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Entre el deseo y el temor
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Libro electrónico158 páginas2 horas

Entre el deseo y el temor

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Información de este libro electrónico

Nunca la habían tocado… Pero estaba esperando un hijo suyo.
Embarazada de siete meses, Rosalie Brown, una inocente madre de alquiler, decidió que no podía renunciar al hijo que había engendrado para una pareja italiana. Pero, cuando viajó a Venecia para suplicar que la dejasen quedarse con el niño, descubrió que Alex Falconeri era viudo y no sabía que estaba esperando un hijo suyo.
Alex no podía desaprovechar la oportunidad de reconocer a su inesperado heredero, pero la inocente Rosalie era una tentación demasiado grande para un hombre que no creía en el amor.
Después de un frío matrimonio de conveniencia, Alex había jurado no volver a casarse, pero estaba empezando a pensar que haría cualquier cosa para que Rosalie fuera suya.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 sept 2020
ISBN9788413486956
Entre el deseo y el temor
Autor

Jennie Lucas

Jennie Lucas's parents owned a bookstore and she grew up surrounded by books, dreaming about faraway lands. At twenty-two she met her future husband and after their marriage, she graduated from university with a degree in English. She started writing books a year later. Jennie won the Romance Writers of America’s Golden Heart contest in 2005 and hasn’t looked back since. Visit Jennie’s website at: www.jennielucas.com

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    Entre el deseo y el temor - Jennie Lucas

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

    Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

    www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

    Editado por Harlequin Ibérica.

    Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

    Núñez de Balboa, 56

    28001 Madrid

    © 2020 Jennie Lucas

    © 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

    Entre el deseo y el temor, n.º 2807 septiembre 2020

    Título original: Claiming the Virgin’s Baby

    Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

    Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

    Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

    ® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

    ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

    Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

    I.S.B.N.: 978-84-1348-695-6

    Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

    Índice

    Créditos

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Capítulo 9

    Capítulo 10

    Capítulo 11

    Capítulo 12

    Si te ha gustado este libro…

    Capítulo 1

    PÁNICO. Terror. Amargo remordimiento.

    Todo eso sentía Rosalie Brown mientras miraba su abultado vientre. Estaba embarazada de siete meses y había pensado que podía hacerlo, que podía ser madre de alquiler para una pareja sin hijos. Se había convencido a sí misma de que cuando todo terminase sería capaz de poner al bebé en brazos de otras personas.

    Pero se había engañado a sí misma.

    Durante los últimos siete meses, mientras el bebé crecía en su interior, lo había sentido moverse y se había acostumbrado a hablarle en voz baja mientras paseaba por la bahía de San Francisco, mañana y tarde, lloviese o hiciese sol. Y mientras la niebla del invierno daba paso al sol primaveral, se había enamorado de aquel bebé.

    En secreto.

    Estúpidamente.

    Cuando vio el anuncio de la clínica de fertilidad buscando madres de alquiler estaba en una situación difícil. Con el corazón roto, incapaz de volver a casa y, sin saber qué hacer con su vida, el anuncio le había parecido un milagro.

    Sería una ayuda para su economía y, además, haría algo bueno por otras personas. La mejor manera, la única manera, de olvidar su sentimiento de culpa y su dolor.

    De modo que había conocido a la futura madre, una bella mujer italiana que, con lágrimas en los ojos, le había contado que su marido y ella anhelaban tener un hijo.

    –Por favor –le había rogado–. Usted es la única que puede ayudarnos.

    Había firmado el contrato de embarazo subrogado ese mismo día y se había sometido al procedimiento de inseminación artificial. Unos días después, supo que había quedado embarazada. Estaba esperando un hijo que, según el contrato que había firmado, tendría que entregar a la pareja italiana el día que naciese. Tendría que renunciar a un hijo al que no solo llevaba en su vientre sino con el que estaba emparentada biológicamente.

    Había cometido un terrible error.

    Sí, había concebido al bebé en una clínica de fertilidad y no conocía al padre, pero era su hijo.

    Había intentado hacerse a la idea de que el bebé no era hijo suyo en realidad. Se decía sí misma que el bebé era de Chiara Falconeri y su marido, Alex.

    Era hijo de los Falconeri, no suyo.

    Pero su cuerpo, su corazón y su alma estaban en violento desacuerdo y, por fin, no había podido soportarlo más.

    Se había hecho el pasaporte y, en un momento de locura, había comprado un billete de avión con destino a Venecia. ¿Pero cómo iba a convencer a la pareja italiana de que rompiesen el contrato y la dejasen quedarse con el bebé?

    ¿Signora?

    Un sonriente joven italiano con camiseta de rayas le ofrecía su mano para salir del vaporetto que los había llevado por la laguna desde el aeropuerto Marco Polo. Su vestido amarillo estaba arrugado después de un viaje de catorce horas y el ferry se balanceaba bajo sus pies. O tal vez estaba mareada por el estrés y la falta de sueño.

    –¿Quiere que la ayude con la bolsa de viaje? –le preguntó el joven.

    –No –respondió ella, colgándose la bolsa al hombro–. Grazie.

    Ciao, bella.

    Rosalie esbozó una sonrisa. Ella no era bella. Los hombres italianos debían llamar así a todas las mujeres como un gesto de simpatía o de respeto, pensó, mientras pasaba frente a encantadoras terrazas y tiendas de objetos de cristal y máscaras venecianas.

    Venecia, la ciudad de los sueños. La Serenissima.

    Ella había crecido en una granja al norte de California antes de mudarse a San Francisco para trabajar como recepcionista. Nunca había imaginado que algún día viajaría a Europa y estaba abrumada por aquella maravilla renacentista. Los preciosos edificios, que tantas veces había visto en el cine, los románticos y pintorescos balcones, los canales brillando como diamantes bajo el ardiente sol italiano.

    Rosalie sacudió la cabeza. ¿Qué le importaba todo aquello? Estaba allí por una sola razón: para reclamar a su hijo.

    Tenía que convencer a los Falconeri de algún modo. Tenía que hacerlo.

    Siguiendo las indicaciones del callejero, se apartó de los turistas que iban hacia la plaza de San Marcos y tomó una callecita estrecha hacia la dirección que aparecía en el contrato, la Piazza di Falconeri.

    Poco después, se detuvo frente a una verja de hierro forjado. Tras la verja podía ver un patio lleno de árboles y, tras ellos, un precioso palazzo. Aquel era el sitio.

    Armándose de valor, Rosalie pulsó el timbre.

    Si? –respondió una fría voz masculina.

    –Quiero ver al señor y la señora Falconeri, por favor.

    –Al señor Falconeri, querrá decir –replicó el hombre, con un acento que le recordaba al del mayordomo de Downton Abbey–. ¿Tiene cita?

    –No, pero estoy segura de que querrán verme.

    –¿Y cuál es su nombre?

    –Rosalie Brown. Soy la madre subrogada de su hijo –respondió ella. Silencio al otro lado–. ¿Hola? ¿Sigue ahí? Por favor, he venido desde California para hablar con ellos. Tengo que explicarles…

    La verja se abrió con un zumbido metálico y Rosalie entró en el silencioso patio, tan distinto a las abarrotadas calles venecianas. Oyó cantar a un pájaro mientras se dirigía hacia una puerta de madera labrada, frente a la que esperaba un anciano de gesto altivo y espesas cejas blancas.

    –Puede pasar –le indicó, mirando su abultado abdomen con gesto de sorpresa.

    –Gracias –dijo Rosalie, entrando en el fresco vestíbulo–. ¿Es usted el señor Falconeri?

    El hombre hizo una mueca.

    –Soy Collins, el mayordomo. Empleado del conte di Rialto.

    –¿Conte? –repitió ella, desconcertada.

    –Alexander Falconeri es el conte di Rialto, señorita. Qué extraño que no sepa quién es si está esperando un hijo suyo –dijo el mayordomo, con tono escéptico.

    –Ah.

    Genial. De modo que el padre de su hijo era un aristócrata. Lo que necesitaba para sentirse aún más insegura.

    Levantando la cabeza, Rosalie admiró los frescos en el techo y la impresionante lámpara de araña.

    –Por aquí, señorita Brown.

    El mayordomo la llevó por un ancho pasillo hacia un salón con molduras doradas, muebles estilo Luis XIV y enormes ventanales sobre el canal.

    –Espere aquí un momento, por favor.

    Cuando el hombre desapareció, Rosalie miró alrededor sin saber qué hacer. Un palacio como aquel era algo completamente extraño para ella, que compartía un diminuto apartamento con otras tres chicas. Y antes de eso, la granja de su familia en el norte de California, con una casa abarrotada de muebles viejos.

    Y todo altamente inflamable además…

    Pero no podía pensar en eso ahora, se dijo, angustiada.

    Suspirando, miró el cuadro sobre la chimenea. El hombre del retrato, sin duda un antepasado del señor Falconeri, parecía mirarla con más desdén que el mayordomo.

    «Este no es tu sitio», parecía decir, con una sonrisa desdeñosa.

    Y Rosalie estaba de acuerdo. No era su sitio y tampoco el de su hijo. No iba a dejar que el niño fuese criado en aquel mausoleo.

    Había descubierto recientemente que el embarazo subrogado era ilegal en Italia. Un hecho que Chiara y Alex Falconeri debían conocer. Por eso decidieron contratar a una madre de alquiler en California…

    –¿Quién es usted y qué es lo que quiere?

    Rosalie se dio la vuelta para mirar al hombre vestido de negro que acababa de entrar en el salón. Era alto, atlético, de hombros anchos. Tenía el pelo oscuro, algo despeinado, y el brillo de sus ojos negros hacía que le temblasen las rodillas.

    –¿Es usted Alex Falconeri?

    –No ha respondido a mi pregunta –replicó él–. ¿Quién es usted? ¿Qué es esa ridícula historia que le ha contado a mi mayordomo?

    Ella frunció el ceño, sorprendida. ¿No sabía quién era? ¿Cuántas madres de alquiler habían contratado?

    –Soy Rosalie Brown.

    –Muy bien, Rosalie Brown –repitió él, con tono burlón–. ¿Esto es una especie de broma? ¿De verdad afirma estar esperando un hijo mío?

    –Usted sabe que es así.

    –¿Y cómo es posible? –preguntó él, cruzándose de brazos–. Nunca le fui infiel a mi mujer. Ni una sola vez.

    –Pero vi su firma en el contrato de embarazo subrogado –dijo Rosalie.

    –¿Qué contrato? ¿De qué está hablando?

    Ella lo miraba, atónita. ¿Era posible que no lo supiera?

    –Su mujer, la señora Falconeri, me contrató en una clínica de fertilidad de San Francisco el pasado mes de noviembre. Según ella, usted estaba demasiado ocupado para viajar hasta allí, pero me contó que eran una pareja feliz y que solo necesitaban un hijo para que su felicidad fuese completa.

    –¿Chiara le dijo que éramos felices? –replicó él, mirándola con gesto de incredulidad–. No puede estar hablando de mi esposa. Ella jamás hubiera dicho eso.

    –Me dijo que un hijo era lo que más deseaban… pregúntele a ella –sugirió Rosalie–. Ella fue quien se puso en contacto conmigo y…

    –No puedo preguntarle nada –la interrumpió él–. Mi esposa murió en un accidente de tráfico hace cuatro semanas.

    Rosalie se quedó helada. ¿Chiara Falconeri había muerto?

    –Lo siento mucho… –empezó a decir, nerviosa.

    –Murió en el coche con su amante –la interrumpió Alex Falconeri–. Por eso sé que todo lo que está diciendo es mentira.

    Esa ridícula historia no podía ser cierta. Ni siquiera Chiara habría hecho algo así. Engendrar un hijo gracias a una madre de alquiler sin decirle

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