar a ella, se agachó para abrocharse correctamente una de las botas. En ese momento notó que la compañía de soldados que acababa de ver pasaba junto a él corriendo a gran velocidad.

    —Deprisa, soldados —apremió Aecons, su capitán—. Quien no llegue a tiempo se quedará en tierra. No me voy a perder una conquista por ninguno de vosotros, así que corred como si vuestra vida dependiera de ello.

    Cuando Aleirke terminó de abrocharse la bota empezó a ascender por la rampa metalizada, seguido de otros dos soldados.

    —Deprisa, capitán —dijo uno con respeto.

    Aleirke continuó con el mismo paso.

    —El general ha dado orden de levantar el vuelo, debemos cerrar la compuerta —explicó el segundo.

    Aleirke se percató de que ya no quedaba nadie más por subir a bordo. Volvía a ser el último. Una vez más, daría la nota de cara a sus compañeros capitanes; aunque, quizá debido al ajetreo y la emoción del viaje, nadie repararía en su falta de puntualidad. Aun así, aceleró el paso y cuando entró en la pitón del aire central la compuerta se cerró.

    En ese momento, unos guantes negros agarraron con fuerza los mandos. Los motores de las pitones del aire se encendieron y, poco a poco, los propulsores colocados alrededor de las naves fueron elevando las gigantescas máquinas, al principio con lentitud, hasta dejarlas suspendidas en el aire; a continuación, un nuevo motor central que despedía un extraño fuego azul las impulsó hacia el espacio a gran velocidad.

    Al cabo de unos instantes, en el cielo del montañoso planeta Dazeta no quedaron más que sus habituales estrellas. Las aeronaves habían desaparecido en busca de la forja de una gran leyenda, en busca de la eternidad, rumbo al planeta oscuro, rumbo al planeta que sería conocido como Olduten.

    Parte I

    1

    Alboroto en el hangar

    I

    El general Oldut, líder de la Orden de los Víboras Espaciales, caminaba tan aprisa hacia la torre de mando que sus pesadas botas metálicas emitían un sonoro tintineo con cada zancada.

    Era un hombre de estatura importante, de hombros anchos y bastante corpulento. El pelo era canoso y muy corto y el semblante, rígido. Sus ojos marrones casi parecían rojos a causa de la ira que le oprimía el pecho. Una ira debida a la mala suerte, o eso pensaba. ¿De qué otro modo podría definirse la pérdida de un descubrimiento? ¿La pérdida de un planeta? Era su planeta. O quizá de aquellas criaturas que habitaban allí y que ahora los tenían cercados en el lugar en el que dos meses atrás habían aterrizado sus grandes aeronaves, las pitones del aire. Nada de eso: era suyo, él lo había descubierto y le pertenecía, con él podría regresar a su hogar, el planeta Dazeta, y tener una razón sólida para ser elegido como el nuevo gobernador. Aquel pensamiento le hizo sonreír durante unos segundos: al menos hasta las siguientes elecciones vería hundido a Tibles, ese estúpido líder de la compañía rival. Él y sus inútiles guerreros del acero aprenderían a respetar a sus víboras. Aparcó aquella idea de su mente, aún tenía que hacerse con el control del nuevo planeta, Olduten, nombrado así en su honor, el planeta que le daría el trono del imperio.

    Por fin llegó a la torre de mando. La puerta era de acero y tenía en el centro un símbolo que representaba alguna clase de serpiente; era la clave para poder abrir la puerta. El general acercó hacia el símbolo una de sus muñecas, en la que tenía tatuado el mismo dibujo, y, cuando su piel estuvo en contacto con la puerta, esta se abrió deslizando sus hojas a ambos lados.

    Había entrado en la torre de mando. El espacio era amplio y estaba rodeado de unas cristaleras finas pero resistentes. Una mesa central de roble macizo destacaba en el centro, y unas sillas del mismo material habían permitido que en ellas descansaran cinco hombres hasta que el general hizo su entrada. Por las insignias de sus trajes, debían de ser capitanes. Dos sillas permanecían vacías; una, sin duda, era la de Oldut. El general tomó asiento mientras los cinco oficiales lo saludaban de pie, con una mano sobre la frente. Oldut se hinchó de orgullo al comprobar que, aun en tiempos difíciles, seguían manteniendo la disciplina militar. Estaba satisfecho de que fuesen sus seis capitanes y de que comandasen las compañías más letales de los Víboras Espaciales. Con su regia mirada recorrió el rostro de cada uno de ellos.

    «Es la hora de mostrar vuestra valía», pensó con una leve sonrisa en los labios.

    De pronto enarcó una ceja: faltaba uno de sus capitanes. Una silla quedaba libre. La de Aleirke.

    II

    —Necesitaremos un virre más. —En la parte trasera del hangar, Aleirke alzó la voz visiblemente emocionado.

    Cuando fueron atacados por los alienígenas, le habían encomendado la misión de contener una de las zonas de infiltración en la base. Pero a pesar de la enorme potencia de su compañía, la tarea había sido difícil, sobre todo al principio, pues una inmensa cantidad de diferentes criaturas se agolpaban contra la compuerta. Sin embargo, había logrado barrer el lugar con mucho esfuerzo y obligado a aquellos seres a intentar el asalto por la zona L2AN. Aquella área se había visto atacada con anterioridad y el número de alienígenas que se precipitaban contra sus paredes en aquel momento se había multiplicado. Le habría gustado colaborar con los guerreros de élite que se encargaban de defender dicha compuerta, pero sabía que ni el orgullo de su capitán ni el ir sobrados de apoyo se lo permitirían. De modo que los días siguientes al ataque se había dedicado a buscar la base enemiga con la esperanza de encontrar el lugar en el que habitaban aquellos seres para dar un golpe contundente o, por lo menos, para desahogar un poco el constante asalto. Hacía poco que creía haber dado con la morada que con tanto ahínco había buscado. Se trataba de un frondoso bosque en el que sus hombres habían visto aterrizar varias de las naves enemigas en más de una ocasión, así que estaba decidido a desplazarse hasta allí para comprobar si sus sospechas eran ciertas.

    Treinta soldados cubiertos por una armadura de titanio en el torso y en las piernas se organizaban en filas de tres. Todos iban ataviados con la ropa reglamentaría de la Sexta Compañía de Élite. Algunos se habían enfundado las manos con unos guantes de cuero negro; varios llevaban la cabeza protegida por un casco, también oscuro, y otros preferían que el aire golpeara y abanicara sus frentes. La mayoría tenía el pelo tan corto que rozaba la calvicie, y el frescor podía resultar placentero. Todos iban armados para el combate con una gran variedad de arsenal. Algunos portaban un trususpom, un arma amarilla de medio alcance. Otros, una turbina de hielo que disparaba granizo. Y había quien portaba pistolas láser o fusiles francotiradores, pero algo era seguro: cualquier arma en manos de un guerrero de la Sexta Compañía era letal. No en vano, se les consideraba los más habilidosos en el combate a distancia y extremadamente diestros en el cuerpo a cuerpo.

    Detrás de los soldados, tres motos aéreas carentes de ruedas, los virres, aguardaban a sus pilotos. Había una cuarta algo más grande que el resto. Del lado derecho colgaba una especie de ametralladora gigante, mientras que en el izquierdo se podía observar la punta de un misil. Era el max-virre, el vehículo del capitán.

    También había un par de AX-18, unos vehículos destinados al desembarco pesado. La gran capacidad de carga y su potente blindaje compensaban su lentitud y los convertían en medios de transporte perfectos para desembarcar en los territorios más hostiles. Diseñados para la defensa, aquellas aeronaves estaban dotadas de una ametralladora ligera en cada uno de sus laterales y de un pequeño misil. Sin duda, serían pilotadas por los alborotadores que carecían de virre.

    Un grupo de ingenieros reparaba algo al fondo del hangar y el ruido que hacían era bastante molesto. Aleirke tuvo que alzar la voz más de lo deseado para que le escucharan.

    —Nuestro objetivo será abandonar la zona de batalla lo antes posible. —La voz del capitán era más potente con cada palabra que pronunciaba—. Mientras nos estemos retirando, lucharemos junto a los guerreros que están frenando a esas criaturas con valentía y, llegado el momento, nos infiltraremos en la base, colocaremos un detonador y haremos volar a esos cabrones en mil pedazos.

    Una multitud de gargantas entonó un grito de batalla y, al momento, Aleirke se sorprendió uniéndose a él.

    Un soldado situado en la primera fila alzó su puño:

    —¡Por Dazeta! —gritó.

    Al momento, el hangar entero repitió aquel nombre una y otra vez.

    III

    El ruido proveniente del hangar condujo a Oldut hasta allí. El estrépito, inconfundible, lo provocaba la Sexta Compañía, tan alborotadores como siempre. Una vez dentro, comprobó que estaba en lo cierto: Aleirke y sus hombres se preparaban para salir sin su aprobación.

    —¿A qué viene este gallinero, Aleirke? —dijo Oldut alzando la voz por encima del barullo.

    El capitán se vio sobrecogido por un extraño sentimiento de traición. A su vez, la Sexta Compañía guardaba absoluto silencio, como si nunca hubiesen dicho ni una palabra.

    Aleirke se dio la vuelta para encontrarse con su superior y, cuadrándose, respondió con timidez:

    —Nos estamos preparando para acabar con el enemigo, señor.

    —Eso ya me lo imagino. El problema es que debías haber subido a la torre de mando con el resto de los capitanes. ¿O es que no recuerdas que teníamos una reunión?

    —Lo siento, señor, lo había olvidado.

    El general sabía que su capitán recordaba la hora de la reunión. Aunque una extraña necesidad de acabar con aquella guerra corría por las venas de Aleirke, no encontraba motivo alguno para acudir. Creía conocer todo lo que en ella se diría, siempre era lo mismo. Oldut les martillearía la cabeza menospreciando a los alienígenas, tacharía de inútiles a sus hombres por permitir que una raza inferior asediara a los dazetianos y luego exigiría mejores resultados, unos resultados que tendrían que ver con aumentar el número de cadáveres de aquellos desdichados.

    Aleirke conocía aquel discurso y no le interesaba. Deseaba acabar con la guerra, sí, pero aportando algo más que cadáveres. Una parte de su ser le decía que podrían haber tratado con aquellas criaturas de una manera más pacífica, pero aquel pensamiento era típico de los guerreros del acero, por lo que otra parte interior le aconsejaba no escuchar esa voz. Él debía ser como su padre y el resto de los víboras. Debía entregarlo todo por la misión y, aunque no estuviera de acuerdo, acatar su código militar.

    —No volverá a suceder, señor, pero, ya que ha ocurrido, ¿puede hacerme un resumen, señor?

    —Sí, no faltaba más. A partir de ahora haremos reuniones para tomar decisiones por el bien de la orden y, acto seguido, informaremos al señorito. —Hizo una pausa y después añadió—: La reunión no se ha realizado, el código exige que acudamos todos, no que los demás capitanes hablen por ti. La próxima vez te relegaré del cargo, ¿entendido? —amenazó.

    —Yo no…

    El general le interrumpió.

    —¡Capitán, basta de tonterías! ¿Crees que no sé qué intentas? Quieres ser el héroe de esta misión, quieres que te recuerden como el víbora que segó el planeta Olduten de cualquier peligro y quieres… —Hizo una pausa para recobrar aliento—. Tener opciones para ser en un futuro el gobernador de Dazeta.

    —Le aseguro, señor, que mi lealtad es incuestionable.

    —¿Me aseguras? Pues me tienes mosqueado, Aleirke, tu crédito se ha acabado. Creo que hablas demasiado con ese amigo tuyo de los Guerreros del Acero, y eso tampoco me gusta.

    Aleirke no entendía cómo se había enterado de su amistad con Leorit, un miembro de los Guerreros del Acero, la Orden rival, pero, aun con todo, aquel vínculo no debería de suponer un problema. Era verdad que en el pasado las dos facciones de Dazeta se habían enfrentado por el control del planeta, pero desde que se había acordado establecer un gobernador elegido por los méritos militares gracias al Tratado Acero-Espacial aquellas peleas quedaron relegadas al pasado. No obstante, Aleirke sospechaba que Oldut temía que se llegara de nuevo a aquel extremo.

    De pronto, el general se dio la vuelta.

    —No salgáis de la base, estáis sancionados —dijo tras unos segundos de silencio.

    La Sexta Compañía dejó escapar su descontento; los murmullos, las súplicas y alguna lágrima, en el caso de los más ansiosos por entrar en acción, reflejaban el mazazo que habían supuesto las últimas palabras de Oldut para los hombres de Aleirke.

    El capitán no salía de su asombro, estaba furioso ante aquella sanción, y lo peor era que, más que por haber faltado a la reunión, Oldut lo castigaba porque consideraba que aquella ausencia era poco menos que una traición. Al parecer, el general no se fiaba de Aleirke, y eso le nublaba el juicio.

    —General, no puede hacer eso, la Orden nos necesita, no puede mantenernos al margen. —Hizo una pausa para intentar suavizar el tono de su voz—. Creo que he localizado la base enemiga, ahora mismo pensábamos salir para ganar esta guerra —explicó apresuradamente.

    Oldut giró de nuevo sobre sí para observar el semblante serio de su capitán. Nunca había advertido en él tanta rabia, ni siquiera cuando estuvo a punto de perder la vida al explotar su max-virre.

    —Sí que puedo hacerlo, ¿y sabes por qué? —Aleirke negó con la cabeza y Oldut prosiguió—: Porque de todos mis capitanes, tú eres el más inútil. Ellos siempre serán capaces de llevar a cabo sus misiones mejor que tú —mintió, consciente de que aquello le dolería.

    Aleirke no aguantaba más. Verse humillado por su general tenía un pase, pero ser retratado como un inútil ante los ojos de su compañía era excesivo para alguien tan orgulloso como él. Apretó los puños y, con el tono serio y la mandíbula desencajada, respondió:

    —Se equivoca, señor. —Oldut frunció el entrecejo, no estaba acostumbrado a que le llevasen la contraria. El capitán siguió desatando su furia—. Sería capaz de pasar reptando por delante de sus soldados y colocarle un detonador en los cojones.

    El tiempo se detuvo y los dos hombres se miraban furiosos. Aquello solo podía terminar mal. Poco a poco, como si un proyectil se acercase e impactara contra su rostro, una luz naranja fue iluminando el rostro del general. Los soldados empezaron a dar gritos de alarma, lo que hizo que Oldut prestase atención al foco de luz. Sus ojos se abrieron como platos al comprobar cómo una bola de energía naranja, disparada por un cañón enemigo, entraba en el hangar y se precipitaba sobre su rostro. Cruzó los brazos con la intención de protegerse del golpe y, de pronto, un cuerpo se estrelló contra él con tal violencia que lo derribó en el acto. El proyectil pasó por encima quemando el aire. Entonces abrió los ojos y, para su sorpresa, se encontró con Aleirke, que se levantaba con lentitud. A pesar de la discusión que habían tenido, el joven capitán había antepuesto su vida a la suya. Tal vez, después de todo, no fuese ningún traidor.

    —Aleirke, dijiste que podrías colocar un detonador en mis cojones reptando. —Oldut le habló con seriedad. Hubo un silencio que duró apenas lo que el general tardó en sonreír—. ¿Podrás llevarlo a cabo con tu compañía en la base enemiga?

    Aleirke asintió. Sus vivaces ojos mostraban agradecimiento y, al momento, los gritos de batalla retumbaron por las paredes del hangar mientras Oldut se alejaba para dar indicaciones a otro de sus capitanes.

    2

    Corazón partido

    I

    Boldar Valor, capitán de la Quinta Compañía, permanecía en su habitación. A pesar de su juventud, había demostrado con creces su valía. No era muy fuerte y su estatura era media, llevaba el pelo corto, casi rapado, pero con una pequeña coleta en la nuca. Su rostro, aunque joven, dejaba a la vista una corta barba. En el combate cuerpo a cuerpo era uno más pero cuando tomaba los mandos de una máquina, sus enemigos temblaban. Era tal su destreza al mando de los virres que sus camaradas lo habían apodado Virre. Los piratas espaciales le temían hasta tal punto que Boldar tenía otro apodo, Ragnafost, el nombre de una bestia de leyendas antiguas que surcaba el espacio devorando las naves de aquellos que se perdían en la oscura inmensidad.

    Boldar pertenecía a una gran familia de pilotos, la estirpe de los Valor. De hecho, uno de sus antepasados había participado de manera directa en la fundación de la Orden de los Víboras en los turbulentos años del primer tirano. Desde entonces, no era de extrañar que un gran número de Valor hubiera logrado llegar a capitán y a otros altos grados dentro de la Quinta Compañía. Sin embargo, aquello también había generado recelos entre los camaradas que creían que Boldar había ascendido a tal puesto no por su gran habilidad, sino por su sangre. Aunque años atrás, tras el rescate de la sacerdotisa de Daztea, había demostrado su valía, aún quedaban algunos adversarios que le miraban con envidia y rencor.

    Boldar se encontraba trabajando en los planos que iba a presentar en la reunión que tenía que celebrarse, pero, como el capitán de la Sexta Compañía no había aparecido, regresó a su habitación a revisar sus apuntes. De pronto, oyó el primer impacto enemigo y, acto seguido, el rugir de los cañones láser que contraatacaban. Fue en ese momento cuando Boldar supo que pasaba algo. Con movimientos rápidos recogió el mapa, se dirigió al armario, cogió su casco plateado, propio de los pilotos víboras, y abrió la puerta. Un pasillo largo se extendía ante él y lo recorrió a paso vivo. Al llegar a la esquina, estuvo a punto de chocar con el general quien con celeridad alzó un brazo y lo puso en el hombro del Virre.

    —Boldar, eres mi mejor piloto, por eso quiero que hagas dos cosas.

    —Sí, señor.

    —Necesito que escoltes a Aleirke hasta la base enemiga. Me ha dicho que cree haberla descubierto y tienes que asegurarte de que consiguen llegar hasta allí.

    —Así lo haré, señor —dijo contento por la noticia sobre la localización de la base enemiga—, pero ¿y los bombarderos? Habrá que ocuparse de ellos.

    —Sí, después. Primero escolta a la Sexta Compañía y luego regresas y les vuelas el culo a esos malditos alienígenas.

    —Sí, señor, por Dazeta.

    —Sí, sí, por Dazeta —contestó con desinterés Oldut—. Venga, date prisa.

    Se dirigieron una última mirada y Boldar recorrió los pasillos que le llevarían al hangar de los maestros del aire, la Quinta Compañía de Élite. Una vez allí, vio a su lugarteniente, Farion, que se encontraba apoyado en la pared cerca de su nave. Los soldados revoloteaban por el lugar, ansiosos por recibir nuevas instrucciones por parte de su capitán cuando este regresara de la reunión.

    —Ya estoy de vuelta, señores —exclamó lleno de energía.

    —Muy pronto vienes tú de la reunión —intervino Farion—. Eso es que la has pifiado —comentó dirigiéndose a otro de los pilotos.

    El capitán frunció el ceño. No era un secreto que Farion se consideraba merecedor del puesto de capitán de la Quinta Compañía. Sin embargo, ese privilegio era de Boldar.

    —No ha habido reunión —respondió elevando el tono con la intención de hacerse respetar.

    —¿Por qué no? Explícate —mandó Farion.

    —Eso no es de tu incumbencia —replicó antes de dirigirse a sus camaradas de la Quinta Compañía, para él los mejores pilotos de H-8 en todo Dazeta.

    Un centenar de hombres enfundados en trajes color ciruela aguardaban las instrucciones de su capitán. El pecho quedaba cubierto por una coraza de metal, y en la cabeza lucían un hermoso casco plateado. Todos miraban a Boldar con orgullo, todos a excepción de Farion, el segundo al mando de los maestros del aire. Tras su mirada se asomaba algo de rabia y envidia hacia su joven superior.

    A sus espaldas se encontraban los impresionantes H-8, los cazas ligeros por excelencia. Su blindaje era escaso, pero un piloto experto no lo necesitaba; sus motores permitían viajar tanto por el cileo de los planetas como a través del espacio exterior. Equipados con cuatro ametralladoras pesadas y cuatro pequeñas bombas, perfectas para ser lanzadas a objetivos estratégicos, los H-8 asumían un importante papel como bombarderos ligeros. Su extremada versatilidad había provocado que las fábricas de Dazeta empezaran a construirlos en masa y que los ingenieros trabajaran en el nuevo el H-9, que prometía ser aún mejor que su antecesor.

    —Hay que prepararse para la batalla. Abrochaos los cascos, poneos los guantes, subid a vuestros H-8 y destruid a esos malditos alienígenas.

    —Por Dazeta —añadió Farion al discurso de su camarada con la intención de hacerse notar. Entonces los hombres alzaron sus armas y repitieron el nombre de su patria una vez más.

    En ese momento, Boldar encendió el comunicador que llevaba junto al hombro y preparó la secuencia para comunicarse con Aleirke. Unos segundos después escuchó la voz del capitán de la Sexta Compañía.

    —¿Sí?

    —Aleirke, soy Boldar, el tirón de orejas por no haber acudido a la misión se lo dejaré a otro capitán con más mala leche —bromeó.

    —No fastidies, Boldar, tengo entre manos un proyecto que no puede esperar —contestó Aleirke.

    —Ese proyecto no tendrá que ver con poner una bomba en la base enemiga, ¿verdad? —rio el piloto.

    El alborotador demoró unos segundos su respuesta.

    —¿Y tú como sabes eso? ¿No era un secreto de mi compañía?

    Boldar dejó escapar una carcajada antes de contestar.

    —No te agobies, no tienes ningún topo. Lo que pasa es que tendrás que contar conmigo para esta misión. —Hizo una pausa para ajustar el casco a la cabeza—. El general quiere que te escolte hasta la base que has encontrado, quiere asegurarse de que logras poner la bomba.

    —Genial —resopló Aleirke—. Cargaré con tu compañía —decidió.

    —¡Que dices! —exclamó el maestro del aire—. Con nosotros llegarás más rápido, ya lo verás. Dime con qué vehículos cuentas y así podré trazar un plan.

    —Cuatro virres, uno para mi lugarteniente y los otros tres para mis mejores guerreros; un par de AX-18 para el resto de la compañía, y un max-virre —contestó.

    Boldar se pasó la mano por la fina barba.

    —Creo que los hombres del AX-18 deberían colaborar con parte de mi compañía para que tu salida y la de los hombres que vayan sobre los virres sea más fácil.

    —Me parece bien, pero yo prefiero que tan solo colabore uno de los AX-18, mis alborotadores tienen hambre de gloria —comentó Aleirke.

    —Pero, Aleirke…

    —Cambio y corto, Boldar, tengo asuntos que requieren mi atención —añadió antes de interrumpir la conexión.

    —¡Aleirke! ¡Aleirke! —llamó airadamente el piloto un par de veces antes de colgar.

    II

    Aleirke se había despedido de sus hombres. Sabía que no contaba con mucho tiempo antes de que Boldar volviera a comunicarse con él para poner en marcha su plan, pero su corazón le impedía marcharse de allí sin hacer algo antes. Así que apagó su comunicador con la intención de que Boldar no pudiera localizarle y avanzó dando zancadas rápidas por uno de los pasillos metalizados. Al llegar al final, descendió por una escalera estrecha en la que no cabrían dos cuerpos juntos.

    Una vez que llegó al último escalón, continuó avanzando por el nivel inferior. Estaba lleno de tuberías que se descolgaban en algunas partes del techo. Aquello era fruto de los asaltos de los alienígenas, pues, a mediados del primer mes de batalla, las criaturas se habían ido infiltrando en la base a través de los conductos, demostrando así que no eran simples bestias sin uso de razón.

    Aquel detalle reforzaba la idea de Aleirke: la manera de proceder de los Víboras Espaciales le parecía anticuada. No se encontraban en los primeros años del Imperio dazetiano, en los que era frecuente ver la sangre de los inocentes en las calles. Se suponía que habían evolucionado o que, al menos, lo había hecho la orden rival. ¿Por qué los Víboras tenían que seguir siendo tan sanguinarios?

    Abrió una compuerta que daba paso a un elevador que los soldados de las tropas verdes acostumbraban a usar para ascender a los niveles superiores. Podía haber acudido al que estaba diseñado para los hombres de su condición, uno más grande y con la capacidad necesaria para hacerle ascender hasta los niveles más altos. Eso era justo lo que deseaba. Pero quedaba más lejos y tampoco podía hacer esperar demasiado a Boldar. Así que pulsó el botón para poder entrar en el pequeño elevador.

    Al cabo de unos segundos, la puerta del ascensor se abrió de golpe. Una oportuna mano que venía del interior logró evitar que su nariz fuera aplastada.

    —Lo siento —dijo una voz al tiempo que él empezaba a soltar unas maldiciones.

    No obstante, sus oídos no tardaron en escuchar una disculpa y centró su atención en la persona que las había proferido. Era Salit, la preciosa soldado, quien había descendido por el elevador.

    —Disculpas aceptadas —dijo él con seriedad. No deseaba tratar con ella más de lo estrictamente necesario.

    —Es que he venido porque se me habían olvidado las municiones del dorke, soy un desastre —sonrió.

    —Bueno, ya aprenderás —aseguró con cierto desdén.

    —Aleirke, creo que deberíamos hablar —afirmó la joven mientras le impedía el paso.

    El capitán de la Sexta Compañía se detuvo y, por un momento, sus miradas quedaron clavadas la una en la otra.

    —No creo que tengamos nada que decir, soldado —contestó él.

    Salit frunció el ceño ofendida.

    —¿Soldado? ¿Por qué me tratas como si no nos conociéramos? —protestó entristecida; luego su rabia pareció contenerse y, con suavidad, colocó su fina mano sobre el fornido pecho de Aleirke—. ¿Es que no estuvimos a gusto en Ishenkan?

    —En Ishenkan teníamos una misión que cumplir —respondió al tiempo que retiraba su mano.

    Ella negó con la cabeza.

    —No creo que juntar nuestros labios formara parte de la misión —replicó.

    —Recuerdo que fuiste tú quien lo hizo —dijo él antes de intentar cruzar la puerta del elevador. Sin embargo, ella se lo impidió con los brazos.

    —¿Es que no te gusto? —preguntó con miedo al sentirse rechazada.

    Aleirke miró los hermosos ojos de Salit y apreció la tristeza que le rondaba. Meditó su respuesta un momento, pero ni él mismo sabía qué decir. Sí, sentía algo por ella, pero ¿cuánto la conocía en realidad? Solo sabía que era una soldado humilde y común. Y, según le había contado una noche mientras festejaban el éxito por la misión en el planeta nevado, su familia había pertenecido antaño a las Sombras de Dazeta, una orden que se creía extinta. Era un secreto que al parecer tan solo él conocía, lo que le demostraba lo mucho que la muchacha confiaba en él. Después de todo, si ese dato de su pasado llegara a conocerse, podrían expulsarla de la orden, o algo peor.

    La primera misión de Salit había sido junto a él. Con el tiempo la muchacha había ganado confianza hasta el punto de que su pasado parecía no importarle; lo único que deseaba era un futuro junto a él.

    Aleirke no sabía qué responder. La joven le agradaba, pero tenía interés en otra persona, alguien con más galones en la orden. Se maldijo por ser tan miserable. A lo mejor no era tan bueno como creía o tal vez aquella mujer le tenía bajo un hechizo, pero, si era un poco sincero consigo mismo, no podía dar esperanzas a alguien que no estaba a su altura.

    —Eres muy hermosa, Salit —dijo al fin—, pero me temo que existe una diferencia entre nosotros que de momento no es conveniente cruzar —añadió de inmediato, lo que hizo que Salit borrara de un plumazo la sonrisa que había aflorado en su rostro al escuchar las primeras palabras.

    —Es porque soy una soldado común, ¿verdad? —Aleirke dudaba entre asentir o negar, y optó por lo último—. Sí, es por eso; si fuera una guerrera de élite, te fijarías en mí. Todos sois iguales.

    A pesar de los esfuerzos de la joven soldado por impedir su entrada, Aleirke la apartó con facilidad de la entrada del elevador, cerró la puerta tras de sí y Salit quedó al otro lado dando tímidos golpes con el puño en la puerta.

    —Pues tú a mí sí me gustas, te demostraré que soy lo bastante buena para ti —gritó antes de que Aleirke ascendiera.

    III

    El alborotador salió del ascensor. Inmerso en sus pensamientos, continuó su trayecto en el interior de uno de los últimos niveles de la pitón. No podía quitarse de la cabeza la imagen de egoísta y egocéntrico que debía haberle dado a Salit. Tampoco se explicaba cómo había sido capaz de ser tan borde con ella. «Uno de mis arrebatos», pensó para expirar su culpa.

    —¡Eh, muchacho! —llamó una voz. Aleirke hizo caso omiso y continuó dando veloces pasos—. ¡Aleirke! —gritó de nuevo la misma voz.

    El capitán de los alborotadores se detuvo.

    —¿Qué quieres, Verxel?

    Verxel, capitán de la Tercera Compañía, era un hombre de baja estatura que rondaba los ochenta años y estaba gordo, no podía negarse, pero se movía con gracilidad. Era padre de Gretta y Crill, ambos de treinta y cuatro años. Verxel era conocido como el Topo. Aleirke había quemado su cara tiempo atrás, pero el benévolo capitán lo había perdonado. Para suplantar la piel muerta se había implantado algunas partes internas biónicas que estaban reforzadas con una gran placa metálica. Y, para despistar, se había creado una armadura metalizada que, preparada para convertir sus extremidades en garras semejantes a las de los topos, tenía la capacidad de romper hasta el más duro de los materiales, de ahí su sobrenombre. Sus soldados eran autómatas que creaba para apoyar a los demás guerreros en la batalla. Se podía decir que era el ingeniero mayor y que vigilaba cada una de las creaciones de sus alumnos, los cuales construían a diario decenas de autómatas. Sus unidades robóticas no se agotaban, no dormían, no pasaban hambre, eran los perfectos guardianes de la nave. Oldut le valoraba, tanto por su experiencia como por sus creaciones. Los demás lo trataban con aprecio. Era fiel a Dazeta, aunque algunos lo dudaban por la admiración que sentía hacia las razas ajenas.

    —Quisiera hablar contigo un momento.

    —¿Para qué? —preguntó el capitán de la Sexta Compañía—. Tengo prisa.

    —Es sobre cierto artefacto que ha desaparecido del laboratorio y que ahora llevas en la espalda —señaló Verxel refiriéndose a la bomba.

    Aleirke se apoyó en la pared intentando ocultarla, aunque ya era tarde.

    —¿Por qué la has sustraído sin mi permiso? —preguntó el Topo.

    —Tengo que cumplir con una misión. ¿Satisfecho? —bufó. No le gustaba sentirse interrogado.

    —¿Y esa misión tiene que ver con que no hayas acudido a la reunión? —siguió curioseando.

    —Sí, algo tiene que ver —contestó con sequedad—. ¿Algo más, amigo? De verdad que no me pillas en un buen momento —explicó al darse cuenta de que quizá estaba siendo muy borde con él.

    —Me gustaría que me dedicaras tan solo unos minutos.

    Aleirke asintió antes de resoplar.

    Con paso rápido llegaron hasta las estancias del Topo. Atravesaron la sala central, una enorme estancia circular llena de máquinas que alcanzaban un tamaño considerable. Aleirke observó que a su izquierda una columna de colores llamativos vibraba con fuerza. En la parte superior emergían filas de autómatas de clase baja unidas mediante una cadena. Eran empujados hacia una esfera central de color obsidiana donde les implantaban el chip de inteligencia artificial creado por los hombres de Verxel. Tras ello, les imprimían el signo de la Tercera Compañía, dos garras de topo que rodeaban el número tres, y de nuevo los ponían en marcha directos hacia al almacén, listos para cuando fueran necesarios. Una segunda máquina creaba otro tipo de autómatas de menor estatura, utilizados para conducir vehículos. Y una tercera esfera de forma ovalada producía autómatas del tamaño de un camión. Estos tenían la parte delantera tapada y escudada con grandes trozos de chapa y eran utilizados para defender las puertas de las pitones en caso de que el enemigo consiguiese entrar en la estancia. Aleirke no pudo seguir observando, ya que habían atravesado toda la estancia y se encontraban frente a la puerta de la habitación del viejo. Era una habitación sucia, llena de manchas de aceite y mesas roídas y repletas de toda clase de trastos, planos de futuros experimentos y pequeños objetos mecánicos a medio hacer.

    —Ya sé que piensas utilizar la bomba para reventar a todas las criaturas, pero, para variar, podrías traerme unas cuantas muestras y a alguna que otra viva si puedes —dijo el Topo.

    —No está permitido traer criaturas vivas, Verxel, ya lo sabes.

    —Es por una buena causa. —Hizo una pausa antes de añadir—: Necesito experimentar con ellos para saber a qué nos enfrentamos, para poder frenarlos más fácilmente.

    Aquello tenía cierto sentido.

    —Veré qué puedo hacer —respondió Aleirke.

    —¡Gracias, muchacho! —exclamó Verxel antes de chistar para continuar diciendo—: De esto ni una palabra a Oldut, ¿eh? —sonrió el ingeniero—. Ahora que lo pienso, tengo una cosita para ti. Ven.

    Ambos se dirigieron a las salas de experimentación, escondidas en el lugar más seguro de la habitación, su armario, que se componía de pequeñas salas en las que sus fieles ayudantes, las ratas de Verxel, investigaban otras razas, tanto cadáveres como seres vivos a los que educaban, aunque estos eran escondidos como polizones. La existencia de aquella sala era desconocida para la mayoría de la orden, excepto para los ayudantes de la Tercera Compañía y para Aleirke, que estaba muy unido al mecánico.

    Verxel abrió una pequeña cajita de latón que se posaba dulcemente en el sucio escritorio del Topo. Al abrirla, extrajo una cuerda.

    —Toma, para que me traigas a las criaturas. Es una cuerda muy resistente, yo la llamo anaconda. Funciona como una cadena de acero. La ventaja es que es más cómoda de transportar, porque puedes guardarla en los bolsillos.

    —Vaya, es fantástica, seguro que podré darle alguna utilidad —afirmó Aleirke—. ¡Gracias por el regalo!

    —Es para que me traigas alguna criatura, Aleirke —recordó Verxel.

    —No es fácil, ya lo sabes, yo suelo estar en primera línea de batalla —comentó—, así que te la devuelvo, amigo —añadió extendiendo la cuerda hacia el Topo.

    Verxel miró la mano del alborotador unos instantes mientras meditaba.

    —Da igual, quédatela —decidió.

    3

    Una fría despedida

    I

    El joven Aleirke avanzaba sigiloso por uno de los muchos estrechos pasillos metalizados de la gigantesca aeronave. Era consciente de que aquella zona estaba reservada para la Primera Compañía, los rocas volcánicas, llamados así por su distinguido traje rojo. El uniforme marcaba los músculos de esta tropa de élite y facilitaba la movilidad de las articulaciones. Pese a ir casi desprovistos de armadura —solo les cubría el pecho y la parte superior de la espalda—, el intenso ejercicio físico que los rocas volcánicas realizaban a diario los había endurecido y les había proporcionado una fuerza y una resistencia increíbles. Aunque su capitán, Drisacus, le había dicho en muchas ocasiones que no quería verlo por allí, Aleirke tenía sus propias razones para desobedecer.

    Al llegar a una esquina se detuvo, asomó la cabeza y descubrió una pequeña sala que se interponía entre él y su objetivo. Dentro, tres vigilantes de los rocas volcánicas hablaban: dos entre ellos y uno a través de su comunicador, un pequeño aparato que poseían todas las unidades de los Víboras Espaciales. El joven capitán era consciente de que no tenía mucho tiempo. Seguramente Boldar le estaría esperando. Sin pensarlo, Aleirke irrumpió reptando en la habitación y, sin que ninguno de los tres soldados se percatase, la atravesó.

    Recorrió otro pasillo metalizado antes de llegar a su destino. En el interior de una gigantesca sala repleta de aparatos de entrenamiento elaborados hasta el detalle, resaltaba un círculo central que hacía las veces de escenario de combate. Había dos personas practicando y Aleirke sonrió al reconocer a una de ellas. Ahí estaba la mujer de sus sueños, una joven decidida y con las ideas claras, aunque esto último era el motivo de muchas de sus riñas.

    Se trataba de Likita, la hermana menor del capitán de los rocas volcánicas, la mujer más hermosa de Dazeta. Vestía el atuendo propio de su compañía. Era tan ceñido que no dejaba nada a la imaginación. Y, aunque su cabeza permanecía oculta por una máscara negra que hacía juego con la escasa armadura, el joven capitán no tuvo problemas para identificarla. Likita era la única mujer de la Primera Compañía.

    El capitán contempló el breve combate con paciencia. Los dos soldados luchaban con habilidad. Likita regaló una patada a Roderik, un adversario alto y musculoso, pero este rechazó aquel presente maléfico con uno de sus brazos. Entonces la mujer llevó a cabo unos movimientos rápidos y ágiles para despistarlo, y, acto seguido, le golpeó en la cara y lo tumbó al instante. Roderik se levantó y dio la enhorabuena a su compañera antes de marcharse de aquel lugar.

    Después de haber contemplado tan magnífico combate, el joven Aleirke se acercó a la soldado.

    —No ha estado mal —dijo el capitán de la Sexta Compañía con una sonrisa.

    Likita se quitó la máscara, dejando ver su cabello largo y moreno, así como su precioso rostro.

    —¡Aleirke! —exclamó la hermosa mujer—. ¿Pero qué haces aquí? ¿No tendrías que estar en una reunión?

    El joven capitán no pudo evitar soltar una pequeña risilla.

    —Sí, bueno —respondió haciéndose el interesante—, pero me escapé para venir a verte.

    —Ya, claro —sonrió la joven—. No, en serio. ¿Qué has hecho esta vez?

    Aleirke se acercó un poco más a la muchacha.

    —Nada, cariño. De verdad —contestó robándole un correspondido beso—. Es que tengo que salir con Boldar un momento y quería despedirme antes.

    Likita dio un paso atrás. Su mirada dulce había cambiado, aunque seguía conservando el azul de sus ojos, que no transmitían demasiada preocupación. Hacía menos de un mes que habían comenzado a salir en secreto. La familia de ella tenía costumbres muy antiguas que la obligaban a casarse con alguien que lograra derrotarla en un combate y, como este hecho no se había dado, tenía entendido que el castigo para ambos era la pena de muerte.

    —Con Boldar —repitió Likita pensativa—. Te toca volar, ¿verdad? —preguntó amenazante.

    El capitán asintió.

    —No va a pasar nada. Boldar es el mejor piloto —la tranquilizó Aleirke—. Estaré bien.

    —¿No quieres nada más? —se rio ella.

    —No, tan solo venía a despedirme, nada más.

    Durante varios segundos mantuvieron un incómodo silencio. Sus miradas clavadas y el parecido de sus alturas podrían hacer que la escena fuera graciosa. El joven capitán de la Sexta Compañía era consciente de que no podía perder más tiempo allí, tenía que irse, cumplir con su misión.

    —No deberías perder el tiempo con estas cosas —rio al fin la muchacha—. Ya sabes que ante todo está la misión.

    La respuesta de la mujer fue fría, incluso demasiado. Sin embargo, Aleirke estaba acostumbrado a tal sequedad, lo que no quería decir que le agradara. El trato tan distante del que ella hacía gala cuando se ceñía a los patrones del código víbora podía llegar a ser cruel. Era como si para Likita lo primero fuera cumplir con las leyes internas y cumplir con su general a costa de fallarle a él, llegado el caso. ¿Le amaría realmente o solo le utilizaba para su desahogo personal? Trazó una mueca ante aquel pensamiento vil. «Ella no es así —se dijo—. Lo que sucede es que es muy profesional y yo muy infantil».

    —Bueno, pues me marcho —contesto él como si no hubiera pasado nada—. Ya nos veremos luego.

    —Por supuesto.

    La soldado de la Primera Compañía contempló cómo el joven capitán abandonaba la sala. En ese instante, una voz familiar salió de su comunicador reclamando su presencia en la zona L2AN.

    II

    La zona L2AN, situada ante la puerta del mismo nombre, era un verdadero mar de sangre. Una pequeña trinchera construida por grandes troncos de árboles locales y pedazos de chatarra servía de muro a los defensores, la mayoría guerreros verdes. Pero si aquella zona conseguía mantenerse en pie ante las oleadas casi diarias de enemigos era, sin duda, por el apoyo que estos soldados recibían de los hombres de la Primera Compañía, los rocas volcánicas.

    Un nuevo disparo en la cabeza abatió a otro cazkros, una de las muchas criaturas del ejército enemigo. De constitución humanoide, más altos y más fuertes, su aspecto era el de monstruos de cabezas alargadas, semejantes a las de un lobo feroz. La naturaleza les había dotado con afilados dientes y poderosas garras. Iban enfundados en viejas armaduras y, al igual que los Víboras Espaciales, portaban armas de largo alcance. Eran, sin duda, la élite invasora. Si bien los Víboras Espaciales contaban con los rocas volcánicas, los hermanos del elemento y los alborotadores —las tres compañías más desarrolladas en el combate—, aquellos monstruos eran una mezcla de las dos primeras, pues contaban con la fuerza endiablada de los rocas volcánicas y con la férrea determinación de los hermanos del elemento.

    Otro enemigo cayó desplomado antes de que pudiese ver a su verdugo, seguro en la aeronave.

    Desde que había llegado a la zona L2AN, Drisacus no había fallado ni un solo disparo con el rifle. Hacía ya muchos años que utilizaba aquella arma tan primitiva, y eran muchas las condecoraciones que había logrado en sus casi tres décadas de servicio. El capitán de la Primera Compañía se había ganado el merecido respeto de todos los habitantes de Dazeta. Los Víboras Espaciales sabían que, si conseguían controlar el nuevo planeta siendo Oldut el gobernador, Drisacus sería elegido como nuevo general.

    Junto con otros soldados y algún que otro autómata, el fornido capitán disparaba tumbado bocabajo desde la rampa de salida de la aeronave. Aquella entrada solía estar siempre vigilada, pues ya hacía días que los Víboras Espaciales habían comprobado que las criaturas trataban de acceder al interior de la aeronave por aquel lugar.

    Drisacus apuntó con su rifle a otro enemigo. Esta vez, un cazkros que se desplazaba saltando de lado a lado para evitar ser alcanzado. Acercó el zoom y, cuando la cabeza del monstruo estuvo en el objetivo, apretó el gatillo.

    «Disparo a la cabeza», susurró con una voz distorsionada por la máscara negra que le cubría la cabeza.

    La criatura cayó muerta al instante y el hombre se preparó para otro disparo.

    En ese momento, una voz de mujer le desconcentró. Drisacus levantó los ojos y vio a Likita. La joven soldado se había dado mucha prisa por obedecer la orden de su hermano y permanecía al fondo de la rampa para evitar ser alcanzada por algún proyectil enemigo. Mantenía los brazos en jarras y acariciaba con la punta de los dedos las dos pistolas reglamentarias que llevaba en la cintura. La parte trasera de su cinturón negro estaba dotada con una especie de guante, el transportador: al alzar el brazo con la mano abierta, disparaba una pequeña bola naranja capaz de transportar a su dueño hasta el punto en que se encontraba la bola de energía en el momento de cerrar la mano. Colgando sobre un hombro, se dejaba ver un rifle idéntico al de su superior y sobre el otro permanecía enganchado el comunicador.

    El capitán de la Primera Compañía se quitó la máscara y dejó ver su rostro. Al igual que su hermana menor, Drisacus tenía los ojos claros y el cabello, aunque corto, del mismo tono moreno. El parecido entre los dos hermanos era tan notable que cualquiera habría podido adivinar su parentesco.

    Drisacus dedicó una sonrisa a su hermana; después comprobó que podía incorporarse sin peligro y, con una agilidad sorprendente, se levantó y se acercó a la muchacha.

    Pese a que Likita era una chica alta, al lado de su hermano parecía mediana. El uniforme que vestía el fornido capitán era igual que el de los hombres de su compañía, a excepción de las botas. Aunque también eran oscuras, tenían la facultad de la antigravedad, lo que le permitía realizar saltos gigantes y lanzarse desde alturas muy elevadas.

    —¿Qué haces aquí? ¿No tenías una reunión? —preguntó Likita fingiendo no saber nada.

    Drisacus asintió.

    —Pues sí, la tenía —respondió en un tono que reflejaba su malestar—, pero Aleirke no se ha presentado.

    La soldado abrió los ojos de par en par.

    —¡Qué raro! Quizá tendría cosas que hacer.

    —¡Cosas que hacer! —exclamó Drisacus—. Su deber es cumplir con su obligación y acudir a la reunión como el resto de los capitanes —afirmó muy serio—. Y de raro, nada —añadió convencido—. No es la primera vez que hace algo así. —Hizo una pequeña pausa para recargar su arma—. Te digo yo que ese muchacho va a lo suyo. Es un novato, y el cargo le viene grande.

    Las palabras de Drisacus llegaron al corazón de la joven como si de dos puñales se tratara. Se sorprendió ante la extraña necesidad de salir en defensa de su amado. ¿Acaso lo amaba realmente? Lo pasaban bien juntos, sin duda, pero… ¿podía llamar amor a eso? Likita aparcó aquellos pensamientos de su mente y consiguió serenarse.

    —Pero, Likita, no te he llamado para hablar de Aleirke —se aventuró el capitán—. Tengo que ir a ver a Oldut. Así que quiero que dirijas la defensa por mí para que no entre ninguna criatura a la aeronave. ¿Entendido?

    La hermosa joven asintió.

    —Sí, señor —contestó cuadrándose. Y sin perder tiempo, se situó en el mismo punto en el que minutos antes se había colocado su hermano.

    Drisacus sonrió orgulloso, echó un último vistazo a su hermana y abandonó la zona L2AN.

    III

    Aleirke llegó hasta la puerta metalizada que daba acceso al hangar. No había tardado mucho en recorrer los pasillos que debían de conducirlo de vuelta a sus obligaciones, aunque quizá sus pensamientos y sus encuentros lo habían retrasado más de lo que él mismo había planeado. Boldar debía de estar esperándolo, y haber apagado su comunicador mientras iba a buscar a Likita le inquietaba. Quizá el capitán de la Quinta Compañía se hubiera tomado a mal no llevar a cabo su misión con la velocidad a la que acostumbraba.

    Aleirke colocó el tatuaje de su muñeca sobre el dibujo de la puerta y entró aprisa, casi antes de que se abriese por completo. No tenía más tiempo que perder. La reunión del alto mando se había suspendido por su culpa, ya había sido demasiado irresponsable ese día. Durante un instante, lamentó su falta de disciplina y deseó parecerse algo más a alguno de sus compañeros capitanes: la sensatez de Boldar, el ansia de respuestas de Verxel o, quizá, la fuerte responsabilidad de Drisacus. Drisacus, aquel nombre le hizo pensar aún más. El hermano de Likita, la guerrera más feroz de los Víboras Espaciales, su amada.

    El semblante de Aleirke se ensombreció al pensar en su amor. Su despedida no había sido muy cariñosa, y la mirada helada de la joven era el último recuerdo que se iba a llevar

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