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Tinta corrida
Tinta corrida
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Libro electrónico298 páginas4 horas

Tinta corrida

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Información de este libro electrónico

           En la primavera de 1920, Rosa Montanari tiene la audacia de mudarse sola a un pueblo de provincia para dirigir la oficina del correo. Allí debe enfrentarse al machismo de sus empleados junto con los despiadados celos de las mujeres del pueblo, que ponen a prueba su fortaleza.
            Un pasional romance la lleva a afrontar situaciones inesperadas y la obliga a tomar decisiones osadas.  Los prejuicios, el amor, la tragedia, la política y la fuerza de las costumbres se entremezclan en este atrapante retrato de época, con personajes, problemas y realidades que hoy continúan vigentes.

http://marianonegri.com/
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 oct 2017
ISBN9788408177432
Tinta corrida
Autor

Mariano Negri

        Mariano Negri realiza su debut literario con la obra “Tinta corrida” que fue finalista del Premio Planeta de Novela 2016. Estudió letras y economía en Argentina, y se graduó de un MBA en la Universidad de Columbia (NY, EE.UU.). Fue consultor del Banco Mundial en Washington DC, banquero en Wall Street, emprendedor y en la actualidad se desempeña como ejecutivo en una empresa de servicios financieros de Silicon Valley. De origen ítalo-argentino, Negri reside en Brooklyn, Nueva York.   Más información en: http://marianonegri.com/Twitter:https://twitter.com/TintaCorridaOK Facebook:https://www.facebook.com/TintaCorridaOK

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    Tinta corrida - Mariano Negri

    CAPÍTULO 1

    Rosa volvía a su casa con una adrenalina que nunca había sentido. Estaba ansiosa por contarle la buena nueva a Carola. Si alguien en la familia iba a alegrarse por la noticia, esa era Carola.

    El trayecto desde la oficina del correo, donde trabajaba, hasta su casa se había borrado por completo de su mente. No recordaba haber atravesado la plaza Ramírez, epicentro de la ciudad de Concepción del Uruguay, en la provincia argentina de Entre Ríos, ni haberse cruzado con el abogado de la familia o haber saludado a las vecinas que, como era costumbre, estaban tomando mate en la vereda.

    En la casa solo se encontraban la cocinera y su hermana menor, Elenita, que acababa de volver del colegio de las Hermanas y, muy aplicada, ya estaba haciendo los deberes. Elenita, que era buena observadora, rápidamente notó un destello inusual en la cara de Rosa.

    —Buenas tardes, hermana —comentó Elenita con un tono que exigía explicaciones.

    —Buenas tardes. ¿Sabe dónde están mamita y Carola?

    —Deben de estar todavía de visita en casa de los Tea. Usted sabe que la tía Irma es una cotorra. Las pobres deben de tener las orejas doliendo de tanta charla. ¿Le fue bien hoy en el correo? —insistió Elenita.

    —Bien, gracias. Lo mismo de siempre —respondió Rosa en un tono cortante, dando a entender que no daría lugar a ningún interrogatorio de su hermana menor.

    Rosa dejó el patio interno para dirigirse a su dormitorio y ponerse ropa más cómoda. El sol de septiembre se filtraba por la ventana entreabierta del amplio cuarto que compartía con Carola. Su cama estaba cerca de la ventana, lo cual la hacía ligeramente más calurosa en verano y más fría en invierno. Mientras repetía la rutina diaria de colgar la ropa de trabajo en el armario y reemplazar los zapatos de cuero marrón por unas sandalias de lona que bien podrían ser utilizadas para bailar ballet, Rosa se dio cuenta de que esa rutina pronto cambiaría. Pero tenía preocupaciones mucho mayores antes de ceder a sentimentalismos. «¿Qué tal si mamita dice que no? Eso complicaría todo. A papá seguramente le parecerá una idea alocada, algo muy inapropiado para una señorita. Pero eso no va a detenerme; nunca lo hará. La opinión adversa de mamita sí podría echar mis planes por la borda. Tiene que ser Carola la que se lo diga. Ella sí que sabe cómo lograr su consentimiento. Aunque, en este caso, incluso los artilugios de Carola podrían ser insuficientes», pensó Rosa.

    Mientras doblaba su camisa color tiza oyó la puerta de entrada y la voz de su madre, Brígida, llamando a la cocinera para que ayudara a cargar las bolsas que traían con Carola. De regreso de la casa de los Tea, habían pasado a comprar verduras y osobuco para el puchero que cenarían esa noche.

    Rosa no quiso ir a buscar a Carola para no despertar sospechas. La esperó en su cuarto mientras intentaba, sin suerte, concentrarse en la escritura de una carta para su tía Beatriz. Amaba escribir. Era casi su única forma de exteriorizar lo que sentía. Sabía que no era expresiva en la charla, pero cuando se trataba de plasmar ideas y emociones por escrito, allí sí se sentía cómoda.

    Por fin, Carola entró al cuarto a cambiarse la ropa de visita. Cuando vio a su hermana, no advirtió nada raro. No era tan perceptiva como Elenita; era difícil notar qué pasaba dentro de la cabeza de Rosa. Siempre tenía una expresión de seriedad en su rostro y una mirada que fácilmente podía ser confundida con tristeza. No obstante, cuando vio que su hermana cerró la puerta del cuarto, Carola supo que debía preguntarle qué sucedía.

    —¿Pasó algo, hermana? —susurró Carola.

    —El señor Delorenzi me ha ofrecido ser jefa del correo.

    —¿Pero acaso no es él el jefe de la oficina? ¿Se va a jubilar?

    —De ninguna manera se va a jubilar. Me ofreció ser jefa del correo en Laredo, el pueblo al sur de la provincia.

    Carola sí era muy expresiva. Su sorpresa se leía en su rostro con mucha facilidad. No solo era un orgullo para ella que su hermana hubiese logrado ascender con tanta rapidez en la burocracia del correo de Argentina; que le hubiesen propuesto mudarse a otro pueblo era, por lo menos, poco común. En 1920, las mujeres educadas no eran tantas, y mucho menos las que trabajaban en tareas de oficina y que lograban alcanzar roles con tantas responsabilidades.

    El señor Delorenzi no solo tenía mucho respeto profesional por Rosa, sino que también sentía una gran atracción física por ella. Rosa era una mujer sin mucho carisma, pero con una presencia corporal impactante. Había heredado la altura y contextura grande de los Montanari, su familia paterna, pero también las facciones refinadas de los Tea, propias de sus genes maternos. Su piel era de un blanco transparente. Tenía cabellos castaños claros y rasgos faciales que resaltaban sus intrigantes ojos verdes. Rosa combinaba un cautivante encanto femenino con una actitud muy masculina en su trato hacia sus colegas. Esa ambigüedad le llamaba mucho la atención al señor Delorenzi, que era el jefe regional.

    Cuando hubo que reemplazar al director de la oficina en Laredo, que había muerto de cirrosis, el señor Delorenzi no tenía ningún candidato obvio para asumir dicha responsabilidad. Solo quedaba Rosa Montanari con la jerarquía y experiencia para asumir el cargo.

    El señor Delorenzi no pudo sino fantasear con que en sus visitas a Laredo conseguiría el favor de Rosa, el cual le estaba vedado en Concepción, lugar de residencia de su esposa e hijos. No tardó en tomar la decisión. Poco le importó que Rosa fuera mujer y cómo podrían sentirse los empleados de Laredo al aceptar órdenes del llamado género débil. Solo así conseguiría concretar su fantasía. Además, conocía bien sus capacidades laborales y daba por descontado que podría hacerse cargo sin problemas de las responsabilidades que el puesto exigía. Más de una vez, en su ausencia, Rosa había manejado la oficina de Concepción sin que surgiera el más mínimo percance.

    Carola miraba sorprendida a su hermana; el hecho de pensarla viviendo fuera de su casa era algo que no resultaba fácil de asimilar.

    —¿Y con quién viviría en Laredo? Sabe bien que mamá nunca la dejaría vivir sola —indagó Carola.

    —Estaba pensando que quizá podría vivir con los Savanti. Tengo entendido que papá los ayudó mucho cuando estaban recién llegados; hasta le consiguió trabajo al señor Savanti en la construcción del ferrocarril. Además, seguramente me llevaría muy bien con sus hijas, Marianela y Silvia. Recuerdo que jugábamos juntas de pequeñas.

    —Ay, no sé, hermana. A este paso, no se va a casar nunca.

    —No me preocupa. Prefiero quedarme soltera vistiendo santos.

    —No hable así, que el matrimonio es un sacramento y no es para tomárselo a la ligera.

    —Me tiene que ayudar a convencer a mamita.

    —¿Cuándo se lo quiere decir?

    —¿Cuándo cree que sería mejor?

    —Tiene que ser por la mañana temprano; es cuando más permisiva está.

    —Gracias, hermana del alma. Si no fuera por usted, nunca hubiese logrado nada.

    —No diga tonterías, que no fui yo quien se ganó el ascenso.

    Pasaron dos días hasta que Rosa y Carola juntaron coraje para hablar con su madre Brígida. Ella siempre había estado muy orgullosa de sus hijas, a quienes consideraba las más inteligentes de la familia. Por eso, había insistido ante su esposo para que recibieran educación y no solo se dedicaran a la confección de ropa y tareas del hogar, que era el rol tradicional de las mujeres.

    Para sorpresa de ambas, conseguir la aprobación de su madre fue mucho más sencillo de lo que esperaban. Antes de dar su bendición, le pidió a su esposo Artemio que tuviese una charla con Delorenzi y que le escribiera una carta a su amigo Pedro Savanti. Solo necesitaba la confirmación de que se haría cargo de Rosa.

    Cuando Brígida supo que serían los Savanti quienes alojarían a su hija Rosa, inmediatamente fantaseó con un matrimonio entre ella y el mayor de la familia, Vicente, quien trabajaba en el almacén de ramos generales de Laredo y todavía no tenía prometida. Los Tea conocían muy bien a la familia Savanti desde los tiempos de Fontanelle, en la provincia italiana de Parma, ya que vivían a unas pocas leguas. Brígida recordaba historias sobre cómo los Savanti habían ayudado a su abuelo un año en que la creciente del río Po había sido más grande de lo esperado y había echado a perder la cosecha y matado muchos animales. Poder ofrecer a Rosa en unión con Vicente sería una forma de repagar la enorme generosidad que los Savanti habían mostrado en momentos desahuciantes.

    Artemio siempre supo que Rosa llegaría lejos, pero la idea de su hija viviendo en otro pueblo y teniendo un cargo ejecutivo no era algo con lo que había comulgado inmediatamente. No obstante, luego de escuchar de boca de Delorenzi que Rosa era la empleada más destacada y que por ello estaba confiándole la responsabilidad de administrar la oficina de Laredo, ciento veinte kilómetros al suroeste de Concepción, se sintió orgulloso de su hija.

    La respuesta de Pedro Savanti tardó un tiempo en llegar. Rosa revisaba con gran ansiedad cada posta que llegaba al correo, pero no había noticias de aquella esperada contestación. Cuando su padre volvió a escribirle tres semanas más tarde de enviada la primera carta, la respuesta satisfactoria de Pedro llegó a los pocos días. Al ver la carta, Rosa comenzó a tomar conciencia de la aventura que estaba por emprender. Iba a abandonar su hogar no para casarse, sino para asumir un rol que pocas mujeres ostentaban en aquellos tiempos. Esa sensación la hacía feliz, pero a la vez le generaba un revoltijo en el estómago.

    Las semanas que siguieron fueron muy intensas para Rosa debido a los preparativos. Las mujeres de la casa confeccionaron ropa de cama y manteles para que llevase a Laredo; algunos eran obsequios para los Savanti.

    El viaje a Laredo lo facilitó el pariente Mugherli, que era propietario de varios molinos de grano cerca de Caseros y le había dado trabajo a Carola. La ansiedad por llegar hizo que las cinco horas que duró el viaje Rosa las sintiera como si se tratara de días, incluso semanas.

    Cuando llegó al campo de los Savanti, fue Petrona, la esposa de Pedro, quien salió a recibirla. El campo estaba ubicado a veinte minutos a caballo del centro de Laredo y tenía una extensión de setenta hectáreas. Pedro se lo había comprado con mucho esfuerzo a otro inmigrante italiano. La casa era amplia y luminosa; tenía una gran galería que, junto con la cocina, era el epicentro del hogar. El living comedor rara vez se utilizaba y los tres dormitorios daban hacia la parte trasera de la casa. Como era de esperarse, Rosa compartiría habitación con Marianela y Silvia, las hijas del matrimonio Savanti. Al oeste de la casa se encontraba el gallinero, que lindaba con un corral donde había tres cerdos y dos cabritos.

    A diferencia de los Montanari, los Savanti no tenían servicio doméstico. Todos, excepto Pedro, colaboraban con alguna tarea del hogar.

    Petrona le mostró su cuarto a Rosa y le indicó en qué parte del armario de Silvia y Marianela podía acomodar su ropa. Rosa no pudo evitar notar la simpleza de la vestimenta de sus nuevas compañeras de habitación. En general, iba a encontrar mucha simpleza no solo en la ropa, sino en la personalidad de los habitantes de Laredo. Los hombres abandonaban muy rápido su educación para ayudar en las tareas del campo y las mujeres rara vez recibían algún tipo de educación formal. La ciudad tenía un trazado en damero y consistía en un par de miles de casas alrededor de la estación del ferrocarril. La plaza principal estaba circundada por la iglesia, la policía y la oficina del correo.

    Cuando Silvia y Marianela llegaron a la casa, no podían ocultar su excitación por reencontrarse con su compañera de juegos de la infancia. Ambas eran muy sociables. Siempre tenían una sonrisa y una frase amigable para todos; lo habían heredado de su abuela materna. Fueron corriendo a su cuarto, que ahora tenía una habitante más.

    —¡Rosa! Por fin ha llegado. Pero si está igual de linda de como la recordaba.

    —Buenas tardes —respondió Rosa—. Usted debe de ser Silvia, ¿no es cierto?

    —Dios me libre y me guarde. ¿No se acuerda de mí? ¡Yo soy Marianela!

    —Perdón, Marianela. Es que ha pasado tanto tiempo...

    —Al menos quince años, ¿puede creerlo? ¿Y qué tal estuvo su viaje? —preguntó Silvia.

    —Un poco agotador... Quería agradecerles por su hospitalidad, por aceptarme de compañera de cuarto y por haberme hecho lugar en su armario. No hacía falta.

    —No diga tonterías. Si para nosotras es un honor compartir habitación con la nueva jefa del correo —mencionó Silvia sin ocultar su admiración—. Le vamos a presentar a todas nuestras amistades, Rosa. Queremos que se sienta muy a gusto aquí en casa y en Laredo.

    —Bienvenida, Rosa —comentó Silvia mientras husmeaba las pertenencias de la recién llegada—. ¡Qué hermosa ropa tiene! No se puede comparar; la ropa en Concepción y Gualeguaychú es tanto más bonita que aquí. Me tiene que recomendar a su costurera.

    —En realidad, toda la ropa la hacemos en casa. Nos gusta mucho coser y bordar —respondió Rosa sintiéndose halagada.

    —Qué maravilla que puedan hacer hermosuras tales. Tiene que enseñarnos; así nos lucimos en la misa del domingo y en los bailes —suplicó Marianela.

    —Con gusto les enseñaré todo lo que sé.

    Rosa se sintió feliz con la cálida bienvenida de las hermanas Savanti. Si bien se manejó con mucha timidez en las primeras horas en su nuevo hogar, la presencia de Silvia y Marianela representaba un gran soporte emocional y la ayudó a soltarse.

    Hacia el final de la tarde llegaron los hombres de la casa. El primero en aparecer fue Pedro, que estaba ayudando a sembrar trigo a don Poletti, el dueño del campo contiguo.

    —Bienvenida a nuestro hogar, Rosa —dijo Pedro sonriendo mientras dejaba sobre la mesa su sombrero de paja.

    —Muchísimas gracias por su generosidad y hospitalidad, señor Savanti. Mi padre le envía saludos y este regalo en agradecimiento —respondió Rosa mientras le entregaba el cuchillo que su progenitor le había enviado como obsequio a su amigo.

    —Llámeme Pedro, por favor. Es increíble lo parecida que es usted a su madre Brígida.

    —Nos han dicho que nos parecemos —dijo Rosa un tanto sonrojada.

    —Siéntase como en su casa, m’hija.

    —Muchas gracias, señor Savanti.

    Pedro buscó una botella de Oporto y fue a sentarse a la galería. Los tres perros de la casa lo siguieron y se echaron a su lado para acompañar a su amo en la contemplación de las lomas de Entre Ríos.

    Cuando la tarde ya estaba en su ocaso, llegó Vicente, vestido con el uniforme que utilizaba en el almacén de ramos generales. De facciones muy agraciadas, tenía una sonrisa amplia y sincera y un tono de voz grave que transmitía mucha seguridad al hablar.

    Rosa se sintió algo nerviosa cuando lo vio entrar a la casa, pero nadie lo notó.

    —Usted debe de ser la afamada Rosa —dijo Vicente mirándola a los ojos—. La última vez que la vi tenía la mitad de mi estatura, y ahora no solo es casi tan alta como yo, sino que es la jefa de la oficina del correo. Felicitaciones por ese gran logro.

    —Gracias, Vicente. Espero poder desempeñarme satisfactoriamente —respondió Rosa con tono acartonado.

    —No me queda la menor duda de que así será.

    La cena estuvo lista pocos minutos después del atardecer. Rosa descubrió que los Savanti eran mucho más informales que su familia en el ritual de la cena. En particular, se sintió un poco incómoda mientras Vicente y Marianela hablaban durante la bendición de los alimentos que estaba realizando Petrona.

    Para agasajar a la recién llegada, esa noche el plato consistió en tallarines. Rara vez comían pasta durante la semana. Petrona recordaba que a Artemio Montanari le gustaban mucho sus pastas y pensó que su hija también las apreciaría.

    En su primer día como jefa del correo en Laredo, Rosa llegó a las siete y media de la mañana. Tuvo que esperar diez minutos en la puerta a que arribase Edgardo Morales, quien solía abrir la oficina.

    Morales estaba muy sorprendido al ver que la nueva jefa había llegado tan temprano. Douvre, el antiguo jefe, no llegaba sino hasta las diez de la mañana todos los días, salvo los viernes, cuando rara vez aparecía por la oficina. Saludó a Rosa y le mostró su escritorio. Ambos se conocían de varias visitas que Morales había hecho a la oficina del correo en Concepción.

    —Señorita Montanari, sepa disculpar que aún haya pertenencias del señor Douvre, pero su familia no las ha pasado a buscar.

    —No se haga problema, Morales. Las pondremos en una caja y se las enviaremos con una nota a su familia. Para eso somos el correo, para enviar objetos a su destino, ¿no es cierto? —replicó Rosa.

    Morales asintió con una sonrisa.

    Rosa iba a estar a cargo de tres empleados. Morales era quien recibía el correo entrante, lo organizaba para su distribución y preparaba el correo saliente. También se encargaba de un sinnúmero de tareas administrativas que eran vitales para el buen funcionamiento de la oficina. Rosa conocía al detalle todas y cada una de esas tareas, ya que ella misma las realizaba en la oficina en Concepción.

    Carlos Moscatelli trabajaba atendiendo al público y cumplía un horario que iba de las nueve de la mañana hasta las dos de la tarde.

    Por último, Juan Carlos Miguel repartía el correo en su bicicleta. Era el empleado más nuevo en la oficina; después de Rosa, claro. Había reemplazado a su padre, quien fuera repartidor del correo por más de treinta años.

    En su primera mañana, Rosa organizó una reunión con sus tres empleados. Estaba muy nerviosa. No sabía exactamente qué decir para dar una buena primera impresión y ganar el respeto de sus subordinados. Debía mostrarse segura.

    —Buen día, señores. Mi nombre es Rosa Montanari y el señor Delorenzi me ha nombrado jefa de esta oficina. —Rosa hablaba con un tono de voz firme y elevado—. Estoy al tanto de que hay mucho trabajo acumulado desde el fallecimiento del señor Douvre, por lo cual estos próximos días van a ser muy atareados para todos. Por favor, lleguen en hora y trabajen con dedicación. Yo espero que de aquí a dos semanas hayamos finalizado con todas las cosas pendientes y podamos volver al ritmo habitual de trabajo.

    Los tres empleados se sintieron incómodos mientras escuchaban a su jefa. El shock de tener una mujer al mando había pasado, ya que la noticia les había llegado hacía más de un mes y habían tenido tiempo para asimilarla. Sin embargo, al momento de enfrentarse con la situación concreta de aceptar órdenes de Rosa, sintieron cierto enojo y frustración.

    Moscatelli era quien mayor resentimiento tenía, dado que esperaba que el cargo de jefe recayera sobre su persona, pero él nunca había estado en la cabeza de Delorenzi como candidato para el puesto. Douvre lo había hecho responsable por unos faltantes de dinero en la caja del correo, en un episodio muy confuso. Delorenzi jamás pondría a cargo a alguien del que desconfiaba de su honestidad. De hecho, había instruido a Rosa para que lo controlara de manera especial, lo cual la obligaba a contabilizar personalmente la caja todos los días.

    —El señor Delorenzi —continuó Rosa, en el primer discurso a sus empleados— quiere que en las oficinas del correo reine el respeto y la eficiencia, por lo que debemos cumplir con nuestras responsabilidades y hacer que se sienta orgulloso de la oficina de Laredo.

    A medida que comenzó a lidiar con cuestiones administrativas, Rosa se fue olvidando de sus nervios. Cuando quiso acordarse, ya era hora de regresar a casa de los Savanti; la pasó a buscar Vicente, que trabajaba a dos calles del correo.

    Las primeras semanas en Laredo transcurrieron muy deprisa. Rosa iba sintiéndose cada vez más cómoda en su trabajo y en su nuevo hogar. Petrona le había permitido contribuir en los quehaceres domésticos, lo que la hacía sentirse menos visitante. La conexión con Marianela y Silvia había sido salvadora. Rápidamente las sintió como familia, aunque era consciente de que nunca lograría la complicidad que tenía con su hermana Carola. El jefe de la casa, Pedro, era muy atento y respetuoso. Por último, estaba Vicente; Rosa no podía evitar sentirse incómoda en su presencia.

    Todas las tardes, cuando volvían juntos del centro de Laredo, Rosa respondía con monosílabos a la batería de preguntas que Vicente le tenía preparada. Las solteras del pueblo envidiaban mucho a la recién llegada por tener la oportunidad de compartir un paseo cada mañana y cada tarde con él. Era un ser con un encanto especial; no solo era simpático y buenmozo, sino que principalmente era una buena persona. Todos y todas querían a Vicente. Por eso le perdonaban algunos ataques de furia cuando se frustraba con algo, en una clara demostración de que la sangre italiana corría por sus venas. El dueño del almacén de ramos generales le había ofrecido empleo cuando él tenía solo quince años. Vicente había aceptado gustoso, dado que de esa forma evitaría seguir realizando tareas en el campo. Nunca había tenido facilidad para trabajos que requerían destreza física. En realidad, odiaba cualquier tarea que lo hiciera sudar gota alguna. Al año de haber comenzado en el almacén, no solo atendía a los clientes, sino que ya estaba a cargo de la contabilidad del negocio y de pagarle a los proveedores.

    Rosa había llegado a sentir algo por Vicente, pero no podía imaginarse una vida junto a él, dando el sí en el altar, teniendo hijos, envejeciendo juntos. Esas fantasías afloraban inmediatamente cada vez que tenía un interés concreto por alguien. Por alguna razón, ello no le sucedía con Vicente.

    El jueves 23 de diciembre, treinta y dos días después de su llegada a Laredo, Rosa volvió por primera vez a Concepción. Estaba ansiosa por llegar y abrazar a su madre, por contarle todo sobre Laredo a Carola y saber cómo iban los negocios de su hermano Jorge. Cuando entraron a Concepción por la calle 9 de Julio, no pudo contener la sonrisa. Las chicharras reclamaban a gritos que la lluvia aplacara el intenso calor de la siesta entrerriana. No había un alma en la calle. Su primo Mugherli, quien la había llevado desde Laredo en carruaje, amagó con doblar antes de llegar a la plaza, pero Rosa le pidió por favor que no se desviara. Estaba deseosa por volver a ver la plaza Ramírez, la iglesia, el árbol navideño.

    Las mujeres de la casa estaban en la cocina haciendo un pan dulce

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