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La Montaña del Péndulo De Oro.
La Montaña del Péndulo De Oro.
La Montaña del Péndulo De Oro.
Libro electrónico250 páginas2 horas

La Montaña del Péndulo De Oro.

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Información de este libro electrónico

Un grupo de amigos va a pasar unas vacaciones a una cabaña en las montañas. Sin saber nada, caen en la trampa de una familia que explota una mina de oro olvidada cien años atrás. El lugar es el mismo infierno donde las mujeres son violadas de una forma salvaje y los hombres trabajan como esclavos. Nadie puede salir con vida del lugar y los cadáveres son la comida de los que se mantienen con vida. Ulrich Duver solo tiene un lema en su mente: "Las gatas se comen a las ratas para poder sobrevivir".

IdiomaEspañol
EditorialInty Morales
Fecha de lanzamiento21 ene 2019
ISBN9780463153413
La Montaña del Péndulo De Oro.
Autor

Inty Morales

Inty Morales Borges nació el 20 de diciembre de 1968 en Sagua la Grande, provincia de Las Villas en la isla de Cuba. En 1998, se exilió en los Estados Unidos con la oleada de emigrantes cubanos llamados balseros. En 1998 fue acusado en el Condado de Broward con primer grado de muerte en un caso que a todas luces podía ser considerado defensa propia, solo que la familia de la víctima estuvo a cargo de procesar el caso con un fraude y un conflicto de intereses que puede ser considerado el mayor en el estado de la Florida y los Estados Unidos. Inty Morales es autor de treinta y tres libros, los cuales intenta publicar con la intención de ganar algún dinero con el cual poder sacar la verdad a la luz y denunciar el raqueterismo judicial en el estado de la Florida.Inty Morales.

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    La Montaña del Péndulo De Oro. - Inty Morales

    CAPÍTULO I

    DOS SEMANAS DE VACACIONES

    -1-

    En la temporada de verano, el color en el estado de Carolina del Sur es más que agobiante. Thomas Randall, al volante de un Suburban Chevrolet, soltó una maldición entre dientes al ver cómo el vapor se levantaba del asfalto de la carretera interestatal número 26. Dando una rápida mirada por el espejo retrovisor del centro del parabrisas, vio que todos sus amigos se habían dormido.

    —No puedo creer que ya estés cansado de manejar —dijo Brian Dolmany desde el asiento del copiloto después de volver la atención hacia Randall.

    —Pensé que estabas dormido —dijo Randall ignorando la pregunta de su amigo.

    —Nada de eso, pero no puedo negar que el sonido que provocan las llantas del auto sobre la carretera me pone depresivo.

    —¿Cuánto falta para llegar? —preguntó Kelly Arlintón desde los asientos traseros del Suburban.

    —Unas 4 horas —respondió Dalmany volviendo la mirada hacia su novia y, después de guiñar le el ojo derecho, continuó diciendo—: en unos minutos bajaremos de la interestatal para tomar la carretera 121 que atraviesa la reserva forestal de Sumter.

    —Yo sigo diciendo que debimos haber elegido a la playa para pasar las vacaciones —dijo Tania Grunder interviniendo en la conversación después de haberse pasado las manos por el rostro con la intención de poder desperezarse un poco del letargo que le producía el viaje.

    —Tenemos un río a sólo unos cincuenta metros de la cabaña que rentamos —replicó Dalmany y, volviendo la atención hacia ella, la miró con fingido reproche para continuar diciendo—: aún estás a tiempo para cambiar de opinión, puedes quedarte en Whitmire y volver en autobús a Columbia.

    —Voy a pensarlo —replicó Tania con fingida indiferencia mientras no perdía el menor detalle de cómo Randall se movía incómodo tras el volante del auto.

    —¡Que gente está! Hablan y hablan y no dejan dormir a nadie en este lugar —dijo Ben Nodal desde el último asiento del Suburban, el cual compartía con su novia Ana Bronsón.

    —¡Vamos, Ben! Lo menos que tú puedes hacer es dormir cuando Ana está junto a ti.

    —Ni que lo digas, Dal —empezó a decir Ana y, dando un suave empujón a Ben por su hombro derecho, continuó diciendo—: lo ha estado intentando por todo el viaje, solo que le he apretado las bolas un par de veces para que deje la calentura.

    Todos estallaron a reír a carcajadas y se calmaron al ver el cartel que anunciaba la carretera 121 a una milla de distancia.

    —Me han prometido que el lugar es bien tranquilo, tanto que el contacto más cercano con la civilización está a unas siete millas —dijo Dalmany volviendo a concentrar su atención en la carretera y, cuando Randall tomó la rampla que los bajaba de la interestatal a la 121, continuó diciendo—: el lugar es un pequeño pueblo con unas veinte casas, un camino de tierra lo atraviesa dejando de lado derecho la única tienda de artículos varios del lugar.

    —¿Qué piensa comprar allí, Brian? Si hemos traído más comida que ropas —dijo Nodal con voz teatral y con la intención de que sus palabras se oyeran como las de un reportero que critica un mal negocio del gobierno.

    —Bueno, no está mal echarle una miradita a esa tienda por si durante las dos semanas de vacaciones necesitamos algo.

    —¡Hombre precavido vale por dos! —concluyó Ben haciendo una seña con su mano derecha a Dalmany.

    -2-

    Lo que había dicho Brian Dalmany del Péndulo de Oro podía interpretarse como la visión de un pueblo pintoresco dentro de una zona rural. Pero la realidad era muy distinta, para empezar, los techos de las veinte casas del tipo cabaña estaban en condiciones deprimentes y faltos de pintura. Varias de las casas estaban abandonadas y las ocupadas lo estaban por gente tan mayor que no podían repararlas. La juventud, al cumplir los quince o dieciséis años, huye del lugar antes de que sea demasiado tarde para sus vidas. La única policía que tenía jurisdicción sobre el lugar era la del pueblo de Delta, y el sheriff Donald McWhire daba una vuelta por la zona cada dos meses.

    Después de atravesar la zona boscosa por caminos de tierra en donde el fango y las rocas eran un constante problema para su camioneta Ford F150 de doble tracción, terminaba frente a la tienda de los esposos Duver.

    Mack y Berta Duver eran las únicas personas con las que podía hablar sin que fueran quejas de la mala vida del lugar.

    La tienda el Risco no podía decirse que era un lugar próspero, dada la situación de los moradores del pueblo, pero era la única construcción que podía mirarse sin sentir repulsión. Era una casa estilo chalet con dos plantas; la segunda planta hacia la función de la vivienda de los esposos Duver y, debajo, la tienda.

    El sheriff McWhire sabía que los Duver, al montar la tienda, habían remodelado la fachada de la primera planta. Los dos grandes ventanales de cristal a cada lado de la puerta de entrada al local, hacía ver anacrónico al chalet en comparación con las demás construcciones del pueblo.

    —¡Bah! En este lugar no se vive, sino que se intenta sobrevivir —dijo el sheriff para sí mismo cuando bajó de la camioneta frente al local.

    Antes de dirigirse a la entrada del Risco, pasó la mirada por sobre las casas que estaban del otro lado de la calle. Tenía la certeza de que era observado y no porque le tuvieran miedo, sino porque no deseaban responder a sus preguntas de rutina. Cualquiera fuera el caso, él tenía a Mack Duver para ponerse al día de todo lo que hubiera ocurrido en el lugar.

    -¡Vaya, sheriff! En otra de sus visitas de rutina —dijo Mack Duver cuando el encargado de la ley traspasó el umbral de la puerta de entrada.

    —Ya sabes, Mack, las cosas con la ley se ajustan a un parámetro de reglas y hay que cumplir con ella —replicó McWhire saludando al tendero con un firme estrechón de manos por sobre el mostrador. Después, pasó la mirada por sobre las estanterías y, al ver lo surtidas que estaban, continuó diciendo—: has cargado al máximo el local. Eso es seña de que te ha ido bien las cosas.

    —No lo puedo negar, he tenido un mes bastante próspero.

    —¿Y eso?

    —Primero murió la señora Carlota Davis y sus hijos mandaron el dinero para que yo me ocupara del sepelio y de las cosas de la tumba. Después, un grupo de muchachos se hospedaron en las cabañas de la montaña; gastaban a manos llenas y dejaron vacías las estanterías de las bebidas alcohólicas.

    —¿Hay gente allá arriba? —preguntó McWhire con el reflejo de la preocupación en su rostro.

    —Ahora no hay nadie, pero uno nunca sabe. La compañía que renta eso está en la ciudad de Columbia.

    —¡Tienes razón! —reconoció el sheriff a la respuesta del tendero y, después de hacer una corta pausa para reflexionar sobre algunos detalles del pasado, continuó diciendo—: yo había creído que después del incidente de las parejas desaparecidas, jamás volverían a rentar ese lugar.

    —¡Dinero es dinero, sheriff! Yo creo que solo esperaron un tiempo para que las aguas volvieran a tomar su cauce.

    —Sí, puede que así sea —reconoció este para hacer un gesto de resignación y continuar diciendo—: nunca he podido entender qué sucedió con aquellos muchachos.

    —Es duro aceptarlo sheriff, pero cualquiera que se quede borracho dentro de esos bosques puede amanecer dentro de la barriga de una manada de osos.

    Al oír esta posibilidad, el sheriff miró al rostro del tendero por unos largos segundos. Sus pensamientos fueron a los hechos ocurridos cinco años atrás. No se encontró rastro alguno de una tienda de campaña atacada por los osos u otro animal. Además, había otros detalles que hacían ver la historia como si se hubieran molestado en modificar la escena del crimen, si fue en la cabaña en donde los secuestraron y asesinaron.

    —Esa situación ha sido algo que ha martillado mucho en mi cabeza —empezó a decir el sheriff. Después de sus reflexiones, señaló hacia las estanterías para continuar diciendo—: voy a tomar un paquete de refrescos para dar una vuelta por el pueblo antes de marcharme.

    —¡Todo a su disposición, sheriff! —exclamó sonriendo Duver al tiempo que señalaba hacia las estanterías con un ademán de su mano derecha.

    McWhire tomó un paquete de jugo de manzana y, pagando el importe de cuatro dólares, abandonó el lugar. Al volver a la camioneta, iba con la firme decisión de darse una vuelta por la cabaña de la montaña.

    -3-

    Joe Crandar se había licenciado del ejército de los Estados Unidos al cumplir los treinta años. Había servido en varias guerras como un integrante de la fuerza especial de asalto, pero en ese momento no hacía ningún ejercicio militar ni practicaba estar en contacto directo con la naturaleza. Su intención era encontrar con vida a la persona que le había enviado el mensaje a su teléfono.

    Este le había llegado una semana atrás y solo decía: Estoy en Sumter Forest y me persiguen hombres animales.

    Él había pensado que se trataba de una broma, pero, al llamar de vuelta, el móvil se encontraba fuera de servicio. Dejó pasar unos días, pero su cerebro entrenado para lo militar le continuaba golpeando con que el mensaje era una emergencia real.

    Haciendo un alcance por Internet, logró encontrar a la dueña del número telefónico. Melaine Berjol era una mujer de treinta y cinco años con una hija de catorce, ambas vivían en una casa caravana en uno de los peores suburbios de la ciudad de Columbia.

    La visita a la casa caravana aumentó las sospechas de Crandar, madre e hija llevaban más de dos semanas fuera del lugar sin que nadie tuviera la menor idea de su paradero. Con un par de preguntas a los vecinos, supo que Melaine era dada a varios vicios y a la constante visita de hombres que llevaban dinero en sus bolsillos.

    Con una mochila sobre sus espaldas, un rifle de cacería y una cámara fotográfica, Crandar se adentró en la reserva nacional de Sumter. Como esta estaba dividida en dos partes, decidió explorar la que era atravesada por el río Tyger. Dejando la carretera 121, se adentró en los bosques siguiendo la ribera del río.

    Después de dos días de exploración, tenía en la memoria digital de su cámara una gran cantidad de fotos de animales, pero, fuera de eso, no había encontrado nada anormal en el lugar.

    —Puede que haya elegido mal —se dijo a sí mismo Crandar después de pasar la mirada por sobre las aguas del río y creer que la llamada pudo haber sido hecha de la reserva forestal que estaba hacia el sur.

    Después de dar un sonoro resoplido, se volvió a internar en los bosques con la firme decisión de llegar a la ciudad de Delta en la noche del día siguiente.

    -4-

    Desde dentro de las malezas que bordeaban el camino de tierra que iba al pueblo del Péndulo de Oro, dos hombres vestidos con rústicos trajes de piel de oso quedaron mirando cómo la camioneta del sheriff McWhire salía del camino para adentrarse en el sendero que lo llevaría a la cabaña de la montaña.

    El más pequeño de los hombres caminaba ligeramente encorvado y llevaba una máscara sobre su rostro que solo dejaba la boca y los ojos al descubierto. Volviéndose hacia su acompañante, dijo con verdadero fastidio—: ¡ahí va ese entrometido del sheriff McWhire!

    A diferencia entre ellos, el que seguía al pequeño medía más de seis pies de estatura. Su cuerpo estaba moldeado como el de un levantador de pesas, solo que en él todo era a causa del uso de su fuerza bruta. Llevaba el rostro cubierto con solo los ojos al descubierto y, al oír las palabras de su acompañante, lanzó un bufido e intentó salir al camino para ir tras el sheriff.

    —¡Olvídalo, no podemos matarlo!

    El grandulón se detuvo en seco y, volviéndose hacia su amigo, torció la cabeza en un gesto de clara incomprensión.

    —¡Ya lo has olvidado! —empezó a decir este al ver la conducta del mastodonte. Sacudió la cabeza de forma negativa para continuar diciendo—: si matas al sheriff vas a levantar muchas sospechas sobre la población de Delta y eso nos pondría en un problema, ¿comprendes la situación?

    El mastodonte, por toda respuesta, lanzó un gruñido inentendible. Se adentró en las malezas y, al llegar a un claro, se detuvo en seco.

    —Está bien, ya quieres volver a casa —dijo el más pequeño con tono apaciguador. Hizo una corta pausa en la que pasó la mirada alrededor del lugar para continuar diciendo con cierta autoridad—: cuando regreses, quiero que prepares para mí a las más joven de las muchachas, ya sabes a cuál me refiero.

    El mastodonte lanzó otro de sus gruñidos para después echar a caminar hacia un bosque de pinos cubierto por enredaderas. El hombre pequeño lo siguió con la mirada hasta que se perdió de vista, se descolgó una bolsa de lona que llevaba a la cintura, la sopesó un par de veces en la palma de sus manos para concluir diciendo—: pronto las cosas van a cambiar para nosotros.

    CAPÍTULO II

    EL PÉNDULO DE ORO

    -1-

    Con dos horas y media de viaje por la carretera 121, Brian Dalmany y sus amigos dejaron atrás la pequeña ciudad de Whitmire, donde se habían detenido quince minutos para repostar de combustible el Suburban y comprar una comida rápida en la tienda de la estación de gasolina.

    Superando otras treinta millas de la carretera, salieron de esta a un camino de tierra que se mantuvo paralelo a ella por cien metros. Después, los bosques rodearon el camino y, con cada milla que superaban, las malezas se hacían más tupidas.

    Brian maniobró con peripecia cuando pasaron junto a los barrancos y laderas de las montañas. Al final, superaron dos pequeños puentes de ladrillo rojo y entraron al pueblo del Péndulo de Oro.

    —¡Puff! Si

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