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Al Este - Una novela
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Libro electrónico447 páginas6 horas

Al Este - Una novela

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"...en una palabra: extraordinario.” V. Scipione, Agente Literario norteamericano.

"Su forma de escribir es magnífica… Si hay algún escritor que me recuerde a Hoskins, ese sería John Steinbeck. Pero en vez del norte de California y el Valle de Salinas, descubrimos Australia y Nueva Zelanda.” - R. Simmons, de Readers’ Favorite.

"... El resultado es una historia en la carretera donde se producen descubrimientos y conexiones entre personas, elevándolas a un nuevo nivel de introspección y crecimiento, de forma que ‘Al Este’ se convierte en una novela altamente recomendable para lectores a los que les gustan las historias introspectivas y las aventuras, y a los que consideran la experiencia de viajar por carretera como un estímulo a la hora de tomar decisiones.” - D. Donovan, Crítico autorizado, Midwest Book Review

"Este es un libro que termina haciendo que me cuestione mi propia vida y hacia dónde se dirige- que me haga preguntarme cómo podría yo cambiar mi rutina por algo mucho más excitante.” - Christine Frayling, Asociación de libreros de Nueva Zelanda.


"Qué captura tan extraordinaria de una humanidad desnuda y sin adulterar, con todos sus matices, sus luces y sus sombras. Lo leí en muy poco tiempo, no podía dejar de hacerlo… De verdad, de verdad que disfruté de la lectura muchísimo.” - Teresa Herleth

Lleva una vida ordenada. Trabaja duro. Paga tus impuestos. Poda tu césped. Sé un buen ciudadano. Vince Osbourne ha llevado una vida ordenada durante treinta años.

Ya es hora de ponerse en marcha.


Frente a él se encuentra el enorme continente australiano, un futuro incierto y un pasado sin resolver.

Al tiempo que recorre los enormes y cambiantes paisajes del país, Vince aprende a apreciar su belleza, sus peligros y, sobre todo, a sus gentes.

Encuentros con jóvenes amantes, viejos amigos, bellas mujeres, aborígenes, un pescador sin rumbo por el desierto y un vapuleado ex ladrón, todo ello unido para crear un pintoresco tejido humano. Vince aprende de todos ellos.

El viaje de un hombre, de afuera hacia adentro, que accede a un mundo spiritual que nos une y nos conecta con nuestro planeta. “Al Este” es un relato conmovedor, descarnado, triste y reflexivo, y deja al lector con una nueva percepción y con anhelo de aventura…
 

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 abr 2018
ISBN9781547514595
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    Al Este - Una novela - Peri Hoskins

    AL ESTE

    ––––––––

    Una Novela

    ––––––––

    Peri Hoskins

    ––––––––

    Tane Kaha

    Publications

    Copyright © Peri Hoskins, 2016

    Peri Hoskins ejerce su derecho moral a ser identificado como el autor de este trabajo.

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida ni transmitida de forma alguna ni por ningún medio, electrónico o mecánico, incluido fotocopiado, grabación o sistemas de almacenamiento y recuperación de información, sin permiso escrito explícito del titular del copyright.

    www.perihoskinsauthor.com

    Traducción a español de Eva Molina Romera (www.evamoltranslations.com)

    Cubierta de libro y diseño de Mallory Rock (www.MalloryRock.com)

    Published by Tane Kaha Publications

    Al Este es una obra de ficción. Los nombres, caracteres, lugares e incidentes son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados de forma ficticia. Cualquier parecido con personas, vivas o fallecidas, eventos o localizaciones es enteramente casual.

    NationalLibraryofNewZealandCataloguing-in-PublicationData Hoskins,Peri,1963-

    East / Peri Hoskins

    ISBN: 978-0-473-42699-6

    Un catálogo de este libro está disponible en la Biblioteca Nacional de Nueva Zelanda.

    Me voy

    ––––––––

    El capó del coche es grande y blanco. Lluvia en el cristal frontal del vehículo. El limpiaparabrisas se la lleva. Nubes grises, carretera gris, suburbios grises; Me largo de aquí. Siento alegría por ello. Lo dejo todo atrás, una vida pequeña y mezquina que gira en círculos viciosos. Frente a mí una carretera que no sé dónde me llevará. Soy libre. Soy casi joven.

    Un comienzo. Siento un pulso renovado en mi sangre, que sale con fuerza de mí corazón a través de mis venas, que me alimenta, que me convierte en alguien nuevo, alguien muy consciente de que está escapando de su incertidumbre. Esta carretera me llevará a lugares nunca vistos, a gente que nunca he conocido. No hay lugar en el que tenga que estar ni hora a la que llegar.

    Sigo conduciendo dejando la ciudad muy atrás. La lluvia se calma, dejando ver destellos de sol sobre la húmeda hierba y los árboles. Veo granjas, vallas y vacas. El rumor de mi estómago va cesando conforme me voy sintiendo arropado por el misterio que me rodea a partir de ahora y que me da la libertad. Los grilletes de mi antigua vida se han soltado porque estoy cambiando de piel, una piel seca, raída, escamosa y vieja. Encontré el coraje para lanzarme hacia mi sueño. Y mi sueño se ha convertido en realidad.

    Orden. Me enseñaron a llevar una vida ordenada. ¿Qué era aquello que decían los profesores y los directores? Trabaja duro en clase. Consigue un buen trabajo. Sé un buen empleado. Paga tus impuestos. Poda el césped. Sé un buen vecino. Sé un buen ciudadano. Lleva una vida ordenada. No una vida plena, una vida variada, una gran vida. Eso no. Una vida ordenada con pequeños y pulcros círculos. Yo la he vivido durante treinta años.

    Mientras los árboles, las casas y las gasolineras pasan volando por delante, de nuevo pasan por mi mente los motivos para marcharme. A los treinta la vida ya no se extiende ante mí como un gran océano inexplorado. Ya ha pasado algo más de un tercio de mi vida, si es que llego a los ochenta. ¿Dónde estoy? Estoy en un punto de mi vida donde se supone que he llegado a alguna parte. Estoy en un sitio en el que nunca quise estar. Ese anhelo familiar me corroe las entrañas de nuevo, aunque esta vez es diferente; me siento feliz de saber que, finalmente, he cumplido.

    El anhelo... un murmullo en un rincón de mi alma... así es como empezó... hace un par de años... y yo lo alejé. Estaba ocupado; había cosas que hacer. Pero seguía volviendo, cada vez con más fuerza, atormentando cada vez más hasta que ya no se podía negar.

    El día que cumplí los treinta descubrí finalmente qué era eso. Era la sensación de que me había perdido aquello para lo que estaba destinado.

    Había tomado el camino equivocado en una de esas encrucijadas importantes de la vida, no sé dónde o cuándo.

    Así que puede que sea eso: un viaje de vuelta a la autopista de la vida para intentar encontrar el camino que no tomé. Un viaje para reconectar con quién soy y qué debería estar haciendo aquí, en esta vida. ¿Realmente quise ser abogado alguna vez? Puede. Lo hice porque mi padre no había terminado la carrera de derecho. Puede que lo hiciera por él, y no por mí. No tuve el valor para encontrar mi destino y seguirlo.... Me decanté por la seguridad y la cautela. Y las pequeñas repeticiones de la vida tranquila me habían rodeado y me estaban asfixiando. No sé si es eso... que tengo que irme. Pero sí sé que es la cosa más honesta que podría hacer. Y sé que es real: este trayecto sin fin y sin ruta fija. Es un gran país. Sí, me dirigiré al este... Y puede que encuentre algo del alma de esta tierra y de su gente durante mis viajes...

    He estado al volante durante cuatro horas. Los movimientos musculares necesarios para conducir el coche se han vuelto automáticos. Mis pensamientos vagan con libertad ahora, primero hacia el futuro – nuevo, lleno de posibilidades- y luego retroceden hasta mi infancia. Recuerdo una idea largamente enterrada, sobre un tiempo en el que imaginaba un mundo lleno de posibilidades. De niño pensaba que podía ver dentro de las personas, una especie de sexto sentido.

    Los recuerdos acuden a mi mente, claros, concisos, centrados. Veo las cosas ahora como las veía entonces. Soy un niño pequeño sentado en el asiento del pasajero de un coche. Mi padre va conduciendo. Nos aproximamos a un cruce. Un policía está de pie en medio del tráfico, dirigiéndolo. Señala el coche que va delante para que se detenga. El policía me fascina con su limpio uniforme azul, sus altas botas negras, sus largos guantes blancos, sus precisas señas con las manos. Hace que se detengan los coches y ellos obedecen, cruzando la intersección lenta y respetuosamente al pasar junto al hombre uniformado.

    Puedo escuchar en lo alto el ruido de un avión. Dentro de mi mente de niño veo las alas plateadas y el fuselaje. Los ojos del policía miran al cielo hacia el avión. Lo veo claramente por la ventana de mi imaginación. Las manos enguantadas del agente caen lentamente y descansan en su pesado cinturón. Los coches se amontonan en el cruce. El conductor delantero le mira esperando instrucciones pero él no da ninguna. Inconsciente del tráfico, tiene toda su atención puesta en el cielo. El rostro del policía pierde forma y puedo ver dentro de él. Primero siento su incomodidad por el calor que le da el uniforme, la sequedad de su garganta y el cansancio tras sus ojos. Poco a poco voy profundizando en mi percepción.

    Siento el corazón entumecido, las ambiciones frustradas, las esperanzas y sueños sin realizar y que se han perdido. Él no quiere estar ahí, dirigiendo el tráfico. El pasado le ha engañado. Está desconectado del presente y temeroso del futuro.

    Se oye el claxon de un coche detrás de nosotros. Es un conductor que no sabe el porqué de que el tráfico no se mueva. Los ojos del policía vuelven al tráfico, sus brazos se mueven con precisión militar. Mientras nos hace señas para que continuemos, su mirada se concentra otra vez y el momento de ver dentro de él se ha desvanecido.

    Mi sexto sentido suele aparecer sin avisar y siempre dura solo un fugaz momento o dos. A veces veía a mi madre intentando esconder una emoción o pillaba a mi padre con la guardia baja, mirando a la distancia. En ese momento mi sexto sentido hacía que lo físico se desvaneciera, que el cuerpo se volviera transparente y amorfo. En vez de ver a la persona yo veía dentro de la persona, alcanzaba su corazón, sentía sus miedos, tocaba sus sueños; veía su humanidad, cruda y luchando.

    Entre ciudades

    ––––––––

    Estoy entre ciudades. Llueve a cántaros, la lluvia cae sobre el parabrisas en gotas enormes, sin tocarse unas a otras. Pongo el limpiaparabrisas a la velocidad máxima, pero las escobillas son viejas y están desgastadas. La carretera aparece delante de mí como una mancha acuosa. Aparece una gasolinera en mitad de esa mancha acuosa turbia y gris. Giro el coche para salir de la autopista hacia la explanada.

    Cuando salgo del coche veo a un hombre, puede que un chico, observándome desde la zona techada de la explanada. Vestido con una chaqueta vieja, vaqueros desgastados y zapatillas de deporte, sostiene un deteriorado maletín. El hombre está delgado, con la fragilidad de un pajarillo, lleva el cabello revuelto, húmedo y se le nota incómodo. No puedo ver la pupila de uno de sus ojos, tiene todo el ojo rojo. Ese ojo rojo le señala como alguien diferente, como un pájaro herido que ya no puede seguir volando con su bandada. ¿Puedo ver dentro de él como antes? Hubo un tiempo en que solía ver dentro de la gente. Durante un fugaz momento, lo creo. Pero el momento pasa, todo lo que puedo ver en su único ojo sano es una tranquila y decidida necesidad.

    ¿Puedes llevarme, colega? me pregunta con voz débil.

    Yo le miro de nuevo. Es más bajo que yo. Si tengo que hacerlo puedo abrir la puerta y echarle del coche. ¿Dónde?

    Al sur, Nangari... o donde sea, me dice.

    Ya veremos.

    Yo cierro con llave el coche y entro en la gasolinera.

    Siento su mirada entre mis hombros mientras encajo una nueva escobilla en la carcasa de metal. La lluvia golpea el tejado de la explanada. Con las escobillas nuevas colocadas, tiro las viejas en la papelera de plástico negra que hay junto al surtidor de gasolina. Giro mi rostro hacia él.

    ¿Qué te ha pasado en el ojo?

    Me han robado. Se llevaron todo mi dinero. Por eso estoy haciendo dedo, dice él con su voz chillona.

    Venga, vale, sube. Yo abro la puerta del pasajero.

    Oh, gracias. Su rostro se ilumina y se sube con rapidez al asiento del pasajero. Pone el maletín junto a sus pies.

    Arranco el motor y giro el pesado volante para salir hacia la cortina de agua. no me gustaría estar haciendo autoestop bajo esta lluvia.

    De verdad que agradezco que me lleves, dice él.

    ¿Cómo te llamas?

    Rex.

    Vince.

    Él me mira a los hombros y el pecho. ¿Eres portero de discoteca?

    No, soy abogado.

    ¿Abogado? Nunca había conocido a ningún abogado así antes, como... alguien con quien se puede hablar.

    ¿Te han robado?

    Era media tarde, cerca de la comisaría de policía, no estaban lejos del centro de la ciudad. Se habían acercado a él en grupo, eran cuatro o cinco.

    ¿Tienes fuego? le preguntó uno.

    ¿Tienes dinero? le preguntó otro.

    No, vete a la mierda. Rex dijo.

    Danos el dinero o te vas a enterar.

    Que os follen.

    Ellos le tiraron al suelo y le dieron patadas mientras él estaba tirado en la calle. Le quitaron el dinero y su maleta con la ropa. Buscaron en su maletín, pero lo dejaron tirado porque era viejo y no contenía nada que ellos quisieran.

    Yo antes era un ladrón. Dice él.

    ¿Y por qué dejaste de serlo?

    Tuve que hacerlo, engordé demasiado. Y solía robar casas. Fue entonces cuando conocí a algunos abogados.

    ¿Y qué hizo que dejaras de hacerlo?

    Oh, me pillaron, y me estaba haciendo viejo... Estos últimos años he estado trabajando por toda la costa, en granjas y en cañaverales.

    ¿Dónde vas ahora?

    Bueno, estoy en la ruina, así que me vuelvo a vivir con mi madre durante un tiempo.

    La noche ha caído cuando llegamos a la ciudad. No vamos a seguir más por hoy.

    Tengo un colega que vive aquí, dice él.

    Me meto en los suburbios de la ciudad, con Rex dándome instrucciones para llegar. Pasamos filas y filas de casas que parecen exactamente iguales en la noche.

    Rex señala al frente, hacia la izquierda, en dirección a una de las muchas casas grises sin forma.

    ¿Cómo distingue a esta de las otras? Yo aparco junto a la casa. La noche es oscura; la lluvia sigue cayendo con fuerza. Rex coge su vieja maleta de vinilo del suelo del coche. Gracias por traerme, me dice. Abre la puerta del pasajeroy se va.

    Mientras me alejo le veo fugazmente bajo la luz de la farola, caminando inclinado para intentar protegerse de la lluvia.

    Doblo la esquina. Otra calle con hileras de húmedas casas grises. Hay algo curioso en esa última visión de Rex. Era como ver la historia de su vida: Caminando por el mundo inclinado, luchando contra fuerzas mayores que él...

    De vuelta a la autopista; la lluvia golpea el parabrisas. Las nuevas escobillas la apartan. Menos mal que tengo los limpiaparabrisas nuevos, ahora puedo ver la carretera con claridad... Ya no veo dentro de la gente... ¿Cuándo había dejado de hacerlo?Tenía ese sexto sentido cuando era muy joven, antes de ir al colegio. Y en aquel entonces veía también luces de colores que se movían en diferentes lugares: rojas, amarillas, azules, púrpuras y naranjas; pequeñas criaturas de luz flotando en el aire. La mayoría de veces iban en grupos. A veces veía las luces cerca de los techos mientras estaba en la cama, antes de dormirme. Una noche se las señalé a papá: Allí, junto a la viga. Él no podía verlas. Y yo lo supe antes de que la mirada de su rostro me lo hiciera saber.

    Él dijo: Puede que sean almas...

    La gran ciudad

    ––––––––

    Conduzco por la gran ciudad donde malgasté la mayor parte de mis veinte primeros años. Algo del monóxido de carbono que hay aquí debe seguir en mi sangre, me siento como en casa. Me alojo en una habitación en un hotel barato de un barrio tranquilo, junto al río. Mi amigo Keith estuvo una vez aquí. Nos dijo que era un hotel privado. Yo dije que era una pensión. Cada vez que salía el tema había risas y bromas acerca de la pensión. ¿Cuándo piensa dejar Keith la pensión e irse a un piso? Tenemos que ayudar a Keith a salir de la pensión. Y él sonreía, con sus facciones regulares, su cabello rizado, rubio y despeinado y sus perfectos dientes blancos, como si estuviera rodando un anuncio de pasta de dientes. Lo que se reiría Keith si me viera entrando ahora en la pensión.

    El gerente tiene la papada más pronunciada. Su piel blanca y sonrosada está más ajada y arrugada. No me reconoce cuando coge mi dinero con su mano sana. No espero tampoco que lo haga. Mis visitas aquí habían sido fugaces y poco numerosas, cuando recogía a Keith o le dejaba. Se guarda mi dinero en el primer cajón de su viejo escritorio de madera, coge un bolígrafo, se inclina y escribe mis datos en una libreta azul de tapa dura. Escribe con lentitud, como si hubiera aprendido a escribir de nuevo con esta mano después de perder el pulgar y el índice de la otra. Veo motas de caspa en su fino cabello, demasiado negro. Hay cierta sensación de vacío impregnada en él. Como si cada día que pasa su alma languideciera un poco más.

    Llamo a Louis. Nos veremos en un café de la ciudad. Mientras voy en el tren hacia la ciudad pienso en Louis, y cómo nos conocimos. Yo tenía veintiséis años, él tenía veintisiete. Él había acabado la licenciatura de derecho el año antes y estaba haciendo un master. Aparecía por la facultad por las tardes después del trabajo, siempre impecablemente vestido con un traje de chaqueta bien cortado, unos caros zapatos negros ingleses, camisa blanca y corbata de seda. Siempre llevaba ropa nueva, nunca le veías con un traje muy usado o un cuello de camisa desgastado. Le gustaba hablar, discutir, tener audiencia. La primera vez que nos conocimos, él empezó a discutir con mi amigo griego, Theo, mi compañero de clase de Ley de Seguridad de Mercado.

    Escúchame, Louis, que yo sé de esto. Decía Theo.

    ¿Por qué tendría que escucharte? decía Louis, Tienes una nariz muy gorda...

    La gran nariz de Theo enrojeció, así como sus mejillas. Theo levantó su maletín marrón y se fue a casa.

    Yo no lo sabía entonces, pero ese era Louis en su versión moderada. Cuando le conocí mejor me di cuenta de que solía empezar con ‘Soy un dios viviente’ o ‘soy un genio’ antes de contar su acto heroico o su genial idea.

    Había estudiado el Tercer Reich en detalle y pensaba que Hitler era un gran hombre.

    Decía que no habían muerto nada más que ‘unos pocos miles de judíos’ en el holocausto. Durante la guerra no había comida. Un soldado alemán podía ser disparado por robar un trozo de pan.

    Pues yo tengo un amigo judío, le dije yo. Es buena persona, amable.

    ¿Le conoces bien? dijo él. Los judíos entran en la comunidad, con sus grandes narices, sus grandes pies; e intentan hacer que la gente sienta pena por ellos. Eso es solo el principio. Con el tiempo, con sus astutas prácticas, y siempre ayudándose unos a otros, se hacen con el control. Y el olor... Él arrugó la nariz.

    Louis es siciliano. Sus padres están divorciados. A la edad de treinta y dos, sigue viviendo con su madre, Rosa, y su hermano menor, Richard, que tiene treinta y uno. Me llevo bien con ella, como con la mayoría de madres a las que he conocido. Siempre me ha pasado, desde que aprendí a caminar. Las madres solían decir eso de ‘Oh, qué cabello tan encantador’ y en segundos ya podía sentir su mano en mi cabeza, apretándome los rizos.

    Igual que uno de mis chicos, decía Rosa con una suave mirada maternal en sus ojos marrones. Me había invitado a la comida de los domingos con sus hijos, Richard y Louis. Todos los platos sicilianos cuidadosamente preparados se extendían en el mantel blanco.

    Yo le sonreía. Gracias, señora Romano. Cuando uno la miraba a través de la mesa, veía que ella no parecía mucho mayor que sus hijos, Louis con sus facciones regulares y Richard con el rostro tosco y encantador de su padre.

    No me sorprendió demasiado saber que había sido una novia adolescente en el viejo mundo. Ella había llegado aquí con su marido y sus dos hijos cuando Richard tenía siete años y Louis ocho. A partir del divorcio las cosas están mejor con el padre de los chicos, decía ella, pero todavía me hace enfadar como nadie.

    Ella entonces me preguntó si conocía al amigo de Louis, Geoff Randall.

    Sí, yo dije.

    No me gusta ese chico. Ella miró a Louis. Pero a él le gusta mucho.

    Louis le sonrió. Geoff es buena gente... No puedes decir nada malo de él.

    Rosa me miró. Siempre estaba por aquí, nunca traía vino ni nada... se lo dije a Louis, no le traigas más.

    Yo había visto lo suficiente a Randall como para saber a qué se refería.

    Yo acepto a las personas como son, dije yo. No me importa la raza que tengan.

    Louis también. Dijo Rosa.

    Ha habido muchos grandes escritores que eran judíos. Dije yo. Arthur Miller es judío.

    La forma de escribir de Miller no es nada comparada con la de Tennesse Williams, dijo Louis.

    Tennessee Williams era homosexual, dije yo.

    Richard soltó una carcajada.

    Louis se quedó callado. Ya no volvió a hablar nunca de Tennessee Williams. Y desde entonces, cuando hablaba de su hermano, siempre decía, tu compañero de ideología, Richard...

    Estoy en el tren. Mientras se acerca a la primera estación de la ciudad, me pregunto por qué nos hicimos amigos. ¿Qué nos había acercado a Louis y a mí? Los dos éramos hombres, con ojos marrones y tez olivácea, estábamos en la veintena, éramos morenos y vestíamos con trajes de chaqueta. Los dos habíamos nacido en otros países. Y los dos trabajábamos en el centro. Louis era un abogado en una gran firma. Yo vendía suscripciones a una revista por teléfono, entre clase y clase, en la sucursal de una compañía que tenía su sede en otro estado. Me pasaba el día corriendo desde mi oficina a la facultad. En cierto modo yo trabajaba y estudiaba a tiempo completo.

    Compartíamos el amor por la filosofía. Yo citaba a Nietzsche, frases de ‘Mas Allá del Bien y del Mal’ y ‘El Crepúsculo de los ídolos’. Louis citaba a Schopenhauer y su ‘El Mundo Como Voluntad y Representación’. Nos ardía por dentro la necesidad de vivir bajo nuestras propias normas, pero el mundo corporativo nos coartaba. Como decía Louis, la clave del éxito no parecía estar en lo bueno que fueras en tu trabajo; era más una cuestión de hasta dónde puedes sacar la lengua para chuparle el culo a otro hombre. En un mundo en el que los aduladores mediocres prosperaban y florecían, nos faltaba una habilidad necesaria.

    Yo trabajaba en el centro, en una pequeña oficina interior, cuadrada y sin ventanas. Una empresa de contabilidad alquilaba el piso. Ellos no necesitaban el espacio, así que lo subarrendaban a la empresa para la que yo trabajaba. La luz era fluorescente, salía de unos tubos en el techo revestido de paneles. Solo había un escritorio, un teléfono, un par de sillas y tres cajoneras de metal. Yo no tenía secretaria, solo un servicio de contestador remoto y un localizador negro de plástico alfanumérico que llevaba enganchado en el cinturón.

    Anne trabajaba abajo, en la entrada. Ella tenía treinta y ocho años, era jefe de contabilidad. Anne se llevaba bien conmigo, me llamaba Señor Global Tech, por el nombre de la revista para la que trabajaba.

    Yo solía estar fuera, en clase. A veces llegaban mensajeros con entregas para mí mientras la oficina estaba vacía,y buscaban a alguien a quien entregárselas y que les pagara antes de irse.

    Ann les daba mi número de servicio de contestador. Yo me encargaba de ello y Anne no me cobraba por ayudarme.

    Una tarde mi pequeña oficina se volvió aún más pequeña. Anne abrió la puerta, entró y la cerró. He decidido que quiero tener un rollo contigo.

    Las paredes se me cayeron encima. La luz fluorescente se convirtió en un débil fulgor en el techo. Yo la miré, vi una rosa con pétalos marchitos, rebosantes de la belleza del ayer. No tengo tiempo...

    Ella se fue y cerró la puerta.

    La luz volvió. Las paredes volvieron a su sitio.

    Nos llevábamos bien. Podría haber aceptado su oferta, si hubiera tenido más tiempo o si no me hubiera hecho sentir como una presa de caza.

    Nos encanta reír. Algo más que tenemos en común Louis y yo. Y mientras estoy sentado en el tren rememoro aquel día ventoso en esta misma ciudad hace algunos años. Veo su cara risueña y escucho su risa sonando al compás de las ráfagas de viento.

    La ciudad estaba llena de coches y mensajeros en bicicleta, y la multitud que salía de la oficina a la hora de comer llenaba las calles. Nosotros salíamos de la facultad de derecho e íbamos a tomar un café para almorzar. Louis caminaba a mi lado. Sus pasos medidos y su mirada en la distancia me trajo a la mente aquel príncipe maquiavélico que abandonó su castillo por un día para pasear entre sus vasallos. Gary Cox nos acompañaba, caminando un par de pasos detrás. Louis había conocido a Gary el año anterior en la facultad de derecho. Gary había empezado tarde la vida de estudiante. A sus cuarenta todavía estaba completando un grado sin licenciatura a tiempo parcial, mientras trabajaba en una oficina gubernamental. Quería trabajar como procurador algún día. Cuando le pregunté a Louis por qué le dejaba rondar por allí con él, me habló de los tiempos antiguos en los que los reyes tenían bufones de la corte.

    Como yo, Gary venía de una capital de provincia. Tenía una sonrisa pueblerina, que a menudo era la sonrisa de pícaro bobalicón. Otras veces su sonrisa decía: ¿Cómo estás, tío? o Sé que te voy a gustar y me vas a aceptar. Fuera cual fuera la sonrisa en su rostro, el destello infantil en sus ojos era el mismo, daba igual con quien estuviera tratando o qué hubiera a su alrededor. Ese destello siempre estaba allí, daba igual que nos estuviera contando que había sido paracaidista (lo cual solo se creía él) o que Louis tenía la mejor posada de la ciudad en casa gracias a la madre de Louis. ¿Y cuándo podría mudarse él allí?

    Y había algo provinciano en la forma en la que Gary daba zancadas por la calle con su sencillo traje negro, comprado en un centro comercial de su ciudad natal, y sus sólidos zapatos negros. Era día de peluca. Algunos días Gary llevaba un peluquín demasiado obvio, y otros no. Hoy tenía la mata de pelo negro en su cabeza. El sudor se deslizaba por su frente, bajo la parte delantera del tupé, hasta llegar a la parte de atrás de sus gafas de montura negra.

    Yo le había preguntado a Louis sobre Marianna. Ella era su novia oficial (tenía varias no oficiales). Marianna era una enfermera siciliana de veintidós años a la cual yo nunca había conocido. Louis decía que era muy bella, y virgen.

    Marianna es una chica para casarse con ella, decía él.

    ¿No quieres tener sexo con ella antes de casarte? le pregunté yo una vez.

    No, dijo él. Mi esposa será una virgen, en el pasado, en el presente y en el futuro.

    Pero, puede que te cases y luego el sexo no sea bueno.

    No, eso no pasará. Cuando la abrazo, sé que va a ser bueno.

    Gary nos alcanzó. Él había ido dando zancadas junto a nosotros durante un rato cuando de repente una ráfaga de viento se llevó el peluquín de su cabeza. Una calva con forma de herradura quedó expuesta desde la frente hasta la corona. Gary se quedó mirando con cara perpleja cómo el peluquín salía volando cuarenta metros por delante empujado por el viento, hasta verlo aterrizar flácidamente en un lado de la calle. Gary echó a correr, con los ojos fijos en el manojo de pelo despeinado. Sus cortas piernas le hacían dar pisotones apresurados en la acera.

    La sonrisa de Louis se hizo más amplia al ver a Gary correr. Y entonces Louis rompió a reír... fue como un pozo profundo desbordándose.

    Gary se agachó para coger su peluquín del suelo. Su pálida mano regordeta ya casi lo tenía cuando otra ráfaga de viento lo levantó y se lo llevó carretera abajo otros cincuenta metros.

    La risa de Louis se desbordó de nuevo, y mis propias carcajadas se unieron a las suyas.

    Gary salió corriendo de nuevo, con los ojos fijos en la cosa negra y peluda que caía a un lado de la acera como si fuera el escondite seco de un animal peludo. Gary resoplaba al correr. De nuevo se agachó para cogerlo y de nuevo una ráfaga de viento se llevó la peluca y la desplazó otros setenta metros. Gary se enderezó y corrió tras ella.

    Nuestras carcajadas se desbordaron de nuevo.

    Gary se había alejado ya bastante. Su figura baja y corpulenta se inclinó de nuevo para coger el peluquín, y otra vez el viento se lo llevó. Gary volvió a empezar; esta vez solo tenía que cubrir un espacio de treinta metros. Finalmente lo pudo coger y lo sostuvo con fuerza contra su corbata verde de poliéster y su camisa blanca de oficinista.

    Las gotas de sudor que había en su cabeza y su rostro brillaban bajo el sol. Él se quedó parado resoplando en la acera mientras nos esperaba.

    Nuestra risa era pura, dura, delirante.

    Gary sonrió. La mirada en su rostro era una extraña mezcla de vergüenza y orgullo. Orgullo por su victoria contra el viento, y orgullo por haber sido la causa de nuestra diversión.

    Hubo otras veces en casa de Louis. Como aquel domingo que fui a comer con el contable de Rosa, Barack, y el hermano de Barack, Eli. Los dos son judíos, me dijo Louis antes de que llegaran los dos hombres. Así que no puede haber comentarios antisemitas. Me lo dijo a mí pero como si la anotación mental fuera para sí mismo. Y Louis se convirtió en el hijo encantador durante la comida, riéndole las bromas a Eli y diciendo cosas como, Barak, ¿Dónde has estado escondiendo a Eli todo este tiempo?... Me habría gustado haberle visto más veces.

    Una tarde en casa de Louis conocí a su primo Marcus: un mecánico de motores que sonreía mucho. Louis y yo estábamos sentados en la sala de estar con él. La televisión se oía al fondo. Los dedos de Marcus eran grandes, y tenía las uñas rotas. Tenía las típicas manos de un hombre que trabajaba con ellas. Las palabras brotaban de la boca de Marcus con facilidad. Era como si solo conociera una velocidad para hablar: a toda máquina. Y cuando hablaba sus ojos marrones bailaban al ritmo de sus palabras, como si fueran al unísono. Solo los aborígenes vienen de aquí. Todo lo demás vino de algún otro lugar. Me miró con sus infantiles ojos cargados de intención, queriendo asegurarse de que yo había entendido su revelación y que me había gustado.

    Cierto, dije yo.

    Louis y yo empezamos a hablar sobre filosofía mientras Marcus quedaba absorto ante las noticias de la televisión.

    Mirad, dijo Marcus, señalando con el brazo a la televisión. Los malditos judíos- mirad, mirad.

    Louis y yo dejamos de hablar y prestamos atención a las noticias.

    Se había desarrollado un nuevo procedimiento para moldear plástico en la industria de la construcción, se preveía que permitiría reducir los costos de forma significativa aunque tendrían que pasar cinco años antes de que el procedimiento fuera perfeccionado del todo. Pusieron fotos del equipamiento para ello y entrevistas con hombres con sus batas blancas de laboratorio, sus frentes amplias y sus gafas.

    Marcus nos miró. Mirad, dijo él moviendo el brazo y señalando a la pantalla. Los malditos judíos...

    Los judíos...mmm... se meten en estas industrias, Louis me dijo como si estuviera traduciendo lo que decía Marcus. y luego... a través del sistema bancario... todas las oportunidades van hacia otros judíos. Están todos interconectados.

    Yo sonreí ante el esfuerzo de Louis por encontrar palabras. Sí, ya veo las vinculaciones...

    Marcus nos sonrió y sacudió el dedo en dirección a la televisión.

    Louis se giró hacia mí. Schopenhauer tenía una concepción diferente de la voluntad...

    Mirad, dijo Marcus. Los malditos judíos. Movió su brazo hacia la televisión.

    Louis y yo volvimos a mirar la pantalla.

    El gobierno del estado estaba planeando limpiar las playas para asegurarse de que los vertidos de aguas residuales de hicieran a muchos kilómetros en alta mar. Salieron imágenes de grandes olas llegando a playas soleadas, gente bañándose y surfeando, seguidas por imágenes del fondo del océano donde las tuberías de desagüe descargarían los vertidos, y más tarde una entrevista en la playa con un surfista en bañador.

    Louis no se molestó en explicarle nada esta vez. Simplemente me miró como diciendo, ‘ignórale.’

    Lo sé, le dije a Louis. Nietzsche se basa en la concepción de Schopenhauer de la voluntad y la llevó más allá. Para Nietzsche, el humano no es pasivo, como Schopenhauer creía, sino activo, tiene la voluntad para poder. El problema está en la ascendencia. La gente solo lucha para sobrevivir cuando su supervivencia está en peligro, como Darwin creía.

    Mirad, mirad, decía Marcus todavía con la mano señalando la televisión. Los judíos, los malditos judíos.

    Con el rabillo del ojo vi que el tema de las noticias era ahora algo relacionado con el detergente. Louis y yo seguimos charlando.

    Mirad, mirad Marcus decía, moviendo brazos y dedos para señalar. Mirad y ved... los malditos judíos...

    El tren se detiene y me hace salir de mi ensoñación. El altavoz nombra la estación y se oye el nombre de la siguiente parada con un marcado acento de clase obrera. ¿Por qué todos los locutores de trenes tienen acentos tan duros? Me repliego en mi asiento y en mis pensamientos. Sí, hubo carcajadas. Y a pesar de todo, por encima de todas esas cosas superficiales, Louis y yo tenemos algo en común: Nuestro vínculo principal. Ambos somos extranjeros. Ese reconocimiento familiar había aparecido en segundos – el silencioso tú y yo, ninguno somos de aquí; nuestros rostros, el tuyo y el mío, no encajan – esa sensación de que nuestras vidas están siendo vividas fuera del lugar al que pertenecen.

    Después de que Theo se marchara esa tarde, Louis y yo

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