Rose déluge
Por Edem Awumey
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Pero para llegar hasta allí, Sambo se verá obligado a tomar la identidad de un amigo de la infancia que vive en Canadá y emprender un largo viaje en autocar a través de Estados Unidos. En la pequeña estación de autocares de Hull, entre los poetas vaticinadores y los burgueses recelosos, el muchacho conoce a Louise, quien, al igual que él, solo sueña con marcharse a otro lugar, y poco a poco, durante la larga espera de ese autocar que se niega a aparecer, los mundos de ambos confluirán, fundiéndose el uno con el otro.
Tras Los pies sucios, una de las novelas finalistas del premio Goncourt del año 2009, Edem Awumey vuelve con una tercera novela de poderoso aliento lírico. Rose déluge es una obra sobre seres en trashumancia desde África hasta América del Norte, del sur al norte, que celebra nuestra humanidad común en medio de la aterradora fragilidad del mundo.
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Rose déluge - Edem Awumey
Rose Déluge
Edem Awumey
Traducción de Iballa López Hernández
Para Maria Pavie, in memoriam
A los remeros
Me enternecieron su cuerpecillo de pez fuera del medio y su desmañada impetuosidad.
Williams Sassine, Mémoire d’une peau
1
La tía Rose pasó sus últimos años de agonía presagiando el capítulo final de aquella estación lluviosa en la que depondría las armas cuando la muerte arrancase su piel de vieja negra y su último suspiro a la costa. Yo, por mi parte, deseé que si aquello sucedía, la tierra putrefacta de nuestros barrios bajos le resultase ligera. Ha fallecido hoy, ha recogido su piel y sus huesos de carraca y se ha largado bajo tierra. No obstante, en mi memoria aún persiste la triste película de las plazas, aceras y mercados de Lomé bajo las aguas, una laguna gigantesca sin nenúfares ni ranas, ni esos minúsculos pececillos que yo trataba de pescar para prepararle una cena de lo más exquisita. Yo hacía de cocinero y la tía Rose de clienta tiquismiquis que evaluaba el menú. «Este pescado no está muy fresco que digamos. Usted no es cocinero, señor, sino un envenenador… Ay, nostalgia, nostalgia… En mis tiempos, en Luisiana, comíamos el pescado más fresco, una trucha como es debido, asada sobre la leña de la ribera, una sabrosa dorada con limón… No, señor, usted no es cocinero. ¡Lo que es es un impostor!…». La tía Rose pinchaba entonces un par de bocados antes de apartar el plato, y yo me sentía aliviado sabiendo que tenía algo en el estómago. Y, mal que le pesara a la insatisfecha de mi tía, podía decirme a mí mismo que era un cocinero, era el cocinero de la barca de su existencia, que zozobraba, se hundía hacia el fondo y el final, lo mismo que su cabeza, siempre inclinada hacia la tierra, hacia el fondo de un hoyo en la tierra de Luisiana, hacia su futuro ataúd, con una cruz sobre el barniz de la madera y miles de flores anegadas por las lágrimas del cielo…
Ha fallecido, y le prometí que llevaría sus restos hasta Luisiana, que ella llamaba el país de los suyos, si bien jamás había estado allí; una patria remota que en numerosas ocasiones me describió mediante una imagen de motivos borrosos, ella misma borrosa y porosa a fuerza de existir únicamente en sus espejismos. Sobre las rodillas tengo lo poco que queda de ella: una caja de madera con sus cabellos y sus uñas, restos que no me costó trabajo recuperar, dado que el pelo se le caía solo. En cambio, con las uñas me las vi y me las deseé, las tenía largas, gruesas y ganchudas, puesto que nunca se las había dejado cortar. Uñas de animalillo feroz. También me vi obligado a sumergirle los pies en el agua mientras lo que quedaba de su cuerpo se pudría bajo el sol de Lomé y el réquiem de las moscas. Pero no podía faltar a mi promesa y aquí estoy…
… sentado en el bordillo de una acera de Hull, pequeño centro urbano de Quebec desde el que se perciben el bullicio y el tráfico de la ciudad de Ottawa, al otro lado del río Ottawa; aquí estoy, esperando un autocar con destino a Nueva York, primera etapa de este viaje. Solo sé que después de Nueva York tendré que atravesar buena parte del territorio estadounidense para llegar a Nueva Orleans. La empleada que vende los billetes en esta parada de autobús del bulevar Saint-Joseph me ha dicho: «El próximo sale dentro de tres cuartos de hora». No tengo prisa, no soy yo quien está impaciente por volver a su tierra. Mi patria era Rose Lafayette, cuerpo endeble que fue encorvándose a lo largo de temporadas de melancolía y adversidades, cabeza menuda y medio calva, una ramita por cuello, piernas de chiquilla anoréxica y unos pies tan pequeños que sus huellas apenas eran visibles en el suelo. Los pies, ausentes de la tierra, al igual que el resto del cuerpo, endeble y falto de consistencia, como queriendo decir que jamás había poseído tierra alguna; rostro de monjita soñadora que se pasó la vida inventándose otras ciudades con fronteras más amplias que las de Lomé, porque a ella no le gustaba sentirse con muchas apreturas…
… «Soy una hija de los grandes vientos del Misisipi, una hija del océano», gustaba de repetir, cuando en realidad no había estado nunca en Luisiana. Tales fueron los signos liminares de su declive. Empezaron a patinarle las neuronas y aseguraba que estaba atrapada en una habitación oscura. Encerrada. La habitación en cuestión no tenía ni puerta ni ventana y le daba una impresión de ahogo, para ella el mundo se había convertido en una celda. Y gritaba. Al príncipe capaz de sacarla de las entrañas de la locura. Se veía a sí misma sentada en el centro de aquella prisión de tinieblas, incapaz de moverse. Estaba pegada a la silla y no podía hacer ni un gesto de tanto miedo como tenía. Le llenaba de pavor ver que las paredes de la habitación oscura se acercaban y avanzaban hacia ella haciendo que la celda se encogiese…
… aseguraba estar en peligro y necesitar que la socorrieran, que alguien le tendiese una mano, una cuerda, «¡Arriba, arriba, agárrese, señora!…». Debería haber escapado de aquella cárcel, pero para ello habría tenido que levantarse, lo cual iba más allá de sus fuerzas. La tía Rose era como una estatua de carne reseca en medio de una habitación oscura. En el techo había una grieta y un rayo de luz que poco a poco se mezclaba con la oscuridad de la celda, y los ojos se le entelaban y se sentía desorientada… «En nuestra ciudad todo Dios, tanto muertos como vivos, pierde la chaveta —me aseguraba ella entonces—. ¡Los críos se han vuelto malvados, a los padres no les queda más remedio que venderlos en el mercado negro o estrangularlos antes de la siguiente tormenta, los santos se han vuelto locos y nos maldicen!». Eso fue al principio, en la génesis del libro de la locura. La cabeza la había perdido una mañana de tormenta, al golpearse la frente en el bloque de hormigón que sostenía el tejado de chapa por encima de la puerta de su habitación. Hubo viento antes de aquella espantosa lluvia de mayo, y destrozos, muertos, y desde entonces la tía Rose perdía la cordura y el norte, y desvariaba cada vez más conforme pasaban las estaciones, que se sucedían y se superponían para luego alejarse…
… conforme pasaban monzones, harmatanes, estaciones lluviosas y soles, la tía Rose se alejaba de las orillas de la lucidez, cambiando su mirada despierta por unos ojos vacuos, apagados, cual luces y soles muertos. El doctor Opero, que fue amigo suyo durante su infancia en las playas de Lomé, pensaba que le daba por imaginarse esas cosas porque se sentía asfixiada. Necesitaba aire y espacio. Se inventaba paredes para llamar la atención y expresar sus feroces ganas de escapar de la prisión que representaba su vida…
… no obstante, a la sazón aún me reconocía, pues me recibía cada tarde con estas palabras: «¿Has trabajado mucho en el colegio, Sambo? Vas a estudiar ciencias en los libros e inventarás una máquina para alumbrar la miseria y las sombras de mi vida: una lámpara, una brújula, un telescopio… Inventarás la ruta y el barco que me llevarán de vuelta a Luisiana… ¿A que sí, Sambo, bonito, a que vas a inventar el barco en el que regresaremos? ¿Verdad que puedo empezar a hacer las maletas, verdad que vamos a pasar el próximo invierno allí?». En aquellos pagos de África, Rose, mi anciana pariente, se empeñaba en vivir al ritmo de las estaciones de Estados Unidos, en esperar las flores de la primavera o en abastecerse de leña para el invierno, y dirigía hacia la copa del único árbol del patio su canción de esperanza…
Dodzi anyo na wo
Heyiyiwo li
Novi dodzi anyo na wo
Heyiyiwo li…
… palabras de un trovador olvidado que significaban: «Tenemos que ser fuertes y creer en ello, mañana será otro día…», antes de proseguir en su asiento por la senda del delirio. Rose se removía en la silla de mimbre, hacía amago de levantarse, pero, como al fin y al cabo estaba paralizada en aquel decorado del árbol del pan y el pozo, volvía a caer desmadejada y flácida contra el respaldo agujereado. Una triste criatura que se angustiaba y le gritaba a la vida y al cielo estrechos que la exprimían como un limón verde para ofrecer su zumo a un monstruo sanguinario y desconocido…
el limón,
verde,
… porque la tía Rose seguía siendo una niña ingenua, «Durante el carnaval de Nueva Orleans —me confesaba—, no consentía que los muchachos fuesen más allá del vello del pubis, ¿sabes?, aquellos condenados marineros que trabajaban a bordo del Natchez, el barco de vapor que iba y venía por el Misisipi…». La locura le oprimía hasta los tuétanos, se introducía en los laberintos de su cabeza rala de muñeca, excavando pozos y galerías en los pasillos de su memoria hasta que el sol se ponía y ella se aquietaba al fin, al ver una vieja fotografía que se le había caído del bolsillo, la fotografía de su hermana gemela, mi madre, Marie Lafayette, con la lozanía de sus veinte años. Felina y de mirada penetrante. En un decorado de cielo nebuloso y olas lejanas en el que unas aves migratorias se apropiaban de la tristeza de la escena… Cuando eso ocurría, una lágrima le resbalaba por la mejilla hasta caer sobre el retrato de su hermana, que ella se apresuraba a limpiar. Lo cierto es que era el único ser del que se acordaba cuando acababa olvidándolo todo, en el momento del agujero negro.
—Dime, ¿conocías a mi hermana?
—Soy su hijo.
—Mientes. Marie nunca tuvo hijos.
—…
2
… he pasado mucho tiempo a orillas del río Ottawa, ahí donde el puente Alexandra salva la distancia que existe entre nuestra pequeña ciudad de Hull y Ottawa; he pasado mucho tiempo ahí, con la esperanza de que ocurriera algo que cambiase mi vida por completo, porque en casa siempre hemos sido dos: mi madre y yo, Louise Hébert, y porque en Hull no sucede nada del otro mundo; durante doce primaveras, he aguardado sentada en la hierba de los márgenes, silenciosa y cómplice del viento, de los cuervos y las chovas del río, testigos compasivos al igual que ese anciano barbudo y escuálido que siempre se sienta con la espalda pegada a uno de los muros de la casa Charron, en su colina, a unos veinte metros de la orilla, triste y ausente, un poeta —como he venido a descubrir con el tiempo— soñando en unos trozos de papel arrugado palabras que para él debían de parecerse a la esperanza; el poeta que en cierta ocasión me salió con este discurso: «Ya verás, pequeña, un buen día subirán hacia el norte, extenuados, despavoridos, agotados por la travesía, huyendo de la furia de las tempestades. Las catástrofes más tremendas habrán borrado del mapa sus casas, barrios, ciudades, países, se habrán quedado sin hogar, por lo que irán más arriba en busca de otro, la furia de las catástrofes naturales habrá transformado el sur en ruinas y cuantos puedan vendrán hasta aquí, jovencita, llegarán de todos los sures, de Luisiana, del Caribe, de África, de la cordillera de los Andes, acabados y tendiéndonos la mano, será mucho más triste que en el caso de los boat people, tú no sabes quiénes son los boat, pero ya lo entenderás, llegarán por todos los caminos, y no sabremos qué ofrecerles, todo ello nos superará; viejos, no tan viejos y niños, tal vez un chico que haga que el corazón te arda, si viene de las brasas del sur, seguro que te quemará, ¿qué ofrecerles?, tu mano a cambio de la quemazón…»
… y sin concluir el discurso, el poeta emprendió el camino de vuelta a casa, arrastrando los pies hacia la calle Jacques-Cartier, que cruzó con paso indolente y restos de palabras en los labios, lo seguí con la mirada hasta que desapareció, y cuando llegó la primavera, retomé mis carreras por la hierba, pateando de rabia la agonía de los últimos bloques de hielo, volví a hallar mis pájaros, el parque y al poeta sentado bajo una de las ventanas de la casa Charron, la barba del hombre se había puesto pelirroja; fue la primavera en la que pretendía enamorarme de alguien porque me decía a mí misma que aquello cambiaría mi vida y le aportaría un toque de color, el río podría aportarme algo nuevo, traer hasta mí a un chico muerto o vivo o congelado, un hombrecillo que yo descongelaría y que recobraría la vida bajo la cálida fricción de mis manos sobre sus manos y sus pies y su vientre y todo su cuerpo; en casa de mi madre, junto a la chimenea, extendería una manta gruesa y calentita y lo acostaría sobre ella, las brasas y el olor a leña lo despertarían, él se rebulliría delante de la lumbre, movería un dedito, un dedo del pie, abriría un ojo con dificultad, a continuación el otro, mi amado tosería y esbozaría hacia el fuego un primer movimiento del cuello…
3
La empleada de la pequeña estación repite la misma cantinela: «El autobús llegará dentro de media hora». Sigo sentado en este bordillo de acera de Hull haciendo cuentas. En los bolsillos tengo cuanto necesito. Para pagar una sepultura a los