La Maravillosa Historia De Un Angel
Por Harvey Pacay
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Eduardo, un hombre cristiano y dispuesto a dar todo por su amor a Dios y su familia, est a punto de pasar por una terrible crisis en su vida que lo har desear morir. Aun sin conocerse del todo, Gabriel con su propia prosa y estilo, narra uno de los momentos ms impactantes sucedidos entre ambos, con una fenomenal conclusin: El hombre nunca estar solo, su creador estar con l siempre.
Amor, fe y esperanza, se entrelazan para regalarnos una de las historias ms maravillosas jams contadas, dedicada a aquellos que han perdido su fe o necesitan renovar sus fuerzas como l guila.
Harvey Pacay
HARVEY L. PACAY: Es un abogado cristiano, que ha visto las maravillas del Señor en su vida. Nació en Guatemala en 1976, donde vive actualmente con su esposa Jessica. “La maravillosa historia de un ángel”, es su primera entrega dedicada a los que han perdido su fe o necesitan renovar sus fuerzas.
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La Maravillosa Historia De Un Angel - Harvey Pacay
La
Maravillosa Historia
de un Ángel
HARVEY PACAY
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ISBN: 978-1-4497-0594-7 (sc)
ISBN: 978-1-4497-0596-1 (e)
Numero de la Biblioteca del Congreso: 2010938927
Impreso en los Estados Unidos de América.
WestBow Press fecha de revisiones: 12/01/2010
A mi amada esposa.
"Ya que has puesto al Señor por tu refugio,
al Altísimo por tu protección,
¹⁰ ningún mal habrá de sobrevenirte,
ninguna calamidad llegará a tu hogar.
¹¹ Porque él ordenará que sus ángeles
te cuiden en todos tus caminos.
¹² Con sus propias manos te levantarán
para que no tropieces con piedra alguna.
¹³ Aplastarás al león y a la víbora;
¡hollarás fieras y serpientes!" (Salmo 91: 9-13, NVI).
Contents
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Epílogo
1
Cuando conocí a Eduardo, no me pareció nada sorprendente. Su escaso cabello y su baja estatura, sumada a su prominente abdomen y el tono flemático de su voz, lo hacía parecer una persona común y corriente, como cualquier otra que durante la vida pasa delante de ti.
A lo mejor no era necesario que fuera especial, pues tampoco es que tuviera una vida de riqueza y opulencia. Más bien era un tipo normal, sin muchos sueños ya por concluir por lo avanzado de su edad y una profesión difícil como investigador policial.
Había, sin embargo, algo en Eduardo que el día que lo conocí me llamó podeorsamente la atención. Tenía una mirada llena de esperanza. Y es que, en medio de una vida tan corrida y afanosa como la que se vive en la tierra, es difícil encontrar personas con esa dósis de energía.
Debo confesar que en alguna forma, el comenzar a trabajar en un área apenas conocida para mí, me resultaba sumamente complicado, porque yo soy, más o menos, un enviado en situaciones especiales, difícilmente se me asignaba a un persona en particular, de hecho me tocaba ser más bien un mensajero, eso sí, no cualquier mensajero, uno de buenas noticias. Digo, normalmente.
Esa mañana, mi jefe había hablado conmigo muy temprano. Parecía muy importante porque no me dio tiempo de acompañar a mis hermanos a ver la salida del sol. Uno de los principales privilegios que tenemos por nuestros cargos.
Llegué a su oficina a la hora convenida y me sentí vislumbrado por aquella habitación llena de luz. El escritorio de color blanco puro, estaba cubierto de lino fino. A su derecha, un juego de sillones hechos de nubes me daban la bienvenida. El Señor se encontraba atento observando algo desde su trono. Haciéndome una seña con las manos, me dijo que entrara y me sentara en la nube que me pareciera mas cómoda.
− Me mandó a llamar mi Señor, - pregunté inquieto.
− Sí. Pasa, pasa por favor. Siéntate. Déjame componer nada más la órbita de este planeta que se está saliendo de su línea…
Me quedé observando cómo movía impresionantemente sus manos para componer lo que parecía ser un planeta dentro del sistema solar. Habrá sido quizás Plutón, el más pequeño que ahora ya no es planeta porque no tiene las dimensiones según dicen los científicos.
− …mmm… ya está.
− Fascinante Señor, en verdad, me deja usted con la boca abierta…- literalmente, pensé.
− Bueno, bueno, basta de halagos, debemos trabajar.
− Perdón Señor, solo decía que…
− Basta, basta… no es momento para eso.
− Lo siento Señor.
Un confuso silencio interrumpió la conversación. Ese es el problema cuando hablas con alguien para el cual un día es como mil años y mil años como un día, el tiempo deja de ser importante.
− Escúchame bien Gabriel. Te voy a mandar a un lugar que se que no conoces, en un área que sé no es de tu predilección; normalmente te he utilizado como mensajero de buenas nuevas, pero a veces necesito también que hagas tu función de guardador. Así que te enviaré con Eduardo, Eduardo Méndez. No lo conoces pero es policía.
− ¿Policía, Señor? ¿leyes? – dije un tanto sorprendido.
− Si mi amigo. Leyes. Te vas a encargar de apoyar a este mi hijo que pasará pronto por una crisis y necesito que lo apoyes.
Me quedé pensativo por un momento. La propuesta me pareció interesante. A veces el Señor nos mandaba a hacer cosas como esas, aunque en mi caso no muy seguido.
Pero había algo que me tenía incómodo, pues no comprendía muy bien el porqué de la designación. Habían pasado demasiados milenios ya de cuando los ángeles caídos decidieron rebelarse ante el Padre y solo en esa oportunidad recuerdo que nos tocó sustituir a los caidos, que habían dejado a los humanos. Así que preferí no quedarme con dudas y pregunté:
− Perdóname Padre, pero el ángel que lo protegía o acaso no tenía… ¿ha pasado algo?
− Pues claro que tenía a alguien, - me dijo, - Dime Gabriel, ¿Cuántas veces he dejado de atender a mis hijos?
− Nunca Señor, lo siento.
Cómo siempre me sucedía al estar ante Él, me temblaba la voz y mis alas parecían tener vida propia pues no podía parar de moverlas.
Él no es prepotente ni autoritario. Siempre lo hace como un padre comprensivo habla con un hijo rebelde.
Bueno, yo no tengo hijos pero creo que así debe ser. Lo que pasa es que el temor reverencial que se siente ante su presencia es muy fuerte. A veces tiemblo, a veces rio… no lo sé… es una experiencia incomparable.
Había platicado con Miguel en una oportunidad de eso y me contestó que a él le pasaba lo mismo. Ni el hecho de que Miguel fuera un poderoso guerrero, cambiaba la sensación.
Yo más que un guerrero era un mensajero o como a Él mismo le gustaba decirme un dador de buenas noticias.
Sí, ese era yo. El de las buenas noticias. Y quizás ninguna como aquella que me había tocado dar hace unos dos mil años, creo que fue la noticia más maravillosa de todas: el nacimiento del redentor… ¡aah…! lo recuerdo como si fuera ayer… el rostro de la mujer que visité era de paz, aunque al mismo tiempo manifestaba sorpresa y espanto… Esbozo una sonrisa cada vez que lo recuerdo.
Había tenido, sin embargo, otras misiones tanto antes como después de esa, no sé cuantas, y a veces muy complicadas. Siempre pasa así pues en el cielo todo el día y toda