Deseo prohibido
Por Sara Craven
4/5
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Nada más enterarse de que había heredado una villa en una isla griega, Zoe Lambert decidió empezar de nuevo. Su nuevo hogar era sencillamente perfecto... igual que el jardinero que incluía la herencia. Además, entre ellos había habido una química inmediata... Entonces se enteró de que Andreas no era un simple jardinero, sino el hijo de un rico armador, y empezaron a desvelarse multitud de secretos. La verdadera identidad de Andreas lo cambió todo, haciendo que su amor fuera imposible... a menos que él rompiera las cadenas del pasado y la convirtiera en su esposa.
Sara Craven
One of Harlequin/ Mills & Boon’s most long-standing authors, Sara Craven has sold over 30 million books around the world. She published her first novel, Garden of Dreams, in 1975 and wrote for Mills & Boon/ Harlequin for over 40 years. Former journalist Sara also balanced her impressing writing career with winning the 1997 series of the UK TV show Mastermind, and standing as Chairman of the Romance Novelists’ Association from 2011 to 2013. Sara passed away in November 2017.
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Deseo prohibido - Sara Craven
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2003 Sara Craven
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Deseo prohibido, n.º 1473 - mayo 2018
Título original: His Forbidden Bride
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9188-210-7
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Si te ha gustado este libro…
Capítulo 1
LO he pensado mucho –dijo George–, y creo firmemente que deberíamos casarnos.
Zoe Lambert, que acababa de tomar un sorbo de Chardonnay, tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no atragantarse con el licor.
Si hubiera sido cualquier otro el que le hubiera hecho una proposición semejante, sin duda se habría echado a reír. Pero no podía hacerlo con George, sentado frente a ella en la mesa del bar, con su pelo castaño alborotado y su corbata torcida.
George era su amigo, uno de los pocos que tenía en el Bishops Cross Sixth Form College, donde ella era miembro del departamento de Matemáticas. Después de la reunión semanal del personal, solían ir juntos a tomar una copa, pero nunca habían tenido una cita. Ni siquiera había la mínima pizca de atracción entre ellos. Y, en el caso de que la hubiese, la amenaza de su madre bastaría para hacerla desaparecer.
La madre de George era una viuda con un corazón de hielo, quien hacía todo lo posible para mantener a su hijo en casa, como un obediente soltero esclavizado a sus deseos. Ninguna de las esporádicas aventuras de George había llegado a prosperar bajo la gélida mirada azul de la anciana, y si por ella fuera, así sería para siempre. Aquellos ojos acerados se entornarían severamente si se enterara de que su único hijo estaba en el bar del pueblo con Zoe Lambert… proponiéndole el matrimonio.
–George –dijo Zoe respirando hondo–, no creo que…
–Después de todo –siguió él sin prestarle atención–, vas a tener dificultades ahora que estás… sola. Fuiste muy valiente mientras tu madre estuvo enferma. Pero ahora me gustaría cuidar de ti. No quiero que vuelvas a preocuparte por nada.
«Salvo por el veneno que tu madre me eche en la comida», pensó ella. «Contando con la ayuda de su mejor amiga, mi tía Megan».
Hizo una mueca de desagrado al recordar los chillidos de su tía en el funeral, dos semanas atrás. Megan Arnold había aceptado fríamente las condolencias de los amigos y vecinos de su hermana, pero apenas le había dirigido la palabra a su sobrina, el único pariente vivo que le quedaba.
De vuelta a la casa de campo, había rechazado la comida que le habían ofrecido y se había quedado mirando en silencio a los alrededores, como si estuviera evaluándolo todo.
–No le des importancia, querida –le había susurrado a Zoe la señora Gibb, quien se encargaba de limpiar la casa desde hacía diez años–. Algunas personas reaccionan al dolor de una forma muy extraña.
Pero Zoe no veía el menor rastro de dolor en la cara pétrea de su tía. Megan Arnold se había mantenido fría y distante durante la enfermedad de su hermana, y desde el día del funeral no se la había vuelto a ver.
Zoe apartó esos desagradables pensamientos de su mente, se apartó un mechón rubio del rostro y clavó la mirada de sus claros ojos grises en su inesperado pretendiente.
–¿Estás diciendo que te has enamorado de mí, George? –le preguntó suavemente.
–Bueno… te tengo mucho cariño, Zoe –dijo él aparentemente avergonzado, mientras pasaba los dedos por el borde del vaso–. Y también te respeto mucho. Lo sabes. Pero no creo que yo sea del tipo de persona que pierde la cabeza por amor –añadió torpemente–. Y sospecho que tú tampoco. Sinceramente, creo que lo más importante es ser… amigos.
–Sí –respondió ella–. Eso puedo comprenderlo. Y tal vez tengas razón. George, eres muy amable, y aprecio todo lo que has dicho, pero no voy a tomar ninguna decisión inmediata sobre mi futuro –hizo una pausa–. Perder a mi madre ha sido muy duro, y aún no puedo ver las cosas con claridad.
–Me doy cuenta… –alargó un brazo sobre la mesa y le dio unas palmaditas nerviosas en la mano–. No voy a presionarte, lo juro. Sólo me gustaría que… que lo pensaras, ¿de acuerdo?
–Sí –dijo ella, cruzando mentalmente los dedos–. Por supuesto que sí.
«La primera proposición de matrimonio que me hacen», pensó. «Realmente singular».
–Si pensaras que es posible… –dijo él vacilante, al cabo de un breve silencio–, yo no querría… agobiarte ni que te precipitaras. Estoy preparado para esperar el tiempo que quieras.
Zoe se mordió el labio mientras observaba su rostro ansioso.
–George, no te merezco –dijo sinceramente.
Media hora más tarde, en el autobús, no podía pensar en otra cosa. La extravagante proposición de George era sólo uno de sus problemas. Y, posiblemente, el menos apremiante.
Había ido a Astencombe tres años antes, al salir de la universidad, a vivir con su madre en la casa de campo. Al poco tiempo su madre, Gina Lambert, cayó enferma. La propiedad pertenecía al difunto marido de tía Megan, Peter Arnold, quien había acordado el alquiler original con su cuñada.
Zoe sospechaba que tía Megan nunca había estado de acuerdo con ese trato, y, tras la muerte de su marido, empezó a subir el alquiler año tras año. Era una viuda rica y sin hijos a quien no le hacía falta el dinero, pero aun así insistió también en que el mantenimiento y las reparaciones eran responsabilidad de la inquilina.
Gina, también viuda, había conseguido salir adelante, con mucha dificultad, gracias a la miserable pensión de su marido, a sus cuadros de paisajes y al sueldo que Zoe ganaba como profesora de inglés. Pero con todo no dejaba de ser un estilo de vida muy austero.
Encontrar un trabajo en el pueblo y vivir en la casa no era lo que Zoe había planeado en un principio. En la universidad había conocido a Mick, quien después de graduarse quería viajar por el mundo durante un año. Le había pedido a Zoe que lo acompañara, y ella se había sentido seriamente tentada.
De hecho, había ido a casa el fin de semana para contarle a su madre lo que pensaba hacer. Pero al llegar había encontrado a Gina con aspecto débil y cansado. Su madre negó rotundamente que pasara algo, pero Zoe se enteró por Adele, la vecina, que el día anterior había ido a verla la tía Megan y que se habían dicho «unas cuantas palabras».
Zoe se pasó el fin de semana intentando contarle sus planes, pero le fue imposible. Entonces, decidió comunicarle a Mick que había cambiado de opinión respecto al viaje. Había albergado la esperanza de que él la quisiera lo suficiente para no irse sin ella, pero se llevó una amarga decepción. Mick no estaba dispuesto a cambiar su viaje… tan sólo la compañía. En cuestión de días, su lugar en la cama y en el cariño de Mick había sido ocupado por otra.
Pero eso al menos le había enseñado una valiosísima lección sobre los hombres, y siempre era mejor que la hubiera abandonado en Inglaterra que en Malasia. Desde entonces no había vuelto a tener una relación seria, y ahora George le proponía el matrimonio sin amarla realmente. Parecía que la historia se estaba repitiendo.
«Si no tengo cuidado, voy a acabar con un grave complejo», se dijo a sí misma.
Sin embargo, al mirar atrás no se arrepentía de haber sacrificado su independencia. Tal vez el trabajo en el pueblo tuviera sus limitaciones, pero ella estaba muy agradecida por haber podido estar allí durante las primeros pruebas que le hicieron a su madre, su posterior tratamiento médico… y su corta enfermedad final. A pesar de la tristeza y el dolor, Zoe tenía muchos buenos recuerdos que guardar, gracias a la esperanza y optimismo que su madre mostró hasta sus últimos momentos.
Pero era incuestionable que un capítulo de su vida acababa de cerrarse, y no se imaginaba a sí misma trabajando el resto de sus días en el departamento del Bishops Cross College. Tenía las pertenencias de la casa de campo y un poco de dinero del testamento de su madre. Tal vez fuera su oportunidad para trasladarse y empezar una nueva vida.
Una cosa era cierta: la tía Megan no estaría precisamente triste por verla marcharse.
¿Cómo podían dos hermanas ser tan distintas?, se preguntó con pesar. Su tía era doce años mayor que su madre, pero entre ellas nunca había habido el menor lazo fraternal.
–Creo que a Megan le gustaba ser hija única –le había explicado su madre cuando Zoe le planteó una vez el tema–, por lo que no le hizo ninguna gracia que yo naciera.
–¿Nunca ha querido tener hijos? –había preguntado Zoe.
–Quizá lo deseara alguna vez. Pero… no ocurrió. Pobre Megan – añadió Gina con un suspiro.
Megan era más alta y más delgada que su hermana menor, con un rostro que parecía lucir una permanente expresión de resentimiento. No había en ella ni el menor rastro de la alegría que caracterizaba a Gina, quien sólo de vez en cuando se encerraba en sí misma aislándose del mundo.
Zoe se había preguntado la razón de esos ocasionales retraimientos, y la única explicación lógica que se le ocurría era que su madre aún seguía arrastrando el dolor por la muerte de su marido.
Su tía, en cambio, era completamente distinta. Nunca había tenido que preocuparse por el dinero, y su marido había sido un hombre amable y entusiasta, muy popular en el pueblo. La atracción de los polos opuestos, pensaba Zoe. No había otra explicación para que una pareja tan dispar se uniese.
Su tía, además, tenía una bonita mansión georgiana rodeaba de un grueso muro de piedra, de la que principalmente salía para presidir casi todos los eventos locales. Pero ni siquiera su particular reinado del terror podía hacerla feliz.
Y el rechazo hacia su hermana menor parecía haberlo extendido a su única nieta. Zoe no podía fingir alegría ante la evidente hostilidad de su tía, pero había aprendido a comportarse con educación cuando se encontraban, y a no esperar nada a cambio.
Se bajó del autobús en el cruce y empezó a caminar por el camino. El día era cálido y ventoso, y el aire estaba impregnado por el olor de los setos. Zoe soltó un suspiro y aspiró con satisfacción el aroma silvestre. Era época de exámenes en la universidad, por lo que pensó que podría relajarse aquella noche trabajando en el jardín. Siempre había encontrado muy terapéutico arrancar las malas hierbas, así que podría aprovechar para pensar en su futuro mientras tanto.
Pero entonces torció en la esquina que conducía a la casa y lo que vio la hizo detenerse en seco y fruncir el ceño. Un cartel de «Se vende», con el logo de una agencia inmobiliaria, estaba plantado en el jardín delantero, junto a la valla blanca de madera.
Debía de tratarse de un error, pensó mientras recorría los últimos metros a toda prisa. Justo cuando alcanzó la entrada, apareció Adele, la vecina, en la puerta de al lado. Con ella iba su hijo pequeño, aferrado como una lapa a su cadera.
–¿Sabías algo de esto? –le preguntó, señalando el cartel con la cabeza. Zoe se limitó a negar con la cabeza y a suspirar–. Lo suponía… Cuando vinieron esta mañana a colocarlo, les pregunté qué estaban haciendo, y tan sólo dieron que obedecían órdenes de la propietaria –apuntó con la cabeza hacia la casa–. Está dentro, esperándote. Vino hace un rato y abrió con su propia llave.
–Oh, maldita sea… –masculló Zoe–. Justo lo que necesitaba.
Megan Arnold estaba en la sala de estar, de pie frente a la chimenea apagada, con la mirada fija en el cuadro que colgaba sobre la repisa.
Zoe se quedó dudando en la puerta, desconcertada. Era una pintura poco común, muy distinta a los temas que Gina elegía. Parecía una estampa mediterránea; un tramo de escalones de mármol, sobre los que se esparcían los pétalos descoloridos de una rosa, conducía a una terraza con una balaustrada. Y sobre la barandilla, contra un cielo azul radiante y un mar celeste, se veía un gran macetero de piedra con geranios carmesíes, blancos y rosas.
Lo que hacía extraña la