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Demonio
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Libro electrónico298 páginas4 horas

Demonio

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En Lima, el diplomático español Federico Trujillo apareció asesinado en su domicilio. Horas antes había solicitado el servicio de una prostituta, fué la que al llegar, encontró el cadáver. Las circunstancias que llevaron a su muerte indican, en primer lugar, un asesinato ritual. 
La Embajada del país,  pide al historiador Roger Peters, conocedor del país y su gente, la delicada tarea de apoyar a la policía peruana en la investigación. 
Su profesión le posibilita, pasar desapercibido en muchos lugares, lo que da lugar a  entrar en el mundo subterráneo de un país que está profundamente dividido por las culturas antiguas y la realidad. Al principio, La Capitana  de la PiP Janeth García, esta poco impresionada con los métodos caprichosos de Peters, sobre todo, porque el da mas credito a los rumores de un científico borracho, que a ella.  
Roger Peters por su propia cuenta, sigue una pista en la selva peruana. Allí tiene lugar un macabro hallazgo. Una y otra vez encuentra nativos secuestrados, asesinados y quemados. Existe un cierto paralelismo con la leyenda del pishtaco, es evidente. Esta habla de un demonio, que desde tiempos inmemorables captura, asesina y quema a los residentes de las aldeas remotas, con el fin de conseguir su grasa humana. Alguna evidencia apunta a la participación de la mayor compañía farmacéutica en el país. El Perufarma está a punto de sacar un nuevo aceite lubricante para motores de aviones en el mercado.
 Para disgusto de la capitana García, Roger Peters se fia tanto de su teoría,  que ignora otras pruebas. Sólo cuando en las proximidades de la Embajada ocurren más asesinatos y el propio Roger Peters es el objetivo de esos ataques, cae en la cuenta lentamente, de que detrás de todos los crimenes hay algo muy distinto...
IdiomaEspañol
EditorialXinXii
Fecha de lanzamiento6 dic 2017
ISBN9783961429172
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    Demonio - Malcom Brady

    distinto...

    Capítulo 1

    La luz del semáforo aún no había cambiado, cuando el caos empezó. El ruido estridente y casi ensordecedor del claxon de coches, motos, furgonetas y autobuses. Milagros estaba sentada en un taxi y observó el tráfico paralizado. Relajada, se apretó en los cojines del viejo Chevrolets y trató de rescatar algo agradable del viaje. Finalmente la luz se puso en verde y la avalancha sobre ruedas comenzó a moverse. Cuando el taxi pasó la imponente silueta del Hotel Marriott, un adolescente dirigió peligrosamente su moto Honda muy cerca del viejo taxi. Detrás, en el asiento trasero, estaba sentada una chica joven con cabello largo y negro aferrándose fuertemente a el.

    ¿Llegarán a salvo? —se preguntó en su interior Milagros.

    En la Avenida Benavides, el tráfico se detuvo de repente y el taxi se quedó parado justo detrás de un vehículo verde, cuyo escape, o lo que quedaba de el, expulsaba abundantes nubes de humo. Milagros, mientras contenia el aliento, cerró rapidamente la ventanilla. Sólo entonces podía seguír respirando, pero pronto el humo entró al interior del coche y penetró sus vías respiratorias. Era asfixiante. Milagros tosió y golpeó al conductor en el hombro. Él le miró por el espejo retrovisor y asintió con la cabeza. Había entendido los gestos de desdicha y se trasladó ráudamente hacia el carril rápido. — !No hay Problema!

    Milagros no siempre había podido permitirse la comodidad de andar en un taxi. Venía de un pequeño pueblo de provincias en la sierra peruana. Sus padres habían sido propietarios de una pequeña granja, tratando día a día de arrebatarle algo al terreno un tanto estéril. Eran cinco hermanos. Cuatro niñas y un niño. Cuatro de más, su padre siempre había subrayado. Hubiera preferido que hubieran sido más herederos por motivos de trabajo, pero el Todopoderoso al parecer había decidido lo contrario. Así que ella se crió en la miseria y con el deseo de hacer más de su propia vida a fuerza de voluntad y determinación. De lo contrario, sólo habría podido esperar un campesino, que la habría tomado como esposa mientras ella era aún joven.

    Con dieciséis años, ya era una bonita mujer y un dia fue llamada por su madre para una conversación. Sentada debajo de un gran árbol de mango de pie frente a su casa, le mostró el vestido. El vestido, que iba a cambiar su vida de ahora en adelante, además recibió un billete de autobús a Lima y una dirección en Miraflores. Esta última alguien la habia garabateado con un lápiz en la parte posterior de un calendario de bolsillo.

    El dia de su partida, su padre murmuró algo acerca de que los gringos en la capital pagaban bien por mujeres jóvenes, en particular por virgenes. Remotamente tuvo la idea de lo que significarían sus palabras. La despedida de el fue corta y sin dolor. Por el contrario su madre aulló como un perro faldero, más aún al ver como Milagros agitaba violentamente sus manos al despedirse. Casi parecia que su hombro se iba a dislocar. Lo que siguió fue, sin duda nada fácil, pero la salvó, al menos, de la vida monótona en las montanas. Después de tanta tristeza, ahora le iba a esperar la intensa ciudad de Lima, donde Doña Rivera había prometido solemnemente cuidarla bien. Dicha señora sería su madame, quien se haría cargo de todos sus asuntos, alojamiento y clientela afluente incluida.

    En Lima vivía en el Reducto. El pequeño hostal con el nombre melodioso, estaba situado en la Avenida Ricardo Palma, uno de los barrios periféricos de Miraflores. Inicialmente compartió una habitación con otras dos chicas. Ahí dormían, cocinaron juntas, bailaron salsa e intercambiaron sus ropas entre sí. Tener hermosas prendas era importante para ellas, a través de estas podrián conseguir los clientes más ricos. Su primer parroquiano fue un Inglés que demostró ser un verdadero caballero. Aunque generalmente, se fijaba en chicas muy jóvenes, esta vez Milagros tuvo suerte, ya que era paciente y comprensivo. Doña Rivera lo había conseguido para ella y de antemano la preparó para cualquier inconveniente. Así Milagros sabía lo que tenía que hacer, para que el dolor no fuera insoportable. Más tarde trabajó en la Posada del Inca. Este era un club de striptease, donde predominantemente concurrian extranjeros. Trabajó duro, y rápidamente encontró la manera de que los presentes se animaran a beber. Pronto fue capaz de dividir a los hombres en dos categorías: Los que sólo iban ahí a emborracharse y los que en realidad buscaban sexo. Los que clasificaba en el último grupo recibían una atención muy especial. Sus clientes quedaban fascinados con ella, en especial los hombres mayores. Esto no era de extrañar, ya que era la yegua más bella en el establo de Doña Rivera. Aun así había logrado conservar cierta inocencia, y su naturaleza reservada y amable, le daba puntos adicionales. Esto era lo que gustaba a los hombres. Probablemente por esa misma razón habia conseguido el trabajo de azafata. Un dia habia visto por casualidad un anuncio en el periódico El Comercio. Agencia de acompañantes busca señoritas jovenes con nivel A1 para trabajo bien remunerado, y abajo del anuncio habia una direcion en San Isidro. Milagros fue ahi y se presentó. La persona que la recibió era un tal Reynaldo Mosquera. Éra un colombiano alto y bronceado, que manejaba una agencia exclusiva en el elegante barrio colonial. Sus clientes eran principalmente extranjeros con necesidades especiales.

    Precisamente por eso, una buena apariencia y completa discreción es una necesidad, —le había explicado, cuando se había concretado que trabajaría para él—. Más tarde, añadió que los deseos de sus clientes eran particulares, aunque no inalcanzables pero si ella no estaba de acuerdo podría rechazar el servicio. Milagros recordó ahora, lo que dijo: "Los gustos son como los culos, cada persona tiene el suyo y el de algunos apesta" Era esta explicación lo que la había tranquilizado y persuadió de tomar el trabajo. Después de todo, iba a tener mas dinero y menos horas de servicio. Luego se fue sin contemplaciones del Reducto a un pequeño apartamento en la Avenida José Larco, el cual había alquilado. Ahora podía ver el Océano Pacífico desde su balcón. —Cuanto habia mejorado!— El único inconveniente era que ya no podía ir a pie a su trabajo. ¿Pero para que existen los taxis?"

    — El tráfico cada vez se pone peor, ¿cierto? —dijo al conductor, sacandola de sus pensamientos.

    — ¿Sabe que? Deténgase, por favor. Me bajo aquí. Caminaré el trayecto que falta, iré por el Parque Kennedy.

    El conductor asintió con la cabeza y se detuvo en un cruce de peatones. Milagros le puso un billete de 10 soles en su mano, abrió la puerta lateral y salió. Una oleada de aire húmedo y frio salió a su encuentro, mientras se tambaleaba en sus altos tacones caminando entre los coches. Alguien tocó la bocina. Una cara mestiza, en un viejo VW escarabajo sonrió descaradamente y silbó tan fuerte como pudo, mientras pasaba su chatarra. Un Toyota blanco casi chocó contra ella, porque el imprudente conductor la había pasado por alto, pero Milagros pudo esquivarlo y ahora se movia al otro lado de la calle lo más rápido que sus zapatos le permitian.

    — !Jolines por fin!— Casi veinte metros al costado se encontraba la entrada al Parque Kennedy.

    Reynaldo Mosquera estaba de pie, de espaldas a las ventanas de su espaciosa oficina ensimismado en sus pensamientos. Amaba los edificios antiguos con habitaciones de techos altos. Sólo las ventanas, una construcción enorme piso-techo de vidrio de plomo y hierro forjado, tenian más de cuatrocientos años. Venían de la época en que los españoles utilizaron la Lima Colonial como centro de sus conquistas. A través de las grandes ventanas, la luz del sol entraba en la habitación y formaba una sombra en forma de rejilla que coincidía completamente con el patrón a cuadros del suelo de mármol de fina calidad. El mobiliario existente antiguo lucia perfectamente en la amplia oficina donde brillaba en todo su esplendor. Cuando Milagros abrió la puerta, él la miró y la saludó amablemente.

    — !Hola Reynaldo! Bastante tranquilo hoy, ¿eh? —contestó Milagros.

    Él asintió con la cabeza. No era la primera vez que era asi. — Hoy sólo tengo una cita para ti. Pero recien a las nueve. Así que tienes que esperar un poco.

    Milagros hizo una mueca. — !Pero falta todavía una hora!

    Reynaldo no se amilanó. — El cliente es un pez gordo de Espana —explicó— Te llamará aquí tan pronto como esté listo. Me habló algunas tonterías sobre una conferencia y el hecho de que después quiere descansar un rato. — ¿Tienes suiciente tiempo, verdad?

    — Bueno, en realidad me he comprometido con Doña Rivera para mas tarde. Siempre tiene un trabajo extra para mi....

    — Sí, ¿y qué? Esto puedes hacerlo mas tarde, ¿verdad? ¡Doña Rivera no se te va a escapar! Y del Español vas a consiguir quinientos dólares, asi que vale la pena esperar un poco, ¿oh no?

    — Bueno.

    — ¡Y por si acaso ¡deberias traer el uniforme de enfermera y los requisitos!

    Milagros alzo las cejas. —Ah, ¡otro que se le levanta con juegos de doctor! -penso para si. ¿En qué hotel se hospeda? -preguntó seguidamente-

    — ¡En ningun hotel! Debes ir directamente a su apartamento. Te anoté la dirección. No está lejos de aquí. Vive en uno de los nuevos edificios altos, justo en el Malecón. Pero, por favor, espera. Todavía es muy temprano. ¿Te apetece un café?

    — Sí, Gracias. Interiormente, tuvo que reírse. Hace un año, Reynaldo probablemente la habría votado de su oficina, pero ahora las cosas eran muy diferentes. Actualmente sus clientes solo solicitaban los servicios de ella. Entre ellos había empresarios, abogados, ingenieros y de vez en cuando un pez muy gordo en el anzuelo. Con esto, se referia a un político o diplomático de alto rango, justamente ellos eran los que tenian peores necesidades. Por lo tanto, Reynaldo sabía muy bien lo que tenía y sobre todo, que podía confiar en ella al cien por ciento. Asi había cambiado su relación de negocio a su favor. Practicamente se había convertido en su socio.

    Reynaldo trajò café. Milagros encendió un cigarrillo y aspiró el humo. Tomó un sorbo de café. De repente, se puso de pie, caminó hacia el baño, retocó su maquillaje, volvió, se sentó y vació su taza. Despues encendió un segundo cigarrillo y aplastó las colillas en el cenicero. Había pasado sólo quince minutos.

    — ¡Ya me voy! —dijo con firmeza.

    — Es un poco temprano todavia Milagros —la persuadió Reynaldo.

    — ¡Joder!, no me siento con ganas de esperar más tiempo. Voy a caminar lentamente. Con estos tacones de todos modos no puedo caminar rápido— Señaló sus tacones altos.

    Reynaldo asintió. — De acuerdo. Sí piensas que debes hacerlo..., pero no olvides de llevar el uniforme de enfermera y las cosas, ¡vale!— Puso sobre la mesa una bolsa de plástico con algo adentro, lo que inmediatamente Milagros metió en su bolso.

    — ¡Si Señor! —sonriò.

    Entonces se levantó moviéndose graciosamente y deslizándose hacia fuera de la habitación. Sus tacones aún resonaban, cuando entró en el ascensor al final del pasillo. Reynaldo no pudo evitar una leve sonrisa. Realmente sabía lo que tenía en ella.

    Los nuevos edificios de gran altura se encontraban en la calle Venecia, a sólo dos cuadras de la oficina de Reynaldo. Milagros pasó la pesada puerta giratoria del vestíbulo y sin avisar al vigilante se dirigió hacia el ascensor. Nadie se preocupó sobre lo que estaba haciendo ahí o a hacia donde iba.

    De eso se había asegurado Reynaldo con pequeños sobornos.

    El hombre que debia visitar, se llamaba Federico Trujillo. ¿Qué o quién? era, ella no lo sabía. Tampoco tenía gran importancia, solo tenia que ser rico.

    El número de la habitación era 44. Los números cuatro significaron el cuarto piso y alli estaban sólo los Penthouse.

    Subió al ascensor y scuando este se detuvo, se encontró directamente al frente del apartamento. Antes de tocar la puerta, comprobó por acto reflejo de vanidad su aspecto. Todo estaba perfecto. Forzó una sonrisa seductora y tocó la puerta. No hubó respuesta. Ella miró su reloj. Eran las 20.30 horas.

    ¿Y si la conferencia aún no ha terminado? —se preguntó. Tocó de nuevo y empujó de forma automática la empuñadura. Para su sorpresa, la puerta cedió y se abrió.

    Federico Trujillo debería estar aqui en su habitación —pensó.

    Desidió entrar. Si que estaba, pero no como lo habia imaginado. Lo encontró en el salón, colgado del techo, con la cabeza hacia abajo y emvuelto como un paquete. No se movía. Milagros se asustó. Pensó que se trataba de una broma perversa. Con cautela se acercó a él. Movió el sillòn volcado que cubria su cabeza y pudo mirar su rostro desencajado.

    Su cabeza estaba ensangrentada y en la alfombra habia un charco de sangre. Esa era la amarga realidad. Retrocedió lentamente, el cuchillo estaba incrustado en su espalda, pero ella no lo vio. Por reflejo, se volvió y salió corriendo de la habitación. Estaba de camino hacia abajo, cuando finalmente estalló el primer grito.

    Capítulo 2

    A Pedro Eliezer le gustaba madrugar para observar como el día iba despertando lentamente, primero todo oscuridad, todo silencio; solía dejar la ventana de su habitación abierta, para sentir la brisa suave que ingresaba, fría, fresca, luego a poco a poco, el último vestigio de la noche cedía el paso al día y la luz del sol empezaba a entrar, iluminando todo a su paso, nunca dejaba de fascinarse por éste cambio. Esos minutos, muy temprano en la mañana significaban un momento muy especial para él, en la calma de cada amanecer podía organizar sus pensamientos, aclarando los recuerdos que aún tenía de sus sueños. Trabajaba en el Ministerio de Asuntos Exteriores, en Madrid. Acostumbraba, a reunir a sus amigos en su casa y si se hacía tarde pasaban la noche en ella. Así paso en la víspera, se había reunido con José Bufón, un compañero de trabajo para tomar unas copas y comentar una nueva normativa para empresarios extranjeros. La reunión se extendió hasta altas horas de la noche. José, debido al excesivo consumo de alcohol, pasó la noche durmiendo en su habitación de huéspedes. Pedro no se había tomado ni la mitad del vino que José, pero aun así se sentía fatigado. Trataba de relajarse, pero sintió una tensión emerger en los músculos de su espalda

    y piernas. Murmuró algo entre dientes y bajó malhumorado de la cam

    Podría estar bastante satisfecho con su vida. Era aún jóven cuando se trasladò desde la zona de Alicante a Madrid, donde había solicitado un puesto oficial en el Ministerio de Asuntos Exteriores. No fue facil conesguirlo, nadie le regalò nada. Por el contrario, la competencia había sido numerosa. En su mayoría eran hijos de diplomáticos, economistas, miembros del mundo académico, políticos. Y todos tenían algo de lo que él carecia: La vitamina I, es decir Influencias.

    Suspiró profundamente, al pensar en cómo había luchado, mientras otros disfrutaban de la piscina o de la vida nocturna. Su lema era llegar a ser el primero. Sabía lo que quería: ¡Subir hasta lo mas alto!

    Cogió su albornoz y fue a darse un baño. Alternó el chorro de agua fría y caliente, lo cual le relajó y despertó la mente. Después se vistió y se dirigió al piso inferior para buscar el periódico de la mañana, de pasada observó entreabierta la puerta del cuarto de invitados, del interior provenía un ronquido profundo. Era su colega José. Sonrió para sí. El periódico estaba como de costumbre en el escalón superior de la casa. Lo cogió, regresó y continuó hacia la cocina. Ahí puso el periódico sobre la mesa y encendió la máquina de expresso, para tomarse un café. Mientras la máquina expulsaba el líquido en la pequeña taza, tomó el ejemplar del diario y comenzó a ojearlo cuando escuchó un saludo, era José, quien acaba de bajar del piso superior.

    — ¡Buenos días! ¿Qué tal la resaca? Parece que se nos ha ido la mano con los tragos anoche ¿verdad? —bromeó Pedro

    — ¡Dios mío! —José se aclaró la garganta, tocandose la cabeza. — ¿Diablos, qué hora es?

    Pedro miró al reloj de la cocina. — Casi las siete y media —contestó.

    José se dejó caer en el sofá de la sala. — Vaya, ¿tan temprano? Sinceramente, pensé que era más tarde, y sí, creo que se nos ha ido la mano con el vino, sonrío, se levantó del sofá y corrió hacia el cuarto de baño . —Voy a dar una vuelta en la piscina — dijo, sonriente.

    Pedro le regaló una sonrisa y se volvió para pulsar nuevamente el botón rojo de la máquina de café. Iba a colocar otra taza, cuando sonó el teléfono. Se levantó, se acercó a la mesita, cogió el teléfono y se lo colocó en su oído.

    — ¡Si, dígame!

    — Buenos días Pedro— Era una voz suave y femenina. Pertenecía a su secretaria Alejandra Calixto. Sin ella nada funcionaba en su oficina.

    Big Daddy acaba de llegar y preguntó por ti. Me dijo, ¡que te quiere ver aquí lo antes posible!

    Pedro tragó saliva. — Buenos días Alejandra. ¿Cómo, que me quiere ver tan temprano en su oficina? ¿Los reuniones siempre son a las 10, ¿o me equivoco?

    — Parece, que hay un caso de emergencia— Alejandra dejó escapar un suspiro forzoso

    — ¿Dijo de que asunto se trata?

    — No, a mí no me dijo nada, pero a juzgar por su voz... aquí hay una atmósfera pesada, si me preguntas. ¡Deberías venir enseguida!

    — ¡Vale, lo haré!

    Big Daddy, el secretario de Estado, Manuel García Aldaz, el gran jefe de todos. Pedro conocía a su carismático y profesional jefe personalmente y siempre le había mostrado una gran simpatía. Estaba inmóvil tan insimismado en sus pensamientos, que no se dió cuenta de que José, recién duchado entraba.

    — ¿Sigues aquí?

    Cuando Pedro no respondió de inmediato, volvió a preguntar. — ¿Todo va bien?

    — Si si, sólo que Big Daddy quiere que me presente inmediatamente.

    — ¿ Qué quiere?

    — No hablé con él personalmente. Alejandra me llamó. Pero al parecer es urgente.

    — ¿Ah si? ¿Y todavía estas aquí?

    José tomó un sorbo de café. Casi estaba frío.

    — Mejor, te largas ya. Me quedaré aquí un rato más. No hay ningún problema.

    No pasó mucho tiempo, cuando Pedro Eliezer tocó tímidamente aquella puerta de la oficina de su jefe y abrió. En el interior, el murmullo cesó inmediatamente y todos los rostros se volvieron hacia él. El Secretario de Estado, Manuel García Aldaz no estaba solo. Dos personas más le acompañaban. Le saludó y fué directo al grano.

    — Señores, les presento a Pedro Eliezer, uno de mis mejores trabajadores. Pedro, estos son Gonzalo de Benito del Departamento Federal de Investigación Criminal y Adrián Goncalves del Servicio de Información Federal.

    Pedro les saludó amablemente y se sentó en un sillón negro, que normalmente estaba destinado para los visitantes. No conocía personalmente a los otros dos caballeros, pero recordaba haber visto sus rostros de vez en cuando en el periódico. Parecian ser poderosos e importantes, lo que le sugirió, que se enfrentaban a un gran problema.

    — Gracias, por haber venido tan rápido —dijo García Aldaz con una voz muy seria.

    Después se volvió hacia el Señor, que estaba sentado a su izquierda. "Gonzalo, puedes repetir para el Señor Eliezer lo que acabamos de discutir por favor.

    Gonzalo de Benito le dió una mirada apreciativa mientras se rascaba la espalda, que tenía quemada por el sol. Había regresado hace dos días de unas vacaciones en Mallorca y su piel todavía tenía el mismo color rojizo de su cabello.

    Cuando iba a comenzar su informe, Big Daddy cambió de opinión.

    — No, ¡espera Gonzalo! Pedro, mejor es, que tome esa hoja y lo lea usted mismo.

    Le entregó un fax, que estaba dirigido a él personalmente y venía de la Embajada de España en Lima. Pedro tomó el mensaje y enseguida empezó a leer. El texto era corto y conciso.

    "Diplomático Español hallado muerto en su apatramento. Al parecer, fue asesinado. Solicito instrucciónes respecto a que medidas tomar.

    Pedro repasó el mensaje de nuevo y sintió que se le encogía el estómago. Acababa de comenzar el dia y ya no se sentía capaz de afrontar sus responsabilidades. Se puso peor.

    Comprendía la reacción de Big Daddy, cuando escuchó el resto de la historia. Al parecer, el diplomático Federico Trujillo habia sido asesinado y fue hallado por una prostituta, quien al ingresar, lo encontró atado y colgado del techo de su casa.

    Gonzalo de Benito añadió rápidamente. — Acabo de hablar por teléfono con unos colegas de Lima. Dicen que la embajada, quiere guardar el asunto en secreto por un tiempo.

    — ¡Vaya, que historia!— Este hecho no era precisamente el mejor tipo de publicidad y ahora buscaban urgentamente una salida, una historia que se pudiera contar al público. Estas eran las consecuencias de ser una persona importante. Había que lidiar constantemente con la prensa, la cual observaba escrupulósamente por si se daba un paso en falso. Y este asesinato era un maldito gran paso en falso.

    — Voy a ser sincero

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