Uno de los nuestros
Por Thomas Winkler
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Son seis los relatos que componen el último libro de Thomas Winkler. En ellos se dan cita la soledad de los millennials, el independentismo catalán, el delirante secuestro de una famosa pornstar, las consecuencias de un mundo futuro totalitario, la vida de los pacientes hospitalarios y un disparatado debate presidencial con consecuencias devastadoras. En conjunto, esta compilación de relatos es una original y mordaz muestra de narrativa puesta al servicio del análisis crítico de la realidad, apta para quienes deseen contemplar el rostro desnudo de una sociedad cada vez más intangible, cada vez menos humana.
Thomas Winkler
Thomas Winkler nació en un borrascoso y desapacible día de 1977. Estudió Sociología en la Universidad Complutense de Madrid, donde se doctoró con una tesis sobre las creaciones publicitarias audiovisuales que obtuvo el Premio Extraordinario de Doctorado. De su experiencia académica obtuvo dos cosas: una inenarrable aversión por el funcionamiento atávico de la Universidad y un conocimiento exhaustivo de los mecanismos ocultos que rigen el mundo de la creación publicitaria. Es autor de cuentos y novelas que han sido distinguidos con premios y menciones honoríficas en prestigiosos certámenes literarios nacionales e internacionales, entre los que destacan el VI Certamen Universitario de Relato Corto Jóvenes Talentos, el Concurso Internacional de Cuentos Max Aub, el Concurso Internacional de Novela Corta Juan Rulfo y el VII Concurso Literario Internacional Ángel Ganivet. Ha publicado las novelas Cómo triunfar en el mundo de la publicidad (2017), Historia natural de la destrucción (2017), Diario de una Rieju (2017), El hombre inexistente (2015), Los paraísos olvidados (2015), y el libro de relatos Uno de los nuestros (2017). Actualmente vive, traduce y escribe en Lyon (Francia).
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Uno de los nuestros - Thomas Winkler
Thomas Winkler
Uno de los nuestros
Uno de los nuestros
Ante mí te hallas, sereno, aquiescente, asertivamente instalado en una de las sillas metálicas que conforman el espacio ligeramente irregular y sin aristas de la terraza de un bar primaveral del centro de la ciudad, oculto tras unas gafas de sol Ray–Ban que cubren estudiadamente la hermosa oquedad oscura de tus ojos, tu pierna derecha doblada y apoyada sobre tu pierna izquierda a la altura de la rodilla, ligeramente inclinado en la silla metálica cuyo respaldo está cubierto por una fina tela con motivos florales en la que puede leerse, en delicadas letras arabescas, el nombre comercial del establecimiento. Tienes al alcance de la mano tu iPhone 6S con todas las aplicaciones abiertas, y a pesar de que estás hipnotizado por el reflejo de tu silueta que te devuelve uno de los ventanales del establecimiento, aún conservas la atención suficiente para actualizar tus perfiles de Instagram, Twitter y Facebook con los ágiles y certeros gestos de tus infalibles dedos. Tu cerebro aún está bajo los efectos de un apacible riego de dopamina causado por la inesperada y sencilla captura de un Pokémon RATTATA a mediodía en las inmediaciones del parque del Retiro. Tienes todo lo que deseas. Eres todo lo que deseas. Tu ego se erige sobre sólidos cimientos que hunden sus raíces en la entraña más profunda de la Tierra. Tu tiempo es el tiempo de un mundo que gira a tu alrededor a ritmos acompasados y vertiginosos: un púlsar en torno al cual orbitan nebulosas y galaxias. Así eres tú. Has inscrito tu nombre en el cordaje infinito de la red universal. Eres el dios pagano de una era que no perecerá jamás. Eres la virtualidad hecha carne.
Tienes 386 amigos en Facebook, 279 seguidores en Instagram, 534 contactos en Twiter. Numerosas y hermosas mujeres te envían mensajes privados a diario. Cuando respondes eliges meticulosamente los emoticonos dependiendo del grado de afinidad virtual que mantienes con tu víctima. Incluso a veces, si se da la ocasión, te encuentras con algunas de ellas en románticas citas que suelen acabar en apasionados intercambios de fluidos íntimos a altas horas de la madrugada. No se te resiste nada, eres invulnerable. Después de esas citas, a la hora del desayuno, con la víctima nocturna aún de cuerpo presente, se hace el silencio en el salón de tu reducido y periférico estudio de 25m², y la luz del sol que entra por la ventana te devuelve a la realidad. El rostro de la cita no se asemeja favorablemente al de su perfil de Facebook, Twiter o Instagram. Su cuerpo virtual, rodeado de sinuosas telas y curvas sugerentes, no es el mismo cuerpo que ahora cubre tu albornoz de atenuados tonos azulados. Su conversación, carente de emoticonos, te aburre hasta límites insospechados. Entonces llegas a una conclusión, la misma que te ha guiado hasta donde alcanza tu memoria. No eres propiedad de nadie: tu destino es fluir como el agua o el viento. Nada podrá detenerte, al igual que resulta imposible detener el paso del tiempo.
Ahora te hallas ante mí, hierático, infinitamente satisfecho con lo que haces, con lo que piensas, con lo que escribes. Tu soledad es solo fingida: una vieja trampa dialéctica. Tus amigos te rodean, están por todas partes. En las escaleras de tu edificio, en los pasillos del metro, en el mostrador del restaurante de comida rápida en el que trabajas. Los llevas contigo allá donde vas, cerca del corazón, en la memoria SIM de tu teléfono. Y aunque a veces, en las noches oscuras de invierno, harto de ver la televisión y de consultar tus perfiles, sientas una dolorosa punzada que te sacude las entrañas, sabes que estás en lo cierto: no sufras, el mundo no es lo que antaño era. Has dejado de necesitar cualquier tipo de contacto humano. Te bastas a ti mismo, eres todo tu universo. Aunque ahora, mientras te tocas tu rala cabellera químicamente tratada con productos contra la alopecia, consigo discernir en la hermosa oquedad de tus ojos, estudiadamente ocultos bajo los cristales espejeados de tus Ray-Ban, un atisbo de duda: como si durante un breve instante no te bastara la contemplación del dragón tatuado en tu brazo, o los múltiples «Like» que ha generado tu último comentario en Facebook, o las numerosas veces que tus contactos retuitean tus banales e intrascendentes observaciones cotidianas. Como si el dragón que luce tu musculoso y gimnástico brazo despertara en tu interior la dolorosa punzada que tratas de acallar narcóticamente en las interminables noches