Las cosas que no decimos
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“Una guayaquileña viviendo en Tokio, un hombre que en mala hora decide aceptar la invitación de una desconocida, un vecindario que toma la justicia por su propia mano, una chica que ama las navajas, una mujer que le corta las manos a su esposo… En Las cosas que no decimos, Jorge Vargas Chavarría nos entrega cuentos que podrían ser episodios de Black Mirror o de American Horror Story. La soledad y la tecnología, el miedo y el amor, la violencia y la locura, lo fantástico y lo real se conectan aquí para formar verdaderas narrativas de lo humano.” MÓNICA OJEDA
“Las cosas que no decimos, de Jorge Vargas Chavarría, se construye a partir de la enunciación y los silencios. La palabra es lo que otorga existencia, legitimidad, reproducibilidad de lo que no se quiere nombrar. Enmarcados en el extrañamiento, los cuentos de Vargas se aprovechan de la volubilidad de las pasiones humanas para desentrañar la vulnerabilidad del lector. Los silencios comunican; construyen una realidad alterna. Lo hórrido de las pasiones determina los giros de las situaciones en los cuentos que, seguramente, también revolverá las entrañas y la psiquis de quien accede a ellos para que, desesperadamente, indague en esa maraña de vísceras y encuentre las cosas que no decimos.” NICOLÁS ESPARZA
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Las cosas que no decimos - Jorge Vargas Chavarría
Asfalto
Las cosas que no decimos
CUENTOS
Jorge Vargas Chavarría
Las cosas que no decimos
© Jorge Vargas Chavarría
Primera Edición–CCE–2018
ISBN: 978-9978-62-962-8
Diseño de portada: Leonardo Tafur R.
Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión
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Versión digital hecha en Ecuador.
Las cosas que no decimos
Cada palabra tiene consecuencias. Cada silencio, también.
Jean-Paul Sartre
Escribir es entrar en el miedo y salir ileso.
Samanta Schweblin
Toys
Rodeada por el silencio de todos los viernes, me pongo los auriculares y me entrego al ostracismo que antes anhelaba y hoy detesto. La vida así, cruda, miserable como Amy Winehouse mientras dice «I died a hundred times», me recuerda lo frágil que puedo ser. Vivir sola en una ciudad tan grande como Tokio es una mierda, sobre todo cuando lo que ves por la única ventana de tu departamento es concreto, el humo del restaurante del primer piso y las luces de los anuncios que cuelgan de aquel y todos los edificios. Todavía me cuesta estar en sintonía con las reglas de mi casero, que me deja un reclamo por escrito bajo la puerta cuando olvido que la basura se saca los martes, o con las manías de los pasajeros del metro, obsesionados con ocupar no más de cuarenta centímetros cuadrados en el suelo. Obsesionados con todo, diría Kokoro, que siempre se queja de su gente. Ambas creemos que es precisamente esa obsesión por tenerlo todo bajo control la que ha puesto tan en auge al Karoshi¹.
Kokoro es botánica y trabaja en el jardín Rikugien como investigadora por más de doce horas al día. A sus veintiséis, nunca ha tenido novio, pero eso no significa que sea virgen. Por el contrario, su experiencia me ha servido para entender mejor a los hombres—o por lo menos a los de oriente, que es mucho—, lo que tampoco quiere decir que me vaya mejor que a ella, que es una mujer bellísima, de rostro pequeño y ojos grandes, dos de los atributos más sensuales en esta sociedad con gustos descabellados; que, como muchos, tampoco está dispuesta a una relación seria.
Para Kokoro, que yo quiera caber en esta sociedad es como querer sembrar una sakura en Guayaquil: aunque llegara a florecer, no viviría más de unos días. Tal vez por eso estoy recluida en casa—si puede llamársele así a este hueco—escuchando Back to black y mirando por la ventana.
Kokoro habría venido a comer la pizza que compré después de clases de no ser porque encontró un match al que quiso darle una oportunidad. Al igual que mis compañeros del máster, Kokoro usa Uwaki, una aplicación que te permite encontrar personas que comparten un mínimo de seis intereses contigo y cumplen con el perfil de personalidad que el usuario dice apreciar en una pareja. Cuando la aplicación presenta un match, uno decide si mostrar su foto: ésta solo se muestra si ambos aceptan hacerlo. El siguiente paso es revelar tu ubicación exacta y escoger una intención: las opciones entonces van desde encontrarse en Harajuku² para tomar algo, hasta rentar una habitación en el barrio rojo para tener sexo. El problema de Uwaki—como el de todas las redes, claro—es que uno puede inventárselo todo: los pasatiempos, el nombre, las intenciones, todo. Quien se expone en esos sitios debe tener claro que puede encontrarse con un demente cuando menos lo prevenga. Así funciona el mundo virtual—y el real muchas veces—.
Bajé la aplicación por la insistencia de Kokoro para que al menos me atreviera a ver qué clase de chicos hacían match conmigo. Una vez en clases, escuché a un compañero burlarse de mí por ser latina y, entre otras barbaridades, dijo que si pensaba quedarme en Tokio después del máster debía ahorrar para comprar un cíborg porque a los hombres japoneses no les interesan las latinas, no para algo a largo plazo por lo menos. Y aunque me consta que en Japón se mira a Sudamérica como si allá se estuviese viviendo un apocalipsis, se trata de un juicio más cotidiano de lo que podría pensarse: los adultos de Tokio llevan vidas parecidas a la de Kokoro—a quien no juzgo en absoluto porque es lo más cercano que tengo a una familia—: ganan dinero suficiente para pagar la renta de un departamento de unos treinta metros cuadrados—el doble de la superficie que mi beca me permite costear—, ayudan a sus familias en lo posible y disfrutan de su sexualidad sin mayor compromiso que el de usar un preservativo.
Hace cuatro días, decidí compartir mi foto con un chico con quien hice match. Lo bloqueé horas después, cuando empezaron las peticiones excéntricas. Que hubiese querido ver mis senos por video llamada no me habría alarmado. En una sociedad que explota el cuerpo femenino sin restricciones y sin que eso le moleste a nadie, eso era algo para lo que estaba preparada, no para que pidiese verme sin bragas usando un uniforme de secundaria que ofreció enviarme. Me ahorré tiempo al no contárselo a Kokoro porque sé que habría dicho que hice bien al no acceder si no era algo que yo disfrutaría. Ella fue la primera que me puso en claro que en Tokio el matriarcado es una realidad cada vez más evidente, en contraste con la evolución perpetua de la industria del sexo, empecinada en vender una imagen improbable de mujer japonesa.
Después de aquel chico bloqueé a otros dos, y conforme voy depurando solicitudes, voy perdiéndole interés a Uwaki. Tal vez sería un mejor viernes si nos hubieran dejado un proyecto para la próxima semana en la universidad, así estaría enfrascada en mi laptop por horas, como lo hacen todos aquí a diario; para trabajar, para entretenerse, para buscar el afecto que no consiguen de otro ser humano. Como no es el caso, sigo scrolling down en la aplicación mientras Lianne La Havas dice «I'll wait a little longer» y medito en adelantar una investigación durante el fin de semana. Un mensaje de Kokoro aparece en la pantalla, dice que su cita es un periodista chileno con el que apenas puede comunicarse, pero con quien ha inaugurado el uso del lenguaje corporal; que están bebiendo en un club y que él sabe distinguir una rosa de una camelia. Respondo con un emoticón y cierro la conversación. Entonces recibo una notificación de Uwaki: he hecho match con un usuario, que me escribe antes de que pueda leer los intereses que compartimos y me llama la atención el formalismo con que lo hace; la ausencia de prisa con que empieza a preguntar sobre mí y cómo llego a quitar la música después para concentrarme en sus respuestas. La charla progresa conforme transcurre la noche.
Advierto que el cretino de mi vecino vuelve acompañado cuando el chirriar del metal de su cama se cuela por la pared, delgada como las de todo mi edificio. Kokoro me escribe para decirme que su taxi está por llegar a casa y que se verá de nuevo con el chileno mañana por la tarde. Le respondo deseándole buenas noches y regreso a la conversación con el chico de Uwaki cuando el reloj de mi celular marca las 02h40. Dice que su padre siempre quiso que fuese médico, pero que no era lo suyo, que vomitó con el primer cadáver que le pusieron en frente y que su familia le dio la espalda después de que dejó la escuela de medicina. Le explico que soy extranjera cuando dice no haber escuchado nunca mi nombre y me pregunta si Ecuador es el país en donde se queman muñecos gigantes en Año nuevo. Cuando le confirmo aquella costumbre me envía otra foto de él y dice que le intriga saber más de mí, que ojalá sigamos en contacto. Shiro está sin camisa en la foto, y aunque lo primero que debería pensar es que espera que yo le envíe una parecida, me detengo porque algo me dice que eso es precisamente lo que no desea que haga. Como si se tratase de una prueba hecha por un chico tan educado como astuto. «Fue un placer haber hablado contigo», escribe en el siguiente mensaje, y redacto mi despedida tan rápido como puedo porque no quiero que se duerma sin leerla. Después de aquel «buenas noches», seguido de un par de emoticones que me harían ver ridícula frente a mis amigos—Kokoro, básicamente—, decido no borrar la aplicación. Por lo menos no hasta descubrir si recibo un «buenos días» mañana por la mañana.
Japón es el país de las alergias. Se dice que, al cabo de cuatro años de vivir aquí, un extranjero puede volverse alérgico al polen del que todos se protegen. Los estornudos, tal como el riguroso seguimiento de las reglas que hacen de uno un buen
japonés, son una señal de naturalización. Muchos acostumbran llevar cubre bocas mientras transitan por las calles o usan el metro. Todavía no me inicio en ese hábito que sí practican las muchachas que viajan sentadas junto a mí. En Guayaquil sería imposible que tanta gente