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El Capataz
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Libro electrónico235 páginas4 horas

El Capataz

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El Capataz, es una cautivante historia de amor que nace en una hacienda cafetera ubicada Ciales, un bello pueblo en el centro de la cordillera puertorriquea.

Ah, Don ngel Lus Santiago cultiva el ms rico y delicioso caf de la comarca, sin percatarse que entre su aroma nace una historia de amor entre su hijo nico, Sixto, y Maria, la hija de su capataz.

Los gemelos Adrin y Fabin son el fruto de este amor. Dos almas, que aunque el fruto de un gran amor, viven separadas por las barreras sociales, raciales y odio, el cual los pondr el uno contra el otro, en un duelo con el amor, en esta cautivante historia.

El Capataz es una interesante novela regional de Puerto Rico, en la cual encontrara hechos reales histricos y polticos, como tambin culturales.

IdiomaEspañol
EditorialAuthorHouse
Fecha de lanzamiento4 ene 2012
ISBN9781468528732
El Capataz

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    El Capataz - A.A. Aponte

    © 2012 by A.A. Aponte. All rights reserved.

    No part of this book may be reproduced, stored in a retrieval system, or transmitted by any means without the written permission of the author.

    Published by AuthorHouse 09/18/2012

    ISBN: 978-1-4685-2875-6 (sc)

    ISBN: 978-1-4685-2874-9 (hc)

    ISBN: 978-1-4685-2873-2 (e)

    Library of Congress Control Number: 2011962569

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    Because of the dynamic nature of the Internet, any web addresses or links contained in this book may have changed since publication and may no longer be valid. The views expressed in this work are solely those of the author and do not necessarily reflect the views of the publisher, and the publisher hereby disclaims any responsibility for them.

    Contents

    Capítulo I      Ángel Luis y Sarito

    Capítulo II      La Amapola

    Capítulo III      Tiempo de Angustias

    Capítulo IV      Adrián y Fabián

    Capítulo V      El Capataz

    Capítulo VI      Eclipse

    La Justicia de Jehová vendrá cabalgando, hasta encontrarnos

    Capítulo I

    Ángel Luis y Sarito

    Los gritos espeluznantes de dolor se escuchaban por toda la campiña. Eran gritos como ningunos otros, no sólo de dolor, sino de dolor profundo y aterrador. En el cuarto interior de la hacienda de Don Ángel Luis Santiago, un hombre de tez clara, alto y de ojos azules, se encontraba su esposa Doña Sarito, diminutivo de su verdadero nombre, María del Rosario Rivera de Santiago.

    Sarito luchaba por contener sus gritos de dolor en aquella noche lluviosa en la serranía del pueblo de Ciales, en la cordillera central de Puerto Rico, donde su esposo Don Luis, como le llamaban sus peones, tenía su hacienda. Don Luis daba vueltas como un caracol, mientras frotaba sus manos humedecidas por el sudor.

    Su rostro mostraba verdadera angustia por el dolor que experimentaba su amada esposa, mientras la comadrona trataba de mitigar sus dolores con palabras de aliento, a la vez que ponía pañuelos mojados en su frente, aquella calurosa noche del 9 de abril de 1935.

    El doctor no pudo hacer la travesía a pesar de que Don Luis había mandado al capataz antes de que Sarito rompiera fuente. Las lluvias comenzaron en la tarde, como a la hora de éste haber salido, pero estaba lloviendo a cántaros e inclusive la visibilidad era dificultosa.

    Luego el manto negro de la noche cayó y el viaje de vuelta se hizo imposible debido a estos dos factores impredecibles. Además, ya se estaba informado que se temía que el Río Grande de Manatí se fuera a desbordar y eso sí sería un gran problema de dos, tres, o más días de dificultad. Bueno, por lo menos eso fue lo que se informó, pero la verdad era que uno nunca sabía a ciencia cierta. Usualmente el ojo testigo de los eventos en el ambiente, era el campesino y este ojo a veces veía las cosas que pasaban de pequeñas a grandes y de grandes a gigantescas; en ocasiones, según se iba repitiendo de boca en boca, se le iba añadiendo y lo ocurrido se distorsionaba.

    Pero claro, la exageración era parte del vivir diario y cuando la vaca paría, no paría un novillo grande, como de seguro era, sino que paría un toro con cuernos.

    Por eso uno tenía que tomar en cuenta el origen de la información, o hasta ser testigo ocular para asesorar las cosas correctamente, porque no hay cosa más crédula, que nuestros propios ojos. Pero, por lo menos en esta ocasión, lo informado parecía ser verídico, ya que a Don Luis se lo informaron al llamar por teléfono a las oficinas del Doctor Rodríguez en el pueblo de Ciales. Gracias a Dios y a Sarito que habían convencido a Don Luis de instalar un teléfono en la hacienda. A su padre Don Jacinto, nunca le interesó hacer negocio más allá de San Juan y los comunicados telefónicos los hacía desde el mismo pueblo de Ciales o quizás desde Manatí. Pero lo cierto era, que en estos tiempos de gran depresión había que hacer todo lo posible por sacar el café adelante y la competencia era muy dura para ganarse el peso…

    El teléfono se consideraba un lujo para la mayoría de las personas de aquel tiempo y sólo los hacendados, los negociantes o la gente adinerada podían costear su instalación y su factura, pero el teléfono llegó para quedarse y era el medio más eficaz para las comunicaciones del negocio. La hacienda no podía mantenerse y mantener cincuenta o sesenta peones sólo haciendo negocios con San Juan.

    La exportación era crucial, y había bastantes gastos que sufragar para que la hacienda produjera y transportara su materia prima, el café; Además, aparte del sueldo de los peones, también había costos internos para el funcionamiento de la hacienda, tales como el gasto en los animales de carga y el mantenimiento de maquinaria. En esto también, se iba un pedazo de cada dólar que caía en las manos de Don Ángel Luis, y estos gastos eran inevitables y todo comerciante tenía que estar muy consciente de ellos, si no quería que su negocio se fuera a pique. Aparte de todos estos gastos, también habían otros animales en la hacienda, tales como, pollos, guineas, patos y cabras, que aunque eran casi exclusivamente para el consumo de la hacienda misma y devolvían el dólar casi al contado, su mantenimiento también había que tomarlo en cuenta; los únicos animales que no habían en la hacienda para consumo, eran cerdos, ya que ni a Don Luis, ni a su padre le interesaron tenerlos, por lo sucio de su cuidado y la peste que creaban sus corrales. Cuando querían comer lechón asado, mejor lo compraban y lo preparaban en la hacienda; Así es que Don Ángel Luis Santiago había roto molde en lo que tenía que ver con comunicación avanzada y eficaz y debido a ello, ya había establecido clientela más allá de San Juan. Inclusive, ya había hecho algunos viajecitos por el Caribe para promover y establecer nuevos mercados para el elixir de los reyes, el café y esto en gran parte se debía al uso del teléfono; pero lo cierto era que los viajes de negocios le fascinaban y más cuando se trataba de exponer el producto de su campiña. Aunque era el año de 1935, ya habían carreteras de asfalto bastante buenas en Ciales, éstas no sólo lo conectaban a otros municipios tales como Cialitos, Cordillera, Frontón y Hato Viejo, sino también a Manatí y claro está, a San Juan.

    Aún así, el camino estaba inundado con la lluvia y regresar de vuelta a obscuras desde el Municipio de Hato Viejo en su Buick del 1932, por más bueno que estuviera, hubiera sido suicidio. Lo más probable era que el vehículo se hubiera estancado en algún camino fuera de la carretera principal, y la travesía se hubiera hecho más prolongada y hasta peligrosa; por esa razón mandó al capataz en la carreta tirada de caballos y con bastante tiempo como para que regresaran antes que cayera la noche. Se suponía que sería un viaje de poco más de dos horas a carreta a un trote no muy apresurado, en realidad un viaje tranquilo, calmado y sin prisa.

    Además, a Sarito le faltaban dos semanas y media, más o menos y durante ese tiempo el doctor estaría de huésped en la hacienda, en esas cruciales últimas semanas de su preñez. Pero como decía papá Jacinto, El hombre propone, pero Dios Dispone. Don Ángel Luis estaba angustiado, se hubiera sentido mucho más tranquilo si el doctor Rodríguez hubiera estado presente en vez de una comadrona, después de todo, el alumbramiento sería muy peligroso, ya que esta era la sexta vez que Sarito intentaba traer al mundo al hijo tan añorado, pues esta pareja que no tenía a nadie más en el mundo. Los padres de Ángel Luis y su única hermana habían muerto y Sarito por su parte, era hija única.

    También los padres de Sarito habían fallecido, al igual los hermanos de sus padres. Estos o bien habían muerto en la Primera Guerra Mundial o de alguna enfermedad en su día… Estaban seguros que tenían familiares lejanos, como quien dice, "por ahí’, pero la verdad era que no sabían quiénes eran, ya que el padre de Don Luis siempre estuvo tan absorto en su negocio, que no tuvo relación con ninguno de ellos, ni de parte de padre o de madre; Ángel Luis llegó a conocer a un primo por parte de padre en un viaje a San Juan hacía mucho tiempo atrás; éste era hijo de una hermana mayor de Don Jacinto, que se llamaba Carmen Iris. En esa oportunidad en San Juan, su primo estaba estudiando en la Universidad de Puerto Rico y parecía tener una beca basada en el mérito del deporte que practicaba, el ciclismo.

    La verdad era, que esto se le había hecho muy extraño a Don Luis, ya que aunque sabía que las bicicletas se usaban para el deporte, no estaba anuente que en Puerto Rico fuera un deporte tan popular que digamos; en el pueblo él sólo veía las bicicletas como un modo de transporte o hasta para acarrear mercancías, pero, ¿para deporte?, la verdad era que nunca lo había considerado seriamente, bueno pero, cada loco con su cuento. Eso del deporte, no era gran parte de la vida diaria de la gente común de aquellos tiempos, ya que el pueblo de Puerto Rico estaba muy ocupado ganándose la vida, con el sudor de su frente. El único deporte que, se pudiera decir capturaba la atención y la emoción de todos, era el boxeo.

    Desde 1931 había salido de Barceloneta un joven llamado Sixto Escobar que estaba acumulando fama en el extranjero, donde decían, se había tenido que ir por la falta de contrincantes en la isla. Los periódicos afirmaban que este Gallito de Barceloneta, llegaría a ser campeón mundial, bueno, pero como decía el ciego, ya veremos… Aparte del boxeo, con lo que la gente más se entretenía, eran con las peleas de gallos. Don Luis tenía algunos gallos finos en la hacienda, algunos inclusive, ingleses y españoles, pero no los peleaba, ni jugaba; eran criaturas demasiado bellas como para ser estropeadas y su canto parecía el canto de la tierra misma; además, a él no le gustaba la violencia, aunque fuera entre aves con espuelas.

    Volviendo a pensar en su primo, él claramente recordaba que el nombre de él era Marco Antonio Crespo y en ese viaje de propaganda a San Juan sólo lo encontró de pura casualidad, ya que también allí asistió una comitiva de la Universidad de Puerto Rico. Marco Antonio había sido el fruto de un breve matrimonio que tuvo su tía Iris, del cual su padre Don Jacinto, nunca aprobó o le dio el visto bueno, pero más tarde ella al divorciarse, se volvió a casar y se fue de Manatí.

    Un día Don Luis encontró a su padre llorando en su despacho y más tarde supo que era porque su hermana Carmen Iris había muerto; él nunca mas volvió a oír a su padre mencionarla o hablar de ella, ni de ella, ni de su hijo, así es que Don Luis había echado ésto al olvido…

    Ese día en San Juan, Don Luis pudo reconocer a este olvidado pariente; él recordaba haber hecho un viaje a Manatí con su padre Jacinto cuando era niño. A pesar de los años, Don Luis tenía muy buena memoria, especialmente sus memorias infantiles, éstas parecían permanecer vívidas e imborrables en su mente;

    Don Luis no sólo reconoció su nombre, sino que también pudo reconocer sus rasgos faciales. Qué raro que Don Jacinto, nunca mencionara a su sobrino. Bueno, a lo mejor Don Jacinto pensó que el padre del niño al fin y al cabo se había hecho cargo de él, pero la verdad fue que Don Jacinto nunca le movió mucho al asunto; Don Luis nunca supo esos detalles, pues en verdad, él era sólo un niño, pero a Marco Antonio parecía no haberle ido tan mal, después de todo asistir a la Universidad, aunque a disposición de todos en la Isla, no era algo que muchos lograban. Con la depresión encima, la mayoría de los niños dejaban la escuela apenas en grados elementales para irse a trabajar y nunca más volvían a la escuela. Esta era la causa principal por la que en la isla en aquellos tiempos todavía existía el analfabetismo, especialmente en los barrios pobres. Así es que Marco Antonio, o bien era una persona muy determinada o un deportista excepcional. Por otro lado, Ángel Luis también pensaba que él mismo pudo haber asistido a la Universidad, pero la verdad era que desde niño Don Jacinto le había inculcado más el negocio de la hacienda, que la escuela y él se había conformado con sólo obtener la educación de escuela secundaria.

    Don Luis sentía que el negocio lo traía clavado en la sangre y con un futuro económico asegurado, buscar más allá en el campo educacional para él, no tenía sentido. De todas formas en esa ocasión donde reencontró a su primo sólo cruzó palabras y formalidades con él, después de presentarse como familiar suyo. Lo único que supo en esa ocasión fue que se iría a Europa a competir después de sus estudios en la Isla; esa fue la última vez que lo vio o supo de él, así es que para todo efecto, en este mundo sólo quedaban Sarito y él, con una fortuna pasada del padre de Don Luis y obtenida en el café y la caña, ¡oh!.. y ésta gran hacienda llamada La Amapola. Esa había sido la flor favorita de su querida madre, Doña Desideria Luz Santiago y todo en derredor de la hacienda, no sólo habían rosas de todos los colores, sino también amapolas en abundancia.

    El aroma exquisito de las flores lo detectaba cualquiera que subía la jalda rumbo a la pequeña mansión de Don Luis. Su madre había plantado muchas flores en el jardín y él recordaba que la observaba en las tardes echándole agua a sus flores cuando iba cayendo el Sol. Era una tarea que no dejaba a ningún criado, era como si las flores fueran sus hijitos y sólo ella podía darles de comer; por otro lado, su viejo padre había tenido buena cabeza para el negocio, esto acoplado con buena ética de trabajo y rectitud en palabra y acción.

    Don Luis, el segundo hijo de dos que tuvo Lucy, como le llamaban a su madre, había heredado, no sólo una herencia considerable de su padre Jacinto, un hijo de inmigrantes españoles, sino también le había heredado la franqueza de expresión y la cabeza para el negocio. Nunca conoció a su hermana mayor Milagros, ya que esta había muerto antes que él naciera, según su madre, de una apendicitis.

    La Amapola seguía siendo una de las haciendas más prominentes de Ciales y aunque ya la caña no era parte del negocio de la hacienda, el café seguía siendo como aceite para el quinqué. Aunque su exportación era poca en ese tiempo, debido a la gran depresión, todavía había mucho negocio que hacer en la isla. El aroma del café parecía ascender de la tierra misma en las mañanas y en las tardes por todo Puerto Rico, que era cuando la gente comúnmente colaba su café para su consumo; sí, a pesar de todo, el café era el combustible que ponía en marcha al pueblo; la caña por otro lado, siempre se le hizo a Don Luis un negocio más difícil y tedioso. Los cañaverales quedaban más retirados de la hacienda y desde preparar el campo, hasta la exportación y la misma magnitud de la empresa, eran trabajo duro y Don Luis incluso, odiaba estar en medio de su producción. Cuando su padre le encargaba la supervisión de uno de los cañaverales, él buscaba cualquier excusa para no cumplir lo encargado, asegurándose de siempre estar ocupado en el café como salida.

    Cuando Don Jacinto murió en 1929, lo primero que hizo Don Luis fue vender la caña y al salir de este odiado negocio, sintió como si lo hubieran liberado de un cepo. Además, la vendió a buen precio, considerando las circunstancias y situaciones, o por lo menos, no había nadie que le dijera lo contrario. El café era otro gallo, este no sólo se daba en los campos de la hacienda, pero en los campos circunvecinos, algunos de los cuales eran de él y otros que alquilaba para su producción. El negocio del café era más sencillo, ocupaba menos peones y a él personalmente le encantaba, desde su producción hasta su consumo.

    Sólo había una temporada muy ocupada del café, desde septiembre hasta mediados de febrero, que era el tiempo de su siega y la preparación para su exportación. Su preparación consistía en recolectarlo, luego se ponía a secar en toldos a la luz del Sol, para luego echarse en molinos para separar el grano de la cáscara.

    Se volvía a revisar a mano, se echaba en sacos de cincuenta libras y se almacenaba en la hacienda; mas tarde era transportado en camiones al pueblo de Ciales, donde La Amapola tenía alquilado un almacén exclusivamente para su café. En el almacén Don Luis tenía a un encargado llamado Francisco Vásquez, este hombre también manejaba otros almacenes en el pueblo y tenía su propio grupo de trabajadores que no estaban en la nómina de paga de Don Luis.

    Francisco Vásquez era más bien un contratista independientemente y recibía un pago redondo y con éste él se encargaba de pagar el arrendamiento del almacén y pagar a sus hombres, al igual que cobrar su propio salario; cuando los camiones llegaban cargados de la hacienda, ya Francisco y su grupo estaban esperándolos en el almacén para la descarga. Francisco también mantenía un itinerario de los días de la exportación del café a las cafeterías de la isla; el café salía en grano del almacén y las cafeterías se encargaban de tostarlo, molerlo y empacarlo, ésto, aunque La Amapola también tenía sus propios medios para tostar y moler el café, pero sólo lo hacia para su propio consumo o para envíos especiales con el logotipo de la hacienda. En ella había un pequeño almacén donde se guardaba el café bajo llave y los únicos que tenían acceso era el capataz o su ayudante.

    Usualmente los peones disfrutaban de su librita de café molido directo de la hacienda, pero siempre había que tener cuidado con el peón deshonesto; el cliente más grande que tenía la hacienda era Café Yaucono quienes tenían un gran edificio en la Avenida Fernández Juncos en Santurce; durante el resto del año la hacienda sólo ocupaba un tercio de los peones para trabajar en ella; usualmente para apodar los cafetales, regarlos, echarles abono y fumigarlos contra insectos, como también para dar mantenimiento a la maquinaria. Aparte de todo ésto se tenían que pastar los animales de carga, como los caballos, bueyes y los demás animales domésticos. En este menester, las mujeres de los peones ayudaban un poco, como también ayudaban a cuidar de las aves que había en la hacienda; esta tercera parte de los peones vivían en la hacienda, lo cual garantizaba la disposición de la mano de obra a cualquier hora y en cualquier momento del día. Cuando pasaba la temporada más ocupada del café, sólo los que vivían en la hacienda se quedaban trabajando y uno que otro peón que se especializara en algo específico.

    A los peones que venían de afuera, Don Luis les permitía que trabajaran en otras haciendas domando caballos y animales de carga y trabajando en haciendas que se dedicaban a otros cultivos que no interfirieran con el café. Siempre había algo que hacer y una buena mano de obra nadie la rechazaba, ni en Ciales ni en ninguna otra parte de la isla; cuando llegaba la temporada fuerte del café, la mayoría regresaba, ya que la paga era buena y Don Luis era un hombre razonable. El capataz, Martín Valentín y su familia, la cual incluía a sus dos hijos vivían en la hacienda, el niño mayor era un varoncito de cuatro años que se llamaba igual que su padre, Martín.

    Los Valentín también tenían una recién nacida llamada María, pero sus padres le llamaban Mery,

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