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Las cejas de la Gioconda
Las cejas de la Gioconda
Las cejas de la Gioconda
Libro electrónico262 páginas4 horas

Las cejas de la Gioconda

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Información de este libro electrónico

De pequeña tiraba a los niños mayores que ella a los charcos, pero al hacerse mayor se volvió invisible por querer complacer a los demás.

Laura es una chica invisible, invisible por lo triste y gris de su apariencia. Trabaja en una oficina como administrativo y vive con una familia que no la apoya. Pero ella no siempre fue así: de pequeña tiraba a los niños mayores a los charcos cuando la obligaban a jugar con ellos y tenía fuerza e imaginación para saber que algún día sería una princesa o una exploradora.

Pero una pareja inadecuada, el colegio de monjas, la familia y la sociedad fueron cortando sus alas hasta que Laura dejó de creer en sí misma. Así vive, resignada a una vida anodina, hasta que un día descubre a un chico extraño que la ayuda a recuperar ese poder perdido. ¿Quién será ese extraño personaje que viste de colores, toca la flauta travesera y va siempre acompañado de un perro de pelaje gris plata? No se sabe, pero gracias a él Laura se descubre a sí misma y vive una nueva vida.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento29 ene 2016
ISBN9788491123446
Las cejas de la Gioconda
Autor

Patricia Riosalido Villar

Licenciada en filología alemana y doctora en literatura española y teoría de la literatura. Ha participado en congresos internacionales de filología y publicado varios artículos en revistas profesionales. Las cejas de la Gioconda es su primera novela iniciándose así su andadura por el mundo de la publicación de ficción.

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    Las cejas de la Gioconda - Patricia Riosalido Villar

    © 2016, Patricia Riosalido Villar

    © 2016, megustaescribir

                Ctra. Nacional II, Km 599,7. 08780 Pallejà (Barcelona) España

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a Thinkstock, (http://www.thinkstock.com) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    ISBN:   Tapa Blanda           978-8-4911-2343-9

                 Libro Electrónico   978-8-4911-2344-6

    Contents

    CAPÍTULO I

    CAPÍTULO II

    CAPÍTULO III

    CAPÍTULO IV

    CAPÍTULO V

    CAPÍTULO VI

    CAPÍTULO VII

    CAPÍTULO VIII

    CAPÍTULO IX

    CAPÍTULO X

    CAPÍTULO XI

    CAPITULO XII

    CAPÍTULO XIII

    CAPÍTULO XIV

    CAPÍTULO XV

    CAPÍTULO XVI

    CAPÍTULO XVII

    CAPITULO XVIII

    CAPÍTULO XIX

    CAPÍTULO XX

    CAPÍTULO XXI

    CAPÍTULO XXII

    SOBRE EL AUTOR

    CAPÍTULO I

    Laura era invisible. Una extraña invisibilidad la había rodeado desde pequeña. Había comenzado hacía años, no se sabe muy bien cuándo y se había mantenido hasta el día de hoy. Laura había sido una niña muy segura de sí misma: en la playa jugaba sola con la arena y el agua del mar, mientras sus padres y su hermana mayor, Pilar, se pasaban las horas muertas tostándose al sol o hablando con amigos y sin hacerla mucho caso. Laura se entretenía haciendo enormes castillos de arena, ciudades fantásticas con túneles y puentes, fosos y murallas que luego adornaba con conchas blancas y cristales de colores que iba encontrando en la arena. Culminaba la obra con algún palito que había encontrado por ahí y que servía de bandera o estandarte. No quería que nadie jugara con ella porque consideraba que la gente no entendía cómo se jugaba como ella quería.

    Un buen día mientras jugaba tranquilamente en la arena –Laura tendría unos dos años— vino un niño, Ramón, hijo de unos amigos de sus padres que se empeñó en jugar con ella. Ramón tenía ya cinco años, pero era un niño un poco ganso, consentido y bastante aburrido, según Laura.

    Ramón se acercó a ella y le dijo:

    —Hola, has hecho un castillo muy chulo. ¿Puedo jugar contigo?

    —No.

    —¿Por qué?

    —Porque no.

    —Por fa.

    —¡Que te vayas!

    —Pues se lo digo a mis padres.

    —Díselo. Me da igual.

    Ramón se fue corriendo donde sus padres que estaban charlando con los de Laura. Tiró del pareo de su madre para llamar su atención. Ella se agachó para ver qué es lo que quería su hijo. Estuvieron hablando un rato. Ramón sollozaba y señalaba a Laura que observaba la escena desde la distancia. La madre de él y la de la niña la miraron con cara de enfado. Ella comprendió que se avecinaban problemas. Al poco tiempo se acercó la madre de Laura con el niño de la mano.

    —¡Laura! ¡Haz el favor! ¡Ven aquí!

    La niña se acercó despacio.

    —¡Tienes que jugar con Ramón!

    —No quiero. Es tonto.

    —¡Que juegues con él o cobras!

    Ante el imperativo categórico de su madre se fue Laura de nuevo a su castillo de arena. Detrás iba Ramón, contento por haber conseguido lo que quería una vez más. Pero ella le dijo:

    —Mira te voy a enseñar algo —y lo atrajo hacia un charco que había formado el mar en la arena.

    —¿A ver? –dijo Ramón, confiado en que Laura a partir de ahora se vería obligada a jugar con él.

    Cuando Ramón se inclinó sobre ese charco para ver aquello que había despertado su curiosidad, Laura, con un rápido movimiento, se colocó detrás de él y lo empujó. El niño cayó todo lo largo que era al agua, empapando y ensuciando de arena su bonito bañador y su dignidad de niño malcriado. Gritó como un energúmeno, mientras Laura, segura de su castigo, salió corriendo todo lo que sus piernecitas de niña de dos años la permitieron. La madre de Laura, al percatarse de que Ramón estaba llorando aún metido en el charco, pues no era capaz de salir por sí mismo, y ver cómo su hija había salido corriendo, fue detrás de ella. Laura, que había buscado refugio entre un coro de bañistas del que su madre la sacó de una oreja, recibió su merecido castigo. A pesar de haber ganado esta batalla, Ramón nunca más volvió a exigir jugar con ella. Laura se rió para sus adentros.

    Pero por desgracia esa fue la última vez que Laura se impuso a alguien del sexo opuesto y mayor que ella. La educación, la familia y la sociedad hicieron que durante muchos años esa seguridad, innata en ella desde niña, se fuera desvaneciendo y ella decidiera pasarse años implorando la aprobación de los demás como un mendigo a la puerta de una iglesia. Y se fue convirtiendo en aquello que los demás querían que ella fuera en vez de ser lo que ella era.

    De este modo se fue volviendo invisible. Es la invisibilidad de aquellos que no destacan en nada, que se han convertido en parte de la masa, de lo que suele ser la gente corriente. Es posible que la invisibilidad comenzara más o menos a los tres años o a los cinco, cuando los padres la inscribieron en la escuela de monjas, católica y estricta, a la que ya iba su hija mayor, Pilar. A menudo las maestras se olvidaban de corregir los trabajos de Laura o no la veían cuando, estando en clase, la niña levantaba el brazo para responder alguna pregunta. Pronto dejó de querer contestar en clase. El bedel también se olvidaba de ella. Incluso una vez cerró el colegio con la niña dentro un día que sus padres se habían olvidado de ir a por ella. No se acordaron hasta pasadas unas horas y tuvieron que llamar a la directora de la escuela para que les abriera las puertas del colegio y llevarse a la niña que se había quedado dormida encima de su pupitre. Incluso la suerte parecía no ver a Laura, pues nunca la había tocado nada ni en los sorteos benéficos del colegio, salvo una vez una estampita de la Virgen de la Caridad del Cobre que Laura guardó durante años con mucho cariño.

    La invisibilidad se fue adueñando de su ser de forma lenta, pero segura: cuando Laura se chocaba con la gente y esta seguía su camino sin siquiera disculparse porque no la habían visto: cuando pedía algo en las tiendas y la persona de atrás de la cola se la saltaba, cuando quería pedir algo en la cafetería y nadie la oía. Ella era incapaz de levantar la voz y hacerse oír. Así fue hasta que la invisibilidad fue casi total a la edad de unos doce años más o menos.

    Laura había heredado el uniforme de su hermana, viejo, desgastado y con bolas en la chaqueta de lana. Sus compañeras de clase, que llevaban el uniforme nuevo e impecable, la excluyeron de su círculo y no había ninguna que quisiera jugar con ella en el recreo. En la escuela era una niña solitaria. Las compañeras salían a jugar al patio, pero ella no participaba nunca en sus juegos de comba, ni en policías y ladrones. Nunca contaban con ella para la goma o la rayuela. Se sentía torpe e inadecuada y prefería sentarse sola en una esquina del gran patio del colegio, deseando que volviese a sonar la campana para comenzar de nuevo una clase en la que se sentía más protegida que estando en el patio con el resto de compañeras. De alguna manera se sentía segura en el espacio del aula donde podía pasar más desapercibida, solo deseando que esa clase también se acabara y que se pudiera ir pronto a casa. Amaba la anonimidad.

    Solo Lisa, una niña un poco marimacho y la rebelde de la clase se acercaba a Laura de vez en cuando. Lisa era la rara de la clase y también estaba un poco apartada del resto de compañeros. Ella, de vez en cuando, contaba interesantes historias a Laura. Un día la contó cómo le había regalado a su madre una hermosa pintura hecha de mocos y cómo se había ganado un sonoro sopapo. Lisa no entendió nunca por qué no había gustado tan bella obra de arte, pero tampoco la preocupó mucho.

    Era una niña algo fea. El pelo lacio era de un color oscuro e indefinido que solía llevar en dos trenzas que jamás estaban bien peinadas. El flequillo, mal igualado, parecía cortado por el cuchillo del pescado. Como era una niña que la gustaba meterse en líos, casi todos los días se acababa peleando con alguien, luciendo con orgullo las secuelas de sus batallas: un hueco en la dentadura, un ojo amoratado o algún arañazo en la frente. Lisa vivía sola con su madre divorciada y que no disponía de mucho tiempo para ocuparse de su hija que se estaba educando de forma algo salvaje. Laura admiraba a su amiga Lisa. La hubiese gustado ser como ella: tan valiente y segura de sí misma, como ella misma había sido de pequeña.

    Laura nunca iba a los cumpleaños de sus compañeras de clase. Se olvidaban de invitarla y ella se quedaba sola en casa mientras las demás se iban a pasar la tarde a alguna hamburguesería. Sus padres tampoco se preguntaron nunca por qué no la invitaba nadie. La verdad es que nunca les importó. Más adelante, en la adolescencia, tampoco la llamaban para ir a las discotecas y ni decir se tiene que para los chicos siempre resultó del todo invisible. Ella se hizo durante un tiempo ilusiones con uno de los chicos de un colegio cercano al suyo. Era el malo de la clase y muy popular entre las compañeras de colegio de Laura. Ella se imaginaba que, si bien era fea, sí tenía buen corazón y que él seguro que también lo tenía, así que él se acabaría dando cuenta de que estaban hechos el uno para el otro. Algún día se fijaría en ella. Entonces ella le llevaría por el buen camino y se acabarían casando y tenido tres churumbeles. Pero él nunca se fijó en ella. Era un calavera y estaba en la edad de hacer calaveradas. Así que Laura se llevó un gran disgusto, estuvo triste algún tiempo, pero acabó resignándose.

    La invisibilidad fue entonces el mayor castigo, pero también la mayor bendición para Laura. La niña aprendió a esconderse detrás de ella convirtiéndola en un parapeto frente al mundo. Nada tenía que ver ya con esa niña de dos años que había tirado a un charco a un niño que la doblaba la edad. Laura se fue sumiendo en su mundo y todo lo que estuviera más allá la causaba angustia y temor. Pero a Laura la encantaba leer. Leía todo lo que la caía en las manos a pesar de que en casa apenas la compraban libros. Sus padres no pensaban que mereciera la pena gastar dinero en esas cosas de la literatura. Así que Laura se hizo socia de la biblioteca municipal. Todas las semanas se pedía libros prestados, cuentos, novela corta, literatura infantil, pero a veces también algún libro para adultos. Construyó su mundo a partir de todo lo que iba leyendo y ese mundo de fantasía se convirtió en su tabla de salvación porque los mundos inventados la ayudaban a evadirse de este en el que tanto sufría.

    Durante unos años tuvo también un amigo invisible. Un niño que se había inventado a partir de varios personajes de distintas novelas. Era un niño ideal que conocía bien los juegos de Laura. Le había puesto de nombre de Ángel. Era un niño valiente, guapo, de sangre noble, inteligente que siempre sabía a lo que quería jugar Laura y además sabía jugar como a ella le gustaba. Ángel vestía alegres colores y tocaba una flauta travesera. Siempre estaba alegre y lucía una sonrisa en la boca a todas horas. Junto a él, Laura se sentía comprendida y feliz. Ángel era el héroe de los héroes. Si de mayor Laura se encontrara a alguien así, seguro que se casaba con él. No contó en casa la existencia de Ángel porque sabía que no la entenderían. Pero Ángel no duró para siempre. Con los años su imagen se fue haciendo más débil, sus apariciones menos frecuentes hasta que acabó por desaparecer para siempre. Después Laura se volvió a quedar sola y sin nadie con quien compartir sus historias. Y el mundo se volvió gris, triste y anodino.

    En una esquina, no muy lejos de la casa de Laura, se solía poner una vieja castañera que en invierno se ganaba la vida vendiendo boniatos y castañas asadas y en verano manojos de claveles y clavellinas. Como en casa apenas la hacían caso, Laura, cuando se cansaba de leer, se escapaba para visitar a la castañera y pasar largas horas, tardes o mañanas enteras junto a ella escuchando las historias que tenía que contar o simplemente observando cómo hacía su trabajo de vendedora. La castañera, con los años y el roce, llegó a considerar a Laura como una hija, la hija que nunca había tenido.

    Filomena, que era como se llamaba la castañera, era bastante gruñona, pero afable con los que la caían bien. Siempre criticaba a alguien: a los padres de Laura, a las hermanas, a alguna vecina, al gobierno, al estado, al alcalde. Sobre todo no soportaba a la familia de Laura a la que criticaba con duras palabras, incluso con la niña delante. Laura se sentía incómoda con eso, pero se callaba porque sabía que, en el fondo, la vieja tenía razón. Hablaba con el conocimiento de causa que asiste a aquellas personas que por su edad o por las experiencias de la vida habían alcanzado el derecho a decir lo que piensan. Además, como decía Filomena, una de las cosas buenas que tiene la vejez es que puedes decir lo que te dé la gana porque lo que piensen de ti te importa una mierda pinchada en un palo.

    El primer novio, el gran amor de la vida de Filomena, había caído en la gran guerra. Se acababa de enrolar en el ejército y, en la primera batida en los montes cuando iban detrás de un grupo de milicianos, le alcanzó una bala de uno que estaba escondido entre la maleza. Murió en el acto. Esto ocurrió pocos días antes de un permiso que había pedido para casarse con Filomena. Ya tenían apalabrada la misa y el banquete, las invitaciones hechas y Filomena ya tenía el vestido de novia colgado en el armario, pero la crueldad del destino truncó todos los planes. A partir de entonces no hubo un solo día en el que Filomena no se acordara de su amado, caído en la guerra, muerto en medio del campo en una lejana región, caído por un causa que no entendía y a manos de un desconocido que le había disparado a traición porque estaba muerto de miedo. Una muerte similar a tantas otras en tiempos de guerra. Filomena guardó para siempre el vestido de novia sin estrenar y no volvió nunca más a amar de la misma manera.

    Años más tarde tuvo otro novio, un hombre algo chuleta que conducía un Peugeot del que estaba muy orgulloso. Era un hombre mujeriego, un ligón empedernido. Era muy presumido y siempre estaba atusándose el gran bigote que llevaba siguiendo la moda de la época. Había conquistado a Filomena para poder sentar la cabeza y tener cierto halo de respetabilidad sin por ello dejar de hacer lo que le viniera en gana. Tenía muchas admiradoras a las que no tenía pensado renunciar. A Filomena la consideraba una buena ama de casa y todavía mejor cocinera, así que le venía muy bien como esposa y futura madre de sus hijos. Filomena pronto se dio cuenta del pie que cojeaba este hombre, pero lo siguió aguantando un tiempo por casarse y tener marido. Pero cuando se dio cuenta de que iba a ser muy infeliz junto a él, rompió el compromiso. Él protestó e intentó reconquistarla y convencerla de que no rompiera, pero todo fue en vano pues ella se mantuvo firme.

    Después de este, no volvió a tener novio nunca más y se quedó soltera para siempre. Nunca la faltaron pretendientes, pero su corazón ya se había agotado de tanto echar de menos a aquel novio primero, que prefirió quedarse sola. A partir de entonces vivió de los recuerdos. No tuvo hijos propios, ni los quiso tener. Solo cuando conoció a Laura, decidió adoptarla como hija. Filomena daba consejos y cariño a Laura, todo aquello que la chica no encontraba en su casa.

    Entre las dos se daban apoyo mutuo y nació una excelente relación. Filomena se convirtió en la confidente de Laura. La consolaba durante sus difíciles años de colegio, cuando las compañeras de clase le daban la espalda y no la invitaban a salir con ellas. O durante los años de adolescencia cuando surgen las inseguridades de la edad y el hacerse adulto se convierte en una ardua tarea. Filomena estaba allí siempre. A menudo Laura no estaba muy de acuerdo sobre lo que la vieja le decía de sus compañeras de clase, de los chicos, del colegio o de las monjas. Si Laura la contaba algo, alguna anécdota del colegio, por ejemplo, que no la había invitado a alguna fiesta, Filomena porfiaba y la decía que si la otra era boba o tonta y que Laura no la hiciera ni caso. Laura solía disculpar los comportamientos de la gente, pero Filomena era más radical. Casi siempre la vieja solía estar en lo cierto porque conocía mejor la psique humana y Laura acababa claudicando y dándole la razón, aunque no siempre de muy buena gana. Muchas veces se bajaba a ver a Filomena porque sí, porque disfrutaba con su compañía y Filomena con la de ella. De esta manera se convirtieron ambas en apoyo mutuo.

    Filomena no tenía otra familia que Laura. Estaba sola en el mundo con la excepción de un sobrino, hijo de su hermano, con el que apenas tenía contacto. Su vida se limitaba a hacer boniatos y castañas asadas, que, según Laura eran los mejores del mundo. En verano, las flores que vendía, también eran las flores más bonitas del mundo. Filomena amaba las flores y las rosas eran sus favoritas. No vendía muchas porque, en el fondo, la costaba mucho desprenderse de ellas. Además estaba convencida de que la gente no sabía cuidar bien de las plantas. Muchas veces, si no le gustaba el cliente, hacía lo posible por no venderle flores. Eso la había costado alguna que otra discusión, pero, a Filomena poco la importaba y se mantenía en sus trece. Ella tenía sus pocos, pero fieles clientes a los que se debía en cuerpo y alma. No necesitaba más. No quería hacer mucho más dinero, a pesar de que siempre se quedaba corta a fin de mes. Era feliz vendiendo esas flores porque sabía que servirían para embellecer las casas de la gente, para regalar a alguien que hubiese acabado de dar a luz, un cumpleaños o incluso para acompañar un féretro. Las flores podían hacer más bonita cualquier cosa, incluso la muerte. Ella no necesitaba hacer ni mantener clientes. Ella no se vendía.

    Por Laura, Filomena sentía verdadera pasión. Desde que Laura era pequeñita, casi una niña, Filomena se había encariñado de ella. Se sentía responsable de Laura y criticaba mucho a los padres de la muchacha. El padre para Filomena era un vago y un sucio, un putero, y la madre una indecente y cabeza loca. Pilar era una estúpida, una envidiosa y peligrosa. Muchas veces regañaba a Laura porque no se imponía, aunque la culpa era de los irresponsables de los padres.

    —Uno no se puede poner a tener hijos —decía—, y luego pasarse el día entero fumando. A fumar y a mirar por la ventana. ¿Crees que eso es cosa de una señora? No, desde luego que no. ¿Y tu padre? ¡Ya le iba yo a espabilar a ese! Un vago redomado. ¡Ya verás qué pronto iba ese a ponerse en marcha!

    —No refunfuñes tanto, Filomena —contestó Laura—, que no es bueno para el corazón.

    —Lo bueno para el corazón es decir lo que uno siente siempre. Y a ti te han tocado unos padres imbéciles. ¿Y tu hermana? Ya la metía yo también en vereda a la tonta de la Pilar. Vamos que llegaba yo a tu casa y ponía todo patas arriba. Se iban a enterar. Sí, sí. Se iban a enterar de lo que vale un peine. Pero pronto.

    A pesar del apoyo de la castañera, Laura se convirtió en una adolescente muy tímida, de sensibilidad casi extrema tanto emocional como física. Su piel, cada día más blanca y transparente, sufría a menudo de rojeces, sequedades y eccemas y su cabello perdió lustre y fue debilitándose hasta hacerse muy fino. Al mismo tiempo se acostumbró a vestir en tonos grises, marrones y negro. Heredaba la ropa ya desgastada por el uso de su hermana mayor o de su madre, pero solo se ponía los tonos más apagados. Durante años llevó un vestido de punto gris dado de sí y desgastado por los codos y un viejo fular negro de algodón y arrugado y una chaqueta marrón de pana, remendada por los codos, con una pequeña mancha de vómito en la solapa imposible de limpiar causada por una de las hermanas gemelas cuando esta

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