Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Cuando Los Dioses Eran Hombres
Cuando Los Dioses Eran Hombres
Cuando Los Dioses Eran Hombres
Libro electrónico1038 páginas15 horas

Cuando Los Dioses Eran Hombres

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

La iglesia siempre nos ha presentado un Jesucristo hombre/Dios, que gracias a esa dualidad, saba todo y la vida no le tena deparada ninguna sorpresa, pero ese Dios, antes de que sus seguidores lo deificaran, en un principio fue un hombre, maravilloso si se quiere, pero hombre al fin.
En esta novela se intenta dar una visin humana de Jesucristo, donde para llegar a ser lo que fue, tuvo que ser guiado por unos padres, educado por unos maestros y experimentando mltiples vivencias, para de esa forma conocerse a s mismo y a los hombres.
Por estas pginas desfilarn hroes y villanos, nobles y traidores; recorrern Israel y navegarn hasta Roma.
Tal vez no encuentren nada nuevo en los hechos aqu relatados, salvo que el personaje central de esta historia, no es un Dios sino un hombre, con sus defectos y virtudes, pero ante todo, con la firme idea de que la fuerza que mueve al mundo, es el amor.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento1 oct 2013
ISBN9781463364045
Cuando Los Dioses Eran Hombres

Relacionado con Cuando Los Dioses Eran Hombres

Libros electrónicos relacionados

Cristianismo para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Cuando Los Dioses Eran Hombres

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Cuando Los Dioses Eran Hombres - Edmundo Amado Álvarez

    CAPITULO I

    REFLEXIONES AL ATARDECER

    Lugar – Jerusalén

    Fecha – Año 22 a.C.

    El Monte de los Olivos luce solitario y silencioso, sólo una ligera brisa parece acariciarlo y el suave murmullo de ella semeja una nostálgica canción lejana, que evocara algún momento triste y ya casi olvidado.

    Un color ocre parece empezar a cubrirlo todo, pues el tono verde de los árboles y las plantas está cambiando; por todas partes ya se pueden percibir los indicios de que el otoño ha llegado.

    Es la hora undécima, los postreros rayos del sol iluminan a lo lejos, al otro lado de la ciudad, el palacio de Herodes, el cual, a pesar de su magnificencia, no deja en ciertos aspectos de semejar una fortaleza.

    En el cielo, grandes parvadas de pájaros dibujan en el aire fantásticas imágenes con sus caprichosas evoluciones, es su último vuelo antes de buscar el cálido refugio de sus nidos.

    En las puertas de la ciudad aún se aprecia cierta actividad y en el interior de la misma se puede observar que el movimiento todavía es intenso por calles y callejuelas, principalmente alrededor del Templo y en la ciudad baja.

    Por el camino que conduce a la cercana Betania, la cual se encuentra al otro lado del monte, una pequeña caravana se aleja a paso lento, como si no quisiera abandonar el calor y el cobijo que le han proporcionado las recias murallas de Jerusalén. A lo lejos al norte, otra caravana, ésta bastante más nutrida, viene apresuradamente serpenteando por el camino de Damasco, para poder llegar a la ciudad antes de que se cierren las puertas.

    Sentado sobre una roca, al amparo de un árbol, un hombre contempla todo, sin fijar realmente su atención en nada. Desde donde se encuentra parece observar el horizonte mientras medita; tan abstraído está en sus pensamientos que se ha olvidado del paso del tiempo. Unos balidos cercanos lo vuelven a la realidad, al pasar casi a su lado un pequeño rebaño de corderos, que guiados por un niño de escasos doce años, se dirige ladera abajo, en dirección al Valle del Cedrón.

    El solitario individuo por un momento observa alejarse al pastorcillo y luego vuelve la mirada hacia la ciudad. Con cierta tristeza observa la maciza mole de la Fortaleza Antonia y la gris construcción del Pretorio, reflexionando sobre los símbolos de poder que representan, pues sabe como cualquier judío, que esas construcciones tan sólo son un amargo y constante recordatorio de la omnipresente Roma. Desde que fueron construidas años atrás, poco después de la invasión de Pompeyo, cuando éste puso fin a la guerra civil, han permanecido como una amenazadora presencia, que les dice a los judíos, que aun cuando tienen un rey, éste permanece en el poder gracias al favor y a la voluntad del Emperador Augusto, el cual, en cualquier situación conflictiva, independientemente de lo que opinen las autoridades judías, siempre será quien tenga la última palabra.

    Lanzando un suspiro y haciendo un esfuerzo, Joaquín borra de su mente a Roma y sus legiones, ya que con todo y ser éstas la manifestación del poder opresor, es una presencia con la cual los judíos se han tenido que acostumbrar a vivir; además no es la cuestión política lo que realmente le preocupa, así que cambiando la expresión perdida de su rostro y modificando el hilo de sus pensamientos, vuelve la cabeza ligeramente hacia la izquierda, fijando la mirada en el gran Templo, ese Templo que ha sido orgullo de propios y admiración de extraños; que aun cuando todavía luce imponente y magnífico, el benévolo atardecer oculta el ya patente deterioro, que el paso de los años han ido dejando en él y aunque se rumora que el Rey Herodes lo va a reconstruir, nada indica que esto vaya a ocurrir.

    Mientras observa el Templo diversos recuerdos acuden a su mente. Parece muy distante en el tiempo aquel día, cuando siendo todavía un niño, las tropas romanas ocuparon el recinto y profanaron hasta el último de sus rincones. Su padre le relató que cuando Pompeyo entró en el Sancta, el lugar más sagrado del Templo, exclamó intrigado:

    Nulla intus deum effigie vacuam sedem et inania arcane. (No vi ninguna imagen de Dios sino un espacio vacío y misterioso)

    ¡El Templo! El corazón de la ciudad y de Judea. El lugar más sagrado de su religión. Ahí lo llevaban sus padres desde que era niño para cumplir con todos los rituales que dicta la Ley Mosaica y ahora, en ese mismo lugar, por capricho del destino o por voluntad de Dios, encontró a la bebé que ha cambiado su vida. Este hecho llenó de alegría a su esposa y por lo tanto a él; pero con el transcurso de los días, esa misma situación se ha convertido en la fuente de todas sus preocupaciones e inquietudes; pues poco a poco, conforme ha ido pasando el tiempo, ha estado analizando y evaluando todas las complicaciones que se han derivado de tener a la bebé con ellos.

    Sabe que debe ir cuanto antes a hablar con el Sumo Sacerdote y plantearle la situación de la niña que han recogido, pues independientemente de todo, ya ha llegado el momento de ir al Templo, para ante Dios darle un nombre a la pequeña. Comprende que el principal problema está en la edad de él y en la de Ana, pues cuando alguien se encuentra en el ocaso de su vida, hacerse cargo de una recién nacida es una inconsciencia, ya que difícilmente tendrá el tiempo necesario para ver crecer a la criatura y educarla. Su esposa, en el mejor de los casos, posiblemente vivirá un poco más que él, seguramente no mucho, por lo que la responsabilidad cuando él muera, recaerá en su mujer, justamente cuando ella ya no tenga fuerza para sobrellevarla y en ese temido día, cuando el momento llegue ¿quién se hará cargo de una niña, que con toda seguridad ni siquiera habrá llegado a la edad casadera?

    Por otra parte, ¿qué le dirá al sacerdote cuando éste pregunte sobre el origen de la criatura? Esto le llena de temor, pues es imposible saber los orígenes de un bebé cuyos padres se desconocen. ¿Será judía o no será hija de Israel?

    Ana le ha pedido mentir, le ha pedido que diga que es hija de un familiar que acaba de fallecer. Esto podría ser muy sencillo, pues con los recientes acontecimientos del ataque a Megido, lo que sobran son muertos y cualquiera de ellos podría ser familiar de él o de su esposa; pero faltar a la verdad va contra su conciencia.

    Se siente incapaz de mentirle al sacerdote. ¿Cómo presentar a la niña en el Templo y jurar en falso? Mejor hablar claramente, exponer todo lo ocurrido; hablar sobre la necesidad afectiva de Ana, sus múltiples frustraciones y esperar una decisión acorde a sus esperanzas. Mas si esto no ocurriera así, ¿Cuál sería la actitud de su esposa al ver destruidas sus ilusiones? ¿Se lo podría perdonar algún día?

    Después de la gran alegría inicial, cuando vio el amor maternal que Ana había guardado durante toda su vida, desbordarse con la pequeña recién nacida y la inmensa alegría que brotó en ese mismo instante dentro del pecho, ya sin esperanzas de su esposa, todo se ha ido complicando; sabe que hay demasiados chismes y murmuraciones acerca de lo ocurrido y que las historias más absurdas están empezando a circular entre criados y vecinos; éstas van desde la violación de una joven de buena familia, problema que están tratando de ocultar, hasta la compra por encargo de un bebé robado.

    Él no tiene la experiencia, ni el vigor y la fuerza necesarias para educar a una niña y no cree que la vida le vaya a dar el tiempo suficiente para la formación moral y religiosa que una hija requiere. Pero independientemente de todo lo que le agobia, sabe y está perfectamente consciente, que la felicidad que la bebé le ha traído, ha llegado a través de Ana. Él es feliz, porque ve la alegría en ella; pero como hombre, es más frío y realista y pasada la euforia de los primeros momentos, ha reflexionado y ha llegado a la conclusión, de que su matrimonio ya no está, ni en tiempo, ni en condiciones, para criar a un hijo.

    Por un momento suspende sus amargas reflexiones y contempla, ligeramente preocupado, cómo la luz está abandonando todo el entorno, más esto no impide que nuevas preguntas acudan a su mente. ¿Qué le contestará al sacerdote si éste le manifiesta las mismas dudas y preocupaciones que él mismo tiene? ¿Cómo siendo mayores pueden asegurar el futuro de una niña, a la cual, por ley natural, seguramente abandonarán cuando más los necesite?

    Los pensamientos que le atormentan no le permiten estar tranquilo y como además también le preocupa la noche que se avecina, realizando un considerable esfuerzo y no sin cierta dificultad, se pone de pie. Por breves instantes hace diversos movimientos con el torso y el cuello para desentumecer la espalda y luego, después de dirigir una última mirada al Templo, con paso lento inicia el descenso hacia la Puerta del León.

    Con movimientos más bien torpes y procurando no tropezar con las piedras del camino, Joaquín toma la pequeña vereda que conduce hacia la base del monte y por más que trata de alejar de su mente las inquietudes que lo agobian, éstas, cual furioso enjambre de abejas, no lo dejan en paz y vuelven una y otra vez. Conforme avanza se da cuenta de que quizá permaneció demasiado tiempo en la pequeña montaña, pues aun cuando la distancia hasta la puerta de la ciudad es relativamente corta, su cuerpo ya no es el que solía ser, ni su paso tan vivo.

    Mientras camina siguiendo la suave pendiente, su agitado cerebro llega finalmente a una conclusión:

    - Mañana mismo acudiré al templo y así terminaré con esta incertidumbre que me agobia y no me deja en paz. Hablaré con el Sumo Sacerdote y de esta manera, lo que vaya a ocurrir con la bebé, por desagradable que sea, lo sabré en pocas horas. Sólo pido a Dios tener el valor suficiente para enfrentar lo que el destino me depare, si esto no va de acuerdo con las ilusiones y expectativas que Ana se ha hecho. Al hablar diré que estoy dispuesto a hacer ofrendas y sacrificios a Yahvé, dádivas a los sacerdotes y al consejo de ancianos y que agasajaré a los pobres, para compartir con ellos mi felicidad.

    Sin embargo, sabe que la pregunta principal sigue en el aire: ¿Cómo compaginar su avanzada edad con una recién nacida? ¿Qué va a ser de esa criatura, si seguramente va a quedar huérfana en poco tiempo?

    Por largo rato, mientras sigue la vereda que poco a poco se va suavizando, va analizando las diferentes formas de iniciar la conversación que piensa tener el siguiente día con los sacerdotes del Templo, hasta que súbitamente, al escuchar ruidos y voces, levanta la inclinada cabeza y como si volviera de un sueño, se da cuenta de que a su lado caminan otras personas y pasos más adelante, una carreta avanza lentamente al paso cansino de un burro. Por un momento, mientras procura ubicarse, parece desconcertado, pero casi al instante se tranquiliza, al ver con alivio que ya casi ha llegado a la Puerta del León, la cual, aunque está empezando a quedar en penumbras, todavía está abierta.

    Como si fuera una premonición, tan pronto Joaquín cruza la enorme puerta, una sensación de tranquilidad se adueña de su espíritu y de su mente y así, ya más en paz, principia a ver las cosas desde un enfoque diferente.

    "Sí, mañana iré al templo y les diré la verdad; la vida de Ana y la mía deben retomar su ritmo habitual y encontrar nuevamente la paz. Si Dios así lo quiere, la bebé permanecerá con nosotros y si así no fuera, ojalá Ana tenga la fortaleza suficiente para afrontar la adversidad y sobre todo, para comprender y perdonarme, por no ocultar la verdad con un engaño.

    Alejándose de la puerta, Joaquín se encamina en dirección al Templo; al pasar junto a él, bordeando el costado norte, instintivamente levanta la cabeza, pues sabe que allá en lo alto, al día siguiente se decidirá su destino.

    Sin hacer caso a los escasos mendigos que todavía merodean por el lugar, trata de apresurar el paso, pero al doblar hacia la izquierda, para cruzar frente a la fachada principal, se detiene un momento sintiéndose fatigado. En ese instante, un hombre de cara siniestra surgiendo de entre las sombras, pasa cerca de él saludándolo con una ligera inclinación de cabeza; el rostro le es ligeramente familiar, pero no recuerda dónde lo ha visto. Por un momento queda pensativo tratando de recordar, pero ante la inutilidad del esfuerzo, reanuda el camino envuelto en sus pensamientos, sin darse cuenta que el desconocido hace una leve indicación a un par de mendigos, que sigilosamente se ponen de pie y guardando una prudente distancia, empiezan a seguir al preocupado Joaquín.

    Las calles son cada vez más oscuras y solitarias, la hora duodécima ha llegado y el moribundo día rápidamente se encamina hacia la primera vigilia. Las luces en las casas principian a encenderse y poco a poco la población se va preparando para el descanso. Las puertas de la ciudad ya se han cerrado y las diferentes rondas están iniciando su diario recorrido.

    Al llegar a la ciudad baja, Joaquín siente que la tranquilidad que le había abandonado lentamente va regresando a su cuerpo cansado, ya que la oscuridad y los lugares por los que ha pasado, no hacen una buena combinación para la seguridad de nadie. Un poco agotado vuelve a detenerse y las sombras que le siguen lo hacen también fundiéndose con la penumbra.

    Un rato después y ahogando un suspiro, vuelve a iniciar la marcha, hasta que después de un breve recorrido, toma la calle que conduce a la Piscina de Siloe y una vez en ella, ya completamente tranquilo, piensa tan sólo en la paz de su hogar, donde en unos momentos más estará confortablemente sentado tomando sus alimentos.

    Cuando llega a su morada, una achaparrada construcción de dos plantas, Joaquín golpea las maderas del portón y justo en ese instante, las dos sombras que lo seguían y que más que verse se adivinaban, se detienen sin dejar de observarlo y así permanecen breves momentos, hasta que ven, guiados por la luz interior, cómo se abre la puerta de la casa y el hombre entra en ella. Durante unos instantes más permanecen inmóviles, hasta que una vez que se han asegurado que el acceso a la morada ha quedado definitivamente cerrado, vuelven sobre sus pasos, desvaneciéndose en la noche.

    Al ver llegar a su esposo, el rostro de Ana que lucía preocupado, se tranquiliza y medio en broma, medio en serio, se dirige a él:

    - ¿Se podría saber por qué llegas tan tarde? ¿No te has dado cuenta que una ausencia tan prolongada me preocupa? De seguro andabas embriagándote con tus amigos.

    Acercándose a su mujer, Joaquín sonríe.

    - Decidí salir de la ciudad para caminar un poco al aire libre y despejar la mente, así que me encaminé al Monte de los Olivos, sólo que el tiempo voló y no me percaté de lo tarde que era.

    - ¿A caminar? Sin ánimo de molestar querido, tú ya no estás para ir a caminar al campo y mucho menos para subir a un monte; si quieres caminar, hazlo cerca de tu casa.

    El hombre, dejándose caer en un sillón, suspira ligeramente.

    - Llegué hasta la cumbre, lo cual no me fue fácil, pues hace bastante tiempo que no lo hacía; ahí acostumbraba ir a meditar hace ya muchos años, sobre todo cuando algo me agobiaba.

    - ¿Y qué te agobia ahora?

    Viendo fijamente a su esposa, Joaquín contesta:

    - Tú lo sabes.

    Con el temor reflejado en el rostro, Ana lo ve a los ojos.

    - ¿Has decidido algo?

    - Mañana en la mañana iré al Templo para hablar con el Sumo Sacerdote.

    Como su mujer permanece callada y sólo lo contempla esperando lo que le falta por decir, Joaquín externa la conclusión a la que sus pensamientos le han llevado.

    - Voy a relatar toda la verdad y aceptaré lo que me digan que debe hacerse.

    El rostro de Ana al escuchar las últimas palabras de su marido, parece una máscara; sin la menor expresión lo observa con mirada impenetrable y tratando de controlar un ligero temblor en la barbilla, se dirige a él con voz que suena extrañamente dura:

    - ¿Sabes lo que estás diciendo? ¿Qué pasará si no nos dejan quedar con María? ¿Crees que eso podría perdonártelo alguna vez?

    Por breves instantes el hombre guarda silencio; tenía la seguridad de que algo así podría ocurrir, pues estaba seguro de que la reacción de su mujer sería de rechazo y hostilidad; pero por más que ha buscado una posible salida, la conclusión a la que llega siempre es la misma: sólo tiene que actuar conforme a sus principios y seguir el consejo que en cierta ocasión su padre le dio:

    Si alguna vez tienes un problema o alguna situación conflictiva y no sabes qué decir, la solución es simple… di la verdad.

    Así que carraspeando ligeramente, se dirige a su mujer:

    - Le contaré al Sumo Sacerdote todo lo que ocurrió; le haré ofrendas y sacrificios a Dios y daré limosnas al Templo y a los pobres; pero sobre todo, haré hincapié en que tal vez esta bebé es la respuesta tardía del Señor a nuestras plegarias. Ahora bien, si las cosas no salen como quisiéramos y el dolor que las consecuencias que mi decisión te ocasione, no te hace ver la realidad como yo la veo y eso te impide perdonarme, te voy a decir algo que con todo mi corazón espero entiendas. Si faltara a la verdad por ti y me presentara en el Templo con una mentira en mi corazón, tal vez tendría tu perdón, pero jamás tendría el mío y la felicidad que crees que en ese momento ganaríamos, serían como nubes que se lleva el viento, pues cuando algo se basa en el engaño, como sería en este caso, no nos traería la felicidad, sino que sería la causa de que ésta desapareciera de nuestras vidas. Así que esta noche, cuando te dispongas al descanso, piensa en esto que te digo, pues si actuara como tú pretendes, jamás podría educar a una hija en los principios que una familia debe observar y mucho menos en los principios de nuestra fe, pues no me sentiría capaz de inculcar algo, que yo mismo no he podido respetar.

    El silencio vuelve a envolver a la pareja, pues ninguno de los dos se atreve a decir nada, tal parece que las palabras hubieran huido de sus labios. Finalmente, después de un largo rato, Joaquín se acerca a su mujer y depositando un beso en su mejilla, se dirige a ella con voz tranquila y conciliadora:

    - Vamos a tomar nuestros alimentos.

    - Ana lo observa, sin que su mirada deje traslucir sus pensamientos. Así transcurren breves segundos, hasta que la mujer, poniéndose de pie, responde con voz apenas audible:

    - No tengo hambre… me retiro a descansar.

    Joaquín con el rostro apesadumbrado ve cómo su esposa se aleja y sale de la habitación; por un instante considera seguirla, pero después de reflexionar un poco abandona la idea, lanza un suspiro y con paso lento se dirige al comedor, el cual encuentra inusitadamente vacío. Con movimientos torpes se deja caer en su silla acostumbrada y ahí, sentado frente a los alimentos que una de las criadas le ha llevado, permanece pensativo sin tocarlos. Durante largo rato da vueltas en su cerebro a la breve plática que sostuvo con su esposa; sabe que ella está obsesionada con la bebé y que ningún razonamiento le va a ser válido, ni la va a convencer de que él está actuando adecuadamente; sin embargo, y a pesar del riesgo que está corriendo de destrozar su vida familiar, sabe que su decisión es la correcta.

    Sara, la joven sierva que en ese momento entra en la habitación, lo saca de su abstracción:

    - ¿No es de su agrado la cena? ¿Desea alguna otra cosa?

    Como despertando de un sueño el hombre observa a la recién llegada, contestándole con voz impersonal:

    - No tengo apetito… llévate todo. Me retiro a descansar.

    La sierva obedece en silencio y mientras procede a recoger los platos, Joaquín se pone de pie y con su paso acostumbrado, casi arrastrando los pies, se dirige a la habitación donde Ana seguramente está tratando de conciliar el sueño, si no es que ya se ha quedado dormida. Al llegar frente a su recámara el hombre se detiene, por largo rato permanece inmóvil sin atreverse a entrar, hasta que finalmente, acallando un suspiro, con exagerado cuidado procede a abrir la puerta, tratando de evitar cualquier sonido que pueda interrumpir el descanso de su esposa; pero al cruzar el umbral, ve que la lámpara de aceite que está sobre el mueble de la ropa, aún lanza un pequeño resplandor y en la incierta luz que apenas puede disipar las sombras, alcanza a vislumbrar a Ana, que sentada a un lado de la cama, observa a la bebé que duerme.

    Sin moverse, ni levantar la cabeza y sin que ningún movimiento denote que se ha dado cuenta de que su esposo ha entrado en la habitación, la voz de la mujer se escucha, haciéndole comprender a Joaquín que está perfectamente consciente de su presencia:

    - Si te hago una pregunta, ¿serías capaz de contestarla honestamente?

    La voz de Ana ha sonado sin inflexiones y como distante, pero su esposo, que la conoce perfectamente, sabe que tan sólo está ocultando una emoción contenida.

    - Claro querida, tú sabes que siempre lo he hecho.

    La mujer guarda un breve silencio y cuando él hombre piensa que tal vez ella está esperando que él diga algo más, la voz de Ana vuelve a escucharse:

    - He estado pensando en los problemas que la niña ha generado y la mejor forma de solucionarlos, pero antes de decirte nada, contéstame: ¿Realmente deseas que nos quedemos con la pequeñita?

    Durante largo rato Joaquín medita su respuesta, hasta que finalmente, como midiendo cada palabra, externa sus pensamientos:

    - Lo que primero pensé al ver tu actitud cuando encontramos a la bebé, fue que era una locura intentar quedarnos con ella, pero al ver tu felicidad y entusiasmo, me contagiaste esos sentimientos y por un momento pensé que habíamos encontrado, no sólo una fuente de alegría que iba a llenar el vacío sin hijos de nuestra vida, sino también la ilusión necesaria para disfrutar de nuestros últimos años. Después, una vez pasada la emoción y la locura del momento, empecé a meditar y me di cuenta de que el quedarnos con ella no era nuestra decisión, que debíamos ir al Templo y contar la verdad y así dejar que los sacerdotes decidieran el futuro de María, para nosotros poder estar en paz.

    Ana va a decir algo, pero con un gesto su marido la detiene.

    - Hay algo más que no te he dicho y que es la fuente de mi principal preocupación… ya estoy viejo y tú lo sabes, pues aunque no lo queramos, ya me encuentro recorriendo el último tramo de mi camino… jamás podré ver cómo esta bebé se convierte, no digamos en mujer, ni siquiera en una jovencita y tú mi amor, si somos sinceros, me vas a seguir a muy poca distancia. Sé que el aspecto económico no es el problema, pero al faltar yo, ¿a quién voy a encomendar que vea por ustedes? Tú no tienes familia, mi hermana ya murió y bastantes problemas tiene Abraham para cuidar a Isabel, que ya es una joven casadera. No tenemos a nadie más, así que me parece un gran egoísmo de nuestra parte el pensar tan sólo en nuestra felicidad y no en el futuro de la pequeñita. Así que tratando de contestar a tu pregunta, te diré lo siguiente: deseo con toda mi alma que esta bebé se quede con nosotros, pero al mismo tiempo no quiero dejarla abandonada dentro de unos pocos años, sin tener siquiera la seguridad de que tú estarás con ella.

    Conforme el hombre ha ido hablando, la actitud de su esposa se ha ido modificando; ahora lo ve fijamente y un brillo que antes no se percibía, ha aparecido en sus ojos. Lentamente se pone de pie y aproximándose a su esposo lo toma de las manos.

    - Sé que tienes razón, pero nunca he dejado de creer que las cosas ocurren por alguna causa, que siempre hay un motivo para todo. Esta niña es nuestra postrera felicidad, es la realización de mis sueños, es la parte de vida que nos faltaba para ser una familia completa; dejemos al Señor el futuro de los tres y confiemos que Él vea por nuestra hija. ¡Debes convencer al Sumo Sacerdote de que nuestra felicidad estriba en quedarnos con ella!

    Joaquín ha quedado pensativo, las palabras de su esposa han llegado al fondo de su corazón, mas sin embargo sabe que si el sacerdote le transmite las mismas dudas que él tiene, no existe una respuesta válida que le pueda dar.

    - Mi amor, estoy de acuerdo contigo, pero ese razonamiento no va a tener ninguna validez en el Templo… reconócelo… estamos viejos. Si nos quedamos con María. ¿A quién le vamos a dejar la responsabilidad cuando faltemos?

    La mujer queda largo rato pensativa; su esposo no se atreve a romper el silencio, pues cree que ha planteado una pregunta sin respuesta. Mas a pesar de lo que Joaquín piensa, el rostro de su esposa refleja una actitud diferente, como si un rayo de luz la iluminara, pues su cara se ha transformado por completo y con una sonrisa se dirige a su marido:

    - Mientras aguardaba a solas en la habitación esperando que llegaras, estuve pensando y analizando diversas ideas que en los últimos días me han estado dando vueltas en la cabeza y creo haber hallado las respuestas a tus dudas. Conocemos a varias familias que tienen hijos y con las cuales siempre hemos llevado una buena relación. Lo único que tendríamos que hacer sería seleccionar a una familia y que nuestra hija conviviera y creciera más cercana a ella que a todas las demás, para que de esta manera se sintiera más integrada a ese grupo que a cualquier otro; obviamente esa familia deberá tener hijos varones y en una edad acorde a la de nuestra hija. A su debido tiempo les haríamos ver nuestro problema y pediríamos su ayuda. De común acuerdo escogeríamos al hijo de esta familia que se considerara más apropiado para establecer un contrato matrimonial, basándonos principalmente en carácter y edad, para de esa manera minimizar los riesgos de una posible futura desavenencia. Sé que seguramente aceptarían, pues su hijo haría un matrimonio ventajoso, y para asegurar el futuro de nuestra hija, le dejaríamos a él una parte substanciosa de nuestras propiedades.

    Por un momento Ana titubea brevemente, pero rehaciéndose concluye:

    - El único problema va a consistir en escoger bien.

    Conforme su esposa ha ido haciendo su planteamiento, Joaquín no deja de ir analizando la situación, así que cuando ella termina de hablar, él esboza una ligera sonrisa.

    - Tal vez tengas razón querida, eso podría ser una solución; ya pensaremos con calma quiénes podrían ser los más adecuados, tal vez Isaac y Sara o José y Lidia. Así que si todo sale bien y logro convencer al Sumo Sacerdote, eso ya lo veríamos más tarde. Ahora lo importante va a ser convencerlo de nuestra necesidad de esa pequeña y de lo que podría ser un factor de peso en su decisión: La forma que hemos ideado para asegurar su futuro

    Acto seguido el hombre abraza a su esposa, quien incapaz de contenerse principia a llorar.

    - ¿Por qué lloras tontita?

    Levantando el rostro, Ana ve fijamente a su marido, casi con desesperación.

    Si de veras estás convencido de que la solución podría ser esto que te he planteado, nuestro futuro y nuestra familia van a depender de tu poder de convencimiento cuando mañana vayas al Templo.

    CAPITULO II

    EN EL TEMPLO

    Lugar – Jerusalén

    Fecha - 22 a. C.

    Conforme los años han ido pasando, el ascenso al Templo desde la parte baja de la ciudad, cada vez le ha sido más fatigoso a Joaquín. En los lejanos días de su infancia y adolescencia, cuando acudía con su padre a todas las festividades, realmente disfrutaba de asistir y participar en el variado ceremonial que tanto le impresionaba. Posteriormente, cuando contrajo matrimonio con Ana y ante la imposibilidad de engendrar un hijo, se acostumbró tanto a ir al Templo a rogar y pedir por un heredero, que perdió la cuenta de las veces que llegó hasta el sagrado recinto.

    Luego, conforme fue transcurriendo el tiempo sin que sus oraciones fueran escuchadas y resintiendo además el repudio de muchas familias por la infertilidad de su matrimonio, lo cual según ellos, seguramente era la manifestación externa de algún gran pecado oculto, ¿por qué no decirlo?, fue perdiendo la fe y sus visitas se fueron espaciando, hasta que estas se convirtieron en únicamente las indispensables que prescribe la Ley Mosaica.

    Ahora, a pesar de que este día no implica ninguna necesidad de acuerdo a la Torá, ni existe obligación o precepto religioso que lo haga acudir al Templo, nuevamente se dirige a él, pero no para orar y rogar ante Yahvé, sino a pedirle a un hombre, al Sumo Sacerdote, que le permita hace feliz a su esposa, llevándole la buena nueva de que pueden quedarse con la bebé que han encontrado.

    Cada vez se siente más inseguro sobre lo que dirá, pues teme la respuesta y sus posibles consecuencias, pues no puede alejar de la mente el rostro preocupado de su esposa. El camino por la empinada cuesta le es un poco difícil y así lo manifiesta su paso lento, que sin embargo poco a poco lo va aproximando al Templo. Poco antes de llegar se detiene por breves minutos, mientras una nutrida tropa, compuesta por un par de cohortes, pasa por la no muy amplia avenida, con dirección a la Fortaleza Antonia. Durante la espera, toda clase de preguntas se agolpan en su cabeza.

    ¿Aceptarán que se queden con la pequeñita? Si quien la llevó al Templo deseaba que los sacerdotes decidieran sobre su futuro, ¿no en cierta forma se está oponiendo a los deseos de quienes fueron sus padres? ¿No estará destinada a otros fines?

    Estas y otras preguntas le abruman, pues teme las respuestas y finalmente, justo en el momento en que reanuda su camino, al finalizar el paso de los legionarios, un razonamiento tranquilizador acude a su preocupado cerebro:

    ¿Qué pasaría si estuviera exagerando sus preocupaciones y todo fuera tan sólo producto de su imaginación? Tal vez los sacerdotes, al ser informados del hecho, simplemente se den por enterados y no se opongan a que se quede con la criatura

    Estos últimos pensamientos son rápidamente desechados, pues Joaquín está consciente de que más que razonados, son únicamente producto de sus deseos.

    Conforme se va acercando a su destino, la maciza mole del Templo se va alzando majestuosa frente al inquieto Joaquín. Al aproximarse, primero cruza por el sitio donde se encuentran los comerciantes de animales, que a todo pulmón pregonan su mercancía, la cual, una vez adquirida, podrá ser ofrecida en sacrificio o donada al Templo. Aquí los sonidos de hombres y bestias se mezclan en un barullo ininteligible, debido a la gran cantidad de personas que venden o compran toda clase de aves y cuadrúpedos; desde palomas hasta cabritos y cuyas voces, en un interminable regateo, elevan su volumen para hacerse oír.

    Al llegar al pie de la escalinata que conduce a la explanada principal, la gran afluencia de gente da pie a la proliferación de mendigos, los cuales lucen toda clase de males, reales e imaginarios.

    Abriéndose paso entre la muchedumbre, Joaquín inicia el ascenso hacia el Templo, sin dejar de recordar ni por un momento lo diferente que fue todo unas noches atrás, cuando por primera vez la bebé apareció en su vida.

    Al llegar a lo alto de la escalinata y observar la amplia explanada del Patio de los Gentiles, no puede evitar un gesto de desagrado al ver la gran cantidad de comerciantes y mercaderes que ahí exponen sus mercancías u ofrecen sus servicios; pero quienes más lo irritan son los cambistas, ya que gran parte de ellos ni siquiera son judíos y sólo están ahí para obtener los pingües beneficios que este negocio les proporciona, gracias a la gran cantidad de personas, que desde ciudades lejanas acuden a Jerusalén, en cumplimento de la ley, la cual establece la visita en peregrinación a la ciudad de David, para así orar en el Gran Templo.

    Largo rato permanece Joaquín observando todo el movimiento que la multitud despliega, hasta que finalmente, decidido a cumplir con su cometido, reanuda con paso tranquilo su camino hacia el acceso principal. Al entrar en el primer recinto, siente el lugar casi en paz, a pesar de la gran cantidad de hombres que ahí se encuentran y es que después del escándalo exterior, se puede pensar que aquí al menos, hay cierto recogimiento.

    Con la mirada inicia la búsqueda de aquel con quien desea hablar; tarea nada fácil debido a la multitud que ahí se aglomera, hasta que finalmente, después de breves momentos, logra distinguir a un fariseo a quien conoce y de inmediato se aproxima a él.

    - Buen día Jacobo. ¿Cómo estás?

    El aludido, tomado por sorpresa, tarda un poco en reconocer a Joaquín, ya que no es alguien a quien frecuente, pero al identificarlo, de inmediato sonríe, contestando el saludo.

    - Que el Señor esté contigo Joaquín. Estoy bien, gracias, ¿y tú?

    - Yo también Jacobo. Ando buscando al sacerdote Isaías. ¿Sabes dónde puedo hallarlo?

    Volviendo la cara en derredor, el fariseo señala un extremo del recinto.

    - Lo vi dirigirse hacia el atrio de Salomón por aquella puerta lateral, hace tan sólo un momento, creo que iba con Jonás, el Sumo Sacerdote.

    Al escuchar la respuesta el hombre suspira aliviado, eso facilita las cosas, pues a través de su conocido será más sencillo hablar con quien realmente desea hacerlo: el hombre que representa la máxima autoridad del Templo. Agradeciendo con la cabeza, Joaquín reanuda su camino y con su andar torpe se dirige hacia la puerta indicada; al cruzarla y encontrarse en el exterior del recinto, parpadea un poco mientras observa ansioso en todas direcciones. Finalmente logra ubicar al hombre que busca, el cual parece estar en amigable coloquio con el Sumo Sacerdote.

    Aproximándose tan rápido como le es posible, el esposo de Ana se acerca a la pareja y sin importarle interrumpir la conversación, se dirige al sacerdote Isaías:

    - Señor, no sé si me recordáis, soy Joaquín, el comerciante de granos, deseo si es posible, hablar con el Sumo Sacerdote.

    Uniendo la acción a la palabra, Joaquín vuelve el rostro hacia el susodicho.

    - Deseo hablar con vos, si lo permitís.

    Isaías, visiblemente molesto por la interrupción, contesta secamente:

    - ¿No os dais cuenta de que estamos ocupados? En este momento no se os puede atender.

    Resignado, Joaquín sólo atina a decir:

    - Esperaré, es urgente.

    Como si no hubiera escuchado la respuesta, el sacerdote reanuda la conversación, pero su acompañante, que ha contemplado la escena en silencio, levanta la mano derecha interrumpiendo la plática.

    - Espera un poco Isaías, creo que debemos atender a este hombre, es ya mayor y luce cansado.

    Sin aguardar la respuesta de su acompañante, vuelve su rostro amable hacia el recién llegado:

    - ¿No nos conocemos?

    - Sí señor, pero de esto ya hace algún tiempo, no creí que me recordarais; fue cuando la gran sequía, vos me acompañasteis cuando hice una pequeña donación a los pobres del Templo.

    El Sumo Sacerdote entrecierra los ojos simulando esforzarse en recordar, hasta que finalmente, golpeándose ligeramente la frente con la palma de la mano, exclama satisfecho:

    - Ya recuerdo… Joaquín, claro está. ¿En qué te podemos ayudar?

    El aludido carraspea ligeramente, como hace siempre que está nervioso.

    - Antes que nada, perdonad señor esta interrupción.

    - No te preocupes, tanto mi compañero como yo estamos dispuestos a escucharte.

    Un tanto extrañado Isaías asiente con la cabeza, momento que Joaquín aprovecha para solicitar respetuosamente:

    - ¿Podríamos ir a un lugar menos bullicioso? Lo que tengo que hablar es muy delicado.

    Inclinado la cabeza en señal de asentimiento, Jonás toma del brazo a su colega y con paso tranquilo se dirigen hacia un extremo de la explanada, mientras en voz baja y por la comisura de los labios, murmura al oído de su acompañante:

    - Es un comerciante bastante rico.

    En el mismo tono, Isaías contesta:

    - Lo sé, lo conozco perfectamente.

    Al llegar al sitio seleccionado por el sacerdote, éste se detiene y girando sobre sí mismo, tira de su colega para quedar cara a cara con Joaquín, que nervioso camina a su lado.

    - ¿Te parece este lugar suficientemente tranquilo?

    El hombre asiente satisfecho, al tiempo que el Sumo Sacerdote le pregunta:

    - ¿Y bien, qué podemos hacer por ti?

    Joaquín carraspea brevemente y tratando de ocultar su nerviosismo, inicia la conversación.

    - Señores, creo que he cometido una grave falta y lo peor es que he tratado de ocultarla.

    Los dos sacerdotes intercambian una mirada entre ellos y en silencio aguardan a que Joaquín continúe.

    - Hace ya casi dos semanas mi esposa y yo pasábamos por la calle de los Alfareros. Ya era de noche y no se veía muy bien, pero al llegar frente al Templo pudimos apreciar cómo una mujer descendía por las escalinatas y se perdía en la noche; nos extrañó un poco debido a lo tardío de la hora, pero justo en ese momento, el llanto de un niño que provenía de lo alto nos llamó la atención; subimos a ver de qué se trataba y cuál no sería nuestra sorpresa al ver que habían abandonado a un bebé, justo frente a la puerta principal.

    Un tanto intrigados, los dos sacerdotes vuelven a mirarse entre sí, hasta que Isaías, ligeramente extrañado por lo que ha oído, inquiere:

    - ¿Y eso qué tiene que ver con nosotros?

    El Sumo Sacerdote dándole un ligero tirón a la túnica, lo hace callar.

    - ¿Quieres decir que alguien abandonó un bebé a las puertas del Templo y por lo que deduzco, tú y tu mujer lo recogieron y se lo llevaron sin decir nada a nadie?

    Joaquín inclina la cabeza avergonzado, por lo que no puede ver la mirada de complicidad de los sacerdotes, que por un momento esbozan una leve sonrisa.

    - Sí señores, como mi esposa nunca pudo engendrar un hijo, nos dejamos llevar por la ilusión del momento y sin pensar en las consecuencias, lo llevamos a nuestro hogar.

    Mientras Isaías observa en silencio, Jonás mueve la cabeza negativamente con gesto de preocupación.

    - Malo… muy malo… ¿Cómo pudiste hacer eso? Si alguien deja a un niño en el Templo, es porque seguramente quiere dedicarlo a Dios.

    Sin levantar la mirada, Joaquín murmura:

    - Lo sé… lo sé… pero mi esposa siempre ha deseado un hijo y aun cuando el bebé es una niña, la ilusión para ella y también para mí, es la misma.

    Los dos sacerdotes intercambian nuevamente cómplices miradas y es otra vez Jonás el que toma la palabra:

    - Has impedido que se cumplan los deseos de una familia o de una pobre mujer, de dedicar su hija a Dios. Eso es grave.

    Cada vez más preocupado, Joaquín pasa saliva para aclararse la garganta.

    - Lo entiendo señor y estoy dispuesto a hacer las ofrendas necesarias y dar las limosnas que para el Templo y los pobres ustedes me indiquen.

    Posesionado del papel que al fin ha comprendido debe interpretar, Isaías toma la palabra:

    - ¿Crees en tu absurdo orgullo que con regalos vas a comprar nuestra conciencia? Claro que lo que has hecho merece reparación, pero en tu irresponsabilidad sólo has pensado en aspectos materiales. ¿No te das cuenta que el perdón sólo lo obtendrás orando y arrepintiéndote? Si acaso el Sumo Sacerdote decidiera que eres digno de quedarte con esa niña, lo haría pensando en que estamos tratando con un hombre honesto, lo que de hecho consideramos que eres, ya que si no fuera así, habrías tratado de ocultarlo todo, pero con la actitud que has tomado, nos manifiestas que también eres temeroso de Dios y seguidor de la Ley.

    Haciendo una pequeña pausa Isaías observa al preocupado Joaquín, que aguarda intranquilo la decisión que los dos hombres vayan a tomar, pero para su mayor preocupación es ahora el Sumo Sacerdote quien interviene:

    - Si eres sincero en tu arrepentimiento, otra razón que podría tener para acceder a que te quedaras con la niña, sería el amor que seguramente ya sienten tú y tú esposa por esa criatura, por lo que sinceramente creo que sería una crueldad quitárselas; pero hay otro aspecto que tal vez no has considerado y que complica un poco la situación.

    Isaías al oír las últimas palabras de su compañero no puede reprimir un gesto de extrañeza, pero en prudente silencio aguarda a que éste continúe, más es la preocupada voz de Joaquín la que se escucha:

    - ¿Qué es lo que hace esto más grave?

    El Sumo Sacerdote suspira, mientras mueve la cabeza negativamente.

    - ¿No te das cuenta de que tus días están contados? Que a tu edad en poco tiempo dejarás a esa criatura en el desamparo y que después de haber hecho que ella se encariñe contigo, la vas a dejar sola o si acaso en compañía de una anciana, pues imagino que tú esposa ya también debe ser una mujer mayor.

    Joaquín no sabe qué decir, la objeción principal que había imaginado ya llegó; todo lo que había preparado parece que se ha borrado de su mente, mas intentando sobreponerse, contesta en forma nerviosa, mientras trata desesperadamente de ordenar sus pensamientos.

    - Lo sé, lo sé, pero les aseguro que si aceptan que pueda quedarme con esa criatura, daré lo más que pueda al Templo y a los pobres, para así compensar mi error al tratar de quitar a Dios lo que le pertenece y no sólo eso, cumpliré puntualmente con todos los preceptos de la Ley Mosaica, para que así, en cada ocasión que acuda a orar, pueda rezar por el perdón de mis faltas e implore la misericordia de Yahvé. Eso por la parte espiritual, en lo material me aseguraré de que la niña no quede desamparada, arreglándole un matrimonio adecuado antes de que yo falte.

    Los sacerdotes quedan en silencio como sopesando las palabras de Joaquín, hasta que finalmente Jonás toma la palabra:

    - Seguramente tú y tu esposa son personas piadosas y temerosas de Dios, por lo tanto y considerando que seguramente se encuentran ilusionados con la pequeña, no seremos nosotros quienes matemos esas ilusiones; por lo que si haces las ofrendas convenientes al Templo y ayudas a los pobres y a los sacerdotes, humildes siervos del Señor, pediremos a Dios por el perdón de tu falta, ya que tal vez con tu atrevimiento has violentado los deseos de una piadosa familia y has impedido que haya otra persona más al servicio de Yahvé. Pero no imagines que si das más en el aspecto material, obtendrás más rápidamente el perdón; tú sólo da lo que tu conciencia te dicte y nosotros en el Templo pediremos porque se olvide y se perdone la falta, para que así tú y tu familia puedan ser felices.

    Joaquín casi no puede creer lo que ha escuchado y con una sonrisa de felicidad se dirige a los sacerdotes.

    - Seré tan generoso como vosotros en vuestra bondad habéis sido conmigo y os repito, esta niña será comprometida en matrimonio con un hombre de fe y respetuoso de la ley de Dios, para que así le pueda yo asegurar un futuro digno y seguro.

    Por un momento el feliz hombre titubea.

    - No sé cómo daros las gracias; habéis devuelto la paz a mi espíritu y la felicidad a mi hogar.

    La alegría de Joaquín es turbada momentáneamente por las palabras del Sumo Sacerdote:

    - Sólo hay una condición. Cuando esa pequeña cumpla tres años, deberás venir al Templo y consagrarla a Dios, ya que si acaso el matrimonio que prometes no se pudiera concretar, la niña quedará dedicada al Templo y sus bienes bajo custodia y administración de los sacerdotes.

    No viendo en esa condición mayor problema, Joaquín respira tranquilo.

    - De acuerdo, no tengo ninguna objeción que hacer al respecto.

    Los dos sacerdotes con sonrisas amables escuchan las palabras de Joaquín, que por un instante queda pensativo.

    - ¿Con quién debo de hablar para ponerme de acuerdo en cuanto al monto de las limosnas y el valor de las ofrendas?

    Jonás, poniendo su mano en el hombro de Joaquín, le dice con voz tranquila:

    - No te preocupes, ya Isaías hablará con los escribas encargados de la administración del Templo y se pondrá de acuerdo con los levitas para recibir tus limosnas. Cuando tú estés listo y hayas decidido lo que vas a dar, búscalo.

    Agradecido Joaquín no sabe qué más decir y tartamudeando por la emoción, sólo repite una y otra vez:

    - Gracias… gracias…

    Isaías lo interrumpe con un gesto.

    - Basta, no tienes por qué agradecer, con tu dicha estamos pagados y Yahvé, con tus ofrendas y las dádivas que des a sus humildes hijos, estará feliz. Ahora ve en paz y regresa a tu hogar, para comunicarle a tu esposa las buenas nuevas. Nosotros debemos continuar con nuestras obligaciones.

    Agradecido y sonriendo lleno de felicidad, el hombre se despide y con paso que trata de ser rápido se aleja de la pareja de sacerdotes, mientras Jonás, dirigiéndose a su compañero, le dice satisfecho:

    - ¿Ves qué fácil es repartir felicidad? Este hombre y su esposa obtuvieron lo que querían; se aseguró el futuro de una niña abandonada; los pobres del Templo comerán un poco mejor, al menos durante algunos días y nosotros, los humildes servidores de Dios, veremos bendecida nuestra mesa con mejores viandas. ¿Quién puede encontrar mal en todo esto? Todo lo hemos hecho en beneficio de Dios y de sus hijos.

    Mientras el Sumo Sacerdote habla, él y su compañero ven cómo Joaquín se aleja perdiéndose entre la muchedumbre.

    El hombre, totalmente satisfecho, desciende la escalinata del Templo con el pecho henchido de felicidad, pensando en la alegría que le va a proporcionar a su esposa y así, lleno de agradecimiento hacia Dios, toma la calle que lo conducirá de regreso a la ciudad baja.

    Entre tanto en casa de Joaquín, Ana aguarda impaciente, mientras contempla el rostro tranquilo de la bebé que duerme; las pocas horas que han pasado desde que su marido se fue le han parecido eternas; constantemente se dirige a la parte alta de la casa y desde ahí, por una de las ventanas que ve al norte, observa detenidamente la calle con sus ojos cansados, tratando de descubrir a la distancia la familiar silueta de su esposo.

    Finalmente ya cerca de la hora sexta, en una de las tantas incursiones de la inquieta mujer a su observatorio, le parece percibir la figura ligeramente encorvada de Joaquín, que con paso lento viene bajando por la calle, la cual no se encuentra muy concurrida a esa hora, pues el sol cayendo a plomo, no hace recomendable ningún tipo de paseo en ese momento. Durante pocos segundos permanece observando la figura que se acerca, hasta que una vez que con toda seguridad identifica a su esposo, no puede esperar más y bajando la escalera se encamina hacia la puerta principal, para ahí esperar las noticias; mas su impaciencia es incontrolable y nerviosa al ver el paso, para ella desesperadamente lento de Joaquín, por lo que no puede más y sale a su encuentro.

    El hombre viene sumido en sus pensamientos, cuando la familiar voz de su esposa lo vuelve a la realidad. Levanta la cabeza y cubriéndose los ojos con la mano derecha para protegerse del sol inclemente, se da cuenta de la proximidad de su mujer y sonriendo ampliamente, claro mensaje de lo que ha ocurrido, le tiende los brazos en además de saludo y como expresión de la felicidad que le embarga.

    La pareja se abraza y ella, entre risas y llanto, inquiere:

    - ¿Qué pasó? ¿Nos podemos quedar con María?

    Joaquín la separa ligeramente y besándola en la frente, le dice casi al oído:

    - Todo está bien. No hay ningún problema, nos podemos quedar con ella.

    CAPÍTULO III

    ÉSTA ES MARÍA

    Lugar – Jerusalén

    Año – 22 a.C.

    El día está lleno de luz. En la casa de Joaquín y Ana todo es agitación y movimiento. Los criados se están esmerando en la limpieza y además están haciendo toda clase de preparativos para lo que parece será una gran fiesta.

    La dueña de la casa está terminando de vestir a la bebé, que medio duerme, medio protesta con tímidos lloriqueos, pues no la dejan disfrutar de su acostumbrada siesta.

    Joaquín un poco cansado se ha sentado en un sillón de la estancia principal y observa todo el ajetreo con una sonrisa. Después de los tensos días que precedieron a su plática con los sacerdotes, ahora todo es felicidad, aunque no precisamente tranquilidad, pues Ana ha enloquecido con la niña y parece que ésta le hubiera devuelto el ímpetu y los bríos de su lejana juventud; él es, quien por más que trate de ocultarlo, no deja de acusar el paso del tiempo y aunque intenta ajustarse a la nueva actividad de la casa, su cuerpo, más que su espíritu, es el que se niega a responder.

    El día de hoy ha preferido sentarse y observar la algarabía reinante; Ana decidió que este día sería de fiesta, aun cuando sólo se trate de llevar a la pequeña al Templo para ahí imponerle un nombre, pero ¿qué más da?, lo importante es la alegría que se respira en la casa. Su esposa ha invitado a todos sus amigos y conocidos a la celebración y al repasar él mentalmente la lista de invitados, no ha dejado de analizar y estudiar a todos ellos en busca de la posible familia, cuyo hijo, en un futuro pudiera comprometerse con María. De todos los asistentes, hay dos o tres parejas con hijos varones, que considera podrían ser los adecuados para en su momento hablar con ellos. Esta última frase lo hace meditar. En su momento. ¿Cuál y cuándo será ese momento?.

    Nadie tiene la vida comprada y a él los años le pesan cada día más, sin embargo, no deja de recordar las palabras dichas por su padre, cuando él era todavía joven e imprudente.

    Ten cuidado con lo que haces Joaquín; no eres tan joven como para que no puedas morir mañana y nunca serás tan viejo, como para no vivir un año más.

    Tardó en entender lo que su padre le dijo aquel lejano día, pero al fin con el paso de los años, comprendió su significado:

    Por joven que seas no eres inmortal y puedes morir en plena juventud por tus imprudencias y cuando llegues a la etapa final de tu vida y seas un hombre viejo, nunca dejes de tener ilusiones, pues sin importar la edad, siempre existe la posibilidad de que puedas vivir un año más.

    Recordando aquellas lejanas palabras, Joaquín comprende que debe disfrutar la ilusión que la bebé ha traído a su corazón cansado, pues la vida aún puede depararle múltiples alegrías; pero también está consciente, que al mismo tiempo debe considerar que su tiempo se está acabando y por lo tanto, es recomendable tener algunas pláticas previas con quienes él y Ana seleccionen para establecer el futuro compromiso de su hija y aun cuando se puede pensar que no hay demasiada urgencia, es conveniente empezar a sondear las posibilidades.

    Deberá hablar con Absalón, el dueño de los olivares de oriente; con José, el constructor y quizá también con Isaac; todos tienen hijos con la edad adecuada como para en un futuro realizar un compromiso matrimonial.

    Por un momento el ajetreo de la casa interrumpe sus pensamientos; cree por el ruido y algunos gritos que ha llegado el tiempo de partir, pero al darse cuenta de que todo el escándalo es tan sólo producto de los últimos preparativos, se vuelve a encerrar en sus pensamientos.

    Absalón es un buen hombre, pero dedica más tiempo a sus negocios y a hacer dinero, que a su familia; además pienso y eso habría que confirmarlo, que su esposa no es muy feliz, pues está más sola que la mayoría de las mujeres y si ese comportamiento el padre lo transmite a sus hijos, no es precisamente lo que más me gustaría para María; pero puedo estar equivocado, ya lo platicaré con Ana; aunque de momento no hay que descartarlo, pues si la memoria no me falla, el hijo mayor de Absalón tiene ocho años y hasta donde recuerdo no se ha comprometido. Otro posible candidato pudiera ser José; tiene dos hijos pequeños que deben tener uno y cinco años y creo, por lo que lo conozco, que también es un buen hombre o al menos Heli su padre lo era. En cuanto a Isaac….

    En ese instante Ana se acerca a su marido, interrumpiendo sus reflexiones.

    - Vamos flojo, ha llegado el momento. Debemos ir al Templo cuanto antes. ¡Hay que darse prisa! No debemos tardarnos pues los invitados llegarán a partir de la hora sexta.

    Joaquín se pone de pie y en tono que quiere ser autoritario, se dirige a uno de los criados:

    - Di a Benjamín que traiga el carro.

    Obedeciendo la orden el siervo se retira rápidamente, mientras el dueño de la casa se vuelve hacia su esposa.

    - Trae a la bebé, yo esperaré en la puerta.

    Acto seguido mientras su esposa se aleja, Joaquín endereza su encorvada espalda y con paso que trata de ser apresurado se encamina hacia la salida de la morada.

    Al encontrarse en la calle, Joaquín como es costumbre, parpadea varias veces deslumbrado por el intenso sol que luce esplendoroso, lo cual le confirma lo adecuado de su previsión, al haber dispuesto de un vehículo para su traslado al Templo.

    El carro y Ana llegan casi en forma simultánea a la puerta principal de la casa; ésta última lleva a la bebé en brazos y es acompañada por una sirvienta.

    Tan pronto Benjamín, el siervo que a veces hace las funciones de cochero, detiene el carro, no aguarda ni un momento y de un ágil salto desciende para ayudar a su ama a subir a él; mientras la criada que sostiene a la pequeña, es a su vez asistida por otro de los sirvientes. Una vez instaladas las mujeres, Joaquín es también ayudado a subir y ya que todos se encuentran cómodamente instalados dentro del vehículo, éste se pone en marcha con dirección al Templo.

    En el interior del carro Joaquín da sus últimas instrucciones:

    - Al llegar entren al Templo, yo todavía debo de ir a hablar con uno de los sacerdotes.

    Su mujer ligeramente extrañada se le queda viendo.

    - ¿Existe todavía algún impedimento u objeción?

    Joaquín sonríe.

    - No mujer, tan sólo debo arreglar todo lo referente a las ofrendas y limosnas.

    Tranquilizada Ana arrulla a la pequeñita, que parece protestar con leves lloriqueos.

    - Está bien, ojalá no tardes mucho. No quiero que llegue la hora de su siguiente alimento y todavía sigamos allá.

    El trayecto hasta el Templo no es muy largo y sólo la gran cantidad de gente y de puestos callejeros hace que el llegar tome un poco más de tiempo.

    Al encontrarse frente a la escalinata que conduce al acceso principal, Joaquín se vuelve hacia el cochero.

    - Espéranos frente al parador de Jacobo. Cuando te necesitemos, te mandaré a buscar con Sara, pero por lo pronto ayúdanos a bajar.

    Acatando las instrucciones, el siervo desciende del carro para ayudar a sus amos, mientras la sirvienta, con la bebé en brazos, se apea por la parte trasera del vehículo. Una vez en tierra Ana toma a la niña con ademán solícito y acto seguido el pequeño grupo se dirige hacia la escalinata.

    Mientras suben con dirección a la puerta principal, los pensamientos que siempre acompañan a Joaquín al llegar al Templo vuelven a surgir en su mente.

    Esto es peor que un mercado; no me extrañaría que hasta prostitutas hubiera entre estos puestos.

    Al llegar a la explanada en lo alto de la escalinata, Joaquín se detiene y se vuelve hacia su esposa.

    - Como te dije voy a hablar con uno de los sacerdotes. Nos vemos en el patio de las mujeres. Espérame cerca de la salida norte del Templo, entre las dos puertas.

    Ana asiente con la cabeza y seguida por la sirvienta, se aleja en la dirección indicada, bordeando el Templo por el Atrio Regio.

    Lanzando un profundo suspiro Joaquín vuelve a reanudar su camino, con el acostumbrado paso lento que lo caracteriza, mientras en vano trata de controlar su agitada respiración, ocasionada por el esfuerzo de la subida.

    Al lado derecho del acceso principal del Templo hay otra puerta de tamaño reducido y hacia ahí se encamina el cansado Joaquín; al cruzar el umbral el ambiente se torna ligeramente fresco, da unos cuantos pasos como buscando a alguien y finalmente se dirige a uno de los escribas que ahí se encuentra:

    - Disculpad. ¿Habéis visto al sacerdote Isaías?

    Antes de responder, el hombre lo recorre de arriba abajo con la mirada y al ver la calidad de sus ropas y la actitud de su interlocutor, contesta con cierta amabilidad:

    - Se encuentra en las bancas del fondo dónde está ese grupo de sacerdotes.

    Acompañando sus palabras con una indicación de la mano, señala el lugar a que hace referencia.

    Agradeciendo la respuesta con una ligera inclinación de cabeza, Joaquín se encamina hacia el sitio mencionado. Al llegar junto al grupo de sacerdotes se detiene nervioso y carraspea ligeramente; todas las cabezas se vuelven hacia él y uno de los hombres que se encuentra al lado del hombre que busca es quién le dirige la palabra:

    - ¿Se os ofrece algo?

    Joaquín haciendo caso omiso de los ceños fruncidos, sonríe amablemente.

    - Sí, desearía hablar con el sacerdote Isaías sobre ciertas ofrendas y limosnas que deseo hacer.

    El sacerdote ve a los que le rodean con rostro serio y como si fuera una muda instrucción, el grupo se disuelve, quedando solos él y Joaquín.

    - Ya estamos solos. ¿Qué es lo que me deseas comunicar?

    Armándose de valor, Joaquín traga saliva y tose ligeramente para aclararse la voz.

    - Señor, siempre he sido un hombre devoto y también siempre he hecho ofrendas al Señor para el perdón de mis faltas o para suplicar por sus favores. Mi esposa nunca me dio un heredero por más que pedimos y rogamos en este mismo Templo. Pensamos que la falta de respuesta a las oraciones y ruegos tal vez obedecía a nuestras faltas. Hice todo lo que los sacerdotes me indicaron para obtener el perdón de las mismas y desde entonces, aunque no fui favorecido con un hijo, gracias a los consejos de ustedes recobré la tranquilidad y me resigné a la falta de un descendiente que perpetuara mi nombre.

    El sacerdote ligeramente impaciente, aguarda en silencio esperando encontrar el motivo de tan extraño preámbulo, así que sin interrumpir a su acompañante se arma de paciencia, pues ignora qué tan

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1