Casi desde el mismo momento en que la Humanidad comenzó su andadura en el planeta Tierra, se empezaron a ver cosas en la inmensidad de la cúpula celeste que, simplemente, no obedecían a ningún fenómeno que pudiera asociarse a algo natural. Y desde que el ser humano comenzó a dejar constancia de todo cuanto veía, las representaciones de estas enigmáticas visiones han ido quedando registradas a través de los años en distintos soportes.
Crónicas en libros antiguos y sagrados, representaciones artísticas, relatos mitológicos… Son muchas las fuentes que, desde la antigüedad, han descrito lo que hoy calificaríamos de «objetos volantes no identificados», sin que tales descripciones ofrezcan ninguna explicación plausible que resuelva de una manera lógica estos enigmas. En el siglo XIX, parecía que la seriedad con la que se comenzaban a abordar las materias científicas iba a impedir que se hablase de estos fenómenos y, en efecto, aunque los periódicos recogían estos sucesos de tanto en tanto, la comunidad científica de la época no parecía muy proclive a abordar estos temas.
TESTIGOS DE ÉLITE
Sin embargo, la hemeroteca demuestra que esto no fue siempre así, pues diferentes publicaciones científicas publicaron a lo largo del siglo XIX artículos firmados por miembros de asociaciones científicas en los que se narraban auténticas anomalías observadas en los cielos de todo el mundo…
En las páginas del de 1853, apareció una enigmática comunicación realizada por el reverendo W. Read a un tal profesor Powel. En el texto, dicho reverendo afirmaba tener «el honor de transmitir un relato singular presenciado por mí y por mi familia la madrugada del 4 de septiembre de 1850». Según este increíble testimonio, todo sucedió cuando el protagonista, que residía