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Desafio de sangre y arena
Desafio de sangre y arena
Desafio de sangre y arena
Libro electrónico211 páginas3 horas

Desafio de sangre y arena

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Información de este libro electrónico

Un trío de amigos se encuentra atrapado dentro de un juego
de mesa mecánico. Ellos deben desmantelar el juego para
poder salvarse y no morir atrapados dentro. Esta original
novela debut está llena de acción y combina los mundos del
steampunk, las Mil y una noches y Jumanji.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 ene 2018
ISBN9789874163219
Desafio de sangre y arena
Autor

Karuna Riazi

Karuna Riazi is a born and raised New Yorker, with a loving, large extended family and the rather trying experience of being the eldest sibling in her particular clan. Besides pursuing a BA in English literature from Hofstra University, she is an online diversity advocate, blogger, and publishing intern. Karuna is fond of tea, baking new delectable treats for friends and family to relish, Korean dramas, and writing about tough girls forging their own paths toward their destinies. She is the author of The Gauntlet and The Battle.

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    Desafio de sangre y arena - Karuna Riazi

    Prólogo

    En la casa de los Mirza, una familia proveniente de Bangladés que vivía en la Ciudad de Nueva York, los juegos de mesa eran uno de los pasatiempos preferidos. Ya fuera el Monopoly, el Juego de la Vida, el Clue o incluso el Memotest, jugaban a todos igual de entusiasmados.

    Como suele pasar en muchas familias, una vez cada tanto Farah debía dejar ganar una o dos partidas a su hermano menor. Eso no contaba como hacer trampa, a pesar de que para ella no había dudas de que sí lo era. Se trataba de una regla conocida por todos los hermanos mayores. Igualmente, no eran partidas justas porque Farah jugaba con alguien mucho más chico, y ella era casi adolescente. Sabía que si dejaba ganar a Ahmad, él desarrollaría más confianza en sí mismo y ella no tendría que soportar sus quejas y llantos inevitables por no poder cantar victoria.

    Pero en los últimos años, se instaló una regla nueva en la familia Mirza que dejó sin efecto a todas las demás: si eras Farah Mirza, siempre tenías que invitar a tu hermanito a jugar contigo. Y debías dejarlo ganar en todas las partidas. Sin peros ni días libres.

    Incluso si ella quería jugar con sus amigos, a los que hacía meses que no veía. Incluso si era su cumpleaños número doce.

    Capítulo 1

    Farah jugaba a las canicas con Ahmad, apoyada contra el sofá de la sala de estar y vigilando la puerta por la que desfilaban los invitados a la fiesta.

    —¡Me toca a mí, Farah apu ! —gritó Ahmad a su hermana, o apu en bengalí—. ¡Me toca a mí! —volvió a exclamar con el entusiasmo de un niño de siete años, que sobresaltó a quienes no lo conocían.

    Él estaba sentado en el piso al lado de Farah, con una caja de chenna murki enfrente. Le ofreció uno de los bocados dulces de queso, suaves, tiernos, del tamaño de una canica, que devoraba de a puñados.

    —¿Quieres? —preguntó él, ofreciéndole uno.

    Farah frunció la nariz. A ella no le agradaban los dulces, ni siquiera los bengalíes que su familia comía con avidez. Le gustaba pensar que ella era algo rebelde, al menos en ese pequeño aspecto.

    —¿No quieres probar los bocadillos que hizo mamá? Hay samosas y pakoras. ¿O prefieres hablar con Essie y Alex? —preguntó Farah, que siempre tenía que tratar de convencer a Ahmad—. Hace mucho que no los vemos.

    —Farah, él nada más quiere jugar contigo —le dijo su amiga Essie, mirándola desde su lugar en el sofá.

    El único otro amigo de Farah, Alex, estaba sentado en un sillón que había cerca, pasándose la mano por los rizos gruesos, enfrascado en un libro. No le había dirigido la palabra a ella ni a nadie más desde el saludo discreto que les había concedido cuando atravesó la puerta. Si bien Alex nunca había sido de hablar mucho, esta indiferencia era algo nuevo.

    Hoy era la primera vez en meses que Farah veía a Essie y Alex. Tenía la sensación de que su amistad… no es que había quedado marcada, ni hecha pedazos, nada muy terrible ni amenazante casi imposible de solucionar. Solo estaba un poquito salida de lugar.

    —Juguemos. Tú y yo —dijo Ahmad—. Esta vez puedes usar las canicas buenas.

    Farah le sonrió. Ahmad solo tenía siete años, algo que debía recordar cada vez que se sentía frustrada. Al igual que Farah, Ahmad también había perdido amigos cuando se mudaron del barrio Queens de la Ciudad de Nueva York al barrio Upper East Side. A Ahmad le costaba más hacer nuevas amistades debido a su problema. Incluso en el cumpleaños de Farah, cuando ella pensaba que el universo le debía cierta comprensión de que no siempre quería jugar con su hermanito, ella no podía negarse a esa sonrisa que dejaba entrever los dientes separados.

    —Bueno, una partida más —aceptó ella, y dibujó un círculo en el suelo con una tiza.

    Él formó un signo de suma con las canicas.

    —Yo primero.

    —Por supuesto.

    Ahmad apretó el nudillo contra el suelo y disparó un dedo hacia delante. Su canica preferida golpeó a las demás, y las desparramó con la habilidad de un experto. Tres salieron volando del círculo, y una chocó contra un zapato cercano.

    La tía Zohra.

    Ella rondó un segundo alrededor de Farah y Ahmad, después tomó la caja de dulces que estaba en el suelo y se metió unos chenna murki en la boca.

    —¡Mis canicas de queso! —exclamó Ahmad, que dio un salto para tomar la caja.

    Los labios delgados de la tía Zohra formaron algo que pasaba por una sonrisa. En cualquier otra persona, hubiera sido una mueca de asco o dolor. Era flaca como un espantapájaros y alta como un poste. Tenía puesto un salwar kameez, un traje típico del sur de Asia , sin ningún bordado, a diferencia de los espejitos brillantes y elaborados que decoraban los dobladillos y las mangas largas del traje azul cielo de Farah. La tía Zohra le entregó la caja a Ahmad, que tomó otro puñado de dulces con gula.

    —¿Por qué no vas con tus invitados, Farah?

    —Iría, pero…

    —Estoy ganando, Zohra masi —Ahmad le explicó a su tía, o masi en bengalí .

    —Ahmad —dijo la tía con suavidad—, me gustaría celebrar con la cumpleañera, y a los demás también. No debemos dejar a sus invitados esperando. —La tía Zohra era muy buena con Ahmad, a pesar de lo poco que la veían Farah y su hermano. Era una persona muy reservada, e incluso cuando visitaba a la familia, no era de hablar mucho. Siempre parecía estar en otro lado.

    —En realidad no son mis invitados. Son más que nada tías y chicos de la escuela nueva. Prefiero quedarme aquí. —Farah pensó que la tía Zohra lo entendería; después de todo, a ella tampoco le gustaba mucho socializar.

    La tía le dedicó otra sonrisa a Farah y respondió:

    —Bueno, es tu cumpleaños. Deberías divertirte. El regalo que te traje está esperándote arriba. Podemos abrirlo después de la fiesta. Creo que le darás un buen uso. Mejor del que le he dado yo.

    —¿El regalo está en tu habitación, Zohra masi? ¿Puedo ir a buscarlo? ¿Puedo abrirlo? —Ahmad trató de patear la pierna de Farah, pero con tantos años de práctica, ella lo esquivó. La rabieta de hoy no era nada nuevo. Para tratar de evitar precisamente eso, sus padres le daban regalos a Ahmad incluso en los cumpleaños de Farah, así él no hacía de las suyas.

    El pequeño apretó los puños y gritó:

    —¡Por favor! ¡Por favor! Déjame abrirlo, Farah apu. —Cuando llegaba a este nivel de excitación, ya ni siquiera se le podían ver los ojos. Los apretaba con muchísima fuerza, como si estuviera pidiendo los deseos antes de soplar las velas de cumpleaños o si tratara de comprimirse hasta dejar de existir.

    Por un segundo, Farah pensó que no sería tan malo que Ahmad desapareciera: podría llamar al rey de los duendes para que se lo llevara a las oscuras profundidades de un laberinto de hadas o quizás él mismo podría ir a parar a otra dimensión.

    Pero aún así, ellos eran Farah y Ahmad, Ahmad y Farah. Ella no conocía la vida sin él.

    —Es un regalo para mí. Por mi cumpleaños. Tú ya recibiste tu regalo. Esas canicas nuevas y brillantes —explicó Farah. Sabía que su hermano no siempre podía controlarse debido a su Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad, o TDAH. Su papá decía que había momentos en los que Ahmad estaba abrumado por sus propias emociones, como si estuviera perdido en un laberinto frustrante, y Farah tenía que esperar con paciencia a que él lograra salir.

    Su papá estaba en el comedor con el tío Musafir, hablando de las oficinas nuevas en las que se iba a instalar su empresa de software. Él no tenía que lidiar con Ahmad ni su mente laberíntica en este mismísimo instante.

    —Ahmad, quiero mostrarte algo —dijo la tía Zohra, enseñándole sus alianzas turcas. Los anillos espejeaban bajo la luz, delicados, en los dedos largos y desgarbados de la tía Zohra.

    Ahmad abrió grandes los ojos. Él y su familia nunca habían jugado con alianzas turcas, pero como dignos amantes de los juegos, habían oído hablar de ellos. Cada alianza estaba hecha de anillos más finos entrelazados que formaban unos diseños intrincados hermosos, como una seguidilla de ondas doradas. La tía Zohra le guiñó un ojo a Farah.

    —¡Espera! ¡Primero mis canicas! —Ahmad salió volando como una de sus preciadas canicas y fue a buscarlas debajo de un sillón. La tía Zohra lo siguió. Farah sintió una vertiginosa sensación de alivio, aunque con culpa.

    La tía Zohra logró con paciencia que Ahmad fuera a la cocina, donde seguramente la mamá estaba muy ocupada. Farah miró por el pasaplatos cómo trabajaba su madre: revolvía las ollas rebosantes de salsas, curris y arroz humeantes, tomaba cada uno de los frascos de condimentos que tenía acomodados uno al lado del otro en la mesada, y espolvoreaba las especias brillantes y coloridas sobre la comida.

    Por la puerta de entrada pasaban cada vez más niños de la escuela nueva de Farah. La mayoría venía con sus madres, y algunos llegaban con niñeras agobiadas que cargaban a un hermanito en la cadera y buscaban algún rincón donde depositar los bolsos repletos de artículos para bebés. Saludaban con la mano y decían cosas lindas, amables, que no significaban nada.

    Farah sabía que debía ir a saludar a sus invitados. Era lo que le correspondía hacer a una buena niña bengalí. Pero la mayoría de esos niños aún eran desconocidos para ella, y ella era una desconocida para esos niños. En su cumpleaños, no quería tener que conversar sobre cosas triviales, como hacen los que nos son muy amigos. En especial, no quería hablar de su velo. Nunca le habían hecho esa pregunta en la escuela anterior. En Queens, ella no había sido la única de la clase que se cubría la cabeza con un hiyab. Allí todos sabían cómo se llamaba el pañuelo y no habían tratado de tironear de la punta ni preguntado cómo era su pelo ni si siquiera tenía pelo. Ahora ella iba a una escuela del centro de Manhattan, donde era la única niña de la clase que usaba hiyab.

    Farah fue a sentarse en el sillón al lado de Essie, que estaba jugando con su teléfono. El año pasado, Farah no hubiera tenido problema en romper el silencio y sugerir algo divertido para hacer. Ahora no estaba segura. ¿Debería proponer que jueguen al Monopoly? El año pasado habían pasado horas jugando juegos de mesa. Pero hoy la idea parecía un poco infantil. ¿Y si a sus amigos ya no les gustaban los juegos de mesa? ¿Sería mejor preguntar algo sobre la escuela? ¿O eso nomás llamaría la atención al hecho de que ella no iba más allí? Y además, ningún chico querría hablar de la escuela. Essie interrumpió los pensamientos de Farah:

    —Hagamos algo… Estoy aburrida —dijo.

    —Yo también —respondió Farah. Enseguida se sintió horrible. Esta era su fiesta, y sus amigos ya estaban aburridos.

    —¿Abrimos algunos de tus regalos? —sugirió Alex, que levantó la vista de su libro—. Quizás te regalaron algo interesante.

    —Lo más probable es que mamá quiera que espere a que termine la fiesta para abrir los regalos. No sería de buena educación tomarlos de la mesa enfrente de todos los invitados.

    —¿Y el regalo de tu tía? ¿No dijo que estaba arriba? —preguntó Essie.

    Farah pensó en los regalos que la tía Zohra le había dado en todos estos años: un set de cuchillos con dibujos de frutas que le había comprado en el supermercado para que aprendiera los colores, ropa de la talla equivocada y con diseños raros y desiguales que había comprado en tiendas bengalíes que no conocía, en Daca, la capital de Bangladés. Los regalos que uno esperaría de parte de una abuela olvidadiza en Navidad, esos que se dan sin ninguna intención ni consideración en particular.

    —Supongo que no será nada emocionante —dijo Farah—. Pero bueno, podríamos ir a ver qué es.

    Farah, Alex y Essie tomaron unos bocadillos y subieron las escaleras. Essie hacía equilibrio con dos platos llenos de samosas, pakoras fritas de verduras y uno o dos dulces con muchísimo almíbar que seguramente les arruinarían el apetito. Alex iba último, y miraba ansioso por encima del hombro para asegurarse de que su escape pasara desapercibido.

    La tía de Farah estaba instalada en una de las habitaciones para huéspedes, y cuando abrieron la puerta, encontraron a Ahmad, que tenía en sus manos un paquete cuadrado envuelto en papel marrón liso.

    —¡Ese es el regalo que me trajo la tía Zohra! —Farah entró corriendo y le arrebató el paquete—. ¿Cómo te escapaste de ella? —Aunque la niña ya sabía la respuesta. A Ahmad se le daba muy bien alejarse sin que nadie lo viera. Era una de las razones por las que ella lo vigilaba bien de cerca cuando salían.

    Ahmad se paró sobre la cama y empezó a saltar.

    —¡Ábrelo! ¡Ábrelo!

    Farah no sabía que había dentro del paquete. Sin embargo, la invadió una sensación de algo nuevo, algo extraño, algo que flotaba en el aire, tan aromático y denso como el vapor que salía de las ollas de su mamá. Le despertó curiosidad. Empezó a quitar el papel, a la vez que alejaba las manos ansiosas de Ahmad. Enseguida divisó una esquina de madera pulida.

    Al fin salió todo del envoltorio y quedó en las manos de Farah. Ella lo alzó a la luz, mientras Alex estiraba el cuello para ver por encima de su hombro.

    Era un juego. Un juego de mesa, lo más probable. Tenía la misma forma cuadrada de la caja de un juego común y corriente, pero era más robusta y de aspecto antiguo. La madera oscura tenía dibujos tallados: palacios con domos, espirales elegantes y arcos altos, una araña temible con unos colmillos horriblemente largos dibujada al detalle, una lagartija de curvas elegantes, una torre brillante como los minaretes de las mezquitas y un reloj de arena con cintura de avispa. En el centro de la tapa, en letras grandes, se leía

    DESAFÍO DE SANGRE Y ARENA.

    Essie abrió los ojos como platos y se inclinó hacia delante para ver, formando con la boca una O de alegría y entusiasmo.

    —Guau —dijo Alex en voz baja.

    Ahmad saltaba de la emoción.

    —Lo quiero, Farah apu —exigió—. ¡Lo quiero!

    —¿Qué es? —preguntó Essie.

    La mano de Farah se detuvo sobre la tapa de madera.

    —No… no sé qué es…

    Antes de que siquiera terminara la oración, el juego empezó a vibrar.

    Capítulo 2

    Era una sensación difícil de explicar. Era un temblor suave, rítmico. Era casi como…

    …el latido de un corazón, tan similar que inquietaba.

    Farah estudió la caja con más detenimiento. Ahora vio que la madera parecía tener manchas de aceite. Pero… ¿eran manchas de aceite? Algunas se veían mucho más oscuras de lo que debían, y tenían un color rojo intenso en los bordes. Las manchas eran más arenosas que el aceite, y su textura le recordaba a la sangre seca.

    —Quiero jugar —dijo Ahmad, tironeándole la manga—. Juguemos, Farah apu.

    —Dame un minuto, ¿sí? —respondió ella. El corazón se le salía del pecho.

    —Farah, ¿por qué tienes esa cara? —preguntó Essie.

    Farah miró a sus amigos: Alex estaba tranquilo, pero con un frunce de curiosidad entre las cejas, y Essie tenía la cabeza ladeada, de modo que sus rizos pelirrojos caían en cascada por su hombro.

    —Siento que la caja… se mueve.

    —¿Qué? —preguntó Alex.

    —Como si fuera un temblor. O… el latido de un corazón.

    —¿Sentiste el latido de un corazón? ¿Ahí dentro? —quiso saber Essie.

    Farah le entregó la caja de madera a Essie.

    Un segundo… dos…

    Essie abrió los ojos como platos y enderezó la espalda.

    —¿Qué fue eso?

    —¿Viste? —exclamó Farah, mientras una sensación de alivio la atravesó de la cabeza a los pies. No lo estaba imaginando.

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